18 de diciembre de 2013

Relato monovocálico de Rubén Darío


Lector, en una entrada no tan reciente, escribí que no me gustaba jugar con las palabras, porque eran sagradas. Pues, como se dice ahora, me pasé dos o tres pueblos, porque tampoco se ha de ser tan estricto y la verdad es que se ha jugado mucho con ellas en la historia de la literatura, como se muestra en detalladas obras de la llamada por algunos Ludolingüística. Y a esto me voy a referir, recuperando así lo que, en principio, intento que sea la temática más frecuente en este blog.

Se pueden escribir textos, por ejemplo, en los que falte consistentemente una de las vocales y se llaman lipogramas. O en los que figure una sola, monovocalismos. Los palíndromos, bastante más conocidos, son aquellas palabras o frases que se pueden leer indistintamente hacia delante o hacia atrás. La más famosa es quizá la de Dábale arroz a la zorra el abad, pero hay muchas otras, como La turba bajaba brutal, por citar alguna. Los tautogramas agrupan palabras que empiezan por la misma letra: ¡Cielos! ¿Cómo canciones cantaremos con corazones casi consumidos? O el de un soneto de Francisco de Quevedo: Antes alegre andaba; agora apenas alcanzo alivio...

El fecundísimo y precocísimo Enrique Jardiel Poncela (escribió su primera novela con once años), tiene un relato monovocálico de un par de páginas, Un marido sin vocación, en que no aparece la vocal E. Este trabajo forma parte de una serie de cinco (sin la E, sin la A, sin la O, sin la I y sin la U) que el autor publicó en la sección de cuentos del diario La Voz, en 1926 y 1927. Es muy breve y un lector inadvertido puede no notar siquiera que en el mismo falta una vocal.
 
         El famoso e influyente escritor francés Georges Perec, judío con ancestros polacos, en su novela La disparition, tampoco utiliza la E, la vocal más frecuente en francés. Alguna traducción al castellano de esta obra respeta esa restricción, cambiando la vocal E por la A, más frecuente en nuestro idioma.

         Hay ejemplos mucho más antiguos. Francisco de Navarrete y Ribera, fue un escritor español del Siglo de Oro, autor de una novela que es un lipograma en la que falta la letra A,  La novela de los tres hermanos. Esta novela está incluida en un curioso libro de rarezas titulado Flor de Sainetes, del año 1640. Contemporáneo es el autor hispano-portugués Alonso de Alcalá y Herrera (Lisboa 1599, Alcalá de Henares, 1682), autor de una pentalogía de novelas de carácter ludolingüístico, que incluye Los dos soles de Toledo (sin la letra A), La carroza con las damas (sin la E), La perla de Portugal (sin la I), La peregrina eremita (sin la O) y La serrana de Sintra (sin la U). La edición de estas novelas es de 1641, en Lisboa, sólo un año posterior a la de Navarrete y Ribera.

         De todas ellas, la única que conozco es La carroza con las damas y es, como se supone, una novela muy corta. Así deben de ser las otras, que no es llevadera la tarea de andar escribiendo con cortapisas y prohibiciones. De esta novela copio un fragmento, escrito con el barroco estilo de la época, pero perfectamente inteligible: ¿Cómo sin pintar paso la gran Lisboa, mi patria, su gallardo sitio, su grandiosidad, su aparato, su adorno, su brío, su concurso, su primor, su valor, su hidalguía? Gran ocasión, por Dios, a dar lugar la prisa, mas no faltará otro día. Volvamos a San Francisco.

Aun así, nada equiparable a lo de escribir utilizando sólo una vocal, que es mucho más difícil, obviamente. Frases cortas en las que figure una sola vocal son relativamente hacederas. Utilizando sólo la O, estaría: ¡Socorro! Los olorosos osos con los ojos rojos son horrorosos. Pero escribir un relato entero, aunque sea corto, con sólo una de las vocales, se adentra para mí en el terreno de lo numinoso.

