8 de mayo de 2014

Del pasado y de números


Siempre dije que amaba los números, que soy sensible a su poder y hasta a su magia. Ofrecen una vía para abordar el mundo, para desvelar sus misterios, que es única y eficacísima. Me gusta estudiarlos, mencionar sus propiedades o exponer sus secretos. La parte más personal de mi actividad profesional la dirigí a maximizar el rendimiento diagnóstico, mediante algoritmos apropiados, de las exploraciones médicas que tienen resultados numéricos. Como hablé recientemente de mi padre y de los problemas que me ponía de niño, recojo aquí uno, del que me acuerdo muy nítidamente. El enunciado tiene la inocencia de los que ya conté y se encuentran en el libro del matemático indio Bhaskara, del siglo XII, de título Lilavati, el nombre de su hija. 

“Un hombre es atropellado por un coche que se da a la fuga. Cuando la policía le pregunta por detalles del vehículo, la víctima contesta que no sabe. Sólo recuerda que la matrícula tenía seis dígitos, el primero de los cuales era un uno. Y que si se ponía ese uno al final, el nuevo número era el triple del primitivo”. Sagaz y excelente calculador el atropellado, que resultó casi ileso. No quiero que se preocupe nadie por él.

Siempre que lo cuento, incluso ya de mayor, trato de enfatizar que de las seis cifras de la matrícula sólo se conoce una, la primera. Y que quedan por averiguar las otras cinco; que hay cinco incógnitas. Lo digo por si cuela; es una mentira muy gorda. Las cinco cifras forman un solo número y hay una sola incógnita. Aplicando una ecuación, la solución es inmediata. La escribo, lector, por si formas parte de la inmensa legión que olvidó cuidadosamente sus matemáticas. Es muy fácil:
(100000 + x) * 3 = 10 * x + 1      (el asterisco indica multiplicación).

Resolviendo la ecuación, el número es: 142857. En efecto, cambiando el uno de la primera posición a la última, queda 428571, que es el triple de 142857.

A los once o doce años, yo no sabía nada de ecuaciones, claro. Pero es fácil deducir que, como el nuevo número ha de acabar en 1, el último del original ha de ser forzosamente 7 (al multiplicarlo por tres, da 21, que termina en 1). Siguiendo de atrás a adelante, por la ‘cuenta de la vieja’ se van hallando los dígitos sucesivos. Y así los calculé, poco a poco, para satisfacción mía y no digamos de mi padre. Por todo ello, cuando alguien le dijo que yo no era de los más torpes en la escuela (en esto pudo muy bien equivocarse), se animó a darme estudios, sin dudas o titubeos. Influyó mucho la educación que mi padre, un trabajador sencillo, había recibido de los escolapios, antes de que dejaran Úbeda en 1920, porque el Ayuntamiento no pagaba lo necesario para la conservación del antiguo convento trinitario, adyacente a la Iglesia de la Trinidad, en donde estaba la escuela. Si alguien quiere saber algo más, puede leerlo en la excelente Historia de Úbeda, de Juan Pasquau.

Es un recuerdo del pasado, que explica cómo fue fácil, nacido en una familia modesta, encarrilar mis pasos hacia los estudios desde el principio. Quizá el proceso de mejora social es lento y puede llevar más de una generación. También digo que, en el fondo, el cambio de estatus social no deja de ser una pamema y nada importante cambió en mí, desde mi niñez hasta ahora. Y fin, que partimos hacia la bella Galicia.

7 de mayo de 2014

Algo de mi pasado en Úbeda


En mi entrada anterior hablé del pasado, de su sentido íntimo para los seres humanos, especialmente al llegar a una cierta edad. Sobre esto del pasado, presente y futuro, se ha pensado y escrito bastante. Para algunos, el futuro es incierto e incluso puede no llegar. El pasado ya fue, está ido y es inmodificable. Proclaman que lo único que cuenta es el presente, lo que estamos viviendo, e insisten en el Carpe diem (aprovecha el día) horaciano. Ya sabemos que todo es discutible. Yo tiendo a pensar en el pasado como descanso, como recreación y venturoso refugio, como lo que no nos puede ser ya arrebatado y nos pertenece y es nuestro por los siglos de los siglos.

— Fray Gerundio, yo creo, y perdone mi atrevimiento, que usted se pasó un poquito con lo que dijo sobre el pasado y la vida de cualquiera. Aquello de que estaba llena de hazañas, de heroísmos, de aventuras prodigiosas… Parece que todos fuéramos como el don Aquiles aquel, que le decían de los pies ligeros, que es como decir que era muy rápido corriendo. Y que iba siempre persiguiendo a una tortuga, a la que no alcanzaba nunca, porque corría todavía más que él. Que también es raro esto, tratándose de una tortuga. Es que usted cuenta cosas muy extrañas, si lo puedo decir.

