6 de junio de 2014

De la constancia, de las ensoñaciones


En mi anterior entrada quizá pinté un cuadro demasiado rosa de las posibilidades de los nacidos pobres para superar esa desventaja. Para conseguirlo, cuenta mucho la constancia en el esfuerzo. Y, naturalmente, no me refería a esa pobreza excesiva e invalidante, que supone la marginación y conduce forzosamente a la perpetuación en las generaciones siguientes. Esa es una pobreza inadmisible e injusta, que no debería darse ya nunca en nuestras sociedades avanzadas.

Hoy quiero bromas y ensoñaciones amables. La igualdad perfecta no existe. Los que hemos nacido más guapos, por ejemplo, hemos de llevar esta carga hasta el final. Cuántas veces he deseado ser distinto para evitar el excesivo, a veces intolerable, acoso de las mujeres. He sufrido mucho con eso (lector o lectora, al revés te lo digo, para que me entiendas). Siempre he creído que, en este terreno también, lo más importante para conseguir el éxito es la insistencia, la constancia. Virtudes que adornaban singularmente a Blas, el carpintero.

Blas se confesaba de vez en cuando con un cierto cura, que tenía un precioso reloj, regalo de una hermana que lo quería mucho. Blas se acusaba siempre de dos cosas: de ser un pesado, un pelmazo pegajoso, y de pecar todo lo que le dejaban con su novia, a la que le pedía ya la prueba suprema del amor — ya me entendéis—. Es que en cuanto la toco un poco, me encandezco, explicaba Blas al buen cura, en impecable castellano. Y siempre le pedía también el reloj al cura: Padre, que reloj tan bonito tiene usted. Démelo, padre, regálemelo. Y así una vez y otra. Tanto que un buen día el cura, por no oírlo más, se lo dio. Se lo dio para siempre, buscando la paz, la calma.

Gervasia, graciosa y guapa —vamos, que estaba como un queso—, se confesaba con el mismo cura. Y también tenía siempre el mismo pecado, las expansiones con el novio, más allá de lo estrictamente permitido por la moral, por algún tipo de moral. ¿Habéis llegado al final?, le preguntaba el buen cura. No, pero me lo pide, contestaba Gervasia. Y así siempre, una y otra vez. Hasta que un día, el cura le preguntó quién era ese novio. Blas, el carpintero, respondió la pobre, confiando en el secreto confesional. Cuando el cura oyó este nombre, le dijo inmediatamente: Date por perdida, hija mía. No te salva ni la Caridad. Y Gervasia marchó, en el fondo un poco tranquilizada, pensando que era imposible luchar contra el destino y que tendría que otorgar lo que se le pedía. Que, bien mirado, no era algo tan descabellado, inusual o desagradable.

Hoy es el septuagésimo aniversario del desembarco de los aliados en Normandía. En esa ocasión, un joven alemán, Heinrich Severloh, de veinte años, desde su posición y disparando al final con dos ametralladoras, mató centenares de enemigos, no se sabe bien a cuantos. Fue llamado la ‘bestia de Omaha’, el nombre del sector de playa en que combatió. En el mundo de mis sueños, este soldado habría levantado una bandera blanca y habría gritado: ¡Eh, boys, youngsters, soldiers! No disparéis. Yo soy sólo un ‘mandao’ y ni sé por qué estoy aquí. A mí lo que me gusta es vender encajes en la mercería de mi padre. Y, con la excusa de ver cómo les quedan, se los planto en el pecho a mis clientas jóvenes y los muevo y arreglo, para ver el efecto. Y siento que a algunas les hace gracia esto y se les enternece la voz, como a mí. Eso es lo que yo quiero, estar en mi querida y bellísima Bamberg, vendiendo encajes a las mozas. No disparéis, por favor.

Cuando terminó de hablar, los impacientes invasores habían rebasado la posición del alemán, estaban ya tierra adentro y no quedaba nadie en la playa. El soldado se quitó el pesado uniforme, se desnudó del todo y se metió en el azul vibrante del mar. El agua estaba limpia y templada, sin señal alguna de batalla, porque en las otras posiciones había ocurrido lo mismo y no había habido combates. Heinrich dio gracias a Dios por este desenlace y se vio ya en su Bamberg, coqueteando con sus clientas de allí.

