8 de abril de 2014

Cuentos y sueños de hoy


Estoy preocupado por el problema catalán, como otros, y me fui hace poco hasta Barcelona. Indagué cuidadosamente, porque quería conversar con un buen conocedor de la historia y de la política, alguien que las haya sabido ver desde arriba, reflexivamente, con madurez. Por fin encontré un hombre así, al que se podría calificar con justicia de sabio. Logré verle y le pregunté, de la manera más natural: ¿Por qué queréis la independencia?

El sabio me respondió: Tardaría diez años en explicártelo y no lo comprenderías. Al ver mi cara de desilusión, añadió: Pero si vas a una montaña que no está muy lejos de aquí, encontrarás a un pensador, que ha meditado su vida entera sobre esto, y te lo explicará en cinco minutos. Me dio una dirección y nos despedimos.

Fui a la montaña y encontré al otro sabio. ¿Por qué queréis la independencia?, le pregunté. Porque somos diferentes, me contestó sin vacilación. ¿Cuáles son esas diferencias que obligan tan irremediablemente a la independencia?, pregunté. Me contestó: Tardaría diez años en explicártelo y no lo comprenderías.

Estoy siempre dispuesto a reconocer mi incapacidad para entender muchas cosas. Pero también recordé en esos momentos la anécdota del ladrón de oro, que se puede leer en el Lie Tseu, uno de los tres grandes libros clásicos del taoísmo, atribuido a Lie Yukou. Cuenta de un hombre cuya única pasión era el oro. Una mañana fue al mercado, vio el puesto de un vendedor de oro, cogió todo el que pudo y huyó rápidamente. Lo cogieron enseguida y el juez le preguntó: ¿Cómo fuiste tan loco que robaste ese oro ante tanta gente que te vio y que te conoce? Señor juez, respondió el ladrón, en ese momento no veía a nadie, sólo veía el oro.

 Sí, a veces no se entiende algo, porque el que explica, aunque sea un hombre valioso y sabio, no tiene la verdad, la verdad completa; está ofuscado y sólo ve una parte de la realidad, no ve más, no ve el resto. Y una parte de la realidad no puede explicar la realidad total, la realidad real. Es así de sencillo.

Me despedí del sabio de la montaña de la manera más educada y estreché con fuerza su mano. En ese momento me desperté, con mi mano agarrando fuertemente el embozo de mi ropa de cama. Recordé que ese mismo día se discutía en el Congreso algo relacionado con el tema catalán. Y recordé también que me había dormido leyendo un relato del folclore judío, de alguien que quiso preguntar a unos rabinos sobre la justicia. Con el armazón de ese relato se tejió, se hilvanó mi ensueño. Ahora, despierto, mi viaje a Cataluña adquiere plenamente ese aire impreciso, e inquietante, que tienen en ocasiones los sueños.

En el frontispicio de este blog hice constar que la actualidad no sería una preocupación del mismo. Siempre hay excepciones y alguna vez ya escribí sobre temas del día. Hoy lo hago también, casi a disgusto, obligado por las circunstancias.

7 de abril de 2014

De las diversas tristezas


En una entrada reciente, hablé de los amores tristes. Y es verdad que algunos, hasta puede que muchos, lo son. El inmenso Valle-Inclán, en ese libro litúrgico que son sus Sonatas, en la de estío, hace decir a Bradomín que “dio hospedaje al amor más de una y de dos veces, y gustó sus contadas alegrías y padeció sus innumerables tristezas”. Innumerables tristezas, lector, y Bradomín sabía de esta pasión. Se da en él, además, la circunstancia, no exclusiva, de que la tristeza lo melancoliza y torna enamorado. “Yo soy un santo que ama siempre que está triste”, le confiesa a su prima Isabel en Sonata de Otoño. Amor y tristeza retroalimentándose, yendo el ‘uno del otro en pos’.

Pero no quiero hablar ahora de amores, quiero hacerlo sólo de tristezas. Hay gente que piensa que las cosas tristes, dolorosas, salpicadas por el infortunio, son más hermosas ante nuestra conciencia, encuentran más resonancias en nuestro espíritu, generan más simpatía —en el sentido más etimológico del término— que los sucesos alegres y felices. Tal vez porque la vida, la de cualquiera, no sea sino un lento naufragio y su balance final arroje un saldo de desilusión y desencanto, hasta en los más exitosos triunfadores. Un escritor francés, Paul Léautaud, en Palabras efímeras, escribió, hace ya casi un siglo: La palabra tarde es más hermosa que la palabra mañana; la palabra noche más hermosa que la palabra día; la palabra otoño más que la palabra verano [...] la melancolía más hermosa que la alegría. Aubrey Beardsley, el célebre ilustrador de Retrato de Dorian Gray y otras muchísimas obras, escribió también que “hay algo de maravilloso en el dolor”. Beardsley fue un dibujante absolutamente genial e innovador, del que conviene recordar que murió con sólo veinticinco años, de tuberculosis.

En el fondo de nuestras almas puede haber, en mayor o menor medida, un poso de desencanto, de melancolía. En francés se dice ‘il fait triste ici’, dando a la tristeza una dimensión espacial, ambiental, indefinible y angustiosa —lo leo en Maupassant, en Une vie—. Alphonse Daudet, en Safo, en un cierto momento de la narración escribe: “el mundo se va poniendo triste”, aludiendo a un sentimiento global, imparable y telúrico. Todo esto puede ocurrir; sobre todo, en las personas de edad, cuando se van —cuando nos vamos— quedando solos, cuando los amigos nos dejan. Amigos que nos conocieron de jóvenes, que fueron testigos de esas pequeñas glorias que todo el mundo ha gozado, que nos soportaron felices y nos sostuvieron derrotados. Pesadumbre que llega cuando nos vamos retirando lentos y silenciosos, como cumple a los héroes vencidos.

