11 de abril de 2017

Elogio de la palabra (6 de 6)


Abandono estas elucubraciones. He hablado casi únicamente de palabras, aunque haya hecho alguna excursioncilla por otros ámbitos de la realidad. Lector, quizá te haya hecho pensar en todo y en nada, como pretendía el mismísimo Goethe —lo conté al principio—, en su discurso a los compañeros, en una fiesta campestre.
La realidad no se puede compartir —o lo que es lo mismo, no existe— sin la palabra. No sé con qué decirlo / porque aún no está hecha / mi palabra, cantó Juan Ramón Jiménez, en Eternidades, en 1917. Para todo hacen falta las palabras. En un relato de esos que considero del todo inalcanzables, El pequeño Heidelberg, de Isabel Allende, se cuenta de un capitán de barco, extraño y viajero, elegante y pacífico, que había llegado al lugar hacía mucho tiempo y había pasado allí cuarenta años bailando todos los sábados, en un sencillo salón de baile, con Niña Eloísa, una dama local, diminuta, blanda y suave, sin que se cruzaran una sola palabra, ni en español ni en ningún idioma conocido.
Un día, llegó una pareja de extranjeros y el capitán oyó que hablaban sus palabras, las de su niñez, las que no había oído durante décadas. Se dirigió a ellos, les pidió con premura algo y los extranjeros tradujeron su recado en un pasable inglés, que el dueño del local repitió en español, ante la frágil anciana. Niña Eloísa, pregunta el capitán que si quiere casarse con él. ¿No es un poco precipitado?, musitó Niña Eloísa. El capitán, respondieron los extranjeros, dice que ha esperado cuarenta años para decírselo y que no podría esperar hasta que se presente de nuevo alguien que hable su idioma. Dice que, por favor, le conteste ahora. El capitán pensó, sin duda, que no podía declararse a nadie, si no era en su idioma materno, con sus viejas palabras, aunque lo tuviera que hacer a través de intérprete. Y esperó pacientemente hasta que llegó la ocasión, el milagro. Pero luego no quiso, como es lógico, perder la oportunidad, cuando al fin se presentó.
En ese mundo tierno, alocado, extravagante, imprevisible y teñido de candor e inocencia, me gustaría vivir. Y como eso no es posible, es el que quiero para la literatura: la gracia, la belleza, gloriosamente despreocupadas por la verosimilitud y forjando sueños sin tregua. Una literatura casi nunca ajena a los sentimientos. Hay que atreverse a sentir, recomendó Stendhal. Con lo que, además, se hace fácil escribir, que ya sentenció Cervantes, en El amante liberal, que “lo que se sabe sentir, se sabe decir”. Así querría que fuera la mía: literatura que sólo se pueda continuar y combinar adecuadamente con el silencio. “En ese momento de su narración, Scherezada vio aparecer la mañana y se calló”.
Siempre he pensado que sólo hay unos pocos temas realmente importantes. Junto a las palabras están, sin duda, los sueños. Y también el tiempo. Ese tiempo que, lo digo en otro relato, deshace las vidas y nos abate e iguala a todos, que huye asolando y descomponiendo despiadadamente las cosas, haciéndolas cambiar bajo su soplo terrible y constante. Incluso los astros, imperturbables y ajenos, aparentemente situados fuera de su dominio, se alteran con su transcurso, porque hasta los cielos se transforman y las constelaciones modifican su apariencia. El tiempo, que se une viciosamente a la vida, que se confunde con la esencia misma de la vida, y la envenena y destroza, y la hace pobre e ingrata. El tiempo es la limitación, la opresión, el recuerdo constante de nuestra finitud y de nuestra impotencia. El espacio crea perspectivas insólitas y descubre nueva belleza; el paso del tiempo, en cambio, aniquila todo lo creado, destruye la hermosura del mundo y es la fuente última de toda la melancolía, de toda la tristeza y de toda la angustia humanas.
Lector, ha pasado el tiempo y he de terminar. Cuenta González Ruano, en su Madrid entrevisto, que al final de su vida, el pobre Ramón de Basterra, que murió sin cumplir los cuarenta años, con tanto inacabado, decía a sus amigos: Decidme que mis versos son muy buenos... A vosotros no os cuesta nada y a mí me hace muy feliz. A mí, esos halagos me dejan relativamente indiferente. No porque sea más ascético que Ramón de Basterra, sino porque he vivido muchos más años. Pero sí querría, y lo digo con franqueza, que se conocieran y leyeran mis libros. Porque los hice con cariño, con cuidado, con personajes limpios y tiernos. No he sabido nunca crear personajes malvados. Y he rechazado siempre la agresividad gratuita, el mal gusto y la coprolalia (el hablar sucio). En literatura, o se cuenta algo con claridad o se describe algo con precisión o hay que emborrachar con belleza. Vivimos una época de gustos vulgares. Muchos sólo quieren historias de acción, tipos que lleven una pistola en el sobaquillo. Y sexo, turbia y burdamente expuesto. Don Quijote, hoy, tendría que revolcar a Dulcinea en el tercer capítulo, sin quitarse la armadura, ha sugerido con gracia Andrés Trapiello, uno de nuestros buenos escritores contemporáneos.
Empecé hablando de Goethe y de palabras, y así querría terminar. El maestro alemán afirmó: Soy enemigo mortal de las palabras bajo cuya cáscara no encuentro nada. Ojalá haya logrado yo poner algo dentro de las mías, en estas entradas.