  Hijo mío, y qué bendito simple eres. ¿Cuándo he dicho yo que Aquiles fuera corriendo siempre detrás de una tortuga?

— Pues no hace tanto, en este mismo blog. Y mencionó entonces a un tal Zenón de Elea, que por lo visto fue el que contó toda la historia. Porque el propio Aquiles no dijo ni palabra del asunto, seguramente porque le daba vergüenza no poder coger al animal.

— ¡Dios mío! Y cómo puedes enmarañar las historias. Pero dejemos esto ahora, porque se nos va el tiempo y quiero yo decir, hablando del pasado, del mío, que parte de lo fácil que fue mi vida se lo debo a los padres escolapios de mi pueblo.

— Fray Gerundio, usted no es ningún mozalbete, pero esos buenos padres se fueron de Úbeda en 1920 y usted nació mucho después.

— Eso es verdad. Pero mi padre sí había nacido por entonces y se educó con ellos —cuando yo era niño, me ponía problemas matemáticos no fáciles—. Por eso, cuando de chico alguien pensó que yo tenía algo de facilidad para los estudios, comprendió enseguida que tenía que estudiar y punto. Personas muy valiosas de mi pueblo, tuvieron que luchar contra el designio paterno de incorporarles al negocio familiar, una vez terminada la enseñanza obligatoria. Eran padres tan amantes de sus hijos como el mío, pero que veían la situación de otra manera y hubieron de ser convencidos. Afortunadamente, lo fueron, para bien de los hijos y de todos.

— Es que la educación es muy importante en la vida de las sociedades; y lo digo yo que soy bien simple. El saber requiere esfuerzo y, por cierto, ocupa lugar. Lo que no ocupa lugar es la ignorancia.

— Lo que dices está muy bien. Yo sigo tan agradecido a estos padres escolapios, que querría investigar algo sobre los últimos años de su colegio en Úbeda. He tenido la suerte de encontrarme con uno de ellos, sabio, don Valeriano, encargado del archivo en Madrid y persona muy amable. Cuando le dije mi edad, me contestó que yo era un crío; él tiene unos cuantos años más que yo, está despiertísimo y no para de trabajar.

Son detalles estos de mi pasado, que quería mencionar. Escribí la entrada de hoy casi pensando sólo en mis paisanos de Úbeda, sobre todo los de mi edad, que conocen o adivinan las circunstancias de lo que cuento. Se la dedico a ellos, con mis mejores saludos. Es algo distinta de las habituales. Estoy de buen humor; mañana nos vamos a Galicia, otra tierra que amo.

6 de mayo de 2014

Del telón corto y del pasado


Amigo lector, en mi anterior entrada te animaba a recitar con el telón corto —el que no está bajado del todo y su borde inferior queda a alguna distancia del suelo del escenario— a tu espalda. Pero tengo que decirte la verdad: pensaba en otro. Veía muy claramente, con una acuidad que el tiempo no ha logrado destruir, a Manuel Dicenta, hace unos sesenta años. Recitaba en un teatro madrileño, delante del telón corto, frente al público, el bello prólogo de Los intereses creados, de Benavente, con aquella voz grave y rota, inigualable. Cuando se asiste a algo así, a los dieciséis o diecisiete años, eso ya no se olvida, eso te queda para siempre. Y te impone un canon, unas exigencias en tu apreciación artística frente a las que no puedes hacer nada, sino obedecerlas y seguirlas. Es el pasado, tu pasado, y es para siempre. Dicenta era un formidable actor que lleva demasiados años muerto, desde 1974. Si eres joven, no lo conocerás; quizá sí a su guapa, vivaracha y graciosa nieta, Natalia Dicenta.

Un poco de aquel prólogo: “He aquí el tinglado de la antigua farsa, la que alivió en posadas aldeanas el cansancio de los trajinantes, la que embobó en las plazas de humildes lugares a los simples villanos, la que juntó en ciudades populosas a los más variados concursos, como en París sobre el Puente Nuevo, cuando Tabarín desde su tablado de feria solicitaba la atención de todo transeúnte, desde el espetado doctor que detiene un momento su docta cabalgadura para desarrugar por un instante la frente, siempre cargada de graves pensamientos, al escuchar algún donaire de la alegre farsa, hasta el pícaro hampón, que allí divierte sus ocios horas y horas, engañando al hambre con la risa…”. Ahí está, para que lo juzgues. Lee la obra cuando puedas.

