9 de noviembre de 2017

Para Mary Cordero, in memoriam

Interrumpí hace ya meses este blog porque había alcanzado una extensión excesiva, muy alejada de mis propósitos. Escribo hoy una entrada excepcional, dedicada a una muy querida amiga, también muy singular, que acaba de dejarnos.

La indomable Muerte se llevó a Mary Cordero; era de las gentes de mi pueblo, Úbeda, que conozco desde niño. El hecho me ha cogido desprevenido y vulnerable. La Muerte puede caminar a hurtadillas, lo sé muy bien. Pero la conseja no parecía aplicable a ella, que gozaba de una iluminada vejez, despierta y creativa, interesada por todo, por las cosas viejas y por las nuevas. Era una dicha, un premio, una fortuna para sus amigos. Era una mujer abierta, sensible, cariñosa, capaz de entender, y de querer, a todos, los de su edad y los más jóvenes. Desde que leyó mis primeros escritos, no dejó de alabarlos y animarme; la proclamé de inmediato mi agente literaria honorífica en La Loma.
Me llegó la triste noticia cuando escribía, en la introducción a un artículo: “Tengo una leve desconfianza hacia el género humano y me dispongo a dejar el mundo, cuando toque, tras haber contemplado sus pompas y glorias que no me ofuscaron del todo, con sincera conformidad y hasta con un poco de aburrimiento”. Todo eso quedó arrasado por la noticia de la muerte de Mary y comprendí, en un momento, que ella no estaría de acuerdo con mis palabras, porque era una mujer vital, risueña y volcada al futuro.
Cada uno vive como puede y, en cierto modo, muere como quiere. He hablado alguna vez de la fatigue de vivre, la ‘fatiga de vivir’, y me reconforta este aspecto benefactor, raramente considerado, que también tiene la Muerte. Federico II de Hohenstaufen, al que se llamó stupor mundi (pasmo del mundo), rey de muchos reinos, al final de su vida, cansado ya de batallar, de intrigar, de intentar convencer, de pactar, de amenazar y de castigar, anhelaba refugiarse en esa paz que otorga la Muerte. Era inteligente, culto, soñador, escéptico y hablaba nueve lenguas. Murió en su cama, con el habito cisterciense. Seguramente compartiría el espíritu del epitafio latino que un famoso escritor francés, hacia el fin del siglo XIX, pudo ver en Brindisi, la ciudad portuaria situada en el final de la Vía Apia. Estaba inscrito en la tumba de un navegante y decía: Caminante, detente. He recorrido muchas veces los mares con las velas al viento, he pisado tierras desconocidas y aquí he llegado a mi fin. Ahora no temo ni los vientos, ni las tormentas, ni el mar cruel, ni los piratas. A ti, oh, Muerte, que me has liberado de mis preocupaciones, te saludo, Diosa bienhechora.
El olvido, como el dios romano Jano, tiene dos caras. Es tan nuclear en nuestra existencia, que se metamorfosea en formas diversas. A veces sentimos la necesidad imperiosa de olvidar y otras, por el contrario, nos aterra la posibilidad de olvidar. El protagonista de una obra de Byron, Manfred, un noble atormentado por un complejo de culpa, invoca, mediante conjuros, a un grupo de Siete Espíritus. Estos le preguntan, ¿qué quieres de nosotros, hijo de mortales?, y él dice una sola palabra: olvidar. Para otros, el temor a olvidar conduce a la angustia. Porque los recuerdos son el hilo que vertebra nuestra conciencia, los materiales con que edificamos nuestra personalidad.
En el Hades griego, para algunos mitólogos había dos ríos: el Letheo borraba la memoria de los que lo cruzaban, que se libraban así de las vicisitudes que vivieron. Otro río, el Mnemósine, tenía los efectos contrarios: sus aguas hacían recobrar la memoria de todas las cosas. Después de la muerte, cada uno de los llegados podía elegir beber el agua de uno de los dos: o bien olvidarlo todo o bien recordarlo todo. Una elección quizá nada fácil para muchos de los humanos.
Ya dije que estas divagaciones, que me ayudan a mí, nuestra Mary no las compartiría. Seguramente estaría mucho más de acuerdo con aquel personaje de García Márquez, Fermina Daza, de setenta y dos años, que “descubrió que las rosas olían más que antes, que los pájaros cantaban al amanecer mucho mejor que antes […] que el amor era el amor en cualquier tiempo y en cualquier parte, pero tanto más denso cuanto más cerca de la muerte”.
Mary era del grupo de mis amigos de siempre. Ellos son mi pasado, los múltiples espejos en los que me he mirado y reconocido. Veo lo que hemos vivido juntos y lo que no pudimos o no nos dejaron vivir. Sin ellos el pasado se esfuma y se desvanece mi historia. Cuando se van, me asaltan los recuerdos, los sueños, la nostalgia de un tiempo ido que no sé buscar solo. Y constato que el mundo no es como debiera, que todo está tocado de banalidad, y se afianza la certeza de que la felicidad es imposible o efímera. Llevo muy mal que se mueran, cada vez lo soporto peor.
En un relato mío, El reino de Ta, el viejo rey Piasta quiso viajar a Tirnanoge, la tierra de la perpetua juventud, nunca visitada por la Muerte. Preparaba el viaje cuando se le presentaron unas hadas: Rey Piasta, ¿te gustaría seguir viviendo cuando hayan muerto tus caballos y tus canes, los maestros que te guiaron en la vida, las mujeres que te amaron, los armados compañeros de las batallas? ¿Te gustaría vivir en un mundo en el que no tendrás a nadie con quien compartir un recuerdo de infancia o mocedad? El rey se llegó hasta la ribera de un río y meditó allí las preguntas de las hadas. Tras pensarlo mucho, decidió no ir a Tirnagoge y dejarse morir, cuando llegase su hora.
Para expresar mi desánimo tras la muerte de Mary, tengo que recurrir a otros. A Borges, a un hermoso poema suyo del que tomo algunos versos deslavazados: Ya no es mágico el mundo, […] sólo me queda el goce de estar triste. […] Ya no seré feliz. Tal vez no importa. / Hay tantas otras cosas en el mundo; / un instante cualquiera es más profundo / y diverso que el mar.  […] La muerte, ese otro mar, esa otra flecha.
Y otros versos de un gran poeta amigo, Jaime Ferrán, al que tuve la suerte de conocer y que murió hace poco. Años antes había muerto su esposa, Carmen. El poeta lo contó así, con desolada sencillez, desde su casa en el estado de Nueva York, en el que ese mismo día habían entrado ciervos en el jardín:  No estaba preparado / para el final. Nunca lo estamos. / Llegó por la mañana. […] Vino la enfermera… / Se pararon dos ciervos / en el jardín. / Cuando nos lo dijeron / ya no estaban. Tú también te habías ido.
Hay quien no quiere olvidar. En Tristán e Isolda, se cuenta de un perro fantástico, Petit Cru, con un cascabel, cuyo sonido tenía la magia de borrar todos los recuerdos tristes. Isolda, para no olvidar y compartir su sufrimiento con el ausente Tristán, arrojó el cascabel al mar. En cambio, la infantina Blanca Flor, en la Farsa infantil de la cabeza del dragón, de Valle-Inclán, dice: Quiero olvidar. Y el Príncipe Verdemar contesta: No se olvida cuando se quiere. Y la infantina insinúa: Dicen que hay una fuente… Y el príncipe añade: Esa fuente está siempre al otro extremo del mundo. Para llegar a ella hay que caminar muchos años. ¿Se olvida al beber sus aguas?, pregunta de nuevo la infantina. Se olvida sin beberlas, contesta tajante el príncipe. Es el tiempo quien hace el milagro y no la fuente. Cuando una peregrinación es larga, se olvida siempre.
Yo querría acogerme ahora, en estos momentos de melancolía, a lo que se podría llamar la modulación piadosa del olvido: la gracia de recordar los momentos felices que compartí con Mary Cordero y olvidar todo lo que me remita a su desaparición. Ojalá lo logre, ojalá lo logremos todos los que la conocimos.

21 de junio de 2017

De la buena literatura (entrada 400 del blog)

