9 de febrero de 2016

De las infinitas variantes de la zafiedad


Palabras clave (key words): Chefs, vulgaridad extrema y coprolalia, Camilo J. Cela.

Hace casi exactamente un año, en febrero del 2015, me ocupaba yo en mi blog de los chefs, por los que siento una pasión difícil de controlar, y les dedicaba algunas entradas. Se paseó el Sol por el Zodiaco alrededor de la Tierra —o al revés, que nunca me acuerdo—, ajeno como siempre a las veleidades y estupideces de los seres humanos, y ahora un triste suceso me devuelve al mundo de los cocineros. Se trata de la muerte, quizá suicidio, de Benoît Violier, famoso chef suizo del restaurante Hôtel de Ville de Crissier, en el cantón de Vaud, en cuya principal ciudad, Lausanne, trabajé algún tiempo, estudiando el flujo cerebral en los ancianos y su respuesta a fármacos.

Buscando inocentemente en Internet datos sobre Violier, me encuentro con que otro famoso chef, este español, ha dicho, por no sé qué cosa, que “nos han ‘follao’ el culo” (sic), expresión de significado evidentísimo, pero que, sólo por culpa de no estar yo al día en esta excelsa literatura, tuve que congelarla mentalmente un momento para entenderla bien. Lo mismo ha dicho, con las mismas palabras, el técnico de un equipo de baloncesto. Esto me ha desviado de mi objetivo inicial y me lleva a escribir sobre verbo tan descriptivo, que parece gozar de mucho predicamento últimamente. Está documentado su uso desde 1732, con el significado de “soplar con fuelle”, y sólo a partir de 1905 designó la operación, casi siempre más distraída, de “practicar el coito”.

Pablo Iglesias recordó no ha mucho que en el mayo aquel famoso del 68, de hace ya siglos, los indignados de entonces preferían ‘hacer el amor’ y no la guerra. A este Pablo esa expresión le parece cursi, kitsch, frangollona: “Nosotros no hacemos el amor, nosotros follamos”. Lleva razón el hombre; hacer el amor es equívoco —hasta podría referirse a escribir algún soneto apasionado—, lo que queda felizmente resuelto con el distingo del brillante político. Ni siquiera emplea el verbo joder, aún ambiguo. Cela hizo ver que estar jodido era muy diferente de estar jodiendo. Sentidos opuestos que no se dan entre estar follado y estar follando, salvo en la forzosa distinción temporal: en el primer caso el ‘gustirrinín’ pertenece al pasado, por el carácter marcadamente efímero del asunto, que podría haberse diseñado mejor, más prolongado. En una novela mía, una vidente afirma que en los extraterrestres del planeta SK08, sospechosos de la abducción de un médico en Úbeda, la culminación del amor dura noventa minutos y ocurre en dos tiempos, con un pequeño descanso entre ambos. Tal que el fútbol, que naturalmente allí no existe.

El estar follado es un estado en el que podrían darse ciertas habilidades. Cela cuenta —no sé dónde, cito de memoria— el caso de una moza que, recién follada, era capaz de atravesar nadando cierta laguna en un santiamén, según testimonios. Aunque otro testigo lo niega y mantiene que la rapaza no era capaz de hacerlo “ni recién follada, ni follada de vísperas”.

Un sagaz crítico literario hizo en su tiempo una recensión del libro de un autor español contemporáneo. Apenas incide sobre su estilo, el lenguaje, la composición de la obra, etc. Casi todo el tiempo lo dedica a alabar con perseverancia al autor, manejando el botafumeiro a gogo, con energía y determinación. Siendo el autor no despreciable, no me gustó nada la recensión. En otro lugar el crítico afirmó también que “si folláramos más, escribiríamos menos”. Lo que sería bueno para los escritores y en bastantes casos para los lectores, pienso yo.

Hay que reconocer que aquí el crítico lo bordó, llegó con su mente hasta la misma médula del conocimiento. En efecto, si se hace una cosa no se puede, o es muy difícil, hacer la otra. Leer es diferente y se sabe la historia de un viajante de tejidos de Terrassa que, alejado a veces demasiado tiempo de su amante esposa, por razón del negocio, recalaba esporádicamente en alguna casa de tolerancia. En un caso, mientras el viajante desfogaba su pasión largo tiempo retenida, al observar que su compañera hojeaba el periódico, fue intolerante él, y le dijo, en plena faena: Ya sé que por doscientas pesetas no se puede exigir un amor verdadero, pero, collons, un poco de atención al acto. Llevaba razón. Mucho más que cuando se ponía la barretina y peroraba sobre el derecho a decidir, que también empezaba así las sesiones con el pretexto de que eso “le ponía”.