30 de enero de 2015

Los discretos avisos de la Muerte


Palabras clave (key words): Recuerdos, adolescencia, avisos de la Muerte

Nunca me preocupó demasiado el tema de la muerte. Mis fundamentales ideas sobre la misma se forjaron cuando apenas había cumplido los doce años. Yo tenía un tío abuelo que era médico y un día, cuando él ya estaba enfermo de aquella enfermedad incurable, en su casa, en un elegante salón con amplios sillones tapizados de un color azul suave, pude asistir brevemente a una distendida, culta, casi susurrada charla con sus amigos, algunos médicos también, sobre el tema universal y omnipresente de la muerte. “Yo prefiero tener una muerte consciente, lúcida y tranquila, con las cosas viéndolas venir, en su debido orden. Para irme acomodando, para poder despedirme galantemente del mundo”, decía mi tío. “Ah, no, Ramón, yo no quiero ni enterarme. Prefiero que me fulmine en un instante, que se presente sin anunciarse, sin asustarme ni entristecerme”, replicaba alguien. Yo era todavía un niño y ni repararon en mí. Pero los oía y me dio miedo de lo que hablaban. Y al mismo tiempo no me podía marchar, estaba pendiente de sus palabras, de sus gestos, hechizado por sus cuidados ademanes, por la manera en que desvelaban sus pensamientos, asomado a un mundo que me trascendía y al que adivinaba que un día tendría que llegar.

Durante muchos años ni recordaba esa escena y ahora, cuando tengo la edad de los que estaban allí reunidos, me doy cuenta de que algo de lo que se dijo entonces quedó sembrado en mi alma, oculto, latente, indestructible, para surgir alguna vez, para hacerse presente y exigir también mi respuesta de adulto, mi solución personal al infausto dilema, mis preferencias respecto a la forma de morir. Y veo claramente que lo que pienso al respecto es lo mismo que, confusamente, pensé entonces, a los doce años, en un instante en que acerté a comprender lo que estaba oyendo y tomé ya tímidamente partido para mis adentros. La verdad es —he aprendido después— que la Muerte avisa casi siempre, si se sabe escuchar. Contaré una muy vieja historia china:

Un mercader marcha hacia una feria algo alejada de su casa. En el camino, se acerca a un río para refrescarse, y en el agua, de pronto, ve la imagen de la Muerte y la reconoce horrorizado. “¿Qué quieres de mí?, le preguntó. Soy joven y tengo todavía muchas cosas por hacer”. La Muerte le contestó con las palabras más tranquilizadoras. “Cálmate, no es por ti por quien vengo. Cuando llegue tu hora, no me llegaré hasta ti sin prevenirte antes; te lo prometo y yo cumplo mis promesas”.

El mercader recobró inmediatamente la paz, hizo sus negocios en la feria y volvió feliz a su casa. Pasaron muchos años, se casó, tuvo hijos, tuvo su primer nieto. Todavía podía trabajar y un buen día marchó a otra feria. Se llegó hasta la orilla de otro río y otra vez volvió a ver a la Muerte. No es fácil verla sin asustarse, pero él recordó sus palabras y su promesa y le dijo, con la más sincera convicción: “Tampoco esta vez puedes venir por mí, porque prometiste que me avisarías y no lo has hecho. Todavía no estoy preparado”. La Muerte le respondió entonces, fatigada por una explicación que había tenido que dar tantas veces en circunstancias parecidas: “Te he avisado de mil maneras. Cuando te mirabas al espejo y apenas podías reconocer las facciones de tu juventud. Cuando te fatigabas al andar, cuando empezaste a perder la vista, cuando ya no oías bien. ¿Cómo puedes decir que no te he avisado? Es la hora ya, esta vez sí es a ti a quién busco. No has sido prudente”. Y tomándole sin brusquedad, pero con determinación, lo arrastró hasta el fondo del río. Estaban solos, nadie presenció el suceso.

