1 de febrero de 2014

Los tres príncipes de Serendip


Tengo que contar ya el cuento de los tres príncipes de Serendip. Trataré de ceñirme a la edición que leyó Walpole, la de William Rufus Chetwood (Londres, 1722), con el título The Travels and Adventures of Three Princes of Serendip. Esta edición procede, no directamente, de una veneciana de 1557, escrita en italiano, Peregrinaggio di tre gionavi figlioli del Re de Serendippo, como ya apunté. Se escogió el nombre de Serendippo, una lejana tierra, conocida también como Zeylan, Taprobane (la actual Sri Lanka), porque gozaba en ese momento de cierta actualidad, gracias a la reciente introducción en ella del Cristianismo por el jesuita español Francisco Javier (canonizado en 1622). La historia del camello tuerto está en muchos sitios: en el Talmud, atribuida al Rabbi Yochanan, en el conjunto de leyendas que integran las Mil noches y una noche, en una novella de Giovanni Sercambi, etc. Ahí va el cuento, muy resumido:

En la antigüedad existía en la tierra de Serendip un gran rey, llamado Giaffer, que tenía tres hijos muy queridos a los que quiso dar la más alta educación. Buscó por todo su reino los más sutiles sabios para que los instruyeran y como los príncipes eran muy inteligentes, pronto se perfeccionaron en todas las artes y saberes. Al acabar su formación, el padre los reunió y les expuso su plan de retirarse a un monasterio y que el reino quedara en manos del hijo mayor. Este se negó aduciendo que el padre, el rey, era mucho más sabio y debería continuar reinando. Lo mismo dijeron los dos hijos menores. El rey decide entonces mandarles a conocer mundo y que sigan atesorando sabiduría. Obedecieron los príncipes respetuosamente y partieron de incógnito hacia tierras extranjeras, hasta llegar a las del poderoso emperador Beramo.

Ya en ellas, encuentran en un camino un camellero que les pregunta si han visto un camello que ha perdido. Los viajeros, los príncipes, preguntan entonces si el camello era ciego de un ojo, cojeaba y le faltaba un diente. El camellero contesta afirmativamente y, entendiendo que han visto el camello, parte veloz en su busca, pero no lo encuentra. Vuelve entonces y los príncipes le dan más detalles diciendo que llevaba una carga de mantequilla en un lado y de miel en otro y que lo conducía una mujer embarazada. No se encuentra el animal, el camellero los denuncia y los príncipes son hechos prisioneros. Hasta que aparece el dichoso camello, que son puestos en libertad. Lector, ¿recuerdas al buen Zadig de Voltaire?

Los viajeros son llevados entonces a la presencia del emperador Beramo, que les pregunta cómo pudieron describir tan exactamente al camello sin haberlo visto, a lo que respondieron los tres con su mejor voluntad: Como toda la hierba que comió el camello estaba a un lado del camino, y era la menos verde, dedujeron que el animal no veía de un ojo. Había también trozos de hierba masticada del tamaño de un diente de camello, por lo que supusieron que le faltaba un diente y la hierba le había caído de la boca. Había huellas de sólo tres pies y señales de que arrastraba el otro, lo que mostraba que el camello era cojo.

Lo de las cargas del camello, lo adivinaron porque a un lado del camino había hormigas, atraídas por la mantequilla derretida y al otro moscas, atraídas por algo de miel derramada en ese lado. Lo de que fuera conducido por una mujer lo aclaró el segundo hermano que explicó que, junto a las señales de las rodillas del camello al inclinarse, vio las huellas de unos pies y al lado orina que, al olerla, le hizo sentir una clase de concupiscencia carnal, que le confirmó que era de una mujer. En fin, que la mujer estaba embarazada lo dedujo el hermano más joven porque vio huellas de las manos de la mujer y pensó que se había ayudado con ellas para incorporarse.

El emperador  Beramo quedó verdaderamente maravillado por la sagacidad, la inteligencia, la sabiduría de estos tres príncipes y les invitó a que se quedaran como huéspedes en su reino. Eso hicieron y allí realizaron otras proezas de las que no puedo hablar ahora. Pero trataré de hacerlo en una próxima ocasión.

