5 de marzo de 2015

Sobre los idiomas, sus dificultades, su olvido (fin)


Palabras clave (key words): Joaquín Vallvé, invasión de Al-Andalus, Estoria de España.  

Mi conocimiento del profesor Vallvé era superficial. Ha sido ahora, hurgando en su biografía, cuando he descubierto sus interesantes estudios, alguno hasta sorprendente. En mi recuerdo era un compañero más del Colegio Mayor, de edad inconcreta, aunque, pensándolo bien, tenía que ser un tanto mayor que yo. Y lo era; nació en el 1929, en Tetuán, estudió Semíticas en Granada e hizo su doctorado en Madrid, donde fue luego catedrático de Árabe, desde 1973 hasta su jubilación. Elegido miembro de la Real Academia de la Historia, leyó su discurso de ingreso en 1989. Murió en el 2011.

Fue precisamente en ese discurso donde expuso sus ideas más controvertidas, haciendo ver que algunos de los topónimos citados en fuentes árabes sobre la invasión de España, podrían corresponder a lugares de la región de Murcia. Al-buhaira sería el Mar Menor o incluso la laguna o albufera que rodea Cartagena por el noroeste. Y el Wadi-l-Tin, sería el río Guadalentín o Sangonera. En fin, Qartachana se referiría a la propia ciudad de Cartagena, no a la Carteya de la bahía de Algeciras.

Para Vallvé, el nombre Al-Andalus, que aparece ya en la poesía árabe preislámica, no derivaría del de los vándalos, que cruzaron la península hacia África en el año 429. Tras el análisis de diversas fuentes, grecolatinas, árabes y romances, sostiene que el nombre Al-Andalus vendría de la Atlántida, la isla del mito platónico, que pervivió en muchos autores griegos y latinos.

Hay que leer con cuidado su tesis sobre la invasión de la península por los árabes, de cronología muy confusa. Se dice que Musa ben Nusayr envió a Tarif a España y que desembarcó con cuatro barcos, cuatrocientos hombres y cien caballos. Sin embargo, hace notar Vallvé, los textos árabes norteafricanos u orientales no lo mencionan y un autor hispanoárabe apunta que el nombre de Tarifa deriva, mucho más tarde, de un hereje llamado Tarif. Musa envió después a su lugarteniente Tárik, con 1700, 7000 o 12000 hombres, según los cronistas, en la primavera del 711. Las fuentes no están de acuerdo en la cifra de combatientes, los tiempos, lugar de desembarco, itinerario, etc. Parece que los asaltantes llegaron en varias oleadas, lo que dio tiempo al rey Rodrigo, que luchaba contra los vascos, a organizar un ejército e intentar la resistencia.

Tárik, tras una gran victoria en Écija, se dirigió a Córdoba y después a las coras de Rayya, Ilbira y Tudmir (Málaga, Granada y Murcia). Vallvé piensa que el camino habría sido el inverso, lo que replantearía el mapa de la invasión. Conviene hacer constar  que, en la Estoria de España, que ordenó compilar Alfonso X, no queda claro el lugar de la batalla final. Voy al texto de la Primera Crónica General, de Menéndez Pidal, 1906: El rey Rodrigo quando lo sopo, ayunto todos los godos que con ell eran; et fue mucho atreuudamientre contra ellos, et fallolos en el rio que dizen Guadalet, que es acerca de la cibdad de Assidonna, la que agora dizen Xerez. E los cristianos estauan aquend el rio et los moros allende, pero algunos dizen que fue esta batalla en el campo de Sangonera, que es entre Murcia et Lorca. Esto último es lo que apunta Vallvé. En el encabezamiento de este texto en la obra, leo: De cómo los moros entraron en Espanna la tercera uez et de cómo fue perdudo el rey Rodrigo. Lector, tras enterarte de esto, puedes decir cáspita u otra palabra de más calado.

Todos estos detalles hicieron pensar a nuestro arabista que el desembarco de los árabes en la península pudo tener lugar en las costas murcianas y que la primera ciudad conquistada fue Cartagena. Esto no quiere decir que no hubiera llegadas anteriores. O sea, la duda es sobre la lucha última y definitiva entre los invasores y el rey Rodrigo. Los textos de Estoria de España, como los de la General Estoria, están llenos de ambigüedades. Gonzalo Fernández de Oviedo, el ilustre militar y cronista del siglo XVI, escribió, refiriéndose a la última: En todas las que andan por España (al menos las que yo he visto), no hallo una que conforme con otra, e en muchas cosas son diferentes.