Me voy a referir a uno de estos monovocalismos, que siempre me llamó poderosamente la atención. Es un texto de extensión no demasiado breve, escrito por Rubén Darío. Tan poco seriamente que incluso pretendió fingir que el autor era otro, “un joven desconocido de América Central o de Colombia”. El relato tiene el título de Amar hasta fracasar y en él la vocal que se repite, única e incansablemente, es la A. Lo veo en un libro impreso en 1922 y seguramente estará en la edición de sus Obras completas, en veintidós volúmenes (1917-1919).

El tristísimo relato de Darío es realmente prodigioso, aunque también entiendo que para muchos no será el adjetivo más apropiado. Hay en él ternura, a veces cierta belleza bien que extraña, secuencias de gran sonoridad y revela un gran conocimiento del idioma. No deja de ser una curiosidad, que quiero compartir con mis lectores. Para ellos hago esta somera introducción y copio el texto íntegro del relato, con las notas correspondientes, que no me he preocupado de confirmar: 

AMAR HASTA FRACASAR

La Habana aclamaba a Ana, la dama más agarbada, más afamada. Amaba a Ana Blas, galán asaz cabal, tal amaba Chactas a Atala.1

Ya pasaban largas albas para Ana, para Blas; mas nada alcanzaban. Casar trataban, mas hallaban avaras a las hadas, para dar grata andanza a tal plan.

  La plaza llamada Armas, daba casa a la dama; Blas la hablaba cada mañana; mas la mamá, llamada Marta Albar, nada alcanzaba. La tal mamá trataba jamás casar a Ana hasta hallar gran galán, casa alta, ancha arca para apañar larga plata, para agarrar adahalas.2 ¡Bravas agallas! ¿Mas bastaba tal cábala? Nada, ¡ca!, ¡nada basta a atajar la llama aflamada!3

16 de diciembre de 2013

El mejor pívot de la historia fue catalán


Este blog nació con el designio de no atender demasiado a temas de actualidad. Sin embargo, a veces la realidad del presente es tan quemante que obliga a desdecirse y a cambiar la singladura prevista. Lo que está ocurriendo ahora en Cataluña, me preocupa, como a tantos otros. Un recurso en tales casos puede ser el humor y no es la primera vez que recurro a él en situaciones parecidas. Humor que querría amable y punzante sólo lo imprescindible. También esperanzado, porque creo que la sensatez acabará imponiéndose más pronto que tarde.

Este relato está escrito desde hace meses y decido hacerlo público ahora. Cuando ya algunos de los amigos que lo han leído me aseguran que es leve y soportable en su crítica y no es capaz de oscurecer mi afecto hacia ese bello país que es Cataluña, ejemplar en más de un sentido, pero no siempre.

 EL MEJOR PÍVOT DE LA HISTORIA FUE CATALÁN

Hace ya unos años, un profesor de filología catalana empezó a descubrir que muchos de los españoles estábamos viviendo en el error desde hacía siglos; que estábamos, por decirlo así, como rebozados permanentemente en la ignorancia. Porque es obvio, sostiene dicho filólogo, que el autor del Quijote fue un catalán, lo mismo que el descubridor de América; por no hablar de Marco Polo, de los autores del Lazarillo de Tormes o La Celestina. Y otros grandes hombres y mujeres que no fueron catalanes, hubieran debido serlo, si hubiera un poco más de sensatez y justicia en el mundo. Por no hablar de los muchos, en realidad todos, que hemos querido y queremos ardientemente ser catalanes, sin darnos cuenta, sin saberlo. Y que ahora, tras conocer estos detalles que nos da el avispado filólogo, nos vemos inconsolablemente abocados a la desesperación o a la melancolía, dependiendo del temperamento de cada cual. En relación con todo esto, hablaré ahora de una intuición mía, cuya verdad me parece cada vez más probable.

Empecé a sospechar hace mucho que también el mejor pívot del mundo de todos los tiempos quizá fue catalán. Y no me refiero a ese gran jugador de ahora, Pau Gasol, sino a alguien más antiguo y aún más brillante, Rick Erving, de los New York Knicks de los años cincuenta del pasado siglo. Siempre me he preguntado cómo es posible que, tras haber alcanzado una fama tan notoria y excepcional, su nombre haya caído en un olvido tan absoluto y desconcertante. Es verdad que estuvo menos de tres temporadas en el equipo y que cuando lo dejó se apartó totalmente del baloncesto y se retiró a su vida privada, sin que se supiera nada más de él en el mundo deportivo, pero aun así.