La relación de esta historia y la resolución de sus acertijos con el significado actual de serendipity, o serendipia —el descubrimiento de algo por azar, sin haberlo buscado— no está nada clara. La moraleja de que en ocasiones es mejor no pasarse de listo parece bastante obvia. Alguien dijo que el mayor placer de una persona inteligente es aparentar ser idiota, delante de un idiota que pretende ser inteligente. La validez y calidad de las diversas inferencias, de los razonamientos que llevan a las deducciones, es muy variable, lo que quizá no importa demasiado, aunque se agradecen las inferencias más razonables, las menos disparatadas.

Episodios parecidos a los narrados se repiten en muchas literaturas, orientales y no. En la variante talmúdica, el camello no va perdido, simplemente precede a los viajeros, que no lo ven, y hay dos guías que lo conducen, uno judío y otro gentil, lo que es también adivinado, deducido, por el observador sagaz —aquí sólo uno—, un esclavo judío, que va acompañado de otro esclavo y del dueño de ambos. El emperador Beromo del cuento está inspirado en un personaje histórico, real, Bahram V, rey sasánida de Persia, en la primera mitad del siglo V, del que quedaron muchas leyendas e historias fantásticas, incorporadas a la tradición islámica. De todo hablaremos un día, en una de esas sesiones de Atando cabos.

31 de enero de 2014

Zadig, de Voltaire


En mi entrada anterior, había quedado en resumir un cuento de Voltaire y el de los Príncipes de Serendip. Empezaré por lo más fácil. En el Zadig volteriano, hay un relato titulado Le chien et le cheval, con el siguiente argumento (casi en esquema):

Zadig paseaba solo por las encantadoras orillas del Éufrates, cuando de pronto vio correr con la mayor inquietud a un eunuco de la reina con otros cortesanos, que le preguntaron:

— Joven, ¿habéis visto el perro de la reina?
— Es una perra, no un perro.
— Tenéis razón, es una perra.
— Es una épagneule muy pequeña, añadió Zadig. Ha tenido cachorros hace poco; cojea de la pata delantera izquierda y tiene las orejas muy largas.
— La habéis visto entonces, dedujo el eunuco.
— No, no la he visto jamás y ni sabía que la reina tuviera una perrita.

En ese mismo momento, el más bello caballo de las caballerizas reales se le había escapado al palafrenero. El montero mayor y otros oficiales corrían en su busca, tan inquietos como el eunuco tras la perra. El montero mayor le preguntó a Zadig:

—¿Habéis visto pasar al caballo del rey?
— Es un caballo que galopa maravillosamente, tiene cinco pies de alto, los cascos pequeños, una cola de tres pies y medio de larga, los extremos del bocado son de oro de veintitrés quilates y sus herraduras son de plata de once deniers, contestó Zadig.
— ¿Qué camino ha tomado?, preguntó el montero mayor.
— No lo sé, no lo he visto, contestó Zadig, ni he oído hablar jamás de él.

El eunuco y el montero no dudaron de que Zadig había robado el caballo y la perrita. Lo tomaron prisionero y lo llevaron ante el Gran Consejo, que lo condenó a ser azotado y a pasar el resto de sus día en Siberia. Recién pronunciada la sentencia, aparecieron el caballo y la perrita. Hubo que cambiar el veredicto, pero se le condenó a pagar cuatrocientas onzas de oro por decir que no había visto lo que había visto. Zadig, al que permitieron hablar, se dirigió entonces a los miembros del consejo y empezó su discurso: “Estrellas de la justicia, abismos de ciencia, espejos de la verdad…”. Y explicó que, en el caso de la perrita, había visto las huellas de sus patas sobre la arena y comprendió que eran las de un perro. Otras huellas entre las patas, le hicieron ver que se trataba de una perrita que acababa de tener cachorros. Otras huellas externas a las de las patas delanteras, le convencieron de que el animal tenía unas orejas muy largas. En fin, las huellas de la pata delantera izquierda eran menos profundas, de lo que dedujo que el pobre animal era cojo.

