19 de octubre de 2013

Las frases hechas


Un amigo me escribe, distanciándose de la mala opinión de un crítico sobre cierto novelista español actual (los nombres no importan ahora), que a este crítico “los árboles no le dejan ver el bosque”. Y no dice nada más. Hago constar que mi amigo es una persona inteligente, culta, serena y ponderada en sus juicios.

Sin embargo, creo que en esto es víctima de esas concesiones que hacemos todos a lo establecido, lo trillado, lo poco racional. Las frases hechas, como la que menciona, y las muestras de la sabiduría proverbial, constituyen a veces un reducto de pobreza o pereza mental en el que pueden caer las mentes mejor preparadas. Hay infinitas y aludiré ahora a unas pocas, porque lo que intento es exponer una actitud, una rationale común para juzgarlas. Otras veces, en cambio, son de una verdad incontaminada y absoluta: “No por mucho madrugar amanece más temprano”, por ejemplo.

Muchas veces oímos que “no hay dos sin tres” o “a la tercera va la vencida”. Obviamente, nadie, si se para a pensar un poco, cree en la veracidad de estos asertos. Algo que sucede dos veces no tiene por qué ocurrir una tercera y si alguien juega a la lotería dos veces y pierde, le conviene, y mucho, no tener la seguridad de que va a ganar la vez siguiente.

La banalidad de estas dos frases es manifiesta. Lo de los árboles y el bosque tiene algo más de intríngulis; como si tuviera más sentido, hasta un profundo sentido. Todos entendemos lo que se pretende insinuar con ella: que el fijarse excesivamente en los detalles impide la contemplación del conjunto. Pero esta pretensión, expresada de forma tan generalizada,  hay que razonarla en cada caso.

En cualquier intercambio de pareceres nos deslizamos sin querer en lo subjetivo, en lo cuestionable. Es casi imposible permanecer en el terreno de la razón, de la pura razón. En el fondo, ¿qué es eso de que los árboles no dejan ver el bosque? Es poco más que una frase algo enrevesada. Los árboles son el bosque, el que ve los árboles ya está viendo el bosque. Si alguien —habría de ser un dios— pudiera conocer con exactitud cada árbol, cada rama, cada hoja, cada nervadura, sabría más del bosque que nadie. Rubén Darío, en el Coloquio de los centauros, escribió: “Cada hoja de cada árbol canta un propio cantar / y hay un alma en cada una de las gotas del mar”.

Entiéndaseme, no es que yo esté contra el uso de la tal frase; hasta puede ser útil como enunciación inicial, como anticipo de una conclusión. Pero el argumentador que la esgrima ha de demostrar esa presunta incapacidad de ofrecer una visión de conjunto. Porque es obvio que se pueden conocer a fondo los detalles y, al mismo tiempo, tener una certera impresión del total. No hay oposición entre estos dos saberes, más bien al contrario. Hay que huir de los lugares comunes. Como del culto indiscriminado a los autores consagrados, en la literatura, en la pintura, en todo. Sólo cuenta la verdad, contorneada con la gubia de la razón, para decirlo con estilo un poco kitsch.

Hay otra expresión, anclada en un dislate lógico mucho más grave, esa de “la excepción que confirma la regla”. Las excepciones jamás confirman ninguna regla. Es más, las excepciones son un aviso de que la regla no es aplicable siempre, que puede estar inficionada por el error. Sólo en algunos casos estaría justificada: cuando la excepción resulta no ser tal. Con un ejemplo se entenderá muy bien lo que quiero decir. Imaginemos que alguien sostiene, en un pueblo, que “todos los miembros de la familia Costilla tienen los ojos azules”. Los hermanos, los hijos, los nietos, todos los Costilla tienen los ojos azules. “Pero Pedro, el hijo de Tomás, no los tiene”, objeta uno. A lo que el primero contesta, “Es que usted no sabe que Pedro fue un niño adoptado, que no pertenece a la familia Costilla”.

Ni siquiera en esta ocasión favorable la excepción confirma la regla. Confirmar no es el término apropiado aquí. Se puede decir que la excepción no invalida la regla, es compatible con ella. Al no pertenecer genéticamente a la familia Costilla, el color de los ojos de Pedro no cuenta, no importa. Pero tampoco confirma nada: el color de sus ojos es irrelevante en cuanto a lo que rige para esa familia.

