8 de marzo de 2014

Bradamante, Mainet y la Galiana


Amigos míos, acercaos otra vez, para que termine la historia del pobre rey moro Bradamante. Ya expliqué que la bella, puede que algo caprichosa, Galiana, de quien estaba enamorada era del joven rey franco Carlomagno, que estaba entonces en Toledo, de incógnito. Según Menéndez Pidal, hay tres leyendas sobre las mocedades de este rey, una de las cuales, la de Mainet —el falso nombre del rey—, se forjó en esa ciudad y está llena de tradiciones, recuerdos y lugares de allí. Se trata de un poema del siglo XII, escrito en francés por alguno de los franceses que vivían en Toledo; tan numerosos que los fueros de la ciudad los mencionan como el tercer componente de la población: “Castellanos, Mozárabes atque Francos”. Existen relatos análogos en otras literaturas medievales (francesa, franco-italiana, alemana, etc.) con las naturales variantes. En la versión española, del siglo XIII (Primera Crónica General), Mainet llega a Toledo desterrado, huyendo de su padre, el rey Pipino, por haberse rebelado frente a su autoridad. En otras versiones, huye de sus hermanos bastardos, Rainfroi y Heudri.

El joven Carlos llegó a Toledo acompañado de su ayo Morante y otros nobles franceses, siendo recibido por el rey moro Galafre, padre de Galiana, al cual sirve en guerras. Al morir Pipino, Mainet vuelve a su tierra, recibe el reino de Francia y regresa a Toledo. Se casa con la princesa Galiana y se la lleva a Francia, en donde la corona como reina. Alguna versión cuenta el asunto de manera distinta: “aviendo salido un día Galiana a holgarse a los palacios de la Huerta del Rey, donde se solía ir a bañar, la hurtó Carlos, y por la senda que llaman Galiana —resto de la vía romana que por Zaragoza llegaba a las Galias— se la llevó a Francia y se casó con ella en Burdeos”. ¿Qué más da que se casara en Toledo o Burdeos? El caso es que se casó, que cumplió. Aunque luego se casó con otras, cumplió con otras. La vida es así. ¿Cómo le habrían ido las cosas a la Galiana si se  hubiera casado con Bradamante? No se sabe.

Carlomagno no sólo le quitó la novia al moro Bradamante, sino que además lo mató, lo que ya me parece excesivo. Porque lo primero se olvida con el tiempo y hasta hay casos en los que la gente se alegra, después, de no haber conseguido la dama. El que pierde a una mujer no sabe lo que gana, se dicen, y a lo mejor llevan razón. Pero lo segundo no tiene solución y no deja oportunidad para ninguna reflexión posterior. ¿Y dónde ocurrió este combate? En Val Salmorial, junto a Toledo. Pedro de Alcocer escribió: “Carlos hizo armas con Bradamante en el lugar que agora llaman Balsalmorial, dos leguas y media desta cibdad”. El francés se apoderó de la famosa espada Durandarte, que era del vencido, y luego se la pasó a su sobrino Roldán. Ahora la espada está en el lago de Carucedo, en el Bierzo, como se sabe perfectamente.

A mediados del siglo XIX, algunos críticos literarios encontraron similitudes entre el destierro de Carlomagno en Toledo y el de Alfonso VI el Bravo en la misma ciudad y aventuraron que el juglar del Mainet pudo fantasear un poco para su poema con los amores de Alfonso y la bellísima Zaida que, históricamente, son casi cuatrocientos años posteriores —pero anteriores a la redacción del Mainet—. Las relaciones de estos dos últimos no son nada parecidas a las de Mainet y la Galiana, pero me hacen recordar el tiempo del rey poeta de Sevilla Al-Mútamid, su amada Rumaykiya y el visir Ben Ammar. Lo que provoca uno de esos tajantes, impertinentes, consejos míos. Lector, deja este blog, deja todo lo que estés haciendo, vete a la librería más cercana y compra la novela histórica Ben Ammar de Sevilla, de Claudio Sánchez-Albornoz; el número 1502 de la incomparable Colección Austral. Dejo para otro día el contarte algo de esta nueva historia.

7 de marzo de 2014

Encontrado el antiguo túnel de Bradamante


En mi última entrada contaba yo de un amor trágico, que terminó en la muerte de una joven, Marga, de veinticuatro años. Ahora, si os acercáis, os hablaré —adopto el tono apropiado para contar historias— de otro amor triste, no correspondido, en el que la víctima fue un hombre. En esto del amor, las derrotas andan repartidas y unas veces los perdedores son hombres y otras mujeres. No me refiero a los hechos violentos que, vergonzosamente, tienen casi siempre a los hombres como cobardes ejecutores.