Yo andaba por aquellos tiempos en Nueva York haciendo mi especialidad de medicina y me aficioné a los partidos de baloncesto. Había tantas cosas curiosas en Rick que no sé por dónde empezar. Ya me llamó poderosamente la atención en aquel tiempo, y luego, con lo que fui sabiendo de su vida, mi interés no hizo más que crecer y el empeño en identificarlo se convirtió en una obsesión. De acuerdo con mis sospechas, ahora tengo la casi total evidencia de que vive en nuestro país, como explicaré más tarde. Estoy casi seguro de haber desvelado su identidad oculta y trato de seguir investigando, hasta recoger las pruebas finales, que no dejen ningún género de dudas.

Rick era —conviene dejarlo claro desde el principio— una persona compleja y enigmática. Cuando se presentó, sin informes de nadie, ante el coach del equipo, enseñó sus papeles de residente en USA en regla, en los que aparecía con otro nombre, y ahí tendría que figurar su país de origen. Pero él no comentó después nada al respecto y, por las razones que fueran, nunca se hizo pública más detallada información. Para el mundo del deporte, había escogido llamarse Rick Erving y nunca mencionó su pasado. Hablaba poco y siempre en un inglés, que había empezado a aprender por entonces. Muy pocas veces habló con un utilero del club, de origen alemán, en esa lengua que dominaba perfectamente. Pero Rick no era alemán, de eso estoy seguro. Su acento en inglés no se parecía en nada al de otros alemanes que conocí en esos años.

Tenía una ilimitada capacidad para convencer. El entrenador del equipo creyó que se trataba de una broma cuando le pidió que le hiciese una prueba en el campo. Su estatura no era la de un jugador de baloncesto; de hecho, era un poco más bajo de lo normal. Sin embargo, algo le hizo confiar en él, lo puso a entrenar y, a pesar de esa notoria desventaja, se ganó sin duda un puesto en el equipo titular. Nadie sabía cómo lo hacía. Los jugadores contrarios se quejaban a menudo de que, de alguna manera, trepaba sobre ellos para encaramarse hasta el aro de la cancha; hablaban de un roce apenas perceptible, que duraba una fracción de segundo, pero jamás se pudo probar nada de esto. Si verdaderamente lo hacía, habría que reconocer su extrema habilidad. Nunca se pudo evidenciar esta maniobra, ni, por supuesto, ninguna foto o película la reveló en el campo.

Ya dije que no era muy hablador y se limitaba a esforzarse siempre al máximo en cualquier partido, fuera de la trascendencia que fuera. Su tenacidad a la hora de luchar por el balón, su incapacidad para rendirse en las más adversas circunstancias, se hicieron proverbiales y le valieron el respeto y la admiración incondicional de sus compañeros y de los espectadores. Hasta que un buen día, sin ningún tipo de aviso previo, cuando su contrato expiraba ya, dejó de aparecer por el Madison y se supo que había abandonado los Estados Unidos. Rick era soltero, vivía solo en un apartamento del West Side, relativamente modesto para sus posibilidades, no lejos de la calle 34, y allí se terminaron para siempre todas las pistas. Durante muy cortas temporadas compartió la vivienda con otro jugador de los Knicks, Patrick Barkley, un americano de ascendencia irlandesa, un poco más joven. Esto sí se había comentado y se sabía.

A mí me tenía completamente  encandilado, porque estaba además convencido de que era español. Sólo era, entonces, una nada fundamentada suposición mía y no habría podido aducir ninguna prueba que la sustanciara. Una vez, en un entrenamiento al que pude asistir, le voceé algo en español y se volvió, como sólo se hace cuando se entiende lo que se ha oído. Yo había gritado, lleno de entusiasmo, “Rick, eres el mejor”, y él me miró y estoy seguro ahora de que comprendió perfectamente mi grito de admiración. De hecho, al terminar el entrenamiento pude acercarme un poco más y me miró con una cierta fijeza; contrajo rápida y repetidamente sus ojos, en un tic que ya le había observado otras veces y le era peculiar. Yo creo que era un joven bastante nervioso.