Ya expresé mis dudas sobre la pertinencia de haber intentado un corto paseo por el inabarcable mundo de la Matemática en las cinco últimas entradas de mi blog. Por fortuna, hay muchos libros que pueden cumplir mucho mejor esta misión divulgadora, que no citaré aquí. Para mi propósito, buceé brevemente en A History of Mathematics, del profesor norteamericano Carl B. Boyer, y en otro libro interminable (2000 páginas), traducido al español: Historia Universal de las Cifras, del libanés Georges Ifrah, nacido en Marraquech en 1947, incluido en la American Scientist List de “100 libros que dieron forma a un Siglo de la Ciencia”, el siglo XX.
Lo hecho, hecho está. Hemos llegado así a la entrada número 400 de mi blog, que la querría muy especial. Con ella, vuelvo a temas más fáciles de entender y los que me motivaron fundamentalmente para ir construyendo este blog: temas de literatura, de la buena literatura. Esa buena literatura que casi se está perdiendo en estos tiempos modernos, aunque obviamente no puede morir. Primero, por los miles de obras, creadas a lo largo de los siglos, que perdurarán eternamente, porque sus autores supieron llegar con ellas al núcleo más vivo e íntimo de los seres humanos. Y segundo, porque, si se aleja uno de los superventas y de los premios literarios, sigue apareciendo en autores de hoy, los que conciben la literatura como lo que es: una de las Bellas Artes.
Empieza el verano y es tiempo de relajarse, de descansar, para todo el mundo; para mí también, claro. No es el momento para sesudos estudios de estilos o escuelas literarias. En esta entrada, sólo quiero hacer una declaración personal, bastante concreta, aunque también me ampare en lo escrito por un escritor moderno español. Mostraré luego una cata de otros dos escritores, españoles también, del siglo XX.
Mi declaración, tajante por esta vez: No entiendo, no puedo entender, que se lea sólo para distraerse, para llegar a conocer la resolución de una intriga. Para eso están los noticiarios, los programas de TV, las porteras de las casas de vecinos... Para mí, la lectura que no lleve al lector a la fantasía, a la ensoñación, al encandilamiento por las palabras, que no logre conmoverle, maravillarle, que no le haga vibrar y conmoverse por su belleza, su ritmo, su musicalidad, que no remita a otros escritores, a datos eruditos y culturales, que no demande alguna visita al diccionario, etc., no tiene sentido, no es propiamente literatura. Tomo, y mezclo, frases de Francisco Umbral, de su obra La noche que llegué al Café Gijón (1977): “No soporto la torpeza literaria en el creador, los adjetivos tópicos, por no tratar de buscar otros. Un mal estilo traduce una sensación de desgana. […] Me molesta la ‘prótesis argumental’, ese determinismo que hay en ella. Al arte le ha estorbado siempre su necesidad argumental (en todas las artes). […] Hay escritores que identifican la escritura con la trascendencia. Basta con perder la gravedad para ser escritor”. Sobre el cuento escribió: “En el cuento la primera ley es que pase lo menos posible”. Y sobre los críticos: “Nadie ha estudiado en serio a nadie. Y si lo hace, como no se lee, lo que sigue funcionando son los tópicos de periódico”.
Los dos escritores españoles de los que ofreceré una muestra de su estilo, son dos gallegos: Álvaro Cunqueiro y Ramón María del Valle-Inclán, dos de mis predilectos en lengua española (los dos escribieron también en vernácula). Con estos autores no importa lo que digan, no hace falta que cuenten una historia o desarrollen una trama, una intriga. Por cierto, lo hacen y lo hacen muy bien. Lo que quiero decir es que, aunque no contaran nada, sólo oír mentalmente sus palabras es una delicia. Y lo es justamente porque saben escribir, conocen ese secreto que no todos descubren, al que muy pocos escritores llegan. Para no hacer esta entrada interminable, me limitaré a copiar unos pasajes de ambos, escogidos sólo porque los releí recientemente. No son, de ninguna manera, los más excelsos; no he querido buscar, seleccionar. Intercalaré alguna conveniente explicación en cursivas.
De Cunqueiro, de su Vida y fugas de Fanto Fantini, la penúltima novela que escribió, de1972: Tenía ya Fanto trece años, y dominaba a Donatus (Aelius Donatus, gramático latino del siglo IV) y Euclides, sabía encaperuzar el azor, todo de armas y caballo, ‘ordo lunatus’ (maniobra de combate naval) y marcha flanqueando en lo que toca a campaña, y voces venecianas y griegas. Iba para alto, la cabellera sin perder de su oro, los ojos celestes con el mérito de unas largas pestañas oscuras, y siempre la sonrisa en la boca. El cuello largo y la cintura estrecha confirmaban su esbeltez, y por el ejercicio de armas, se le alargaban los antebrazos y se le redondeaban las piernas, en las que lucía el fino tobillo heredado de donna Becca. La palabra gentileza valía para decir la estampa del aprendiz de capitán, que el signor Capovilla no dudaba de que lo sería y famoso. Fanto tenía la voz alegre y la mirada amiga, y un buen corazón.
También habla Cunqueiro del caballo de Fanto, de Lionfante, que pronunció un famoso discurso ante el Senado veneciano, defendiendo a su dueño, amante que había sido de Cósima Bruzzi, la bellísima mujer de Sir Franco Loredano: Que donna Cósima quedó prendada del rubio Fanto, de la clara sonrisa que amanecía en su rostro, soleado de los días de mar, solamente con verlo, es indudable. En entrevistas sucesivas, y ya en secreto, ¿cómo no le contaría Fanto a donna Cósima su vida militar, las batallas, prisiones, fugas y naufragios? Mi capitán le contaba a donna Cósima los azares de su vida, las aventuras por mar y tierra, de cómo por menos aún que el espesor de un cabello había escapado de la terrible prisión o de la muerte... Y ella lloraba.
Lionfante afirmó ante los senadores que él había asistido a varios encuentros de donna Cósima con Fanto en la terraza de Poniente, y que estaba de vigilancia, lo que le era fatigoso, porque tenía que estar con las dos patas delanteras (recuérdese que se trata de un caballo) apoyadas en el vano entre las dos almenas de esquina, para poder ver si llegaba alguien por el camino de ronda, y aunque 1a honestidad y el respeto que debía a su amo, el capitán Fanto, le impedía echar de vez en cuando una ojeada a cómo iban los amores, que entre historia e historia había grandes silencios solamente rotos por los suspiros de donna Cósima, que eran como imitaciones de pájaros, podía jurar que jamás hubo entre donna Cósima y Fanto la menor discusión, ni pensares diferentes, y que todo era una música de abrazos, besos, promesas y largas despedidas, y que un día que se escuchó una alarma en el portillo de los Panes, su amo saltó sobre él y salieron al trote, como de vigilancia, dejando a donna Cósima desnuda en la terraza. Cuenta Lionfante que no pudo evitar el verla, y recordaba ahora que era como si la luna nueva se hubiera acostado en la hierba, en el rincón donde nacen los lirios.
Y dos pasajes de una obra de Valle, Viva mi dueño (1926): ¡Altramuces! ¡Abanicos! ¡Naranjas! ¡El programa de la corrida! ¡La lista grande! ¡Nardos y claveles! Se vierte sobre las aceras el vocerío de cafetines y tabernas. Zumbona manolería asalta la imperial de los ómnibus. Disputas y zaragatas (tumultos). Las coimas de rumbo se lucen en calesa, florido el rodete y el pañuelo del talle. La Corte muestra su vana magnificencia en landós y carretelas. Clarines. Escolta de Guardias. Morriones y plumeros. Grupas (ancas de una caballería) en corveta (andar el caballo con los brazos al aire). Caballerizos de espadín y tricornio a la portezuela de las carrozas reales. La Reina Nuestra Señora, lozanea entre azules y guipures (tipo de encaje). A su izquierda se acoquina la pulcra insignificancia del Rey Consorte. Las Reales Personas no disimulan el desacuerdo del tálamo. La Señora saluda apomponada, florea la mano, tiene una afable sonrisa para su Pueblo. El Augusto Consorte se inclina, con urbana mesura, en un término casi olvidado del gran atalaje. Charoles y metales. Cuatro yeguas andaluzas. Encumbrados palafreneros: pelucas blancas y medias encarnadas. Otra sección de Guardias. Renovados clarines baten la marcha del Príncipe de Asturias. El Augusto Niño, con uniforme de sargento, encanta al populacho con la monería de su saludo militar. Sonríe, entre bigotes y perillas marciales. […] Los Serenísimos Señores Duques de Montpensier recibían en sus habitaciones el homenaje del bando unionista que conspiraba sin recato contra la Majestad de Isabel II. Generales, tribunos y poetas decoraban aquella intriga, con grandes gestos de virtudes romanas. La Unión Liberal se disfrazaba de matrona. Casco, rodela, lanzón, una sábana por manto, jugaba la tragedia, después de haber representado en las tablas políticas el intermedio de baile entre los Muñuelos Progresistas y los Escapularios Moderados. El Capitán General de los Ejércitos, Duque y Grande, que con su bengala imponía el ritmo de quiebros y mudanzas, había estirado el descomunal zancajo en tierra francesa. El héroe de Luchana se fue del mundo para no ver aquellos amenes. Héroe de cortas luces, pero tresillista de mucha cautela, resplandece en los fastos isabelinos, aplicando a la ciencia política los ardides con que se llevaba las puestas en la tertulia de su Doña Manuela. La Unión Liberal, huérfana y sin compás, croaba la fábula de las ranas pidiendo Rey (fábula de Esopo). La lucida comparsa de vates laureados, elocuentes tribunos y farrucos fajines, rendía acatamiento de testas coronadas a los Serenísimos Infantes. El Duque conversaba en un ángulo con el General Córdova. La Duquesa, asistida de damas y galanes, ocupaba el estrado. Las fichas del dominó en los mármoles, los descartes de malilla, las canciones a coro, pregonaban la cerrazón y el aburrimiento de la tarde.
Termina aquí esta peculiar entrada de mi blog, la número 400. Es la más larga de todas, es la que tiene mayor proporción de texto citado. Si yo lograra con ella que algún lector leyera a los autores que menciono, la consideraría exitosa. Y es la última, hasta después del verano por lo menos. Queridos lectores, que tengáis un verano feliz, que vos plaisirs soient sans mélange, votre beauté durable, et votre bonheur sans fin (que vuestros placeres sean puros, vuestra belleza duradera y vuestra felicidad sin fin). Son palabras de la dedicatoria del Zadig de Voltaire a la sultana Sheraa, que hago mías. Añado dos capturas de pantalla, con mis últimas entradas y procedencia de mis lectores.


