16 de septiembre de 2016

El Gran Visir y su biblioteca ambulante


Trataré de apartarme poco a poco del tema de los políticos, esa desgracia nacional que padecemos —si sigo un poco más, esto se convertirá un caso típico de paralipsis—, perdidos tozudamente en lo accesorio, siempre que sirva para desacreditar al adversario. Ya sé que no son todos así, pero lo son muchos, demasiados. ¡Qué diferencia con aquel gran visir persa, Abdul Kasem Ismael, de hace más de mil años, poseedor de una de las más curiosas y fantásticas bibliotecas que han existido en el mundo!
Durante la Edad Media, la invasión árabe de Persia cambió su modo de vida y su cultura. Sin embargo, algunos grupos resistieron esa influencia, llegaron a reconquistar su independencia y reavivaron su identidad histórica durante los siglos IX y X. Se conservó así la lengua persa, que es la oficial hoy día, y se desarrolló además una literatura autóctona, que fue capaz de influir en la poderosa civilización musulmana. Fue en esta época cuando Abdul Kassem Ismael fue nombrado Gran Visir.
Este hombre sabio (938-995), lector infatigable, logró formar una biblioteca de 117.000 volúmenes de la que, si hemos de creer la leyenda, jamás se separaba y llevaba consigo en los frecuentes y largos viajes a los que estaba obligado por sus misiones de guerrero y estadista. Tan valiosa carga era transportada por cuatrocientos camellos, amaestrados cuidadosamente para que marcharan lentamente y en orden alfabético, de manera que los camelleros-bibliotecarios pudieran encontrar rápidamente la cita o información buscada. Cada camello portaba unos trescientos manuscritos en idiomas persa o árabe, así como incontables dibujos e ilustraciones. Si un camello rompía la formación, de dos kilómetros de larga, era castigado severamente por los encargados de mantenerla. Este visir no sólo era persona culta sino de trato muy afable, lo que le valió entre sus súbditos el sobrenombre de Saheb, el camarada.
Uno de nuestros brillantes políticos, conocido ya por la hondura de sus citas, ha vuelto a tomar ideas de una pegadiza canción actual, en su crítica a un célebre caso de corrupción, de un partido al que se censura mucho por eso. Quizá debiera reflexionar sobre el dicho popular alemán Gelegenheit macht Diebe, la ocasión hace ladrones, y ser más cauto por si alguna vez su grupo accede al gobierno y a su enorme poder de perversión.
Dos últimas palabras para informar de que todavía existen en ciertos países de África librerías ambulantes servidas también por camellos, para que puedan llegar los libros a las regiones más apartadas, donde no existen  carreteras ni caminos practicables para medios mecánicos.