27 de enero de 2015

Sobre la exageración, la pedantería y el engaño


Palabras clave (key words): Ferran Adrià, El Bulli, Jules Renard, DRAE, RAE

Leyendo mi entrada anterior alguien podría creer que yo tengo algo contra la cocina de vanguardia o de autor o, concretamente, contra el laureadísimo Ferran Adrià. Se equivocaría casi completamente, si bien es cierto que escribí con ironía, suave, sobre el folleto de la exposición que se celebra en la sede de Telefónica, en Madrid. Porque rezuma una fraseología extremadamente pedante y ya algo antigua —de intelectual advenedizo, de espontáneo saltando por sorpresa al ruedo de la cultura—, que tendría que estar al borde de la extinción, aunque veo que persiste en algunos reductos.

Subrayo, eso sí, lo de equivocación ‘casi’ completa. Lo de casi viene de que a mí no me apasiona mezclar lo gastronómico y lo intelectual y no me parece nada mal mantenerlos separados. Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo, se lee en Eclesiastés, 3-1. Por otra parte, los placeres de la mesa nunca estuvieron entre los más indispensables para mí y, si hubiera residido en Barcelona, no habría hecho el viaje al restaurante El Bulli, de más de dos horas de coche, por ninguna degustación del mundo. Un viaje así, con un objetivo único, exclusivo, sólo puede justificarse si es para visitar alguna mujer esplendorosa y con plenas garantías previas. O sin garantías y confiando sólo en los recursos propios del arte.

Repito que no había desdén alguno en mis palabras. Ocurre que, cuando hablamos o escribimos, sobre todo en las breves entradas de un blog, mutilamos el pensamiento y no tenemos la seguridad de que el interlocutor interprete nuestro mensaje en su integridad y con el mismo sentido que nosotros le damos. Ya decía, irónicamente, el escritor francés Jules Renard que no deberíamos hablar, porque nunca se sabe cómo se lo va a tomar el otro. Aviso de que con Jules Renard está pasando lo que con Bernard Shaw, que a los dos les ha dado por hablar mucho después de muertos.

No todo en esta vida tiene explicación, pero algunas cosas sí. Comencé a odiar este lenguaje petulante y vacuo en un cierto momento en que la Sanidad española empezó a ser literalmente asaltada por gentes que, con el ambiguo título de gestores, pretendieron oficiar en altares justamente reservados a los profesionales sanitarios. Términos como eficiencia, eficacia, calidad total, gestión integral, excelencia global, etc., perfectamente lícitos, se propagaron con inaudito ardor y liviandad.

Bataholas de pequeñeces llenan también muchos de los currículos que he tenido que examinar en mi vida, por diversas razones. El conjunto de datos es tan abigarrado que resulta casi imposible discernir la importancia o trascendencia de lo que se presenta. El hecho es tan perturbador que en bastantes universidades se pide ya, para la provisión de cargos docentes, en cuanto a publicaciones, sólo su número total y el contenido de las cinco que se consideren más relevantes. También se analizan las citaciones logradas con los distintos trabajos. Estos metadatos son hoy fácilmente obtenibles.

He visto recientemente el currículum de un joven político español y es un ejemplo cumplido de lo que comento. Hay tal diversidad de materias, de escenarios, de actividades, etc., que es difícil no aburrirse y mantener la calma necesaria para enjuiciar. Revela, a mi juicio, lo errabundo, erradizo, erráneo, errante, errático, errátil del personaje. O un intento deliberado de confundir. O ambas cosas.

He escrito seis adjetivos más o menos sinónimos; todos están en el DRAE, 21ª edición. No aparece la cualidad abstracta correspondiente: errabundez, erraticidad, por proponer algunas. Tampoco, buscando en la web de la RAE. Existen, sin embargo, pudibundez, aromaticidad, hermeticidad, etc. ¡Qué cosas!, ¿verdad?