7 de abril de 2016

Tristitia post concilium (tristeza tras la reunión)


Palabras clave (key words): Leslie A. Murray, Fernando Pessoa, Piasta, Tirnagoge.

Cualquier acontecimiento gozoso alberga en su núcleo la amarga semilla de una tristeza posterior inevitable. Del hecho que relataré, también quedó la melancolía de su fugacidad, de su imposible continuación, de la evanescencia final de ese alegre estado de ánimo en que el tiempo pareció derrotado. Hay una tristitia post concilium.

Con motivo de una reciente conferencia mía, vinieron a oírme bastantes de mis amigos —y amigas, claro— a muchos de los cuales no los veo con la frecuencia que querría. Todo fue muy agradable, hasta demasiado. Porque me quedó luego ese viejo y conocido sentimiento que indefectiblemente aviva mi melancolía. Un poeta australiano, Leslie Allan Murray, de mi misma edad, escribió: “y como siempre ocurre, después de un triunfo, / estuve, por supuesto, inconsolable”. Yo ni siquiera venía de ningún triunfo, pero en estas ocasiones me persigue una cierta insatisfacción, porque pienso que no he sabido hacerles ver, a mis amigos, hasta qué punto me importan.

Ellos son el pasado, los múltiples espejos en los que me miro y reconozco. Veo lo que hemos vivido juntos y lo que no pudimos o no nos dejaron vivir. Sin ellos el pasado se esfuma y se desvanece mi historia. Cuando se van, me asaltan los recuerdos, la nostalgia, sueños aún intactos y un tiempo perdido que no sé buscar solo. Constato que el mundo no es como debiera, que todo está tocado de banalidad, y se afianza la certeza de que la felicidad es imposible o efímera. Al final de la conferencia, el puro azar fue formando diversos grupos, que se refugiaron en los bares vecinos, para prologar la alegría del reencuentro, para enlentecer el tiempo y disfrutar su tregua.

Fernando Pessoa añoraba la casa de su niñez y un pasado de té y tostadas servidas en la tarde, cuando las mujeres acababan por fin sus tareas de coser y hacer punto, con el reloj del salón midiendo, o creando, el tiempo. Añoranza que le hace exclamar, dirigiéndose confusa y acremente a alguien: Me veo aquel que fui en la infancia. Dame esto otra vez, tal cual era, con el reloj tictaqueando al fondo, y guárdate para ti todos los dioses. ¿Qué es para mí un Olimpo que no me sabe a las tostadas del pasado? ¿Qué tengo yo que ver con unos dioses que no tienen mi reloj antiguo?

Hace años, al final de otra charla, contaba yo a mis oyentes: Aparte de un grupo de amigos que he ido haciendo a lo largo de mi vida (muchos de los cuales estáis aquí), otras muchas cosas no me han importado demasiado; esto condiciona mi paraíso. Y cité unos versos de una canción corsa, de un pastor de Zicavo: ¡S'intrassi in  Paradisu, santu, santu, / e nun truvacci a tía, mi n'esciria! (Si entrase en el paraíso, santo, santo, y no te encontrara, me saldría). Lo apliqué a mis amigos. Hemos de salvarnos juntos, no quiero ni puedo salvarme solo. Querer salvarse solo es el primer paso hacia la condenación.

He sido siempre así. Al terminar cada congreso médico, cada reunión, la idea de que nunca más volvería a gozar de esos momentos, con esas gentes, me entristecía. Con diecisiete años, en Cádiz, al final de un curso de verano, en una oración que me encargaron, decía: Señor, esta es noche de despedida y estamos todos un poco tristes. Hace poco tiempo, ninguno de los que estamos ahora aquí juntos nos conocíamos y, sin embargo, hoy, cuando llega la hora de marchar, nos cuesta trabajo renunciar a esta pequeña y entrañable comunidad que hemos formado.

O sea, que no es por la edad. Aunque ciertas dudas y temores, se hacen ahora más evidentes y probables. Llevo muy mal que se mueran los amigos. En un relato mío, El reino de Ta, el viejo rey Piasta, Señor de los veranos gaélicos, quiso viajar a Tirnanoge, la tierra de la perpetua juventud, nunca visitada por la Muerte. Preparaba el viaje cuando se le presentaron unas hadas: Rey Piasta, ¿te gustaría seguir viviendo cuando ya hayan muerto tus caballos y tus canes, los maestros que te guiaron en la vida, las mujeres que te dieron su amor, los armados compañeros de las batallas? ¿Te gustaría vivir en un mundo en el que no tendrás a nadie con quien compartir un recuerdo de infancia y mocedad? El rey se llegó hasta la ribera de un río y meditó allí las preguntas de las hadas. Tras pensarlo mucho, decidió no ir a Tirnagoge, y dejarse morir, cuando llegase su hora.