Lector, no te cuento, para no alargarme, las explicaciones que dio Zadig respecto a lo que había dicho sobre el caballo del rey. Ya conoces tú a Zadig y sabes muy bien que expuso las mejores razones. Todos los jueces admiraron su sutil y profundo discernimiento. Todo el mundo hablaba de él y, aunque algunos magos de la corte opinaron que se le debía quemar como brujo, el rey ordenó que se le devolvieran las cuatrocientas onzas de oro de la multa. Y así se hizo, reteniendo sólo 398 onzas como gastos de la justicia y demandando también algunos honorarios extra para los jueces. Zadig entendió lo peligroso de ser a veces demasiado sabio y se prometió, a partir de aquel momento, no decir nunca lo que había visto.

Muy poco después se escapó un prisionero de la Cárcel Real y pasó por debajo de las ventanas de la casa de Zadig. Se interrogó a Zadig, que esta vez no dijo nada. Sin embargo, se pudo probar después que había mirado por una ventana y se le condenó a la multa de quinientas onzas de oro. Gran Dios, se decía Zadig, está claro que hay que tener cuidado cuando pasea uno por un bosque en el que se ha escapado la perrita de la reina o el caballo del rey. Y cómo es de peligroso asomarse a la ventana. ¡Qué difícil es ser feliz en esta vida!

Dejo lo de los príncipes de Serendip para una próxima entrada, ya indemorable. He contado, reducida y ni siquiera completa, una historia de Voltaire, que participa plenamente del carácter de estos relatos y pertenece, sin duda, al conjunto de las que los alemanes llaman Scharfsinnsproben (pruebas de agudeza), en las que se muestran ejemplos de sagacidad y rapidez mental verdaderamente notables.

Capacidades de inferir y razonar que no conducen a la felicidad sino más bien al infortunio. Esa circunstancia se pone de relieve también en las narraciones orientales homologables —de hecho, son precursoras en esto—. Lo que ocurre es que con Voltaire todo es un poco distinto, porque su ironía es terrible y demoledora. Con unas pocas palabras critica a los jueces, a los magos, a todo lo establecido, a lo convencional. Nadie ha podido igualarle en eso. Se trata, en mi opinión, de una censura no demasiado acre, porque es esperanzada. Yo creo que en la época de Voltaire, muchos de los espíritus ilustrados pensaron sinceramente que las eternas injusticias y oscuridades de la sociedad humana habrían de desaparecer y los hombres se abrirían pronto a la luz.

30 de enero de 2014

Literatura oriental en la Europa del XVIII


En mi entrada anterior hablé de cómo nació el término inglés serendipity, en una carta de Horace Walpole a Horace Mann, y de un cuento que el propio Walpole calificó como disparatado, Los tres príncipes de Serendip. Estos Horacios, primos lejanos, se vieron sólo una vez en sus vidas, en Florencia, en 1741, y se estuvieron carteando después durante 46 años.

Más adelante, cuando pueda, resumiré brevemente dicho cuento, recomendando al lector que lo lea en su integridad, porque tiene muchos de los encantos de esa literatura oriental que, de alguna manera, casi todos conocemos o intuimos. Digo cuando pueda, porque antes querría escribir unas pocas palabras, para situar al lector en el ambiente de principios del siglo XVIII en Europa, respecto a la literatura oriental. Entre 1704 y 1717 el orientalista Antoine Galland tradujo por primera vez a una lengua europea, al francés, la colección de relatos árabes, egipcios, persas e indios, mesopotámicos, etc., conocida como Las mil noches y una noche. Fue publicada luego en inglés en el 1706, a partir de la traducción francesa, con el título de Arabian Nights’ Entertainments. Mucho más tarde, en 1811, Jonathan Scott hizo una versión directa del árabe al inglés.

