20 de mayo de 2016

El milagro de las cruces de Ayllón (IV, fin)

Palabras clave (key words): Fernando de Antequera, Juan II, Catalina de Lancaster, Vicente Ferrer.

En el libro que me regaló mi amigo el doctor De la Plaza sobre el convento de San Francisco en Ayllón, bien escrito e ilustrado y con algunas páginas de su pluma, leo que “en 1971 un hombre providencial compró las ruinas del convento”. Ese hombre, aclaro, es mi amigo, pero no son suyas esas palabras, que es persona modesta y conoce el proverbio latino laus in ore proprio vilescit (la alabanza propia envilece); lo dice en el libro don Teodoro García García, investigador de la historia de Ayllón. Según el citado Francisco Gonzaga, al que siguen Lucas Wadding y Damián Cornejo, San Francisco fundó el convento a su vuelta de Santiago, dato que recojo con las cautelas ya apuntadas.
Al principio el convento fue muy modesto y de él se sabe poco. Había un pozo, llamado el ‘pocito santo’, junto al que, según la tradición, oraba San Francisco, que se alojaba en una celda “de cañas entretejidas con ramas de árboles con las que hizo unos zarzos”, según cuenta el padre Francisco Calderón, hacia 1679, en un manuscrito que se conserva en el convento franciscano de Valladolid. En el año 1411, sin embargo, el convento debía de tener ciertas proporciones, porque, celebrándose en julio en Ayllón una importante reunión entre el futuro rey de Aragón, Fernando de Antequera, y el rey niño Juan II con su madre Catalina de Lancaster, don Fernando y su séquito se alojaron en él, mientras la regente quedó en la propia ciudad. Vicente Ferrer llegó también, tras haber predicado a las multitudes en Segovia “con tal fuerza que muchos moros y judíos abrazaron el cristianismo”.
El convento ardió en 1601 y se reconstruyó con más capacidad y construcciones más sólidas. La espadaña y gran parte de la capilla mayor fueron costeados en el siglo XVIII por fray José García, franciscano y obispo de Sigüenza. Esa espadaña es la única parte de la fábrica que se ha conservado íntegra hasta ahora. El convento se subastó en 1848, tras la desamortización, y se perdieron así los sepulcros de muchas nobles familias castellanas (Pacheco, Vellosillo, Daza, Chaves), con sus estatuas de mármol y alabastro. Don Álvaro de Luna, decapitado en Valladolid en 1453, fue enterrado en él hasta que más tarde fue trasladado a Toledo, a la Capilla de Santiago en la catedral.
Tras la compra en 1971, el doctor De la Plaza realizó ese otro milagro de rescatar los restos del convento, situado a un kilómetro del casco urbano, sin ninguno de los servicios públicos: agua, teléfono, alcantarillado, etc. De las estancias del convento no quedaban signos visibles, ni siquiera se conocía su perímetro. La operación se diseñó en dos fases. En la primera, se hicieron las obras necesarias para garantizar la seguridad de las obras, llevar la electricidad, teléfono, etc. En la segunda se procedió a la excavación de las ruinas, vaciamiento de la alberca, traslado de escombros, etc.
Se descubrió así el perímetro de la obra: dos claustros, separados por un espacio rectangular. Se reconstruyeron los suelos con cantos rodados y patrones geométricos o ajedrezados; otros fueron enlosados con piedra, pizarra o baldosas. La rehabilitación de la Casa del Síndico fue muy delicada, ya que en 1931 se habían vendido 32 canecillos románicos, procedentes de la iglesia de Mediavilla, sin cuyo soporte se cayó gran parte de la cornisa. Junto al estanque había ruinas de un pequeño edificio del XVIII, del que quedaban sólo los muros, que se restauraron, con el tejado, suelo, etc.
Finalmente se edificó un Centro de Convenciones y Hotel, que recibió el nombre de Los Claustros de Ayllón, con diseño arquitectónico muy moderno, próximo al estanque, pero alejado de las ruinas. Gracias al mimo con que se hizo la reconstrucción, hoy cabe hablar más bien de restos que de ruinas. Como aquí sí se cumple el dicho, no siempre verdadero, de que una foto vale más que mil palabras, muestro dos fotos del lugar, antes y después de los trabajos realizados. Una bella historia con final feliz, que he reducido sin piedad por razones obvias.
Si se está atento, el mundo está lleno de cosas curiosas y  coincidencias. Leo un libro del escritor francés Roger Peyrefitte, Les amours singulières, en el que se narra la vida del barón alemán Wilhelm von Gloeden (1856-1931), personaje que traigo aquí porque, como mi amigo, encontró en 1876 un convento franciscano deshabitado en Taormina, Sicilia, del que los monjes habían partido diez años antes, al suprimirse las órdenes religiosas. Las semejanzas acaban aquí, porque en Ayllón había sólo ruinas y en el relato de Peyrefitte el barón cuenta: A peine entré dans le parc qui l’entoure, je fus émerveillé. C’était le cadre idéal d’une existence heureuse: des ombrages magnifiques, des fontaines, des murs recouverts de lavande, une immense maison ensevelie dans le silence, une chapelle et un cloître. Le gardien du lieu finit par se montrer. Je choisis pour chambre une salle du premier étage, qui donnait sur la mer et sur les côtes lointaines.
La felicidad es fugaz. El barón vivió allí poco tiempo, porque al año siguiente el municipio vendió el convento y hubo de abandonarlo. Escribió: Je regretterai toujours de ne pas avoir eu les moyens d’acheter ce couvent. Je n’avais cessé de découvrir ses beautés. Mi amigo sí tuvo los medios… y el imprescindible arrojo. En ese convento de Taormina, el franciscano San Antonio de Padua, Doctor de la Iglesia desde 1946, había plantado un ciprés que todavía se conservaba en los tiempos de Von Gloeden.