Era una persona muy agradable, que siempre me pareció ordenada y limpia. De hecho en algunas ocasiones se le veía, cuando el balón se ensuciaba a lo largo del juego, como es normal, pasándole las manos para tratar de quitarle el polvo adherido a la superficie. Esto era un gesto casi automático que, años después, como contaré a su tiempo, contribuyó a que mi cerebro empezara a forjar una intuitiva hipótesis sobre su identidad, que me parece cada vez más plausible.

Otro de estos indicios, al que no presté atención en su día, proviene de una entrevista que le hicieron en una emisora de radio local, hacia el año 1953. Era una entrevista amable y se notaba que el propio locutor había sido ya seducido por la espontaneidad y desenvoltura del personaje, casi recién llegado a la ciudad y al país. Por eso sonreía indulgentemente cuando el jugador, respondiendo a una de las preguntas, contestó con su incipiente inglés, de manera un poco brusca: “This doesn’t touch now” (literalmente, eso no toca ahora). El periodista no podía entender el significado de la frase en inglés y, de la manera más cortés y risueña, trató con gran paciencia de comprenderle, hasta concluir que lo que Rick quería decir era algo así como “this doesn’t matter now  o “it’s of no concern to us now” (esto no importa ahora, no nos concierne ahora). Este recuerdo ha sido uno de los que, retrospectivamente, me han afianzado más en mis sospechas sobre su misteriosa identidad.

La verdad es que esa frase, la traducción literal al inglés de lo que Rick pensaba evidentemente en otro idioma, no me llamó la atención entonces. Ha sido sólo después, al oírla en castellano, cuando se me reveló inesperadamente su trascendencia para mi investigación. En castellano la expresión “eso no toca ahora” indica tajantemente la inoportunidad de una pregunta o de una preocupación, y no es que la emplee todo el mundo. Pero algunas personas —incluso podría escribir, un político determinado— sí lo hace y hasta la popularizó, tras años de aparecer en los medios de comunicación. Hasta el punto de que ya otros, para cancelar una pregunta o cambiar el curso inconveniente o inoportuno de una conversación, empezaron a decir lo mismo, “eso no es lo que toca”. Sin más razones, eso sí; o sea, willy-nilly, como se dice en inglés, por narices.

Lector, te pido tu ayuda, tu colaboración. Tienes que imaginarte a un conocido político catalán, hace años, pronunciando un discurso de pie ante un atril. De repente, sin interrumpir su perorata, saca un inmaculado pañizuelo de su bolsillo y limpia con esmero una pequeña parte del atril. Te digo, lector, que a mí me gustó ver eso. Yo no sé qué fue lo que limpió; si era algo que estaba ya allí o esas gotitas que expelemos involuntariamente al hablar —las hay de diferentes tamaños y algunas hasta tienen sus nombres: de Pflügge, de Wells, etc.—. Lo cierto es que no pude dejar de pensar que alguien así de limpio, de ordenado, quizá no esté mal para conducir una política, para presidir un gobierno. Piensa uno que también tendrá que ser igualmente limpio en su moral, en sus compromisos. Fue un detalle que me resultó simpático, que se me quedó en la cabeza y que no he olvidado. Y que me recordó al bueno de Rick aseando el balón en la cancha de Nueva York, tantos años atrás.

Luego después, porque las cosas se van hilvanando lentamente, recordé también que Rick tenía algunos tics característicos. Bueno, pues ocurre que el político al que me refiero también los tiene. Es algo muy discreto, sobre lo que sólo los muy malévolos podrían tratar de ironizar. No es mi caso. Lo que me importa señalar ahora es que, en este insignificante rasgo, coinciden los dos personajes.
 