Aunque el origen exacto de estas historias es desconocido, el núcleo inicial pudo ser un antiguo libro persa, Hazâr afsân, vertido al árabe hacia el año 850 por Abu abd-Allah Muhammed el-Gahshigar. Se conservan fragmentos de estos relatos en Siria, Bagdad, Egipto, ya a lo largo de los siglos X al XII. Tras la publicación de la traducción de Galland, el entusiasmo por esa literatura y el ambiente mágico y exótico de sus historias fue inmediato, aunque pronto también empezaron a alzarse algunas críticas por su carácter fantástico, caprichoso e imprevisible.
El cuento Los tres príncipes de Serendip, el que leyó Walpole y le sugirió lo de serendipity, fue impreso en Londres en 1722, traducido del francés. Era una colección, originariamente aparecida en Venecia, en 1557, de relatos traducidos del persa al italiano, Peregrinaggio di tre giovani figlioli del Re di Serendippo, por Christoforo Armeno. Para unos este Christoforo fue realmente un armenio que vivió tres años en Venecia y escribió estos cuentos, inspirándose en el Hasht Bihisht (Los ocho paraísos), del poeta Amir Khusrow (1253-1325). Para otros, Christoforo nunca existió y la supuesta traducción es una ficción, siendo el propio Michele Tramezzino, el editor veneciano de la obra, quien reunió relatos de origen oriental, algunos ya conocidos en Europa. De hecho, la historia del camello, tan central en el Peregrinaggio, se recoge ya en una de las novelle, De sapientia, de un seguidor de Bocaccio, llamado Giovanni Sercambi (1348-1424).
El Peregrinaggio tuvo un gran éxito y en menos de un siglo aparecieron otras cuatro ediciones en italiano. En francés hay una edición de 1610, otra de 1712 (en la que Voltaire se inspiró para su Zadig), y otra más definitiva de 1719, la de Mailly, de la que vino la traducción inglesa de 1722, la que leyó Walpole.
Quiero contar con algún detenimiento el argumento del relato de los príncipes de Serendip y creo que será mejor dejarlo para otra entrada. Ya dije que un cuento que figura en el Zadig volteriano tiene una estructura muy parecida. Aquí no se trata de un camello perdido, sino del caballo del rey y de la perrita de la reina. Walpole habló en su carta, equivocadamente, de una mula en vez de un camello. El esquema de los relatos es el mismo, no cambia por eso. Son de los que en alemán se designan como Scharfsinnsproben (pruebas de agudeza mental, literalmente), muy frecuentes en todas las literaturas orientales, desde el Oriente próximo al lejano, y en las de todo el mundo. Lector, te digo lo que ya te dije otra vez: deja este blog, vete a una librería de guardia en la ciudad en que vivas, si la hay, y lee el relato de Voltaire, para empezar. Con otros suyos como Cándido, El ingenuo… Me lo agradecerás siempre.

En la próxima entrada resumiré el relato de Voltaire y el de los príncipes de Serendip. No quiero hacer excesivamente largas estas entradas. Copio ahora un párrafo del autor francés, precisamente la dedicatoria de Zadig a la sultana Sheraa, para que se vea por qué recomiendo su lectura y la urgencia del asunto:

Je vous prie de le lire et d’en juger: car, quoique vous soyez dans le printemps de votre vie, quoique tous les plaisirs vous cherchent, quoique vous soyez belle, et que vos talents ajoutent à votre beauté; quoiqu’on vous loue du soir au matin, et que par toutes ces raisons vous soyez en droit de n’avoir pas le sens commun, cependant vous avez l’esprit très sage et le goût très fin… […] Je prie les vertus célestes que vos plaisirs soient sans mélange, votre beauté durable, et votre bonheur sans fin.

(Os ruego que la leáis y la juzguéis: porque, aunque estéis en la primavera de vuestra vida, aunque todos los placeres os persigan, aunque seáis bella, y vuestros talentos se añadan a vuestra belleza; aunque se os alabe de la noche a la mañana, y por todas estas razones tengáis derecho a carecer de sentido común, sin embargo tenéis el espíritu muy sabio y el gusto muy fino… […] Pido a las virtudes celestes que vuestros placeres sean sin mezcla, vuestra belleza durable y vuestra felicidad sin fin).

Amigo lector, sería bueno que pudieras leer la obra en el francés original. Y trata de entenderme: cuando se ha leído mucho tiempo cosas así, uno ya no puede leer cualquier cosa, no se contenta con literatura que ‘te coge’, sin más. Es así de simple.

28 de enero de 2014

260 años de Serendipity


En mi anterior entrada, dedicada a Charles Howard Hinton, adelantaba el título de la presente, Serendipity, término inglés que se refiere al descubrimiento casual de algo sin pretenderlo, sin buscarlo. Pues, el azar —tantas veces el azar— hace que hoy, 28 de enero, se cumplan exactamente 260 años de la acuñación del vocablo por Horacio Walpole, en una carta a Horacio Mann, en 1754. Y de otro Horacio, Quinto  Horacio Flaco, hablaré para justificar lo de serendipity. Porque, indagando lo del ‘pasado modificable’ de Hinton, había llegado yo, sin proponérmelo, al ‘pasado inmodificable’, a la aserción del poeta latino de que el pasado es inmutable, inalterable. Como si dijéramos, que no hay Dios que lo modifique.