El rey  de Toledo, Galafre, era hijo de un reyezuelo de África, Alcamán, y de la condesa Faldrina, viuda del conde don Julián. Dejo las genealogías, porque no acabaríamos nunca. Reinaba allí hace muchos, muchos años, como unos mil trescientos, y por sus buenas prendas era respetado y querido por todos, tanto los de su nación como los mozárabes. Tenía una hija, bienplaciente más allá de cuanto podáis imaginar. Se llamaba Galiana y le llovían los pretendientes, que no sabía ya qué hacer. Su padre veía sólo por sus ojos y construyó para ella varios suntuosos palacios en un campo que hay a orillas del Tajo, como a un kilómetro de la ciudad, en la llamada Huerta del Rey. En uno de ellos había dos albercas que se henchían y vaciaban con exacta progresión en veintinueve días, según el creciente o menguante de la luna. Cuando el agua estaba alta surtía el palacio que el rey tenía dentro de la ciudad.

Para que lo sepáis, esos palacios estaban cerca de la torre desde la que el rey Rodrigo, oculto tras una cortina, veía a Florinda, bañándose en el río con otras jóvenes, midiéndose todas las piernas para ver quien las tenía más largas y mejor formadas. Si Florinda hubiera tenido la pantorrilla fea o la rodilla mal moldeada, los árabes no habrían invadido España. Pero por desgracia, Florinda tenía el pie pequeño y la pierna más bonita y más blanca del mundo, como todo el mundo reconoce, los que la vieron y los que la soñaron. Amigos, si no veis esa pierna ahora, no nos entenderemos bien. ¿Y cómo sería la pierna de la Galiana?, me pregunto yo.

Uno de los enamoradísimos de Galiana, el más constante, era un gigantesco moro, régulo de Guadalajara, de nombre terrible, Bradamante, que no era nada correspondido. Estas cosas pasan. Pero Bradamente era porfiado y a pesar de los desaires viajó muchas veces desde su reino a Toledo, sólo para ir a ver a la hermosa y tratar de ablandarla. Su deseo de verla y hablarle eran tan grandes que hizo construir un camino secreto entre las dos ciudades para transitarlo rápidamente, él solo con su escolta. Cristóbal Lozano lo recoge puntualmente: “costábale su buen rato de trabajo hablarla y verla, por lo que desde Guadalajara hasta Toledo abrió camino oculto, por donde de rebozo y de secreto venía a ver y hablar a la idolatrada hermosura.

Teófilo Gautier, en su Viaje a España, demostró, más allá de toda duda razonable, que este camino era subterráneo. De estos caminos secretos, sabidos por muy pocos, había muchos en aquellos siglos. Gerardo del Rosellón, par de Carlomagno —que tenía un palomar y una flauta, según atestiguan las historias—, era el único que conocía un atajo que va de Roma a París y lo hacía en tres horas, sin ayudarse de nadie.

He tenido la inmensa fortuna de encontrar parte del famoso túnel, del que os mando una foto. No se lo digáis a nadie. Estudiando las coordenadas geográficas de las dos ciudades, he calculado la orientación  que habría de tener el túnel y coincide exactamente con la del tramo hallado. Está enteramente cubierto, aunque no se puede decir que sea propiamente subterráneo. El suelo es de tierra, muy bien nivelado y embellecido por el césped. Es bellísimo, recatado, umbroso, lleno de adornos vegetales dispuestos de la manera más graciosa, con alternancia de vistosos colores, y está vallado con una celosía que llega hasta el techo y deja entrar una luz muy matizada y suave.

Como hecho por alguien que constantemente albergara la ilusión de traerse de vuelta —alguna vez, cuando Alah quisiera— a la persona amada. No se hace un túnel así para transitarlo sin más. Hasta se ve a la derecha un cómodo banco para descansar. No yendo hacia Toledo, a ver a la Galiana, que en esa dirección Bradamante iba siempre corriendo como loco, sino para ese feliz retorno soñado a su Guadalajara, con la bella ya seducida, que el moro tuvo que imaginar mil veces, y en el que tendría pensado actuar con la más extremada galantería, sin que se le notaran prisas excesivas por la posesión total, que no quedan bien, ni con la mujer ya entregada. Todo tiene sus ritmos y sus prudentes esperas y también tiene su gracia un comedido retardo.