No fue así, como lo cuento en esta imaginación mía. Hubo doscientas mil víctimas de ambos bandos, entre muertos y desaparecidos. Y lo peor, lo trágico, es que no hemos aprendido nada. ¡Descansen en paz por fin!

De la gloria, de los aplausos


Cuando el espacio para escribir es limitado, uno tiene que tirar a menudo por la calle de en medio y olvidar equilibrios y sutilezas. De Iradier, ya dije que tenía sus sombras. Barbieri habla de él con desdén y sorna: “Fue autor, plagiario y editor de canciones españolas que cantaba (dicen) con gracia. Hombre de gran historia y de poca vergüenza”. A mí me conmueve pensar en la última etapa de su vida, olvidado de casi todos, con graves problemas de la vista, refugiado en su país vasco, en donde sí le recordaban, agasajado por un antiguo y fiel discípulo, Antonio Ruiz de Landazábal. La paloma la escribió hacia 1863, dos años antes de morir, y tuvo un éxito enorme, que el autor no conoció. El destino puede ser cicatero.

Respecto a la gloria, me molesta que tantos científicos y estudiosos, forjadores del progreso de la humanidad, reciban menos aplausos en toda su vida que cualquier farandulero que haya descollado algún tiempo. Los aplausos derivan, según el zoólogo y etólogo inglés Desmond Morrris, de un gesto que existe entre los primates y que sirve para mostrar apoyo y solidaridad. Estos animales golpean repetidas veces el hombro del compañero para expresar esas emociones, de forma parecida a como los humanos nos golpeamos amistosamente la espalda. Estando alejados, el gesto se transformó en el choque de ambas manos. Plaudere en latín significa golpear, batir y también aplaudir.

Del Instituto Cardenal Cisneros de Madrid, donde cursé el Preuniversitario, se decía que tenía categoría de Universidad por la gran calidad de sus profesores. A uno de ellos, ya mayor, le aplaudíamos en clase, a lo que se oponía de manera inmediata, alegando que se levantaba polvo y el ruido era desagradable. Para otros, en cambio, es música celestial. Desde entonces he sentido rechazo hacia esa forma de demostrar la admiración. Me parece más elegante el alzar las manos y agitarlas suavemente, como parece que es habitual en las comunidades de sordos. En un teatro alemán, me tuvieron aplaudiendo quince minutos a una compañía de ballet y juré no ir más a algo así en ese país. En España aplaudimos menos, por indolencia natural y porque sabemos muy bien que, si quisiéramos, podríamos hacer lo que sea mucho mejor que la persona aplaudida.

Yo sabía que el profesor de instituto del que hablo tenía un hijo médico en su ciudad natal, una de la vieja Castilla. Una Semana Santa fuimos allí y una señora nos cedió amablemente unas sillas para ver la procesión. Por hablar de algo, le pregunté si conocía al médico en cuestión y me contestó como el rayo: “No lo he de conocer, si mató a mi marido”. No dije ya una palabra más.

Otro profesor era un personaje curioso y algo extravagante, inteligente y buen conocedor de la literatura española, Ernesto Giménez Caballero. Había sido uno de los fundadores de Falange y era levemente crítico con el Régimen. Lo mandaron de embajador a Paraguay y allí estuvo catorce años. El general de entonces las gastaba así. Al marchar, en un acto de despedida en el propio Instituto, presidido por el ministro de Educación, el profesor le dijo: “Ministro, ya sabes que te quiero, pero quiero mucho más a mis alumnos”. Cuando se oye algo así, a los quince años, eso no se olvida. ¡Dios mío, decirle eso, en su cara, a un señor ministro! En verdad, el mundo era sorprendente.

Vengo de una familia modesta y he tenido suerte. He vivido algún tiempo en un palacio italiano del XIV, hice el servicio militar en, comparado con otros campamentos, otro palacio (Milicia Aérea Universitaria), donde no era fácil entrar, he vivido en lo que parecía entonces la capital del mundo, he podido aprender algún idioma... Escribo esto para que lo sepan chicos jóvenes de extracción social parecida. Es una desventaja que no resulta imposible vencer y ni siquiera requiere un exagerado heroísmo. No me gusta que la gente presuma de pobre —ni de rica, ni de nada—, cuento simplemente la realidad. Y me encanta lo que dijo aquel paje, Florisel, del marqués de Bradomín, que ya cité más veces: “Al que sabe ser humilde, en todas partes le va bien”.