Es mi pasado. Cuando iba al teatro de claquero, de ilustre oficiante de la claque, institución insigne nacida en los tiempos de Nerón, comprando aquellas entradas de precio reducido, francamente aéreas, que el jefe de la claque vendía siempre en algún bar cercano al teatro. Recuerdo que en otra ocasión, con familiares de Úbeda, fuimos al famoso teatro Lara, no de claque, pero con entradas también de altura. Mi tío se pasó llorando la mayor parte del tiempo —era una obra de Calvo Sotelo, que hizo furor por entonces—. Aquellas profundas emociones se trocaron en auténtico pánico cuando vimos, desde aquel barandal de la luna, a otra familia ubetense, que estaba en el mismísimo patio de butacas. Y nosotros allí, colgados del aire.

Es mi pasado. El mismo que lleva a tantos viejos a querer dejar alguna especie de ‘memorias’, para que quede la debida constancia de que existieron. Porque la vida, la de cualquiera, está llena de hazañas, de heroísmos, de aventuras prodigiosas, de recuerdos a los que embelleció el tiempo; también de derrotas de las que se aprendió y se logró olvidar. Los antiguos dijeron que la vida era breve y el arte largo. Te doy, lector, la cita entera —en latín, no en griego—, que está en el principio de una obra del médico griego Hipócrates, sus Aforismos: Vita brevis, ars longa, occasio praeceps, experimentum periculosum, iudicium difficile (la vida es breve, el arte largo, la ocasión fugaz, el experimento peligroso, el juicio difícil).

En el fondo, la vida no es tan breve, a cada uno de nosotros nos han sucedido miles de cosas. Es el mundo el que es enorme, absolutamente inabarcable y preñado de otros mundos, igualmente infinitos. La facilidad actual para viajar, para trasladarnos de un lado a otro del planeta, puede deslumbrarnos, engañarnos y ocultarnos nuestra menesterosa condición.

El pasado, que tiene también algo de infinito, es acogedor, íntimo y tierno. Nos ha ido haciendo poco a poco; somos lo que somos por él. Un escritor francés del que un día hablaré, Maurice Bedel (1883 – 1954), ganador del premio Goncourt en 1927, escribió un libro titulado Plaisir du passé, en el que recomienda: Aux jours de disette, tu recueilleras les nourritures de ta joie dans le plaisir du passé (en los días de escasez, recogerás el alimento para tu alegría en el placer del pasado).

5 de mayo de 2014

Dos textos de Schwob y Borges


Lector, prometí hablar de Marcel Schwob y lo haré, lo estoy haciendo. En varias entradas, porque a pesar de ser en la actualidad casi un desconocido para el gran público, fue muy influyente en escritores tan famosos como Apollinaire, Artaud, Michel Leiris, Borges, Paul Claudel, André Gide, y fue amigo de infinidad de ellos. Paul Valéry, Oscar Wilde y Alfred Jarry le dedicaron obras suyas. Era de una erudición portentosa, hablaba varias lenguas, estudió el sánscrito con Ferdinand de Saussure… Se casó con una de las actrices más célebres de la época, Marguerite Moreno, francesa de madre española, musa sagrada del simbolismo.

Me fijaré por ahora en Borges, que reconoció explícitamente la influencia de Schwob, confesando que empezó a leerlo a los veinte años. Y porque quiero traer aquí dos textos de estos autores. El del francés está en Vidas imaginarias —es la de Lucrecio— y va ya en español. El del argentino se encuentra en su famosísimo relato El Aleph.

 Del primero: “Desde allí contempló la inmensidad hormigueante del universo; todas las piedras, todas las plantas, todos los árboles, todos los animales, todos los hombres, con sus colores, con sus pasiones, con sus instrumentos, y la historia de esas cosas diversas y su nacimiento y sus enfermedades y sus muertes. Y entre la muerte total y necesaria, percibió con claridad la muerte única de la Africana; y lloró”.

Lector, creo que ya nos conocemos un poco. Lo que sigue, también lo anterior, no es para leerlo meramente. Tienes que abandonar cualquier preocupación, cerrar con llave tu habitación y ponerte a declamar. Sí, declamar. Como si estuvieras en un gran teatro, con el telón corto detrás de ti. Un teatro antiguo, decadente, lleno de grandes y hermosas lámparas y molduras doradas. Ahora todas las luces están apagadas y sólo quedan las diablas enfocándote. Tú estás allí, solo, adelantado en el proscenio, y todo el mundo está pendiente de ti, escuchándote. Estás dentro de una caja dorada, una caja que parece hecha de oro, que quizá es de oro. ¿Listo? Empieza.