Todo lo anterior es sólo una muestra de que a menudo hablamos, escribimos, sin pensarlo demasiado. Le ocurre a personas de toda condición mental; hasta puede que más a los mejor dotados, por confiarse en exceso. Ocurre como con los que tienen gran facilidad de palabra, que uno tiene miedo de que puedan hablar sin pensar.

Y ya termino, aunque podría seguir. “Con ser igual, ya no es lo mismo” es poco más que un trabalenguas, que me remite a un hecho de mi adolescencia, demasiado largo para contarlo aquí. Déjame recordarte de vez en cuando, lector, que todo lo que escribo son cosas que pienso y en las que creo. Si te engaño es que me he engañado yo antes, lo que puede ocurrir perfectamente. Por eso, trato de seguir el dictado de Ortega que pedía: Cuando enseñes algo, enseña también a dudar de lo que estás enseñando.

15 de octubre de 2013

De cómo leer

 
Estoy empezando este blog y no sé todavía muy bien cómo funciona este invento. Haré algunas reflexiones sencillas, que me parecen oportunas y tienen una proyección práctica. Avisé de que diría algo sobre cómo, en mi entender, debería leerse y con esto comienzo:

Leer tendría que ser un acto más trascendente, más ritual. Muchos de nosotros leemos tanto, tan continuadamente, que hemos trivializado esa actividad y, en consecuencia, casi siempre leemos sin ninguna clase de método o exigencia. Este es un mal proceder, porque perdemos gran parte de su posible productividad, de su ‘ubertad’ (la palabra no está en el diccionario de la RAE, pero tiene un origen latino inmediatamente reconocible y en inglés existe uberty). Y no me refiero sólo a la lectura académica, científica o reglada; me refiero a cualquier tipo de lectura.

No concibo leer sin un lápiz en la mano o al lado. Para señalar, de la forma que sea —yo prefiero un simple trazo en el margen, nunca el engorroso subrayado— los párrafos o pasajes que nos interesen especialmente. No estoy hablando de escribir comentarios eruditos al margen, que también se puede hacer (mal sitio para escribir el margen de un libro); me refiero simplemente al hecho de señalar lo que nos llama la atención por algún motivo. Obviamente, señalaremos tanto los aciertos, los hallazgos brillantes, como los desaciertos, los posibles errores, las faltas de ortografía o sintaxis, que, naturalmente, también las puede haber.

Cuando se termina un libro, se puede ir —se debe ir— en un corto tiempo, sobre esas páginas marcadas. En algunos casos, bastará con releer los párrafos escogidos, si lo que se persigue es, simplemente, tratar de grabarlos mejor en la memoria. En otros casos, quizá queramos incorporarlos a una colección personal, casi la única recomendable, de pensamientos, opiniones o sentencias. Por fin, en otros casos lo que buscaremos es completar lo encontrado, en algún diccionario o enciclopedia.

Todas estas tareas se hacen al terminar el libro y no interrumpen la lectura continuada del mismo. Quizá es mejor, para evitar que se acumule el trabajo, realizarlas

unas pocas veces a lo largo de la lectura y no dejarlo todo para el final. Al tratar de conservar esos detalles interesantes, cosechamos lo mejor de la obra que hayamos leído y, especialmente cuando buscamos ampliaciones en las enciclopedias, encontramos temas relacionados que multiplican el valor formativo de lo encontrado. El símil tantas veces propuesto de las cerezas de una cesta es enteramente apropiado: al tirar de una de ellas van enzarzándose otras y al final sacamos muchas más de una, de aquella inicial que habíamos agarrado al principio.

Para mí, el número de marcas que hacemos en un libro da una idea incluso de su valor global. Por supuesto que hay que matizar y pulir este aserto, que ya dijo Ortega que pensar era exagerar. Hay libros bellísimos y muy sencillos —la sencillez no está reñida con la belleza, más bien al contrario— en los que quizá no haremos muchas marcas. Me atrevería a decir que no es un caso frecuente, porque siempre, si la obra es realmente valiosa, habrá alguna expresión o metáfora, alguna idea, que nos guste señalar y releer más tarde, con la finalidad de intentar fijarla en la memoria. Y hay también libros más complejos, más ricos en datos, erudiciones o conocimientos —tampoco estos están reñidos con la belleza— que ofrecerán más ocasiones de que los marquemos. Para comprobar los hallazgos, ampliarlos o cotejarlos después.

Doy estos detalles, porque no oculto que, a pesar de mi condición de amateur y no experto, escribo estas páginas con una clara, aunque modesta, intención pedagógica, pensando que pudieran ser útiles para alguien. Casi todo lo que escribo lo hago con esas optimistas miras.