Yo había escrito en esa entrada que “para Dios no existe el azar, todo es presente, y sabe lo que va a ocurrir en el futuro o lo que ocurrió en el pasado”. Horacio, en la oda XXIX del libro III, dedicada a Mecenas, hace ver que, sin embargo, no puede alterar el pasado. Copio aquí lo pertinente: Sólo vive feliz y dueño de sí aquel que puede decir cada día: ‘He vivido’. Mañana, ya cubra Júpiter el cielo de negros nubarrones, ya brille el sol resplandeciente, no conseguirá que lo pasado no haya pasado, ni borrar ni destruir lo que trajo una vez el curso fugitivo de las horas. O sea que, incluso para un Dios hay cosas imposibles. Resumiendo mucho, aquello que cita Borges de Hinton sobre el pasado modificable, no es posible, no puede ser.

Ocurre, no obstante, que hay diversas maneras de mirar al pasado. Volviendo a Borges, en su trabajo Kafka y sus precursores, incluido en Otras inquisiciones (1952), asegura que cada escritor crea sus precursores. Su labor “modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro”. Contemplado desde esta ángulo, sí se puede considerar que el pasado, nuestra idea del pasado, cambia. Y entonces quizá quepa preguntar, en muchos casos: ¿qué es el pasado sino nuestra percepción del pasado? Si cambia lo uno, cambia lo otro. Eso es lo que hacen los autores de novela histórica, tan en boga ahora, con diversa fortuna: modificar, embellecer, explicar, borrar el pasado, crearlo de nuevo, revivirlo.

Recordando lo que uno ha ido escribiendo, me fijo en un fragmento de un relato mío, Marina / Deneb, en el que la misteriosa protagonista (una mujer que son dos)  cuenta y argumenta que el pasado se puede revisitar: “La juventud es un estado al que se puede retornar a veces, si uno lo quiere intensamente. En uno de los últimos diálogos platónicos se narra que los Hijos de la Tierra o Autóctonos, sometidos a una rotación inversa del cosmos, pasaron de la vejez a la madurez, de la madurez a la juventud y la niñez, y de la niñez a la desaparición y la nada”. No hace falta señalar que la protagonista había leído al ubicuo Borges.

También hay una obra de teatro, del francés Armand Salacrou (Sens Interdit), en la que los personajes nacen viejos y viven hacia atrás, hacia la juventud. Esto podría tener sus ventajas. Pienso que tal vez lo mejor sería una vida que fuera como un camino de ida y vuelta: madurar, sin llegar a una vejez extrema e incómoda, y luego rejuvenecer. Sin repetirse las cosas, claro —lo bailado, bailado—. O repitiendo lo que uno quisiera. En fin, todo podría ser, todo podría haber sido, de otra manera. Los gnósticos pensaron que la creación fue un error, la obra de una divinidad inferior, de un Demiurgo que se envaneció y se creyó Dios.

En realidad, a mí me cuesta trabajo pensar en un Dios que no pueda modificar el pasado, que no pueda realizar cualquier cosa imaginable. Si pienso en un Dios —no es algo en lo que me demore excesivamente—, no sé hacerlo de otra manera. Por ello deduzco que Horacio muy probablemente se equivocó. En mi próxima entrada hablaré de los otros Horacios, los de 1754, y del nacimiento de la palabra serendipity (en español, podría traducirse como serendipia), precisamente un día como hoy, hace 260 años. Y de un delicioso cuento relacionado con la invención: Los tres príncipes de Serendip. Lector, hasta pronto.

27 de enero de 2014

Charles Howard Hinton


Prometí indagar sobre Hinton, autor del que Borges quizá tomó la idea del ‘pasado modificable’. Recalco intencionadamente el adverbio porque la cita borgiana es muy escueta: “las diversas eternidades que han ideado los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménides hasta el pasado modificable de Hinton” —ya no se dice nada más— y no creo que llegara aquí a más profundidades el maestro argentino.