Mi humildad se hace añicos cuando topo con vanidosos y esnobs. Con ellos hasta soy capaz de engallarme, aunque luego me arrepienta y me sienta incómodo. Soporto mal, como tantos otros, la mala educación de algunas gentes.

5 de junio de 2014

De la gloria, su fugacidad, su injusticia


Lector, anuncié que iba a hablar de ciertos temas enjundiosos y no lo olvido y lo haré. Pero hoy quiero hablar de cosillas que pienso, poco importantes; en este contexto, hasta puede que cuente algo de mí. Y contestaré a un comentario reciente en este blog.

Esto último, lo primero. Me pregunta una lectora que cómo puede encontrar mis obras, esas que alguna vez menciono. Es muy fácil. Inmediatamente debajo de la foto de portada de este blog —un barco navegando en la sobretarde—, hay tres pestañas. La de la izquierda es la del propio blog; en medio está mi pagina de autor en Amazon, en donde están todos mis libros y se pueden comprar, si está de Dios; a la derecha, mi página de autor en el portal de la Complutense, con algún libro mío más, porque se incluyen los agotados, los no venales y los aún no publicados. En las dos páginas hay una somera descripción de estos libros (nunca de mis libros de medicina).

Y empiezo con mis cosas. Ya escribí que no soporto a los vanidosos, que me parecen también un poco tontos. Lo he sentido siempre así. En muchos casos, el propio mecanismo que lleva a la gloria está diseñado perversamente. Siempre pongo el ejemplo del tour de Francia. Después de tres o cuatro mil kilómetros de carrera, resulta que uno ha llegado un minuto antes y es el ganador. Bueno, alguien tiene que ganar… Pero no es para presumir demasiado, pienso yo. Sobre todo, si se tienen en cuenta los mil avatares del recorrido que han podido influir en el resultado. Y otras cosas. Imagina, lector, que el segundo de la clasificación es más guapo, o más listo, o más bondadoso, etc., que el primero. Yo preferiría entonces ser el segundo. O el tercero, o el cuarto… A qué viene entonces eso de presumir tanto por ser el primero.

La gloria, la fama, se le escamotea constantemente a mucha gente. Pienso en las canciones, las populares (con la música clásica no ocurre). En general, la mayor parte de ellas nos gustan por la canción en sí, más que por el cantante que las interpreta, aunque la labor de este no sea desdeñable en absoluto. Pues ocurre que, en muchísimos casos, se conoce muy bien a los cantantes y poco o nada a los compositores —cuando se trata de un cantautor, no existe este problema—.Pondré un ejemplo, de los innumerables. La habanera La paloma es una bella y famosísima canción, cantada por toda clase de intérpretes. ¿Sabe mucha gente que el autor fue Sebastián Iradier?

Resulta, además, que Iradier (1809-1865) fue un personaje célebre, cosmopolita, vividor, simpático, dandi, autor de muchas obras, que murió casi ignorado, vuelto a su país vasco natal. También tendría sus sombras, naturalmente, como todo el mundo. La paloma es de 1860. Y también es suya otra habanera, El arreglito, incluida en la ópera Carmen, de Georges Bizet—L’amour est un oiseau rebelle, porque este pensó que era una canción popular, sin autor. Lo que podría ser verdad, ya que Alfredo Kraus parece que dijo que pertenecía al folclore de Gran Canaria. Más a mi favor, al sustentar que mucha de la ‘gloria’ se escapa de sus legítimos acreedores, porque en lo popular también hay siempre un autor o autores. La letra de la habanera, en la ópera, tiene cierta gracia, pero pocos sabrán el nombre de los libretistas, Ludovic Halévy y Henri Meilhac. Los menciono a ambos en mis Apuntes de Literatura y del segundo digo que fue “grande, buen hombre, vividor y tan amante de las mujeres que se quedó soltero”.

La bohème (1966), otra bella y muy famosa canción, una de las nacidas, en los años sesenta, de la colaboración del compositor Jacques Plante y del propio Aznavour. Plante escribió también para Line Renaud, Yves Montand, Eddie Constantine, Pétula Clark, etc. ¿Mucha gente ha oído hablar de Jacques Plante? Injusto, ¿no?