3 de marzo de 2015

Sobre los idiomas, sus dificultades, su olvido (II)


Palabras clave (key words): Asín y Palacios, letras árabes, deseos imposibles de viejos.

Lo de mis estudios de árabe parece increíble y tengo que contarlo un poco mejor. No pude jamás asistir a las clases en la facultad, porque trabajaba ya en mi hospital, y no sé cómo se desarrollaban. No sé si se leía algo en árabe, si los alumnos se iniciaban en la conversación, etc. En el examen, se trataba sólo de traducir uno de los textos que integran la última parte del libro Crestomatía de árabe literal, del insigne arabista Miguel Asín y Palacios. La obra consta también de una primera parte de gramática y de un reducido diccionario en el que figuran todas las palabras que aparecen en los textos finales, lo que facilita la traducción de los mismos.

La dificultad de los exámenes era, pues, razonable. Y luego estaba aquella joven, licenciada o doctora en árabe, cuyas clases particulares me recomendaron los expertos, para aprobar la asignatura, dedicándole uno o dos meses. No pertenecía al claustro, pero la conocían en toda la facultad. No escribiría aquí su nombre y tampoco lo recuerdo. En clase, por la tarde, en su casa, éramos unos seis o siete alumnos, todos con el mismo propósito: pasar el examen de una lengua no fácil, de la que ignorábamos todo.

Al principio ni sabíamos los nombres de las letras. La segunda letra del abecedario árabe, Ba ͗, cuando va aislada o al final de palabra se escribe y no era infrecuente referirse a ella como ‘la barquita con el punto debajo’. Lector, para hacer este alarde de conocimientos he tenido que valerme del libro de Asín, que conservo, porque todo esto lo tengo olvidado con desmesura, como ya afirmé. Bueno, pues con algún empeño nuestro y la rara y portentosa habilidad de aquella buena mujer, bastantes de los discípulos congregados en sus clases lográbamos pasar el examen; hasta con nota. Refiero estos detalles para hacer verosímil mi relato; espero haberlo conseguido.

Con esta base tan inestable no es de extrañar que haya olvidado mi árabe. Aun así, me sorprende la magnitud del desastre, el derrumbe tan total de aquel pobre armazón que pude construir en algún tiempo. En ninguna otra área del conocimiento me ha sucedido algo parecido. De hecho, hasta existe la vaga creencia popular de que ciertas cosas no se olvidan nunca, o se conservan en buena parte, o son fáciles de recordar de nuevo. Quizá las hay, como montar en bicicleta, patinar… No el árabe, no el mío.

Escribiendo esta entrada he querido revivir aquella historia, aquel trozo de mi vida. Esto es algo que ocurre frecuentemente cuando se tienen ya unos años: el deseo, a veces repentino e imperioso, de reconstruir un determinado escenario del pasado. Daría cualquier cosa por saber el nombre de la joven arabista, dotada por el buen Dios para hacer que sus alumnos aprobaran árabe, quizá con la ayuda directa en el examen del mismo Dios que le dio a ella el don. Y he querido saber de mi amigo, mi profesor de árabe, para tratar quizá de verle y contarle que se equivocó conmigo cuando me aprobó, que debiera haber previsto que cincuenta años más tarde yo no sabría una palabra de árabe, que lo engañé sin querer —no, no, queriendo— y, en fin, para charlar un rato.

 He mirado, claro, en Internet. Y como ya me ha ocurrido algunas veces en trances parecidos, me aguardaba el desastre, la noticia pésima, la tristeza. Joaquín Vallvé Bermejo, de quien no sabía nada desde los tiempos del Colegio Mayor, no podrá ya nunca reunirse conmigo. No es la primera vez, ya digo, y siempre me deja el mismo amargor. Porque veo que me descuidé mucho, que debería haber gestionado antes el reencuentro. Que la vida había pasado ya y demasiadas cosas no tenían remedio. Me gustaría decir algo de él póstumamente y lo haré en otra entrada, si no os parece mal.