Sé muy bien que las razones para sustentar mi hipótesis no son definitivas. El político en el que pienso, tiene algunos tics, como Rick, y también pasión por la limpieza. Sin embargo, no es nada alto, lo que es un serio inconveniente para jugar al baloncesto, y siempre quedará el problema de explicar cómo con su envergadura pudo triunfar precisamente en ese deporte. Para entender su facilidad para saltar y encestar, elaboré hace tiempo una hipótesis que la explicaría y que me parece absolutamente verosímil: el presunto Rick Erving podría haber participado desde niño en alguna colla de castellers, tan numerosas en Cataluña, y haber desarrollado así una extraordinaria habilidad para trepar sobre los cuerpos de otros, como piensan algunos que hacía Rick en la cancha. Esas capacidades adquiridas en la niñez no se pierden nunca.

Me apasionó tanto el misterio, tan arraigada quedó en mí la necesidad de desentrañarlo, después de estos progresivos barruntos, que me hice el propósito de indagar algo más en la vida de Rick, durante algún próximo viaje a Nueva York. Porque descubrí entonces, con toda certeza, que aquel amigo suyo, que había compartido con él ocasionalmente su piso, Patrick Barkley, vivía en una residencia para Seniors fuera de Manhattan, pero no lejos de la ciudad.


Finalmente, pude cumplir mi anhelo de visitar a Patrick Barkley. No fue nada difícil encontrar la residencia en la que estaba, en una zona amable y tranquila al norte y no lejos de la gran urbe, en Scarsdale. Lo llamé por teléfono y le expliqué las razones por las que quería hablar con él. No tuve necesidad de insistir y al día siguiente nos encontrábamos cómodamente sentados en una de las enormes terrazas del edificio. Inevitablemente, todo me recordaba aquella entrevista entre Jerry Thompson y Jedediah Leland (Joseph Cotten), el mejor amigo de Kane, en la película Ciudadano Kane, de Orson Welles. Barkley parecía en buena forma y con una memoria bastante intacta.

De joven había medido cerca de dos metros y sus ojos eran todavía limpios y de un azul casi hiriente. Yo había leído algo sobre él y sabía que al terminar su carrera deportiva se había interesado profesionalmente en temas de etnología e historia y hasta había escrito algún libro sobre esos temas. El más conocido en su tiempo, descatalogado e inhallable en la actualidad, fue Irrationality and Politics. Tuvo fama de constante perseguidor de mujeres, que, soit dit en passant, se dejaban atrapar por él muy frecuentemente. De hecho, en un momento distendido de nuestra entrevista me confesó que le habían gustado tanto las mujeres que decidió quedarse soltero. Fue él quien dijo las primeras palabras cuando nos encontramos.

— Así que quiere saber algo del viejo Rick. Lo recuerdo perfectamente, pero no creo que le pueda ayudar mucho.

Charlamos casi dos horas. Rick era un hombre amable, aunque muy reservado, me confesó enseguida. Jugaba como yo creo que no ha jugado nadie en toda la historia del baloncesto. Estaba siempre corriendo, cambiando sin cesar de posición; desconcertaba no sólo a los contrarios sino a los propios compañeros, pero su eficacia para encestar era contundente y terrible. Parecía estar en todas partes y en ninguna, como una ardilla. Era todo un poco inexplicable. Yo medía casi medio metro más que él y, sin embargo, a veces, cuando llegaba una pelota, me lo encontraba, de repente, alzado sobre mí, recogiéndola y encestándola. No sé cómo lo hacía, créame. Nadie se lo explicaba.

Siempre hablábamos en inglés, continuó. Rick empezó a aprenderlo al llegar aquí y lo dominó en muy poco tiempo. Tenía una gran facilidad para los idiomas. Hablaba alemán perfectamente, eso sí lo sabíamos. Además leía cosas en ese idioma. Recuerdo perfectamente un libro que manejaba muy constantemente, de un tal Ernst Mach, ya muerto entonces, del que me contaba que había sido físico, matemático, filósofo y luego fue elegido para el Parlamento de su país, en el que estuvo doce años. Rick le tenía una especial devoción y me dijo que hasta Einstein se declaraba seguidor suyo; me hablaba mucho de él, por eso recuerdo todos estos detalles. El libro que leía era Erkenntnis und Irrtum (Conocimiento y Error, traduzco yo) y lo tenía en las manos a menudo. Espero que le haya servido a lo largo de su vida.