Y, como ocurre siempre, ya van unas líneas y hay que parar. Quedan pendientes los temas que prometí, pero en la próxima entrada todavía seguiré hablando de estas pequeñeces que me han ocupado hoy. Espero que hayan distraído y hasta hayan hecho pensar un poco en estas livianezas que he escrito.

3 de junio de 2014

De los legos, los expertos y las 'weasel words'


En mi anterior entrada mostré un típico estudio de filólogo, representativo del quehacer de estos especialistas, y señalé el gran espacio de opinión que queda para los legos, los no expertos. Es una delimitación formal en la que insisto a veces y de la que ya hablé en mis Apuntes sobre Literatura. Tomo ahora un párrafo de esta obra mía:

“¿Hará falta, para juzgar sobre la belleza y perfección de un soneto, saber que Pietro della Vigna (Petrus de Vineis, 1190-1249) pasa por ser el inventor de esta fórmula poética, y que fue muy probablemente Mellin de Saint-Gelais (1491-1558), médico, astrologo, poeta y músico, quien la llevó a Francia desde Italia, en donde había vivido? ¿O que fueron Garcilaso y Boscán los encargados de introducirla en España?

Cito a Della Vigna y no tengo más remedio que hablar algo de este desgraciado personaje. Obtuvo del emperador Federico II, del Sacro Imperio Romano Germánico, todos los honores y la más absoluta confianza. Negoció en su nombre en Roma, con el mismo Papa, en Padua, en Inglaterra, etc. Sin embargo, en el año 1249 algunos miembros de la corte trataron de envenenar a Federico y este le creyó uno de los instigadores o cómplices. Fue llevado a prisión en la ciudad de Pisa y allí le arrancaron los ojos. Hablé hace poco en este blog de la crueldad y violencia infinitas de los seres humanos.

Cuando, después de un año en la cárcel, el emperador lo visitó, Pietro se arrojó a sus pies, implorando su perdón o su piedad. No lo consiguió y entonces se lanzó de cabeza contra el suelo y logró romperse el cráneo y escapar así de aquel infierno. A pesar de este trágico destino, el Dante, en el Canto XIII su Divina Comedia, lo lleva de nuevo a él —hay muchos infiernos, desgraciadamente— y le hace aparecer entre los condenados, en el Bosque de los suicidas. Algunos han pretendido, sin fundamento seguramente, que Della Vigna y el emperador fueron autores del herético y famoso tratado De tribus impostoribus (De los tres impostores). Esa es otra historia.

Sigo diciendo en mis Apuntes: “Tener una idea de conjunto de la historia de la literatura, de las infinitas influencias mutuas, es de gran interés e importancia para juzgar una obra. Pero también lo es el análisis individualizado y estricto de la misma, atendiendo sólo a sus peculiaridades y méritos propios. Porque se puede enjuiciar un trabajo literario sin saber los nombres de los lakistas o de los integrantes de las diferentes Pleiades que ha habido a lo largo de la historia o del grupo Bloomsbury, etc. O las distintas posturas, a veces muy extremadas y rígidas, de ciertos críticos o literatos, como Boileau, Gottsched, Bodmer, La Motte, La Chaussée, por referirme sólo a los más conocidos. O si Lomonósov debe ser considerado el padre de la literatura rusa o no. O si Ossian existió realmente o todo fue una invención de James Macpherson. Muchas de estas cuestiones pueden hasta resultar un poco pueriles y no aportan datos de gran relevancia a la hora de analizar una obra concreta”.

Lo que importa siempre es el estudio honesto de cada caso, sin recurrir a lo que en inglés se designa como weasel words (palabras de comadreja). Son expresiones que hacen suponer unos conocimientos o evidencias que no se tienen —el nombre viene de la errónea creencia de que las comadrejas pueden sorber huevos sin romper su cáscara, dejándola vacía, y el origen podría estar en Shakespeare, en Henry V y en As you like it—. Se incluyen aquí fórmulas retóricas, vacías como esas cáscaras de huevo: ‘la inmensa mayoría de los autores’ o ‘es de sobra sabido’ o ‘para mí, no hay duda’, etc., que dan a entender la veracidad de lo que sigue en el discurso, basándose en una autoridad vaga e inexistente. Lector, hay autores, hasta famosos, que prodigan estas inconsecuencias. Cuando uno de ellos, cuyo nombre silencio, empieza con “en mi opinión, es seguro que”, ya sé que va a decir lo que le venga en gana. Conste que se puede decir “en mi opinión…”, si se añade enseguida, “aunque no existe evidencia alguna”… Si no la hay, claro.