18 de junio de 2017

De las Letras y de las Ciencias (5 de 5)

En mis entradas anteriores, he hablado un poco de los números primos, sobre todo de los de Mersenne, lo que representa una parte ínfima de una rama de la Matemática, la Teoría de Números, la más asequible para los profanos. Habría que decir algo, al menos, de Euclides, de Fermat, del “teorema fundamental de la aritmética”, etc. Este teorema establece que cualquier número natural es un producto de números primos (factores), que serían como los ladrillos con los que se construyen todos los números naturales. Lo enunció Euclides en el siglo III a. C., con algunas lagunas en su demostración, resueltas dos mil años más tarde por el matemático Johann Carl Friedrich Gauss (1777–1855). Y relatar también los esfuerzos de los investigadores por encontrar alguna regla en la sucesión de los números primos, misterio que persiste inviolable.
¡Son tantos los campos y tan fascinantes! Los llamados números de Fermat se calculan mediante la fórmula NF = 2^(2^n) + 1, y Pierre de Fermat (1602-1665) pensó que todos eran primos, lo que no es cierto. De hecho son primos para n = 0 hasta 4. Para n=5, el número resultante, el 4294967297, es ya compuesto, igual a 641*6700417. {\displaystyle F_{5}=2^{2^{5}}+1=2^{32}+1=4294967297=641\cdot 670041Es el menor número de Fermat que no es primo, como fue probado por Leonhard Euler, en 1732. No está claro si hay más primos de Fermat; en la actualidad sólo se contemplan estos cinco, los mismos que conoció el jurista y matemático aficionado francés.
Fermat propuso también el conocido como su ‘último teorema’, cuya prueba desafió a los matemáticos durante más de tres siglos, hasta que fue resuelto en 1995. El teorema dice que la ecuación x^n + y^n = z^n no tiene solución con números enteros para n>=3 (>=, mayor o igual que). Sí la tiene para n=2; sabemos que 3^2 + 4^2 = 5^2. El proceso lógico específico de la matemática exigiría demostrar que, en efecto, para n=3 no existen números enteros que satisfagan la igualdad x^3 + y^3 = z^3 y, además, que esto ocurre forzosamente para todos los exponentes sucesivos mayores que 3.
Porque este es el método típico de la matemática, distinto al de la inducción incompleta, válido para las ciencias experimentales: la inducción completa o, mejor, “razonamiento por recurrencia”. En él se distinguen dos fases: en la primera se muestra que cierta proposición tiene el carácter que Bertrand Russell llamaba “hereditario” —si es verdadera para un elemento de una secuencia, ha de ser verdadera para el elemento que le sucede—. En la segunda fase se demuestra que la proposición es verdadera para ese primer término de la secuencia. Estas exigencias vienen de que la matemática es una ciencia exacta, el paradigma de las ciencias exactas, y en ella no tiene cabida la citada inducción incompleta. En el caso del último teorema de Fermat, la primera aserción no pudo demostrarse hasta 1995, por el británico Andrew J. Wiles, mediante métodos que se estima que sólo el 0.1 % de los matemáticos vivientes puede entender.
Puesto que todo numero natural es un producto de primos, uno puede preguntarse cuántos ‘factores primos’ tienen los distintos números. Esta cifra es variable y no hay una fórmula mágica para calcularla, ni es probable que se encuentre jamás. Sí se puede tener una idea de la distribución de ese número de factores en un determinado conjunto de números naturales y resulta que, cuando se estudia un conjunto grande, las frecuencias del número de tales factores adoptan una figura en forma de campana, bien conocida por los matemáticos: la curva de Gauss, como demostraron Paul Erdös y Marc Kac, un húngaro y un polaco, en 1939. El primero es el protagonista del libro de Paul Hoffman, The man who loved only numbers, amor excesivo, que tampoco es bueno.
Sólo he podido dar un rápido paseo por uno de los temas de la Matemática, ciencia que impresiona por su vastedad, por su inabarcabilidad. El saber ocupa mucho lugar; es el no saber el que no ocupa lugar. Hice mal, quizá hubiera debido ceñirme a expresar la idea más evidente de que esta ciencia es una especie de gimnasia intelectual. Porque es a la vez abstracta y concreta, alejada y cotidiana. Como médico, citaré unas palabras de Hipócrates a los médicos: El estudio de la aritmética y la geometría no sólo hará más esclarecida y útil vuestra vida, para un sinnúmero de actividades humanas, sino también más inteligente vuestro espíritu, y a vosotros más idóneos para dedicaros a la medicina. Y algo más severo aún, de Roger Bacon (1214-1294): Neglect of mathematics works injury to all knowledge, since he who is ignorant of it cannot know the other sciences or the things of this world. And what is worst, those who are thus ignorant are unable to perceive their own ignorance, and so do not seek a remedy.
Si alguien de Letras ignora por completo este bello mundo de la matemática, y el de otras ciencias, quizá merece ese calificativo peyorativo de ‘letrasado’. Hay que cuidar el cultivo de la Matemática, nos va demasiado en ello. El mundo se está haciendo más digital y computable cada día. Ejemplos recientes demuestran que la vida de las  complejas sociedades del presente, y nuestra libertad, pueden estar en peligro. Termino con otras palabras de Charles Percy Snow: So the great edifice of modern physics goes up, and the majority of the cleverest people in the western world have about as much insight into it as their Neolithic ancestors would have had (mientras el gran edificio de la física moderna crece, la mayoría de la gente más inteligente del mundo occidental tiene de ella la misma visión que sus antepasados del Neolítico). Mal  asunto, indeed

12 de junio de 2017

De las Letras y de las Ciencias (4 de 5)

Los números primos de Mersenne se obtienen mediante la fórmula: Mn = 2- 1 y al principio se pensaba que todos eran primos si n era primo; esto se vio luego que era falso y Hudalricus Regius ya mostró, en 1536, que 211 - 1 = 2047 no era primo (es igual a 23*89). Se comprobó más tarde que estos números eran primos para n=17, 19, 31, pero no para n=23, 29, 37… Fue por fin Mersenne quien compiló una lista de estos primos (exponentes hasta 257) y conjeturó que los de su lista eran los únicos posibles. Cometió algunos errores, porque incluyó a M67 y M257, que no son primos, y en cambio omitió M61, M89 y M107, que sí lo son. También se equivocó al pensar que no existían primos de este tipo con exponentes mayores de 257; hoy sabemos que hay primos de Mersenne mucho más grandes. La lista definitiva, hasta el exponente 257, reconocida en 1947, es con los exponentes 2, 3, 5, 7, 13, 17, 19, 31, 61, 89, 107 y 127.
Actualmente, hasta el 7 de enero del 2016, se conocen 49 primos de Mersenne, siendo el mayor de ellos por ahora el M74 207 281 = 274 207 281−1, un número de más de veintidós millones de dígitos, exactamente 22338618. Los más recientes primos mayores, que se han ido conociendo gracias a potentes ordenadores, son casi siempre primos de Mersenne, pero no constantemente. Ha sido un matemático de la Central Missouri University, Curtis Cooper, el que calculó este último número; ya había logrado cuatro veces este récord, la primera el 15 de diciembre del 2005.
Ocurre también, lector amigo —supongo que puedo llamarte así a pesar de esta dura entrada— que 2n - 1 es la suma de la siguiente  progresión geométrica: 20 + 21 +22 + 23 +… + 2 (n-1) = 2n -1. No todas estas sumas, para diferentes n, son números primos, como ya se hizo notar; de hecho muy pocas son números primos. Tan pocas que, hasta ahora mismo —hasta el 7 de enero del 2016— sólo 49 cumplen la condición, como ya escribí. Entre los cien primeros números naturales hay sólo tres primos de Mersenne, el 3, el 7 y el 31, mientras que el número total de primos es veinticinco. Y entre los mil primeros números, en los que hay 168 primos, sólo hay 4 de Mersenne, los tres mencionados antes y el 127; estos cuatro eran ya conocidos por los matemáticos de la antigua Grecia. El quinto, el 8191, fue hallado en el siglo XV por un autor anónimo y los dos siguientes, el 131071 y el 524287, son del siglo XVI y se deben a Pietro Antonio Cataldi (1548-1626), un brillante matemático italiano que nació y murió en la ciudad de Bolonia, mi querida Bolonia, en donde hice mi doctorado hace ya muchos años, aunque no tantos como para coincidir con este Pietro Antonio.
Los primos de Mersenne, que resultan del cómputo 2n -1 (la suma de una progresión, como ya sabemos), multiplicados por el último término de la misma, 2(n-1), son números perfectos. Esta es la proposición final, para los cuatro primeros, del libro IX de los Elementos de Euclides de Alejandría, escritos hace unos 2300 años. Para que esto se entienda, tengo que decir lo que son los números perfectos, atribuidos por algunos a Pitágoras, unos doscientos años antes, y lo haré muy brevemente. Cualquier número, si no es primo, tiene divisores, aparte de él mismo y el uno. Al sumar todos los divisores de un número, la suma puede tener el mismo valor que el propio número, o ser mayor o menor. En el primer caso se dice que el número es perfecto. En los otros dos casos, se habla de números abundantes o defectivos, respectivamente. Dos ejemplos de números perfectos son el 28 = 1 + 2 + 4 + 7 + 14, y el 496 = 1 + 2 + 4 + 8 + 16 + 31 + 62 + 124 + 248. Por todo lo explicado, resulta evidente que Pietro Antonio Cataldi, al hallar dos primos de Mersenne en el siglo XVI, también encontró, como es obligado, dos números perfectos, el sexto y el séptimo de orden: el (217 – 1)* 216 = 8.589.869.056 y el (219 – 1)*218= 137.438.691.328, respectivamente.
Escribiré algo más y terminaré esta serie con la próxima entrada, la quinta. Estoy arrepentido de cómo la planteé; mi objetivo era mostrar la potencialidad del paradigma científico para entender el mundo, frente al de las Letras para el mismo empeño. Venía todo del escrito de un periodista que, dado el sentido peyorativo del término “letrasado”, abundaba en las ventajas para esta tarea de la formación en Letras. Quería yo hacer valer el perfectamente compatible mérito de las Ciencias. Quise también, y ahí mi error, contar algo de los apasionantes problemas de la Matemática, esa “bella desconocida”. Pretender eso en unas pocas entradas es imposible.
Desde que se separaron claramente las Letras y las Ciencias —los sabios antiguos era teólogos, filósofos, matemáticos, médicos, etc., todo a la vez— se hizo evidente que la falta de comunicación entre aquellas era una desgracia. El físico y novelista inglés Charles Percy Snow, en su Conferencia Rede, en Cambridge, titulada Las dos culturas, de 1959, y en su libro sobre el mismo tema, de 1963, señaló que en gente dedicada a las Humanidades existe frecuentemente un desconocimiento profundo de principios y postulados científicos esenciales. Los de Ciencias, en cambio, por lo menos han oído hablar de Shakespeare. Esto puede tener alguna explicación, pero esa asimetría, que era negativa entonces y siempre, ahora puede ser catastrófica, suicida. 