Por esto del alemán, algunos pensaron que Rick era judío y que había abandonado Alemania, hacía años, huyendo de la persecución nazi. Yo no lo creo, aunque no podría aportar ninguna razón para mi descreencia. El evadía hablar del tema. En una ocasión le pregunté que de dónde era y me contesto que su verdadero país tenía todavía que inventárselo. Tengo un país, pero lo quiero mucho más grande y glorioso. Se le iluminó la cara al hablar; nunca le había visto esa mirada radiante. Y ya no añadió nada más.

Si lo hubiera conocido ahora, me habría gustado hablar más sobre lo que me dijo entonces, con una convicción y firmeza que hoy, con la experiencia de toda una vida, me resultarían sospechosas. Señor — Patrick utilizó la palabra española para dirigirse a mí—, esos amores ardientes a las patrias, que pueden llevar hasta la theosis, esas grandezas soñadas, me dan miedo. Hay muchas tragedias y desgracias, muerte y dolor, a su alrededor. Todo no deja de ser una simpleza, o algo peor, pero anida en regiones del cerebro a las que la razón llega con dificultad. Son emociones que se contagian con facilidad y es muy complicado controlarlas después, porque no se dejan tratar racionalmente, son inmunes a cualquier lógica. Apenas tienen efectos positivos, son el mal casi en estado puro.

Hizo una breve pausa como para enfocar sus recuerdos y prosiguió. Al expirar su contrato con los Knicks, Rick anunció, de manera inesperada, que se iba, que dejaba los Estados Unidos. No dijo a dónde y ya no supimos más de él. ¡El bueno de Rick, le digo que era un sujeto peculiar! Quiera Dios que todo le haya ido bien. Si sabe alguna vez algo de él, si está vivo, no deje de decírmelo, se lo ruego. Fue un buen compañero y, para mí, el mejor pívot de todos los tiempos. Ha sido agradable recordar todo esto; le estoy hablando de hace sesenta años.

Seguimos charlando, con la ternura brotando tal cual vez entre los recuerdos, y Patrick Barkley me dijo que, en efecto, convivió en algún momento con Rick, en su piso del West Side. Me confirmó su pasión por la limpieza y el orden, casi excesiva, según él. Se acostumbró bien a la vida americana, a sus usos, sus costumbres, su alimentación. Sólo echaba de menos algunas comidas de su tierra, especialmente una cuyo nombre le repitió mil veces y por eso lo recordaba perfectamente, aunque no sabía qué idioma era y no estaba seguro de pronunciarlo correctamente: botifarra amb mongetes. Para hacerla, esperaba con ansiedad que le enviaran de su país un embutido especial, que decía que era imposible encontrar aquí.

Le enseñó a la asistenta que tenía, una puertorriqueña, excelente cocinera, a preparar el plato, tal como le gustaba a él. Era muy feliz cuando lo podían cocinar aquí, que no era siempre, que no era todos los días. Yo hasta he llegado a creer que se fue de Estados Unidos sólo por eso. En esas ocasiones parecía un Buda inmensamente feliz. “Patrick, me dijo una vez, emocionado, en alguna zona de mi país puede soplar fuerte el viento; un poeta nuestro la calificó como ‘el palacio del viento’, ¡qué bella metáfora! A veces me veo en mi tierra, en lo alto de algún risco amable, con mi equipo de senderista, mecido por ese viento bravío, montaraz y libre, casi siempre con el mar cercano en el horizonte y apurando hasta la última gota del placer de vivir. No puede haber otra tierra igual; cuesta estar alejado de ella, créeme”. Y hasta se ponía a cantar, me confesó Patrick. Tenía una voz no muy potente, pero bien temperada y dulce. En esos momentos era, para decirlo con una expresión nuestra, a man just this side of delusion.