2 de junio de 2014

¡Viva la bagatela! (final)


Quedé en hablar sobre el modo en que un poeta, filólogo y ensayista, Pablo Cabañas, enfoca el estudio de la expresión ¡Viva la bagatela! Es un abordaje muy distinto al de un lector sin más, pero que —y este es el motivo por el que traigo el tema aquí— deja a este un margen para opinar y expresar sus puntos de vista.

El filólogo empieza haciendo alguna reflexión sobre la generación española del 98 y enseguida entra en la materia, afirmando que la expresión citada aparece en tres de los más brillantes escritores de la época: Valle-Inclán, Baroja y Azorín. Y va contando las ocasiones en que esto ocurre.

De Valle cita el pasaje de Sonata de invierno, que ya mostré yo en mi entrada anterior. Añade luego que dicha expresión también aparece en otra obra suya, Luces de bohemia, cuando don Latino de Hispalis y otros jóvenes modernistas acuden a la redacción del periódico El popular y allí el redactor jefe, don Filiberto, les increpa: “Hay alguno de ustedes, de los que ustedes llaman maestros, que se atreve a gritar ‘Viva la bagatela’. ¡Y eso no en el café, no en la tertulia de amigos, sino en la tribuna de la Docta Casa! ¡No puede ser, caballeros! Ustedes no creen en nada: son iconoclastas y son cínicos”. La Docta Casa es el Ateneo, aclaro.

En El mayorazgo de Labraz, de Pío Baroja, obra de 1903 y dos años anterior a Sonata de invierno, uno de los personajes, don Ramiro, pregunta a un inglés, Samuel Bothwell, que si es un estoico, a lo que este responde: “Mis ideas filosóficas y sociales se compendian en este grito de Swift, ¡Viva la bagatela!”. En sus Memorias, don Pío aclara que la frase no la tomó de Valle y defiende su primogenitura: “Yo fui el primero en exhumar ese grito del abate Swift”.  Aunque luego afirma: “Actualmente yo no tengo la seguridad de si este grito de un escéptico, que leí en una crestomatía inglesa, estaba atribuido al abate Swift o a Sterne, que también era abate y también irlandés”. Y vuelve a citar la frase otra vez en sus Memorias, en el prólogo de Bagatelas de otoño.

Ramón Gómez de la Serna, en su biografía de Azorín, documenta también la expresión, al insertar unas palabras que el primero pronunció en un homenaje al segundo, el 26 de junio de 1930: “Siempre hay cosas nuevas que decir sobre la vida de este escritor, que es un verdadero literato; libre desde que entró en aquel café solitario de su juventud y pidiendo una copa de aguardiente, exclamó: ¡Viva la bagatela!”.

Para Cabañas, el padre español de la expresión es, sin duda, Azorín. Un artículo suyo, Curso abreviado de pequeña filosofía es una glosa de la misma y se inicia y termina con el grito tantas veces mencionado, verdadero hilo conductor del artículo. De Azorín pasaría a Baroja y de este a Valle. No es casual que se produzca esta especie de eslogan, este motto, entre los escritores del 98. Al fin y al cabo resume una renuncia, una desilusión, un escepticismo, tan justificado y extendido entre los miembros de esa generación. Y termino aquí para no hacer más enfadosa la relación.

Como se ve, todo esto es el resultado de una rigurosa investigación de textos, con un propósito definido y las pertinentes conclusiones. Es el trabajo de un especialista, de un experto. Que deja abierto, sin embargo, y es lo que me interesa subrayar otra vez, un amplio campo de meditación para el profano, que puede juzgar sobre la inserción de la expresión en un determinado texto, sin necesidad de conocer todos estos detalles.

Expresión, por cierto, que no procede de Jonathan Swift, sino de Laurence Sterne (1713-1768), el autor de la excelentísima Vida y opiniones de Tristram Shandy. Aunque de otra obra suya, A sentimental journey through France and Italy; concretamente, de una carta de la misma, de la que tomo un fragmento. El texto está en francés y así lo transcribo: L’amour n'est rien sans sentiment. Et le sentiment est encore moins sans amour. […] En attendant, ¡Vive l’amour et vive la bagatelle!