Charles Howard Hinton (1853-1907) fue un matemático británico, escritor de ciencia ficción e interesado en la cuarta dimensión. No es fácil de leer, aviso, y en sus especulaciones se remonta a Parménides, Platón y Aristóteles. De Platón aprovecha su famoso mito (República, libro VII), que cuenta cómo unos hombres encadenados en una caverna perciben sólo sus sombras y las de otros objetos proyectadas sobre la pared a la que miran forzada y continuamente. Uno de ellos logra salir de la cueva, contempla el mundo real y comprueba cuán distinto es de lo que ha visto hasta entonces. Lo mismo hace el filósofo, elevándose al mundo de las ideas, más grande y más real que el percibido por los sentidos; un mundo en el que todo lo que nos afecta no es pasajero y transitorio, sino eterno. Por cierto que Platón, al imaginar que ese hombre regresara a la caverna y contara el descubrimiento a sus compañeros, aventura con gran pesimismo, ¿no lo matarían, si pudieran tenerlo en sus manos?

Hinton utiliza esta alegoría para proclamar que “as our world in three dimensions is to a shadow or plane world, so is the higher world to our three-dimensional world. That is, the higher world is four-dimensional” (lo que nuestro mundo de tres dimensiones es a un mundo plano de sombras, es lo que el mundo superior es al nuestro tridimensional. O sea, el mundo superior es tetradimensional). Entiendo que también podría tener más dimensiones. Cualquiera que haya estudiado casos de regresión múltiple, sabe que la mente se desenvuelve sin problemas, en lo matemático, en espacios de cualquier número de dimensiones. Otra cosa, naturalmente, es imaginar tales espacios.
 
Hinton sugiere también que el movimiento es aparente. “We can conceive that all things and movements in our world are the reading off of a permanent reality by a space of consciousness” (podemos concebir que todas las cosas y movimientos en nuestro mundo son lecturas a partir de una realidad permanente en un marco de conciencia). Y sigue diciendo, “each atom at every moment is not what it was, but a new part of that endless line which is itself” (cada átomo en cada momento no es lo que fue, sino una nueva parte de la línea sin fin que es). Hinton trata de explicar esto con figuras geométricas y proyecciones y, leyéndole con cuidado, puede uno hasta pensar que lo ha entendido. No estoy nada seguro de eso, lector, y creo que es un autor que requiere una mentalidad matemática, que no se da en las personas corrientes.

Más adelante Hinton recurre a las teorías de Lobatchewsky and Bolyai, sobre la geometría no euclidiana, porque tienen, según él, una singular y curiosa relación con el mundo superior que postula. Una geometría en la que los ángulos de un triángulo pueden sumar más de dos ángulos rectos y en la que desde un punto se puede trazar más de una recta paralela a otra recta dada. Una geometría en la que el cuadrado de la hipotenusa puede no ser la suma de los cuadrados de los catetos, sino su diferencia. Beltrami mostró que esa geometría operaba en ciertas superficies curvas; la conocerían seres hipotéticos que vivieran en la superficie de una esfera.

Nada fácil de entender, ya digo. Borges es un escritor y sabe apropiarse de lo que conviene para edificar una fantasía. De la línea que copié antes —each atom at every moment is not what it was— puede surgir la idea de un ‘pasado modificable’. Nada que objetar desde el punto de vista de la ficción, de la literatura, pero absolutamente cuestionable desde el punto de vista físico o metafísico. Este ejemplo vale para resaltar lo que de inasequible tienen algunas teorías científicas, que no pueden ser aprehendidas por todos. Hermann Weyl (1885-1915), un gran físico y matemático alemán, dijo en su día que si murieran diez o doce personas determinadas, la física de la época se perdería para siempre. Siempre conviene ser humilde que, como decía el paje Florisel al que ya mencioné, “al que sabe ser humilde, en todas partes le va bien”. Pero es que, en ciertos casos es absolutamente necesario y lo contrario es suicida. ¡Cómo para andar por ahí diciendo que uno lo entiende todo!

No pude elucidar mucho sobre el pensamiento de Hinton, pero encontré motivo de reflexión para el enigma de la posible modificación del pasado. Eso ocurre a veces, que se descubre lo que no se busca, pero a esto me referiré en una próxima entrada que se titulará Serendipity.