Un hombre justamente al borde de la delusión, traduzco, a punto de ser engañado por los sentidos, embaucado por los recuerdos. Y pienso, con mi perspectiva de ahora, que Rick en esos momentos podría haberse desligado por entero de la realidad, náufrago en un mar de añoranzas, con aquella canción que habla del monte sagrado: “Muntanyes del Canigó, fresques són i regalades…”. O aquella otra, que yo he cantado bastantes veces, sin ser catalán ni nada, de “Baixant de la font del gat, una noia, una noia; baixant de la font del gat, una noia i un soldat”, pegadiza y simpática.

Me alegraba verle así, me contó Patrick. En donde yo nací, los vientos pueden ser feroces y excesivos. Pero no me iba a poner a discutir de vientos salvajes con el bueno de Rick, embelesado con sus recuerdos y sus remembranzas. Ahora sé que muchas de las discusiones de los hombres son poco más que ruido de vientos. Pensaba lo que he pensado siempre: que hay una tierra edénica y única, la de nuestra infancia, y que hay muchas tierras así; que cada uno tiene la suya. Salvo casos de tierras extremadamente desfavorecidas, tal vez imposibles de amar. Hasta me cuesta trabajo admitir esto; son más bien algunas gentes las que son imposibles de amar. Es así de simple.

Patrick y yo hablamos de otros temas y nos despedimos finalmente. Reconozco que mi visita ha supuesto una nueva pista, que apunta a que el político catalán en el que pienso pudo ser efectivamente aquel maravilloso pívot de los Knicks. Estoy convencido de que Rick Erving era catalán y vive en la actualidad.

Mi intención con estas elucubraciones es obvia. Para mí, cuando tantos se están empleando a fondo en recabar glorias catalanas pasadas, con argumentos quizá no totalmente válidos, sería bueno tener la seguridad de que alguien vivo, actual, fue una auténtica gloria del baloncesto mundial. Sobre todo en estos tiempos en los que se da tanta importancia al deporte en nuestras sociedades, y particularmente en la catalana. En fin, yo me he limitado a exponer mis sospechas, para añadir uno más a los innumerables y ocultos genios de ese bello país, que están apareciendo ahora constantemente.

Este político que creo que es Rick, me caía bien y me consta que también a muchos españoles, a pesar de ciertas pequeñas extravagancias suyas, de las que nadie está libre. Parecía abordable y entusiasta, y creer en lo que estaba haciendo. No me cuesta ampliar esa preocupación suya por la limpieza material, de la que hablé, a la esfera moral y mercantil; no soy de los que condenan por meros indicios, tantas veces falsos y malintencionados, aunque tampoco podría garantizar la inocencia de nadie.

Sin embargo, no puedo evitar el hacerle algunos reproches. Primero, que, dándose además la circunstancia de que el autor del Quijote fue catalán, como parecen demostrar todos los indicios, no reparara más en el debate sobre la historia que sostuvieron el caballero andante y el bachiller Sansón Carrasco, en presencia de Sancho, y que se cuenta en el capítulo tres de la segunda parte de la obra. En él, con una sintaxis discutible, el bachiller hace notar: “El poeta puede contar o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían ser; y el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna”. Una cosa es soñar y fantasear y otra escribir la historia, añado yo.

Otro reproche, relacionado y más grave: promocionar sólo aquellos medios de información y entidades que ahondan y embellecen el ensueño, estimular sin descanso el despego de todo lo español. De todos los mecanismos que se han ensayado para lograr la cohesión nacional, ninguno más eficaz que el fomento del desdén, el desprecio o el odio, frente a los que se juzga diferentes. El proceso supone la magnificación de los más insignificantes hechos diferenciales y el cultivo intensivo de procedimientos que aboquen a la diferenciación.  Estas mechas prenden pronto, y más entre los conversos de última hora, que encuentran así una manera fácil de proclamarse integrantes del grupo y evitar cualquier suspicacia respecto a su  reciente llegada al mismo.