(continuará)

1 de marzo de 2015

Sobre los idiomas, sus dificultades, su olvido (I)


Palabras clave (key words): Unamuno, García Lorca, idioma árabe, Joaquín Vallvé.

He escrito cuatro entradas sobre dos cocineros de los siglos XIV-XV. Y todo, en el fondo, porque quise saber si Jean de Belleville, uno de ellos, ‘ofició como cocinero’ —la reverente expresión no me parece desajustada, hoy día— en un banquete que se celebró el 14 de febrero de 1416, en Chambéry, de Francia. Alguien podría pensar, y yo mismo, que estoy perdiendo el oremus, que se me fue la cabeza. Por si acaso, cambiaré de rumbo y contaré ahora algo de mi vida. Lo hago con reluctancia, pero el asunto me parece medio divertido y me permitirá alguna elucubración.

Me resisto a hablar directamente de mí. Otra cosa es lo que se trasluzca en mis escritos, que eso resulta inevitable. Me ha llevado a vencer esta discreción mía, el haber encontrado coincidencias entre mi caso y lo ocurrido con Don Miguel de Unamuno y García Lorca. Que parentescos me busco, ¿verdad? Bueno, me explico enseguida.

Don Miguel, en el prólogo a la tercera edición de su interesante, e insistente, Vida de Don Quijote y Sancho —todo lo que roza al Quijote está mágicamente destinado a encandilar y pervivir—, escribió: “He olvidado todo el poquísimo árabe que me enseñó el señor Codera en la Universidad de Madrid, ¡y me dio el premio en la asignatura!”. Francisco Codera Zaidín fue un filólogo, arabista y erudito español, que desempeñó la cátedra de griego en Granada, hebreo en Zaragoza y árabe en Madrid. Fue sobre todo arabista y entendidísimo en arqueología numismática.

Pero, querido Don Miguel, ¿cómo pudo usted olvidar todo el árabe que aprendió? Es que hay cosas que no se entienden. Federico García Lorca no tuvo quizá ni ocasión de olvidar, porque seguramente aprendió mucho menos que Don Miguel. Mi deducción se basa en que ni siquiera se presentó a examen, aunque se había matriculado, según leo en la excelente y minuciosa biografía de Ian Gibson.

¿Y qué me pasó a mí? Pues que, por haber hecho el bachillerato de Ciencias, no estudié griego y por ello, al llegar a la facultad de Filosofía, me decidí por el árabe. Simultaneé los estudios con los de medicina, pero el árabe no pude y lo fui dejando. Me examiné en junio del 63, ya con mi carrera de médico terminada y con deberes profesionales. Y, lo que son los milagros, fui capaz de traducir los textos que nos dieron y obtuve Sobresaliente en el primer curso y Notable en el segundo, que los hice a la vez. ¿Y por qué cuento esto? Para presumir, ¿no? ¿Y que tiene esto de medio divertido?

Un momento, lector, dame un respiro. Lo que quiero hacer constar es que, como Don Miguel, he olvidado todo, absolutamente todo, mi árabe y sé muy bien que eso ya no podré enmendarlo. Lo que me lleva a hacer algunas consideraciones, sobre los idiomas y el saber en general, que dejaré para otra entrada. Lo de medio divertido viene de que, en los meses anteriores al examen, comía casi todos los días con el profesor de la Complutense que me tenía que examinar, Joaquín Vallvé Bermejo, en el Colegio Mayor Menéndez Pelayo, en el que estábamos ambos. Al aproximarse la fecha fatídica, las bromas y la rechifla de los colegiales —unos cuarenta— eran continuas, rogando todos al profesor Vallvé que se apiadara de mí y sacándome los colores continuamente. Luego, cuando aprobé con buenas notas, Joaquín defendió siempre que había sido justo al calificarme. Y yo creo, sinceramente, que lo fue y perdón por la inmodestia.

¿Pero cómo se puede olvidar tan completa e irremediablemente lo que se aprende? No recuerdo ni siquiera el vocabulario, sólo las tres primeras letras, y no identifico las figuras de las mismas. ¡Qué desengaño, qué inmensa tristeza! Es la ignorancia la que no ocupa lugar; el saber sí. Y además exige trabajar sobre él para no agostarse y acabar en la nada.

(continuará)