7 de junio de 2017

De las Letras y de las Ciencias (3 de 5)

Terminé mi anterior entrada ensalzando la maravilla de esas alrededor de ochenta y cinco mil millones de neuronas que integran el cerebro humano y le permiten percibir el esplendor y hermosura no sólo del mundo de Dios, sino de las obras de los propios hombres —no escribo “y mujeres”, porque para cualquiera con dos dedos de frente la aclaración es innecesaria; cada vez que oigo en un mitin “ciudadanos y ciudadanas” me da un soponcio—. Y también indagar y conjeturar la estructura del Cosmos, mediante el poder del pensamiento científico, creando otros universos abstractos de sobrecogedora grandeza y armonía. Pensando en esas capacidades, conviene recordar que, por lo que se refiere a la Matemática, muchos de los profesionales que la estudian confiesan que el principal criterio para valorarla y amarla, en muchas de sus áreas, no es otro que la pura belleza formal, sin que ello conduzca a consecuencias prácticas inmediatas.
Aunque existen dominios de la misma que se prestan a tales aplicaciones. No es fácil diferenciar a priori en esta ciencia qué tareas pueden ser útiles en el manejo de la realidad. La historia de la Matemática está llena de ejemplos en los que se emprendió una investigación en un campo concreto, por un  interés meramente teórico, y luego resultó con aplicaciones prácticas. Como sucedió con la geometría no euclidiana de Gauss, Bolyai y Lobachevsky —en ella se da la paradoja de triángulos cuyos ángulos no suman exactamente 180º—, que luego sirvió de base para la geometría de Riemann, necesaria a su vez para que Einstein elaborara su teoría general de la relatividad.
Para ilustrar con un ejemplo el método clásico de trabajo en las matemáticas, me referiré a un tema que ha suscitado una antigua atención en la historia de esta materia: los números primos. Euclides de Alejandría (325 – 265 a. C.) los definió y ya pensó que había infinitos. Recordaré que número primo es aquel que sólo es divisible por sí mismo y por la unidad: 2, 3, 5, 7 lo son; 9 ya no lo es, porque es divisible por 3. Ningún número par es primo, por definición, excepto el 2. Intuitivamente, uno piensa que a medida que un número sea más grande resultará más probable que tenga algún divisor ‘no permitido’ y por lo tanto no sea primo. En efecto, entre los cien primeros números hay 25 primos; entre los mil primeros la proporción es menor, sólo 168, etc. Sin embargo, incluso entre números enormes hay primos. Y no sólo eso, por grande que sea un número primo, siempre habrá otro más grande. Esto no es tan fácil de concebir y, sobre todo, de demostrar. ¿Cómo se demuestra la ‘primalidad’, la condición de primo?
Siglos antes de nuestra era, sabios chinos, de la corte del Emperador, habían esbozado la llamada “hipótesis china”, que postulaba que un número, n, es primo si, y sólo si, (2n - 2) es divisible por n, siendo n un entero superior a uno. Esto luego se demostró que era falso, ya que, por ejemplo, (2341 –2) es divisible por 341 y, sin embargo, 341 no es primo, ya que es igual a 11*31 (* indica multiplicación). Este fallo, dado que estos sabios cuidaban la salud del emperador y le auguraban una larga vida, enfureció a éste, quien ordenó que, de momento, les cortaran las cabezas.

Se han descrito otras muchas fórmulas para descubrir números primos, que no mencionaré aquí. Un tipo especial de primos son los llamados de Mersenne, en memoria del monje teólogo, filósofo y matemático francés Marin Mersenne (1588-1648), quien en su Cognitata Physico-Mathematica escribió una serie de postulados sobre ellos, que sólo pudo refinarse tres siglos después. Los cuatro más pequeños eran ya conocidos por los matemáticos griegos. De ellos hablaré en mi próxima entrada.

3 de junio de 2017

De las Letras y de las Ciencias (2 de 5)

En mi entrada anterior contaba cómo la lectura de un artículo de un periodista, loando con toda razón la importancia de los estudios, y la mentalidad, de Letras para la comprensión del mundo, me ha inducido a escribir unas entradas sobre el también laudable y poderoso espíritu científico. Llueve un poco sobre mojado. En un libro mío, El error en las pruebas de diagnóstico clínico, me quejaba ya de cierta actitud un poco displicente que algunas personas adoptan frente a la Matemática, declarándose sin ningún reparo ignorantes, infradotados u olvidadizos en asuntos de números. No es tan frecuente, en cambio, que la gente se reconozca incapaz de sentir y gozar la poesía o la literatura, o lego total e irredimible en lo tocante a Shakespeare y su obra, por poner un ejemplo. Se tiene un cierto pudor para admitir esta limitación, mientras se confiesa sin empacho que lo de las matemáticas no se nos da bien, no es lo nuestro.
Sin embargo, el hombre es, inevitablemente, un homo matemáticus; como también es, claro, homo técnicus, homo fáber, homo séntiens, etc. No hay, no puede haber, una incapacidad invencible para la matemática, aunque incluso gente con muy amplia formación universitaria, bromee un tanto al respecto. Resulta, además, que vivimos rodeados de números: las direcciones, los teléfonos, los adeudos bancarios, los documentos, los pesos, las medidas, las declaraciones a Hacienda... Por encima de su utilidad, la Matemática es la ciencia de la exactitud, de la perfección, de la certidumbre. Las ciencias llamadas exactas han tenido tal éxito en la interpretación y control de la naturaleza, que se ha pretendido emplearlas en ámbitos en los que no está garantizada su pertinencia. Por ello, científicos eminentes, como Gregory J. Chaitin, hablan sin rubor de la necesidad de reconocer ciertos límites en su aplicación.
El carácter abstracto de la matemática demanda, para la comprensión de sus conceptos y axiomas, un desarrollo intelectual y cultural, impensable fuera de la especie humana. Algunos animales tienen un cierto sentido del número —no me puedo detener en esto—, pero la abstracción, el paso crucial por el que se descubre que dos piedras y dos caballos representan la concreción, en ambos casos, del número dos, de una “dualidad”, exige un desarrollo cerebral que sólo es hallable en el hombre. El ser humano ha procedido de lo concreto a lo abstracto. En ciertas culturas primitivas, por ejemplo, existen las palabras para designar todos los colores del arco iris, pero falta la palabra para designar el color, el color sin más, la calidad abstracta del color.

Igual ocurre en el caso de los números; en estadios muy tempranos de la evolución existen las palabras para los números más sencillos, pero no está presente la que designaría a cualquier número, el concepto de número. En estadios superiores se desarrolla esta capacidad de abstraer y se llega así a la matemática, que es un proceso en dos etapas. Los matemáticos no se ocupan del mundo directamente, sino que crean un modelo del mismo y este es el que estudian. No sólo los matemáticos de profesión: hacia los cuatro o cinco años, un niño para la operación de sumar no toma conjuntos separados de objetos y los reúne y los cuenta después, sino que usa abstracciones, utiliza un modelo, que ya le acompañará el resto de su vida: el conjunto de los números enteros positivos, 1, 2, 3, 4… Sobre la importancia de esa habilidad, de esa conducta, las inmensas posibilidades que abre para el desarrollo de nuestra inteligencia y nuestra capacidad de conocer el mundo, sobre esa maravilla del intelecto humano hablaré un poco más. Pero adelanto ya una conclusión: no hay Letras o Ciencias, hay Letras y Ciencias. Tenemos una mente así de espléndida, con algo menos de cien mil millones de neuronas, que sirven para las dos cosas, para todo.

30 de mayo de 2017

De las Letras y de las Ciencias (1 de 5)

Leo con poco entusiasmo los periódicos y con gran cautela y desconfianza los cuadernos llamados culturales de los mismos. Cuando me fijo un poco más atentamente, puedo encontrar cosas levemente desconcertantes. Esta vez, aprendo una nueva palabra que quizá circula hace ya tiempo por los medios de comunicación y el lenguaje común, pero que para mí es nueva: letrasado. Un periodista, o una periodista —no recuerdo ahora, en lo sucesivo usaré el masculino—, afirma que en los institutos este término se ha hecho tristemente popular para designar a los estudiantes de Letras y es la continuación de una vieja invectiva: “el que vale, vale, y el que no ‘pa’ letras”.
El autor siembra profusamente la página con datos de erudición, cuyo principal objetivo, entiendo, es demostrar al lector que no está leyendo cosas de un cualquiera. Todos de actualidad, provenientes de muy diversos campos: literatura, historia, música, fotografía, comics, ensayo, etc., que conducen a una pregunta retórica, de retorcida sintaxis: ¿Cuánto hacen estas artes y estos oficios por que comprendamos mejor a nuestros semejantes, los que nos precedieron y los coetáneos? La respuesta se intuye encomiástica y de ahí nace una acerba crítica al hecho de que la asignatura de Literatura Universal se haya anticipado un curso en el calendario escolar, con grave daño para el conocimiento y aprendizaje de los discentes, ya que esta materia se daba antes en el curso en que, según los expertos, los alumnos están más preparados, más maduros, para apreciar en profundidad las novelas que dan una perspectiva amplia del mundo.
No negaré en modo alguno lo que suponen, como adelanta el autor, “la belleza y el arte para el no adocenamiento de la sociedad”. Avanza el autor —ya un poco más arriesgadamente, en mi entender— en este encadenamiento lógico, y cuenta que “los estudiantes de Humanidades son los más preparados para discernir dónde está la verdad y dónde el camelo”. Carga luego contra el Ministerio de Educación, “decidido desde hace años a borrar del mapa a los futuros pensadores y creadores”, por lo que “debiéramos nosotros rebelarnos, defender convencidos las materias que tan estrechamente ligadas están a nuestra libertad de pensamiento”.
Cuesta trabajo creer que el adelanto de un año en una signatura pueda ocasionar los graves trastornos denunciados y también que el Ministerio de Educación persiga tan sañudamente a los pensadores y creadores. Desprende el artículo un aromilla de highbrow self-complacency, encubridor quizá de algún complejillo mal resuelto. Es reveladora la asunción colectiva de la facultad de pensar y crear, que se desprende de esa algo cacofónica primera persona del plural: “debiéramos nosotros rebelarnos…”.
Frente a este canto a las Humanidades, que yo podría secundar perfectamente, como diré más tarde, traeré aquí una cita de Sir Francis Bacon (1561-1626): Pure mathematics do remedy and cure many defects in the wit and faculties intellectual; for if the wit be too dull, they sharpen it; if too wandering, they fix it; if too inherent in the sense, they abstract it (Las matemáticas remedian y curan muchos defectos de la inteligencia y facultades intelectuales; porque si el ingenio es demasiado romo, lo afilan; si demasiado movedizo, lo fijan; si demasiado pegado a los sentidos, lo hacen abstracto). Palabras que ensalzan las virtudes intrínsecas y poderosas del “pensar científico”, al que dedicaré unas próximas entradas, aunque retrase las de mi viaje a Las Hurdes y Granada. Nada es urgente en este blog y hace mucho tiempo que no fatigo a los lectores con mis queridos números. La devoción de un periodista por las Letras, me ha llevado a escribir algo sobre las Ciencias; en particular sobre la Matemática, esa bella desconocida.