12 de septiembre de 2016

Mi visita a la Ciudad Universitaria de Madrid


No será fácil que escriba más sobre temas políticos, que no son los que más me interesan. Lo he hecho últimamente por la excepcional circunstancia española y mi hartazgo de nuestros líderes políticos. Felipe González propone que, de haber terceras elecciones, ninguno de los actuales debería presentarse. Yo pediría su inhabilitación por un período mínimo de diez años, hasta que maduren.
Hoy hablaré de mi visita a mi antigua Facultad de Filosofía y Letras en la Ciudad Universitaria madrileña. Fue fácil aparcar, aunque no en las inmediaciones. Quería ver a alguien en Filología, en otro edificio vecino, y tuve que bajar la larga escalera exterior que existe. Al final, ya en el suelo, bien colocado para ser visto, había un gran letrero: “Aprobar no es aprender”, mensaje que no es una falsedad absoluta, pero que deja en al aire la inquietante duda sobre la utilidad o necesidad de aprobar e incluso, más aún, la de estudiar o esforzarse en cualquier cosa. ¿Se aprenderá más suspendiendo?
A la vuelta subí en un bonito ascensor exento, revestido de listones de madera para armonizar con el arbolado paisaje, que se continua con un pasillo horizontal suspendido en el aire hasta llegar a la cota superior. Toda la gracia del conjunto había sido destruida con innumerables graffiti, manchas de pintura y suciedad de todo tipo. Fue una impresión penosa; en cualquier lugar, pero más en ese recinto sagrado.
Al volver al coche, que había quedado un poco apartado, vi en el suelo restos de un paquete de “toallitas íntimas“ y un par de condones en sus envoltorios e intactos. El presunto utilizador de los mismos quizá fue sorprendido intempestivamente en la dulce tarea o recibió una imprevista negativa de su pareja o, simplemente, sobrestimó su capacidad amatoria. Nada de esto es grave; tal vez revele una de las posibles alternativas a lo de aprobar —que ya se sabe que no es  aprender— y más fácil y agradable. Me dejó todo una sensación de desaseo vulgar, incivilizado y torpe.
Fui después a las instalaciones deportivas que hay frente al Museo del Traje, en donde hay un sencillo bar, desde el que se ve el Colegio Mayor en el que viví durante mi carrera. Había alguna gente haciendo deporte. El día no era muy caluroso y a la sombra la temperatura era perfecta. En unas mesas unidas, unas diez personas, varias con mono de trabajo, empleados del lugar, desayunaban sin prisas, junto al regente del bar. Al terminar, separaron las mesas, limpiaron los restos y los depositaron en los contenedores pertinentes. Parecían alegres y contentos. No vi ningún letrero que dijera “Ser limpios no es ser felices”, u otra perla de pensamiento parecida, sino otro con la leyenda: “No cuentes los días; haz que los días cuenten”. No es una cita cimera de Hegel, pero creo que buena parte de la pobreza cultural y moral de la juventud anida más entre estudiantes.
Yo vivía ya en el pasado, arropado por mis recuerdos, contemplando lo que fue mi mundo durante años, asombrado de la inmutabilidad relativa de las cosas, que contrasta con nuestro descaecer, perdido gozosamente entre nombres que se agolpaban en mi cerebro, algunos de ellos de desaparecidos para siempre. La paz inundaba el aire, el mundo parecía primitivo y simple, hecho por algún Dios benigno y cuidadoso. Era feliz.
También comprendí que otras cosas habían cambiado. Reconocí con orgullo que los de mi generación, que andamos ahora por los setenta, hicimos la gran revolución que este país necesitaba. Muchos salimos fuera para aprender —eso sí que era, sin duda, aprender— y traer aquí lo nuevo y valioso encontrado. Por el esfuerzo de todos, España cambió y fue esa urdimbre previa la que hizo posible e inaplazable la transición a la democracia.
La nuestra fue una juventud seria y esforzada, sustentada en padres laboriosos, que también supieron cumplir su misión y estar a la altura de las circunstancias. Por todo ello, me parece injusto —y amparado sólo en falsedades e hipocresías— esa premura de los líderes jóvenes del momento por arrinconar lo viejo y proclamarse depositarios únicos de la verdad y la justicia. Creo, sinceramente, que fuimos una juventud infinitamente más limpia y austera que la actual, envuelta en consignas facilonas y engañosas, a la que quizá se ha mimado en exceso y consentido todo. Somos muchos los que pensamos así; los nuevos líderes deberán tenerlo en cuenta al interpretar los resultados de las elecciones y planear cómo cambiarlos a su favor.
De mis entradas 'políticas' alguien podría deducir que siempre he votado a cierto partido y se equivocaría. Lo que me ocurre tiene más que ver con la célebre, muy citada y caprichosamente traducida frase de Goethe, escrita en su diario durante el sitio de Maguncia (Mainz en alemán, 1793), cuando intervino en favor de un incendiario francés, al que la gente quería linchar: Es liegt nun einmal in meiner Natur, Ich will lieber eine Ungerechtigkeit begehen als Unordnung ertragen (En verdad está en mi naturaleza, prefiero cometer una injusticia que soportar el desorden). También digo que, con estos jóvenes lideres de ahora, ya sé a quién voy a votar en adelante. Tapándome la nariz o con escafandra, si hace falta. La corrupción puede curarse; la vacuidad intelectual, no.