Un último reproche deriva de que no se preocupara más por dejar asegurada una sucesión que permitiera una continuidad inteligente. Porque lo de ahora no se parece demasiado a lo de antes. Muchos de los políticos de la Cataluña actual son de una tenacidad y planura mental de difícil equiparación, incluso dentro del peculiar gremio de los políticos; esto afecta incluso a los dos más destacados del momento. Me recuerdan la anécdota que cuenta el jesuita Isla del padre provincial de una comunidad monástica. Un campesino había dado dos de sus hijos a la religión y un día preguntó al provincial cómo se portaban. “Porque no serán exactamente iguales, alguno será peor”, argumentó el campesino, con innegable sentido común. “Ambos son peores”, contestó el provincial. Pues eso. No sé si se me entiende, que a veces me lío un poco.

Las masas —las cadenas humanas, las manifestaciones y marchas ruidosas, las adoraciones de himnos o banderas—, me aturden y no confío nada en ellas. Con un poquito de manipulación se las puede encaminar a donde se quiera. A soñar, por ejemplo, con la pronta llegada de una Arcadia feliz, resueltos unos simples trámites. Luego, cuando la prometida Arcadia queda sólo en una quimera, ya es demasiado tarde para volver atrás y queda el desencanto y un oscuro rencor.

Siempre ha sido así, pero todo es más peligroso en una época como la nuestra, en la que apenas hay otra realidad que la impuesta por la televisión y los medios de comunicación y cualquier idea se convierte en verdadera si es repetida el suficiente número de veces, en ausencia de críticas serias y fundadas. Vivimos tiempos en los que el pensamiento es insistentemente derrotado, como apuntan numerosos intelectuales que han prestado atención al fenómeno. Alain Finkielkraut, por citar a alguien, proclama que la lógica del consumo está destruyendo nuestra cultura.

En el mismo capítulo ya mencionado del Quijote, el bachiller Carrasco cita en latín para decir que stultorum infinitus est numerus. De una novela mía, tomo el siguiente párrafo: “Algún sólido pensador ha sostenido que la inteligencia de una masa es siempre igual a la del más necio de sus integrantes. Pero cuando en el seno de la misma surge alguien que ensarta pareados de esos que corea luego todo el mundo, este cómputo hay que dividirlo forzosamente por el número p (3,1415926...). No se conocen las razones de este cálculo, pero es exactamente así, como atestiguan los psicólogos, sociólogos y matemáticos de todos los tiempos”.

Trato de dejar aparte las bromas y las ironías, pero me quedan los sinceros temores respecto al futuro, el de los catalanes y el de todos, y la sensación de que mucho de ese cataclismo sólo es consecuencia de la insensatez, los intereses, la soberbia y la desinformación. O de una forma perversa del amor patrio. Como en un ensueño, veo a alguien, en uno de esos mítines soberanistas, gritando: “Tened el coraje de ser un pueblo, y pronto seréis iguales a las naciones europeas”. Para darme cuenta después de que son, exactamente, las viejas palabras, sin sentido ahora, de un mundo de hace más de doscientos años, cuando Léger-Félicité Sonthonax, representante de la Convención de París en Saint-Domingue (Haití), decretó la emancipación de los esclavos del norte de la isla, en Le Cap, el 29 de agosto de 1793. Y lo de aquí me parece un absurdo viaje hacia el pasado, en contra del fluir del tiempo y de la historia, un caprichoso camino lleno de trampas y problemas, en el que casi seguramente está excluida la tragedia total, pero no el caos y el sufrimiento de muchos, para encontrar al final, satisfecho el orgullo y conseguida la utopía, el desengaño y el vacío. Y me vienen a la memoria aquellos versos de José Hierro: Después de tanto, todo para nada.                                                                                                                              

Cuando pienso en la Cataluña que tantos hemos conocido y amado, me atrista imaginar un porvenir incierto en el que se pudieran borrar los mil recuerdos amables que muchos guardamos de aquella tierra y me inunda el ánimo una desolación, de la que surgen unos pobres versos, algo parecidos, poco, a los inmortales de Jordi Manrique:

Tantos mis buenos amigos,
tantas gentes admiradas
que tuvieron.
Es como si fueran idos,
de ellos no queda nada.
¿Qué se hizieron?