20 de mayo de 2017

Glaucón, el anillo de Giges y la moción de censura


Se ha presentado una moción de censura contra el discutidísimo Gobierno de Mariano Rajoy. Se descarta el triunfo de la misma, lo que no ha impedido su tramitación. Se trata, se arguye, de un imperativo ético, un alegato contra la corrupción y la injusticia. Lo hace, naturalmente, un partido integrado por hombres y mujeres, se entiende que justos, que, no obstante, sólo logra obtener un porcentaje reducido de votos en las elecciones, inferior siempre al del Partido Popular. ¿Cómo es esto posible?
En el libro segundo de República, Platón dice, por boca de su hermano Glaucón, cuando este dialoga con Sócrates, que “no hay mayor perfección en el mal que el parecer ser bueno no siéndolo y que nadie es justo de grado, sino por fuerza”. Los hombres están persuadidos de que la justicia no es rentable. En cuanto uno cree que va a poder cometer una injusticia, la comete, porque “todo hombre cree que resulta mucho más ventajosa personalmente la injusticia que la justicia”.
Glaucón menciona en su argumentación a Giges, personaje que guarda relación con el Giges histórico del que habla Herodoto, un pastor que estaba al servicio del rey de Lidia. Hubo un terremoto, se abrió la tierra, el pastor se adentró en una grieta y vio un caballo de bronce hueco, en cuyo interior había un cadáver con un anillo de oro en la mano. Tomó la joya y cuando se reunieron los pastores, como todos los meses, para informar al rey de sus ganados, Giges giró inadvertidamente el sello del anillo hacia la palma de su mano y comprobó que se hacía invisible, porque empezaron hablar de él como de una persona ausente. Esto terminaba al girar otra vez el anillo.
Comprobado el milagro, el pastor marchó a Palacio, sedujo a la reina, mató con su ayuda al soberano y se apoderó del reino. Glaucón, basándose en tal comportamiento, aventura que si hubiera dos sortijas como aquella de Giges, una para un hombre justo y otra para un hombre injusto, es opinión común que no habría persona de convicciones tan firmes como para perseverar en la justicia. En nada diferirían, pues, los comportamientos del uno y del otro, que seguirían exactamente el mismo camino. Porque todo hombre cree que resulta mucho más ventajosa la injusticia. Es más: si hubiese quien, estando dotado de semejante talismán, se negara a cometer injusticias y a poner la mano en los bienes ajenos, le tendrían por el ser más miserable y estúpido del mundo.
En el diálogo platónico, la tesis de Glaucón es extrema y representa sólo una exageración dialéctica para su argumentación frente a Sócrates. Pero quizá los atenienses del siglo V a. de C. y los españoles de hoy tengan ideas parecidas sobre la consistencia de los comportamientos humanos respecto a la justicia; por eso son cautos a la hora de otorgar su confianza a los nuevos políticos y eso es lo que se refleja en las urnas.
¡Bandolerismo arriba y bandolerismo abajo! Pobretes, potentados, ilustres personajes y tunos de presidio operan con los mismos procedimientos. En todas las esferas se vive fuera de ley. ¡¡La España, estos tiempos, vive sin leyes! ¡Y barco sin timón, naufraga! ¡Se estrella! ¡Se hunde! ¡No se salvan ni las ratas! Que no se asuste nadie, estas palabras no son actuales; son de Valle-Inclán, en su obra Viva mi dueño, cuya acción transcurre en los años finales del reinado de Isabel II, a mediados del XIX, y resultan hoy excesivas. Pero otro párrafo parece más actual, más enraizado en nuestra idiosincrasia y temperamento: Entre nosotros, el democratismo es hambre atrasada, y todos sus chinchines tienen por objeto la conquista de ‘La Gaceta’. Cuantos hoy conspiran, buscan comer. ¡Ahí está el busilis! No soy yo tan pesimista respecto a nuestra condición humana y creo que hoy, y siempre, hay sitio para la esperanza.
¿No dijo alguien de este partido censurador, y hasta censurista, que había que tratar de seducir a más? Pues a eso, a mirarse imparcialmente en el espejo que cada uno tenga en su casa y a componer aquellas figuras que nos fascinen a más. Y analizar también los videos de sus actuaciones en el Congreso, en las calles, etc.

14 de mayo de 2017

Croniquillas de viaje pendientes


Amigos lectores, tengo que contar lo que me pasa con este blog y me ampararé en una conocida coplilla popular, que algunos atribuyen a Antonio Machado, lo que resulta altamente improbable: Ni contigo ni sin ti / tienen mis penas remedio; / contigo porque me matas, / y sin ti porque me muero. Lo explico enseguida.
Dejé de escribir el blog, aunque siempre dije que no sería una retirada definitiva, porque me sorprendí más de una vez hablando con él y planeando temas o proyectos. No quería yo —a mis años, cuando se busca la libertad que fue imposible durante casi la entera vida— una relación que supusiera cualquier tipo de obligación. Así, he estado un mes sin escribir ninguna entrada y todo el mundo tan contento: mis lectores y yo.
Pero empieza otra vez el ronroneo. Los temas de actualidad, que trato de evitar cuidadosamente, se han hecho tan pintorescos, que cuesta trabajo no pararse y dedicar alguna glosa a tanta majadería. Sobresale un proyecto de encuesta de la Generalitat, preguntando el parecer de los ciudadanos catalanes sobre la conveniencia de no obedecer siempre la ley. Lo podrían enriquecer aún más inquiriendo sobre la aceptación popular de robar alguna vez, asesinar de vez en cuando, violar en determinadas circunstancias, etc.
Lo de viajar y contar las cosas es distinto y más goloso. Acabo de visitar de nuevo la provincia de Granada, la Alpujarra, la costa, etc., y me gustaría compartir algo de mis impresiones. Recuerdo, sin embargo, que dejé pendiente una croniquilla sobre un viaje del año pasado a Las Hurdes —posterior al de Batuecas, al que dediqué seis de mis últimas entradas— y creo que cumple hablar antes de ello. Podré así rememorar la figura de un excelente cirujano y escritor español, José Goyanes Capdevila (1876-1964), que perteneció al grupo que Gregorio Marañón reunió para acompañar al rey Alfonso XIII en su famosa visita a esa región. Me parece justo, porque a Marañón lo conoce todo el mundo, pero no así a Goyanes. Además fui compañero en mi hospital de un hijo de este último, cirujano también, que me regaló algún libro de su padre.
De mi reciente viaje a Granada, sólo adelantaré otra famosa y conocidísima coplilla, presente en más de un sitio de la ciudad, cuya autoría no es tan evidente: Dale limosna, mujer, / que no hay en la vida nada, / como la pena de ser / ciego en Granada. El autor fue un mejicano, Francisco de Icaza y Beña (1863- 1925), crítico y poeta afincado en España, casado con una española criada en Granada. Su hija Carmen de Icaza, fue una popular novelista. Carmen Díez de Rivera fue nieta de este mejicano y el actual ministro de educación, Íñigo Méndez de Vigo, es bisnieto.
Resumiendo: sin prisas, sin compromisos, hablaré, cuando sea, de un viaje a Las Hurdes y luego de otro a Granada. Con toda la literatura y elucubraciones anejas, claro. En fin, que seguiremos asomándonos aquí, de vez en cuando. Un cariñoso saludo a todos.