1 de junio de 2014

¡Viva la bagatela!


En mi entrada anterior pedía que se perdiera el excesivo respeto a los críticos. Esto hay que entenderlo bien. Cuando leo algunas ediciones anotadas y comentadas de obras literarias y compruebo el ingente trabajo que suponen, mi aprecio del crítico es inmediato. Sin embargo, no todos los críticos son iguales y, sobre todo, queda siempre un amplio reducto donde el profano, sin recurrir a estudios o investigaciones, guiándose sólo por su sensibilidad y su experiencia, tiene derecho a opinar. Me referiré, por citar un caso, al grito, bastante literario, de ¡Viva la bagatela!

El DRAE define la bagatela como “cosa de poca sustancia y valor”. Según esta definición, la expresión “¡Viva la bagatela!” sería una apoteosis de lo insustancial, de lo nimio, de lo poco valioso. Se podría decir que es una proclama desdeñosa, anarquista e iconoclasta. Si se la encuentra en una obra literaria, cualquier lector puede juzgar de su trascendencia, de cómo encaja en el texto, de cómo evidencia el carácter del personaje que la pronuncia, de qué sentido tiene en la situación, de su pertinencia o no. Para eso, no hace falta una formación determinada o conocimientos especiales.

He encontrado esta expresión en Valle-Inclán y en algún otro autor. En Valle, en su Sonata de invierno, cuando el ya viejo Bradomín interrumpe al obispo, con palabras que hace tiempo suscribí en mi corazón: “Yo no aspiro a enseñar, sino a divertir. Toda mi doctrina está en una sola frase ¡Viva la bagatela! Para mí haber aprendido a sonreír es la mayor conquista de la humanidad”. Aunque se la puede oír en la conversación corriente, a mí me parece bastante literaria. En una novela corta mía  —Desaparición en el túnel, en la que se narra la misteriosa y sorprendente aventura de un médico de Úbeda— la utilizo, no como grito, sino como descripción, en un párrafo que me atrevo a copiar, porque es una muestra de esa prosa algo cargada y barroca, con palabras no de uso común, que, con la debida contención, me gusta que aparezca de vez en cuando en un texto literario:

“Todo se había trastrocado. La ciudad se había convertido en un inmenso zoco en el que se intercambiaban sin tregua los discursos, los dineros, los augurios, las esperanzas, los engaños y las placenterías. Apenas hubo, sin embargo, jaleos, peleas o trifulcas. Se vivía la bagatela, se actuaba al desgaire, se alimentaba sin descanso la farsa, reinaba imparable la albórbola y resucitaban en el alma de cada uno los más olvidados y reprimidos ensueños. La luna brillaba en un cielo sin nubes y su fulgor encandecía a las criaturas. Parecía como si la flauta del dios Pan sonara por todas partes, enloqueciendo a las gentes. Las mujeres, núbiles y casadas, alindaban sus figuras, vestían sus mejores galas y enmelaban su trato, como presintiendo o anticipando dulces y escondidos romances habitualmente imposibles; deslumbrantes aventuras que, por la naturaleza de la situación, se entendía que habrían de ser forzosamente efímeras, lo que no las hacía menos deseables. Los hombres, los de la ciudad y los forasteros, donjuaneaban incansables, en busca de amores nuevos, persiguiendo ilusiones pretéritas, que habían parecido dormidas por mucho tiempo. Las calles se poblaron de noctívagos, porque ninguno quería quedarse encerrado en la casa y perderse así el raro e inusitado espectáculo”.

Frente a ese empleo espontáneo de la expresión —el lector juzgará luego si es apropiada, si el párrafo es consistente, eufónico—, un crítico, en otro nivel, puede rastrear su presencia en diversos autores, investigar su origen prístino, su transmisión sucesiva, etc. Es el caso de un estudio sobre este tema, de un poeta y filólogo madrileño, Pablo Cabañas, que me gustará comentar un poco. Pero tendrá que ser en otra entrada, la próxima, que esta se ha hecho ya suficientemente larga.

Al César lo que es del César. El crítico expone sus sesudas investigaciones y el lector opina libremente, dentro del terreno de lo que es opinable.