 En fin, os digo que este moro estaba en todo y era un encanto y a lo mejor la Galiana era muy guapa, pero un poco creída o no sabía discernir. Porque os contaré ahora que, entre tantos perseguidores, había uno que sí le gustaba a Galiana, como suele suceder en estos casos, a pesar de no haber construido ningún túnel. Era el mismísimo Carlomagno, que vivía entonces en Toledo de incógnito, huésped del rey y bajo el nombre de Mainet. El bueno de Bradamante acabó de mala manera, ya lo insinué, precisamente a sus manos. Pero todo esto os lo tendré que contar otro día, en otro momento, para no eternizarme aquí. Cuelgo una foto de uno de los palacios de Galiana.


 
 

3 de marzo de 2014

Margarita Gil Roësset (Marga)


No se suele uno emocionar al redactar una entrada de un blog, como es lógico. Y hoy, sin embargo, escribo atenazado por cierta emoción, temeroso de adentrarme en un territorio íntimo y secreto que quizá debiera estarme vedado. Lo hago por lo que escribo todo en este blog, y espero que me valga de justificación: revelar algo a algún lector. Algo interesante, algo digno de ser conocido; en este caso, algo también tristísimo y trágico. Que permaneció oculto casi setenta años. Que se publicó hace ya diecisiete.

Me refiero al suicidio por amor de una mujer muy joven, de veinticuatro años. Se llamaba Margarita Gil Roësset, Marga, y se había enamorado un par de años antes, sin remedio, sin esperanza, del poeta Juan Ramón Jiménez. Ya hay mucha gente que lo sabe. Lo supieron muy pocos hasta el siete de febrero de 1997, cuando Blanca Berasátegui publicó la historia, una real scoop, en el ‘cultural’ de ABC.

Se da también la circunstancia —no sé por qué, turbadora— de que hoy es el día de nacimiento de Marga. Nació en Madrid, el 3 de marzo de 1908. Murió el 28 de julio de 1932, en un pequeño chalet de Las Rozas, de un tiro en la cabeza. No escribiré mucho más; quiero que sea ella la que hable: en la carta que dejó a Zenobia, en algún fragmento de su diario. No se trataba de una joven enamorada sin más. Era una artista, escultora y dibujante, relativamente granada, a pesar de su juventud. Había empezado de niña. Con doce años ilustró un cuento de su hermana Consuelo, El niño de oro, y un año después otro, también de Consuelo, en francés, Rose des bois. Por entonces había comenzado ya a esculpir. Lector, estas informaciones están en donde está todo, en la red. Copio parte de la carta a Zenobia, tal como la veo escrita:

Zenobita… vas a perdonarme… ¡Me he enamorado de Juan Ramón! Y aunque querer… y enamorarte es algo que te ocurre porque sí, sin tener tú la culpa […] le he dicho … que le quiero… y le he pedido que se case conmigo…¡estaré loca!... pero como él… te quiere… ¡te quiere!... pues me ha dicho.., que no… que nunca… perdóname… porque si me hubiera dicho que sí… ay… a pesar de que la idea de amistad es para mí sagrada…y tú eres mi amiga… y de verdad te quiero mucho… […] habría pasado por todo […] Creo mucho mejor matarme ya… que sin él no puedo… y con él no puedo.

En su diario, que dejó en la casa del poeta el mismo día del suicidio —este no lo leyó hasta después—, Marga había escrito dos días antes: Qué dulce es el amanecer del día último… se te adentra en el alma por los ojos… manos … boca… parece que soy yo la que amanezco, azul y nueva. Y la víspera del luctuoso día: Noche última… que querría… tanto a tu lado… y estoy sola… sola!... no… estoy contigo.

Hoy, hace más de cien años, nacía en Madrid un criatura destinada a sufrir; como tantas otras, más que otras. La Muerte no sólo pone huevos en las heridas terribles, los pone a veces en la misma cuna de los recién nacidos. Me conmueve esta historia como si hubiera ocurrido ayer; por eso la traigo aquí. También tengo que decir que, con mis años, con lo que uno ha vivido y visto, si me encontrara alguna joven Marga, le diría, con la más absoluta convicción, que es insensato matarse por amor; que el amor es infinitamente más breve que la muerte. Que me hiciera caso, es otra historia.