11 de abril de 2017

Elogio de la palabra (6 de 6)


Abandono estas elucubraciones. He hablado casi únicamente de palabras, aunque haya hecho alguna excursioncilla por otros ámbitos de la realidad. Lector, quizá te haya hecho pensar en todo y en nada, como pretendía el mismísimo Goethe —lo conté al principio—, en su discurso a los compañeros, en una fiesta campestre.
La realidad no se puede compartir —o lo que es lo mismo, no existe— sin la palabra. No sé con qué decirlo / porque aún no está hecha / mi palabra, cantó Juan Ramón Jiménez, en Eternidades, en 1917. Para todo hacen falta las palabras. En un relato de esos que considero del todo inalcanzables, El pequeño Heidelberg, de Isabel Allende, se cuenta de un capitán de barco, extraño y viajero, elegante y pacífico, que había llegado al lugar hacía mucho tiempo y había pasado allí cuarenta años bailando todos los sábados, en un sencillo salón de baile, con Niña Eloísa, una dama local, diminuta, blanda y suave, sin que se cruzaran una sola palabra, ni en español ni en ningún idioma conocido.
Un día, llegó una pareja de extranjeros y el capitán oyó que hablaban sus palabras, las de su niñez, las que no había oído durante décadas. Se dirigió a ellos, les pidió con premura algo y los extranjeros tradujeron su recado en un pasable inglés, que el dueño del local repitió en español, ante la frágil anciana. Niña Eloísa, pregunta el capitán que si quiere casarse con él. ¿No es un poco precipitado?, musitó Niña Eloísa. El capitán, respondieron los extranjeros, dice que ha esperado cuarenta años para decírselo y que no podría esperar hasta que se presente de nuevo alguien que hable su idioma. Dice que, por favor, le conteste ahora. El capitán pensó, sin duda, que no podía declararse a nadie, si no era en su idioma materno, con sus viejas palabras, aunque lo tuviera que hacer a través de intérprete. Y esperó pacientemente hasta que llegó la ocasión, el milagro. Pero luego no quiso, como es lógico, perder la oportunidad, cuando al fin se presentó.
En ese mundo tierno, alocado, extravagante, imprevisible y teñido de candor e inocencia, me gustaría vivir. Y como eso no es posible, es el que quiero para la literatura: la gracia, la belleza, gloriosamente despreocupadas por la verosimilitud y forjando sueños sin tregua. Una literatura casi nunca ajena a los sentimientos. Hay que atreverse a sentir, recomendó Stendhal. Con lo que, además, se hace fácil escribir, que ya sentenció Cervantes, en El amante liberal, que “lo que se sabe sentir, se sabe decir”. Así querría que fuera la mía: literatura que sólo se pueda continuar y combinar adecuadamente con el silencio. “En ese momento de su narración, Scherezada vio aparecer la mañana y se calló”.
Siempre he pensado que sólo hay unos pocos temas realmente importantes. Junto a las palabras están, sin duda, los sueños. Y también el tiempo. Ese tiempo que, lo digo en otro relato, deshace las vidas y nos abate e iguala a todos, que huye asolando y descomponiendo despiadadamente las cosas, haciéndolas cambiar bajo su soplo terrible y constante. Incluso los astros, imperturbables y ajenos, aparentemente situados fuera de su dominio, se alteran con su transcurso, porque hasta los cielos se transforman y las constelaciones modifican su apariencia. El tiempo, que se une viciosamente a la vida, que se confunde con la esencia misma de la vida, y la envenena y destroza, y la hace pobre e ingrata. El tiempo es la limitación, la opresión, el recuerdo constante de nuestra finitud y de nuestra impotencia. El espacio crea perspectivas insólitas y descubre nueva belleza; el paso del tiempo, en cambio, aniquila todo lo creado, destruye la hermosura del mundo y es la fuente última de toda la melancolía, de toda la tristeza y de toda la angustia humanas.
Lector, ha pasado el tiempo y he de terminar. Cuenta González Ruano, en su Madrid entrevisto, que al final de su vida, el pobre Ramón de Basterra, que murió sin cumplir los cuarenta años, con tanto inacabado, decía a sus amigos: Decidme que mis versos son muy buenos... A vosotros no os cuesta nada y a mí me hace muy feliz. A mí, esos halagos me dejan relativamente indiferente. No porque sea más ascético que Ramón de Basterra, sino porque he vivido muchos más años. Pero sí querría, y lo digo con franqueza, que se conocieran y leyeran mis libros. Porque los hice con cariño, con cuidado, con personajes limpios y tiernos. No he sabido nunca crear personajes malvados. Y he rechazado siempre la agresividad gratuita, el mal gusto y la coprolalia (el hablar sucio). En literatura, o se cuenta algo con claridad o se describe algo con precisión o hay que emborrachar con belleza. Vivimos una época de gustos vulgares. Muchos sólo quieren historias de acción, tipos que lleven una pistola en el sobaquillo. Y sexo, turbia y burdamente expuesto. Don Quijote, hoy, tendría que revolcar a Dulcinea en el tercer capítulo, sin quitarse la armadura, ha sugerido con gracia Andrés Trapiello, uno de nuestros buenos escritores contemporáneos.
Empecé hablando de Goethe y de palabras, y así querría terminar. El maestro alemán afirmó: Soy enemigo mortal de las palabras bajo cuya cáscara no encuentro nada. Ojalá haya logrado yo poner algo dentro de las mías, en estas entradas.

5 de abril de 2017

Elogio de la palabra (5 de 6)


Palabras que han de ser engarzadas con amor, como hago en otro relato mío, Semana Santa en Úbeda: Se acercaron hasta el mirador que se abre sobre el valle del Guadalquivir. Germán revivió la antigua e invariable imagen que le había seducido desde su niñez. Siempre he creído, le confesó al amigo, que por la noche un mar misterioso y mágico cubre estas tierras y convierte a Úbeda en el activo puerto de algún portulano fantástico, desde el que pueden iniciarse viajes a reinos ya desaparecidos o ignotos. Un puerto en el que barcos de muchos remos atracan todavía, trayendo vino de Creta, cerámica de Corinto, ámbar de Pilos, cobre de Chipre, estaño de las Casitérides y marfil de África. Y desde el que se puede ir a Corcira, la de enhiestas torres, la isla de los felices feacios, vestidos de púrpura desde el amanecer hasta el anochecer; a Naxos, con sus collados cubiertos de bacantes; a la verde Donusa, a la blanca Paros. Y cito a Álvaro Cunqueiro, que habla también de las palabras: ¿De qué se hace la nave más ligera para ir a los feacios? De palabras, Ulises. Te sientas, apoyas el codo en la rodilla y el mentón en la palma de la mano, sueñas y comienzas a hablar.
Y me pregunto, ¿cómo es posible que ese poco de aire estremecido, esos pocos sonidos que se hilvanan en un instante para dejar de existir inmediatamente, tengan tanta fuerza, tanto poder? Se llevaron el oro y nos dejaron el oro... Se lo llevaron todo y nos dejaron todo..., nos dejaron las palabras, cantó Pablo Neruda. ¡Todo lo importante del mundo se resume en palabras, abren o cierran, atan o libran!, escribió Torrente Ballester, en La Isla de los jacintos cortados. Son tan extremadamente poderosas que un personaje de El siglo de las luces, de Alejo Carpentier también nos previene, con razón: Cuidémonos de las palabras hermosas, de los Mundos Mejores creados por las palabras.
Para mí, las palabras son todo. La palabra es más cegadora que la luz, más veloz que el viento, más certera y mortífera que la flecha, más engañosa y complicada que cualquier laberinto imaginable. La literatura no puede ser otra cosa que el pulimento, la orfebrería de las palabras. El escritor es un argentador de palabras. Claro, ¿no? Pero luego viene Azorín y, para ensalzar el prólogo del Persiles y Segismunda cervantino, dice que “parece escrito sin palabras”. ¿Sin palabras, maestro Azorín? ¿Cómo se puede escribir sin palabras? Se entiende que Azorín quiere decir que las palabras pueden ser tan exquisitamente escogidas, referir la acción tan cabal y exactamente, que apenas se hagan notar, que se diluyan en el contenido de lo que se narra, que se oculten discretamente en el fluir del puro pensamiento.
Y, desde luego, pueden no ser imprescindibles en la ciencia, donde cabe reemplazar ventajosamente las palabras por símbolos, por fórmulas, por guarismos. Cuanto a mayor altura de perfección raya un saber constituido, menos se fía de las palabras y más empleo hace de las fórmulas; lo hizo ya notar Eugenio D’Ors. En el futuro quizá la ciencia se sirva exclusivamente de los números, de las ecuaciones, de un lenguaje formal de índole matemática. No es una perspectiva que me horrorice. Los números son todo, los números son la realidad.
Las palabras son todo. Los números son todo. Se preguntarán ustedes que cómo es posible esta dualidad. Pues es muy simple: porque estoy tratando de grandes verdades. Las grandes verdades tienen la asombrosa particularidad de que son verdades, ellas mismas, y sus contrarias, sus opuestas. Quien no ha entendido esto, no ha entendido el mundo. Lo que quiere decir, aplicando la propia regla que acabo de exponer, que, sin entender esto, se puede entender perfectamente el mundo.
O, por mejor decir, se podría, si no fuera radicalmente incognoscible. Vivir es bordear una ignorancia casi perfecta. Perseguimos inútilmente la certeza, estamos carcomidos por la duda. Qué se puede decir de un Universo con cien mil millones de galaxias, cada una con decenas de miles de millones de estrellas, del que sólo podemos ver una pequeña fracción —se dice que un cuatro por ciento de lo que contiene—, ya que el resto está integrado por lo que llaman materia oscura y energía oscura.
Cómo me gustaría perderme ahora en elucubraciones, que me superan de la manera más total: hablar de eso que empiezan a llamar el multiverso o metauniverso o pluriverso, que predicen algunos modelos de la teoría cuántica. El multiverso es el conjunto de múltiples universos (incluyendo el nuestro), que comprende todo lo que existe físicamente, todas las formas de la materia y de la energía, y las leyes y constantes físicas que las gobiernan. Es un término que fue acuñado hace ya mucho tiempo, en 1895, por un psicólogo americano, William James. En esos infinitos universos paralelos o alternativos o cuánticos, las constantes físicas pueden ser idénticas a las del nuestro o pueden ser distintas. Y puede, eventualmente, existir otro universo que sea exactamente igual al nuestro. Tegmark, un físico especializado en estos temas, señala que este mundo idéntico tendría que estar a una distancia de 1018 metros. Bueno, si algún lector sabe bien algo de todo esto, le agradecería que me lo explicara un poco.