 “Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto rojo (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, [...] vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, [...] vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos, que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada en una playa del mar Caspio en el alba, [...] vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, [...] vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré...”.

El texto, lo he cortado algo, es de 1949, cuando Borges tenía cincuenta años. No se puede escribir así antes y quizá tampoco después. Lector, entiéndeme: estas son cosas que se dicen pour montrer de l’esprit, pero que no son verdad. Si te pones a mirar, nada es verdad. Se parece al de Schwob. ¿Plagio? No, claro. Hablaremos de esto otro día.

Esta entrada tiene poco mío y, sin embargo, me gusta. Porque, podría hacer que alguien quedara enganchado a la buena literatura —es lo que busco siempre en este blog—, esa en que las palabras se hacen música. La literatura incardina el tiempo, como la música y la danza. Es así un componente de aquella Gesamtkunstwerk (obra de arte total), que persiguieron Wagner y otros.

4 de mayo de 2014

Sobre el complejo de Eróstrato


Lector amigo, mencioné en una entrada anterior a Eróstrato y describí algo del templo de Artemisa en Éfeso, una de las siete maravillas del mundo antiguo, a través de un texto del francés Marcel Schwob, de quien prometí hablarte. Ya te conté de él que murió joven, que es —en muchos casos, quizá en la mayoría de los casos, pero tampoco en todos— lo peor que le puede ocurrir a uno. Como ya dijo el discretísimo Sancho, con palabras que también te transmití a su tiempo: “la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía”.

Pero antes de empezar con Schwob, querría contarte algo del llamado por algunos psicólogos ‘complejo de Eróstrato’, que agrupa a aquellos individuos poseídos por la irrefrenable pasión de ser famosos, de alcanzar universal e imperecedero renombre. Deriva esto, aunque no necesariamente, porque no siempre la expresión del trastorno psíquico es completa, de una excesiva apreciación de la propia valía, de la conciencia de superioridad sobre el resto de los mortales, que demanda y exige por consiguiente el pase a la posteridad, la inmortalización del nombre.

Te podría citar bastantes ejemplos de esto, pero prefiero seguir con Cervantes. Don Quijote refiere a Sancho (II, 8), después de haberle hablado de Eróstrato, algo que sucedió a Carlos V: Quiso ver el emperador aquel famoso templo de la Rotunda, que en la antigüedad se llamó el templo de todos los dioses […] él es de hechura de una media naranja, grandísimo en estremo, y está muy claro, sin entrarle otra luz que la que le concede una ventana, o, por mejor decir, claraboya redonda que está en su cima, desde la cual mirando el emperador el edificio, estaba con él y a su lado un caballero romano, declarándole los primores y sutilezas de aquella gran máquina y memorable arquitectura; y habiéndose quitado de la claraboya, dijo al emperador: Mil veces, sacra Majestad, me vino deseo de abrazarme con vuestra Majestad y arrojarme de aquella claraboya abajo, por dejar de mí fama eterna en el mundo. Yo os agradezco, respondió el emperador, el no haber puesto tan mal pensamiento en efeto, y de aquí adelante no os pondré yo en ocasión que volváis a hacer prueba de vuestra lealtad; y así, os mando que jamás me habléis, ni estéis donde yo estuviere. Se trata aquí, como vemos, de un complejo de Eróstrato atemperado, vencible.

Hay muchos ejemplos parecidos, pero trato de citar a Cervantes siempre que puedo. Es que, en ese mismo capítulo, a don Quijote se le ocurre decir nada menos que esto: ¡Oh envidia, raíz de infinitos males y carcoma de las virtudes! Todos los vicios, Sancho, traen un no sé qué de deleite consigo; pero el de la envidia no trae sino disgustos, rancores y rabias (he respetado siempre la grafía de la época).

Dejo, pues, unas citas del mejor libro del mundo. Y con esto se ha ido el tiempo y el espacio que suelo dedicar a estas entradas, por lo que no te podré decir nada más de Marcel Schwob. Pero lo haré en otra ocasión y ahora, para seguir interesándote, te diré que el primero que lo estudió fue un novelista y crítico de arte francés, Remi de Gourmont (1858-1915). Ya entiendo que estos nombres no son de gran actualidad, que muchos no son muy conocidos. Pero eso no debe apenarte, lector, que el propio Gourmont escribió algo a propósito: “Saber lo que todo el mundo conoce es como no saber nada. El saber comienza allí donde el mundo comienza a ignorar”. Bueno, es un dicho más; los hay para cada ocasión. Lo cierto es que Borges se hacía leer nuevamente este ensayo sobre Schwob, en Ginebra, antes de morir en 1986.