Se pone uno triste por muchas cosas. De un personaje de El amor en los tiempos del cólera, no recuerdo ahora quién, se dice que “sus lanceolados ojos de animal carnívoro se habían vuelto mansos y tristes de tanto mirar la lluvia”. Existen muchas clases de tristeza. Hay una que es dulce y exquisita, como un crepúsculo rojizo hasta la violencia, como el hundirse del sol en un gran mar inabarcable. Una tristeza que llega cuando también ocurre algo que es extremadamente hermoso: poder hacer con la propia vida lo que uno quiere, gobernar uno su razón y su corazón; cuando se temen y se ansían ya muy pocas cosas. Eso puede suceder en la vejez, que a veces es un período bastante feliz de la vida. Como contraste, Álvaro Cunqueiro, en El pasajero en Galicia escribió sobre “esos poemas tristes y desesperados, que se escriben solamente cuando uno es mozo y puede permitirse el lujo de aspirar a morir de pena y nada”.

Todo esto es discutible y no todo el mundo suscribirá estas ideas. Quizá hay en nosotros, más o menos evidente, un fondo de tristura, de inconformidad —con nosotros mismos, con el mundo, con el existir, dependiendo de lo hondo que uno quiera calar—, que está ahí y con el que es preciso contar. Quiero terminar con una breve cita de un libro amado, Jacques le Fataliste, de Denis Diderot: rien n’est plus triste dans ce monde que d’être un sot (nada es más triste en este mundo que ser tonto).

6 de abril de 2014

De los amores ardientes


Ya vimos que hay muchas clases de amor. Hablaré hoy brevemente de uno: el amor ardiente, el amor quemante, como podría calificarse con toda propiedad. La princesa china Bibi Janum era tan menuda y frágil que, para traerla desde su país hasta Samarkanda y presentarla a Tamerlán, la metieron en una maceta de barro azul, muy bien acolchada entre capullos de seda, e hicieron el viaje en jornadas muy cortas. Se cuenta de ella que cuando sonreía por la noche su rostro irradiaba tal resplandor que no hacía falta ninguna otra luz. Su belleza era, como sucede tantas veces con las mujeres, irresistible, para los hombres que saben apreciarlas como se merecen.

Arqueólogos rusos abrieron la tumba de Tamerlán (del persa Timür-i lang, ‘Timur el Cojo’), y comprobaron que, efectivamente, era cojo, pequeño de estatura y tenía el brazo derecho atrofiado. No sabía leer ni escribir, pero era sagaz e inteligente y tenía conocimientos de astronomía y medicina, como se recoge en la autobiografía de Ibn Jaldún, que lo conoció tras el sitio de Damasco y señaló que le gustaba no sólo conversar, que esto es más corriente, sino razonar, lo que es más raro. Cuando Tamerlán vio a Bibí Janum, quedó instantáneamente prendado de ella y la hizo su esposa favorita, aunque siguió con sus campañas de guerra, que le obligaban a ausencias muy prolongadas.

Durante uno de estos prolongados viajes, Bibí quiso construir una mezquita como sorpresa para cuando volviera su esposo. Se dedico a esta tarea en cuerpo y alma. Iba cada día para observar los trabajos, controlar la progresión de los mismos, llevar las cuentas de los carísimos azulejos empleados, etc. El maestro constructor, un persa de nombre Guka Saniz, se enamoró perdidamente de ella y demoraba intencionadamente la obra para tener la oportunidad de seguir viéndola y tratándola, de mendigar su atención. Era el único alarife en todo el inagotable reino que conocía la secreta geometría indispensable para rematar la bellísima cúpula de color turquesa. Un día, enloquecido ya por el amor, le dijo a la princesa que no la acabaría si no se compadecía de sus sentimientos. Le pidió, de la manera más respetuosa, que le permitiera besarla.

Bibí, por ver de terminar los trabajos, y quizá porque Tamerlán llevaba mucho tiempo fuera y eso nunca es bueno, prometió dejarse besar en una mejilla. Guka aceptó, pensando que tampoco era un mal sitio para comenzar. Sin embargo, a última hora la bella princesa se arrepintió e interpuso la mano cuando el enardecido alarife se acercó a besarla. Cómo estaría el buen hombre, en qué estado de ignición, que sus labios le quemaron la mano —con razón hablo del amor quemante— y la lesión no había curado aún cuando llegó Tamerlán. La mezquita estaba terminada, a pesar de todo, porque Guka había perdonado los incumplimientos y renunciado a la felicidad, como saben hacer los hombres a menudo. Sin embargo, el rey preguntó a Bibí por la quemadura, supo los detalles y mandó que tiraran al alarife desde lo alto del minarete. Alah el Grande, el Misericordioso, no permitió que tan gran arquitecto muriera y lo facultó para que pudiera volar y escaparse. Hay otras versiones de la historia, pero prefiero esta, sin víctimas mortales.

Al rey leonés Alfonso VI, el Bravo, también le quemaron la mano en Toledo —cuentan las leyendas que la quemadura le horadó la mano—, en una situación muy distinta. Lector, hoy todo está en Internet; si quieres saber algo más de esto, míralo allí y sabrás encontrarlo enseguida. Así yo termino esta entrada y no me alargo más, que tampoco son buenos los excesos.