31 de marzo de 2017

Elogio de la palabra (4 de 6)


Termino con esta querida Marta mía y os cuento que el amor hostigaba sin tregua a otro personaje que aparece en una de mis obras, un dulce trovador provenzal, Raimbaut de Vaqueiras, de finales del siglo XII y principios del XIII. Moría de amor por una doncella llamada Beatriz y escribió como nadie había escrito hasta entonces, aunque tantos habían sentido lo mismo. Tenía ese don el buen hombre. Y se acercaba tan derechamente a la muerte, que la dama se ablandó al saberlo, lo amó y le regaló, embellecida y multiplicada, la vida. Se casó luego con su prometido, Don Arrigo, para no complicar tontamente las cosas, pero el trovador fue mantenido en palacio y siguió gozando de todos los privilegios adquiridos. Sí, de todos, lector; estos arreglos juiciosos han existido siempre. Don Arrigo era amante de la caza y cazaba, el trovador amaba la trova y trovaba, Beatriz amaba... Bueno, Beatriz era muy comprensiva y estaba encantada de la vida. Y el mundo seguía rodando incansable y ciegamente por sus caminos de siempre. Y yo no sé ahora de otros, pero estos tres eran felices.
Hasta que una noche de verano, cuando los imprudentes enamorados reparaban sus dulces fatigas sobre un oculto pradillo del jardín, embriagados con el aroma de la hierba recién cortada, y dormían dulcemente, apenas cubiertos con el manto del trovador, el hermano de ella, el  marqués Bonifacio de Monferrato, que quizá se había arrepentido ya alguna vez de haberse traído al insistente provenzal a palacio, los sorprendió y, con delicadeza y tacto, les quitó, sin despertarlos, la ropa del amante y los cubrió con su propia capa, en la que estaban bordadas muy claramente las armas del marquesado. Después del suceso, el marqués Bonifacio no tuvo grandes problemas para convencer al trovador de la cabal conveniencia de peregrinar a Tierra Santa y dejar los entretenimientos.
Los dos, el marqués discreto y el trovador enamorado, se fueron de palmeros, peregrinaron a Jerusalén. Muchos otros pecadores arrepentidos iban en la misma nave, camino del perdón y de la aventura. Iba aquel monje de Chieri que quedó convertido en un faisán por haber comido un ala de volátil en Viernes Santo, encerrado en jaula de plata y amparado por un salvoconducto extendido por los duques de Saboya. Iba también aquel caballero de Mandovi, que intentó raptar a una monja en Fossano. A punto de conseguirlo, ella pidió a Dios que le mandara la lepra para conservar intacta su pureza, lo que ocurrió en un instante, haciendo huir al caballero, que se tornó pesaroso y penitente tras la milagrosa mudanza. Viajaban entonces, hacia Jerusalén, gentes de toda condición, en busca de la gloria, de la muerte, del amor, del olvido, de sus respectivos e ignotos destinos.
Monferrato, tras sólo un par de batallas, ganó el reino de Salónica e hizo a Raimbaut duque del mismo y lo nombró también príncipe de Orfani. El pobre trovador quedó hecho príncipe y gobernador de un reino. ¿Se puede pedir, se puede ambicionar más? Pues fíjate, lector, lo que es el amor, cierto tipo de amor. El nuevo y flamante príncipe era víctima insalvable de la melancolía, olvidaba todas sus ventajas y conveniencias y sólo soñaba con Beatriz y le escribía sin cesar las más tiernas baladas, declarándose prisionero en ultramar, herido de amor, infeliz e incurable. Mientras tanto, Beatriz le dio once hijos al Caretto, quien sabe si con pasión por medio, que esto es muy complicado de averiguar en las mujeres y es sabido que hay mil formas de fingimientos.
Raimbaut murió en su principado, añorando aquel lejano y perdido amor; entreviendo, por siempre inalcanzable, a su Beatriz en la distancia, en el horizonte engañoso e impasible del mar, que se divisaba desde la blanca terraza de mármol del palacio. En ocasiones, cuando los vientos eran mareros, creía oír su voz que le llamaba con aquellos nombres tiernos y secretos que se habían inventado y confiado tantas veces, juntos, en las tierras del marquesado de Monferrato, en la dulce Lombardía inolvidable. Ni un día dejó de pensar en ella, ni un día pudo desprenderse del infortunio, de la desesperación y de la nostalgia. Para lo bueno o para lo malo, nada sería lo mismo en el mundo sin el amor. Cantó entonces: ¿De qué me valen, pues, conquistas ni riquezas? Porque yo me tenía por más rico cuando era amado y leal amigo y Amor me nutría. Prefería un solo placer que aquí gran corte y gran hacienda.
Dejo estos turbulentos enamoramientos, para seguir hablando de las palabras. De ellas habla Marie Laure, la francesa filóloga y entrometida, al guapísimo Roberto Milfuegos, el primo de Marta: Tienes que fijarte en las puras palabras, deteniéndote en cada una de ellas, porque todas son como un milagro. Y te tienes que dejar acariciar por los sonidos con que se visten y muestran. Cuando se trata de escritos, las palabras son siempre muy importantes; hay que jugar, seducir y embrujar con ellas. Para hablas más planas, ya están las de la conversación corriente, las de cada día que, esas sí, han de ser sencillas y escuetas. El hombre no fue completamente hombre hasta que inventó las primeras palabras. Con ellas ya pudo, también él, crear incontables mundos y tuvo la posibilidad de advertir, suplicar, enseñar, engañar y mentir. Fue capaz de expresar su pensamiento y también de suplantarlo, de ocultarlo.

26 de marzo de 2017

Elogio de la palabra (3 de 6)


No es una boutade, no es una manera de hablar. De verdad les digo que en más de una ocasión los personajes que yo creo en mis obras, viven su vida, con propio discernimiento y voluntad. Se hacen independientes, imponen sus criterios y sus deseos. Pero eso mismo los hace, para mí, más reales y más queridos. En realidad, esta es ya la última razón por la que escribo: para refugiarme en unos personajes algo extraordinarios y libres, a los que llego sinceramente a amar y que, cuando me siento harto de las mujeres y de los hombres que me rodean en el mundo, me consuelan un poco y me proporcionan la ilusión de que la vida no es tan ramplona como a veces parece.
Tengo hasta mis cautas preferencias. En la novela citada, mi preferida es Marta y a ella dedicaré ahora más tiempo que a nadie. Marta es una jueza inteligente y delicada, enamorada toda su vida de su primo, sin que este se entere, y que sabe, cuando hace falta, utilizar el lenguaje, las palabras, con la contundencia de un arriero. Como cuando se queja ante alguien, reventando de amor y despecho, de la intromisión ya un poco prolongada de una extranjera en la vida sentimental del primo: Y usted no sabe cómo quiero yo a mi primo. Es que desde que nací he estado siempre con él, ¿me entiende?, desde el puto nacimiento. Y además ella es francesa y tiene millones de franceses para elegir, ¿por qué tiene que venirse aquí, a este lado de los Pirineos, a fastidiar? Marta estaba al borde de las lágrimas. Y usted no conoce a mi primo, no sabe lo guapo y lo bueno que es.
Marta llevaba años en esta espera. Y mientras tanto se le iba escapando el amor y fue incapaz de entregarse a nadie. En una ocasión, con treinta años ya, tuvo que ir a su médico de cabecera, una doctora. Menudo genio tenía la que le correspondió en el ambulatorio. Todavía la veo, recordaba Marta, cuando fui a que me viera. Después de preguntarme sobre mis enfermedades de la infancia, las de mis padres, la fecha de mi primera menstruación, mis hábitos de todo tipo y mil detalles más ―porque aquello fue un interrogatorio en toda regla, que yo sé de eso―, no tuve más remedio que confesar que aún no había conocido varón, que ya ni me acuerdo de cómo expresé aquello, si fue con esa fórmula u otra igualmente tonta, porque estaba yo apuradísima y no sabía ya ni lo que decía. Entonces la tía empezó a dar voces, que parecía que quería que la oyese todo el ambulatorio: “No me lo creo, no me lo puedo creer; no es posible”. ¡Y vaya si era posible! Y qué iba yo a hacer, pobre de mí. Y me miraba como si tuviera delante una iguana gigante o la hidra de las nueve cabezas o el célebre lagarto de Jaén.
En aquellos momentos, continuó Marta, me sentí tan mal que hubiera cogido al primer celador o médico o enfermero que pasara por allí y le hubiera pedido que, aunque fuera dentro de su horario laboral, que se supone que está para otras cosas ―o no, porque según se cuenta, y para reducir la tremenda tensión de su trabajo, los médicos y enfermeras parece que casi no hacen otra cosa que jugar al amor en los hospitales―, me hiciera un favor, el favor que me interesaba entonces de manera urgente, aunque fuera sólo para callar de una vez a la doctora, que seguía sin salir de su asombro y estaba como pasmada, en silencio, hasta que de repente volvía otra vez en sí y empezaba con aquello de “no me lo creo, no puede ser”, a voces puras. Y llegarme después del sacrificio hasta ella y decirle: Ve usted, ya no hay por qué admirarse de nada, que tampoco esto es tan difícil, ni tiene tanto mérito. Ya está hecho, ya me lo he dejado hacer. Y ahora, ¿qué?, ¿dejará ya de gritar?
La verdad es que yo siempre he pensado que ese favor es muy fácil de conseguir de cualquier hombre, seguía reflexionando Marta. Algo por lo que, después de todo y en estricta justicia, tendríamos que estarles reconocidas las mujeres, por su buena disposición para estos asuntos, en vez de andar por ahí bromeando con lo de que “siempre están pensando en lo mismo, no les queda cerebro para otros asuntos”,  y cosas parecidas.
Allí mismo, ya digo, se lo podría haber pedido al primero que llegase, aprovechando además que en la salita en la que la doctora me había dejado sola, para que me desnudara antes de la exploración, había una camilla, quizá aprovechable para el cumplimiento de la misión. Aparte de que, en casos de verdadera urgencia, ya había visto yo muchas veces en el cine, que no hacen falta ni camas ni camillas ni nada, que todo se puede resolver incluso de pie. En las películas, por cierto, yo había observado que, en algunas ocasiones, estando los dos de pie, hasta se le encaramaba la mujer al pobre hombre, quien, además de estar atento a lo que hacía, encima tenía que cargar con la prójima cabalgándole en la cintura, que todo junto tiene que ser muy incómodo y dificultoso. Para él y para ella, para todos, aunque para la mujer tiene que resultar algo más llevadero, pienso yo, honradamente. Es que yo creo —no sé por qué, la verdad, porque yo de esto conozco sólo lo de las películas— que en la cosa del sexo las mujeres nos llevamos la mejor parte. Claro que luego está, para compensar, el asunto del parto, que esa sí que es otra historia.

21 de marzo de 2017

Elogio de la palabra (2 de 6)


Pero el Sur puede ser también el desorden, el exceso, la locura, le argumenté tímidamente al maestro. De Nápoles, un refrán afirma que es un paraíso habitado por diablos. ¿No os llegó a cansar aquel doloroso estado de pobreza, de banalidad; ese universo lleno de pifferari, de lazzaroni. Aun así, me contestó, esa fue la luz que yo busqué; os lo digo ahora que regreso inocente y sabio de la muerte. Iba yo a contarle que, en cierta manera, él había estado en España, que yo había escrito un relato titulado Goethe en el Guadalquivir; pensaba hablar con él de tantas cosas… Pero en ese momento el guía nos apremió para que continuáramos el camino y pasáramos a la siguiente habitación y todo se desvaneció. Comprendí entonces, mientras salía del dormitorio, que el maestro llevaba razón.
Y recordé los encendidos párrafos que yo mismo había escrito, en Madrid, hace ya muchos años, en una habitación perdida en el remanso de la ciudad universitaria, con pensamientos y sentires que puse en la cabeza de un médico, el doctor Fernández: “Cuando llegó, se asomó a la terraza. Era ya casi de noche. El cielo tenía un hermoso color azul oscuro, con ese brillo metálico del solsticio de estío y la ciudad aparecía como un inmenso fuego a punto de extinguirse. Una brisa cálida llegaba agotada del Sur y recreaba, intactos, los ensueños de los tiempos pasados, en los que se multiplicaban espejismos imposibles. En los rincones del aire nacían adelfas y nardos, mientras, en el horizonte inmediato, la sierra, de color violeta, imprimía una apacible vibración al paisaje.
El doctor Fernández, poseído ya por un mundo que conocía bien y sabía inevitable, pensó una vez más que jamás podría abandonar un país en el que tantas cosas invitaban a la felicidad y en el que, precisamente por ello, era imposible que la gente fuera excesivamente juiciosa. No se es razonable en los paraísos, aunque sean elusivos y finalmente inalcanzables. Se es razonable en las tierras inhóspitas, en los climas duros, donde durante siglos los pueblos han tenido que luchar lúcidamente, y todos juntos, para subsistir. En aquel país, en realidad, para ser feliz, se trataba sólo de luchar contra el exceso de algunas locuras: la locura de las noches de luna y los viejos cantos paganos, la locura de los limoneros y los naranjales, la locura de los olivos de argento... la locura del sol. Un sol que llevaba milenios castigando y adormeciendo, acunando y fermentando todos los ensueños y todas las desganas. Un sol que llamaba a la vida, que cantaba a la vida y que en el Sur, siempre presente en el médico, junto al mar, teñía de sangre las ventanas de las casas blancas en cada atardecer, al ocultarse herido tras cegadores horizontes de sal”.
Hay más presencia de Goethe en mi obra. En mi libro Una noche en Nueva York, hay un vagamundo, un ser tierno y vagaroso retirado en el Bowery, un barrio marginal y perdido de la ciudad, que cita al autor alemán: “El vagamundo, escribo yo en mi relato, empezó a recoger sus cosas, preparándose para dormir. De repente, se dirigió de nuevo al extranjero:
— Eso que te he dicho sobre el mundo lo escribió muy bien tu querido y admirado Goethe. Te voy a citar de memoria, pero no me equivocaré mucho: Todas las cosas de este mundo vienen a parar en bagatelas, y el que, por complacer a los demás, contra su gusto y necesidad, se fatiga corriendo tras la fortuna, los honores u otra cosa cualquiera, es siempre un loco. Es de Werther.”
Goethe está también en el epílogo de la novela que cité antes, cuando hablo en primera persona: “Os dije que no sabía muy bien quién la escribía en realidad, que no estaba muy seguro de ser yo el que manejara, a mi capricho y con absoluta potestad, a los personajes que iba imaginando y que procuré hacer pasablemente creíbles y cercanos. Fueron ellos los que acabarían imponiéndose a la hora de fijar el curso de la acción y dar algún sentido a la obra. Como me maliciaba, que ya en el acto II de la segunda parte del Fausto, después de que Wagner creara a Homúnculus, Goethe hace decir a Mefistófeles: Am Ende hängen wir doch ab von Kreaturen, die wir machten. Y es verdad, al final, somos los autores los que dependemos de las criaturas que creímos forjar libremente.”

16 de marzo de 2017

Elogio de la palabra (1 de 6)


En algunas entradas de este blog me he referido de pasada a las palabras. En las entradas que empiezo hoy, que son el texto de una conferencia, querría hablar de ellas de manera más organizada y monográfica, siempre como un mero degustador de palabras, no con el enfoque de un lingüista o un lexicólogo. He preferido conservar el estilo de la comunicación oral y tomo prestado el título, Elogio de la palabra, del discurso del poeta catalán Joan Maragall, pronunciado en 1903, cuando fue elegido Presidente del Ateneo barcelonés; es también el título de otros escritos de diversos autores.
Me dispongo, pues, a hablar de literatura, de las palabras. Empezaré con una narración deliciosa de Goethe, escrita en sus años estudiantiles, en la universidad de Strasbourg. La llamó simplemente Cuento, y la leyó durante una fiesta campestre, ante un auditorio en el que estaba su amada —su amada de entonces, se entiende— Friederike. Y empezó diciendo: “Esta noche he de contaros un cuento que os haga pensar en todo y en nada”. Pues como yo hoy, en eso vamos a coincidir. Porque casi no tengo tiempo de hablarles de nada y querría apuntar a todo.
Naturalmente, he de resumir la historia del escritor alemán. El caso es que una hermosa serpiente verde tragó unas monedas de oro y se fue haciendo luminosa y transparente. La serpiente entró en una cueva y allí, en una hornacina, había una imagen en oro puro de un rey venerable. El rey comenzó a hablar, y le preguntó: ¿De dónde vienes?— De la sima donde habita el oro, contestó la serpiente. Se sabe desde siempre que las serpientes pueden hablar y hasta ser muy convincentes. — ¿Qué es más precioso que el oro?, preguntó el rey. — La luz, respondió la serpiente. — ¿Qué es más bello que la luz?, preguntó aquél. — La palabra, respondió esta.
No pueden imaginarse lo que me conmueve esta rotunda confesión sobre el valor y primacía de la palabra, imaginada por un hombre que amaba tan arrebatadamente la luz. Hace un mes estaba yo en su casa, en la casa de Goethe, en la bellísima Weimar, en Alemania, siguiendo distraídamente al guía que nos apacentaba y conducía mansamente por las habitaciones de la mansión, llenas de cuadros, estatuas clásicas, dibujos, raros y preciosos minerales... Estaba yo impaciente por llegar a su dormitorio, a la cama en la que murió y desde la que pronunció aquellas últimas palabras: “¡Luz, más luz!”. Ya no sé si lo vi o lo oí en ese momento, pero sí me escuché diciéndole: Querido maestro, yo vengo de un país del Sur, de España, miradme. Quizá queden todavía restos de sol en mi retina, en mis ojos. Tomadlos, son vuestros, son para vos. Yo he amado vuestra tierra, me contestó sonriendo, aunque nunca estuve en ella. Si recordáis, en una escena de mi Fausto, aquella en la que Mefistófeles se burla de los estudiantes y realiza algunos portentos, él cuenta que acaba de regresar de España, “del hermoso país del vino y las canciones”. Claro que la recuerdo, contesté, vengo ahora de Leipzig y visité allí la famosa taberna de Auerbach, en la que transcurre esa acción. De ella se infiere claramente que el diablo conoce bien mi país, le gusta, y debe de andar entre nosotros de vez en cuando, me atreví a bromear.
Pero también hay esa otra luz, maestro, la interior, la que está dentro de nosotros y que vos supisteis ver como nadie. Ja, das innere Licht. Bon, vous savez..., contestó Goethe, en alemán y en francés; era capaz de hablar y ser escéptico en muchas lenguas. Creí percibir un leve desdén, un cierto descreimiento en sus palabras. Y continuó, yo he amado, sobre todo, la luz exterior, la luz del mundo, la que calienta y da vida a los cuerpos gloriosos, la de los países en donde florece el limonero y centellean las naranjas doradas entre el follaje oscuro, donde la brisa sopla suave bajo el cielo azul, y se puede hallar al silencioso mirto y al alto laurel. Lo he cantado en mis versos: ¡Hacia allí, hacia allí, quisiera yo ponerme en camino!
Es verdad que Goethe amó el Sur y los cantos del Sur. En mi novela Las increíbles vidas de Roberto Milfuegos, cuento que en Venecia se cantaban en sus tiempos los versos de Tasso y Ariosto. Él mismo, en su Viaje a Italia, refiere un paseo nocturno en góndola, en el que dos gondoleros los cantaban alternativamente, a la luz de la luna. Estas voces, escribió, cuando se oyen en la lejanía, producen un efecto extrañísimo, algo increíblemente conmovedor, que hace llorar. Y no eran sólo los gondoleros, los cantaban también las mujeres de los pescadores del Lido, especialmente las de Malamocco y Pellestrina, cuando dejaban sus casas por las tardes y se sentaban junto al agua, en la orilla del mar, esperando a sus hombres. Entonaban esos cantos sin tregua, con voz penetrante, hasta que les contestaban las recias y cansadas voces de sus maridos, que habían salido a pescar y llegaban ya a tierra firme.