8 de febrero de 2014

Los tres príncipes de Serendip (final)


Prometí continuar la historia de los príncipes de Serendip y lo hago ahora. El título completo del libro que leyó Walpole era Travels and Adventures of Three Princes of Serendip, interspersed with eight novels (con ocho novelas intercaladas), indicando claramente que era un conjunto de historias.

Prosiguiendo la historia del camello tuerto, cuando el emperador Beramo escuchó los razonamientos de los tres príncipes, quedó maravillado de su inteligencia. Mucho más cuando adivinan que un consejero real quiere envenenarlo. Se confía entonces a ellos plenamente y les cuenta que hubo una vez en el reino un Espejo de Justicia, capaz de identificar sin error a las personas culpables. El espejo fue robado y llevado a otro reino, el de la Reina Virgen. Les pide que lo recuperen, para restaurar así la justicia.

En ese otro reino, hay una mano gigantesca que sale del mar y atrapa y ahoga a los humanos. Sólo enfrentándole el espejo se logra que la mano capture animales y deje en paz a los reales súbditos, por lo que la reina no quiere desprenderse de él. Los príncipes se acercan a la playa y el mayor descubre que la mano es el símbolo de que cinco  hombres unidos pueden conquistar el mundo. Levanta su mano con solo dos dedos extendidos y demuestra así que bastan dos hombres. Desaparece la mano y la reina, agradecida, les devuelve el espejo.

Al regresar junto al emperador, se enteran de que Diliramma, la esclava a la que amaba, un día le ofendió en público. Estas cosas pasan con los amores. Fuera de sí, Beramo mandó que la dejaran atada en un bosque. Al día siguiente, arrepentido, ordenó que la buscaran, pero no la pudieron encontrar. Desde entonces estaba tan triste que se temía por su vida. Los príncipes le aconsejaron, para luchar contra la melancolía, construir siete hermosos palacios y vivir una semana en cada uno, oyendo los relatos de siete contadores de historias, a los que se seleccionó de los reinos más lejanos.

Así se hizo y en seis semanas la salud del rey fue mejorando. En la séptima, se narra la historia de un señor poderoso que rechazó a su amante. El rey sospecha que es su propia historia e interroga al cuentista. Este conoce bien a Diliramma y le dice que ella sigue amándole, a pesar de su crueldad, y sólo quiere saber si sería perdonada. Beramo envía inmediatamente por ella, la traen hasta él y viven con una felicidad completa. Los príncipes idearon el retorno de la bella esclava, porque no creyeron que hubiera sido devorada por los animales. Y sugirieron buscar cuentistas lejanos, suponiendo que alguno podría saber algo de Diliramma, como sucedió. La mujer había sido encontrada en el bosque por un mercader, que la recogió y la llevó a su país. 

Los príncipes volvieron al reino de Giaffer. Cuando este murió, el hijo mayor le sucedió como rey de Serendip. El hijo mediano volvió a la tierra de la Reina virgen y, conociéndolo —fue el que notó que la orina junto al camello era de mujer, porque se llenó en un momento de concupiscencia carnal—, con toda seguridad le hizo perder su doncellez en un suspiro, se casó con ella y fue rey. Beramo reclamó al más joven de los príncipes y lo casó con su hija. Poco después murió y el yerno ocupó el trono.

Las historias que contaron al rey Beramo, proceden de fuentes persas e indias. El formato parece inspirado en Las siete bellezas (Haft Paykar), un poema persa del siglo XII, de Nizami Ganjavi. Son bastante largas, con temas de amor, odio, inocencia, maldad, poderes mágicos, etc. Algunas de la fábulas están relacionadas con el Panchatantra indio y otras son conocidas en otras tierras. La más universal de todas es la del camello tuerto, que se encuentra en el folklore de Ucrania, Serbia, Corea, etc.  

El escritor inglés William Boyd acuñó el término zemblanity para designar lo opuesto a serendipity; sería hacer descubrimientos “infelices y además buscados”. El nombre derivaría del archipiélago ruso de Nueva Zembla, una tierra fría y desértica, completamente distinta a Sri Lanka.

7 de febrero de 2014

Arte generativo y probabilidad


Mis tres últimas entradas eran sobre la actualidad, categoría que ya dije que me seduce poco; las escribí por mi preocupación por el problema catalán. No reincidiré en el futuro inmediato y me refugio ahora en lo que realmente me gusta: temas de literatura o matemáticos, de probabilidad.

Por azar —tantas veces el azar— visité una exposición, 77 millions paintings (sic), de un famoso músico inglés, Brian Eno, interesado también en las artes visuales. Es una muestra de ‘arte generativo’, en la que sobre una pantalla se proyectan pinturas abstractas, que se van modificando de manera casi imperceptible, con música ambient minimalista. El título viene del número de combinaciones aleatorias, de vídeo y música, que pueden ser generadas, leo en el folleto, “partiendo de la certeza de que nunca se repetirá el mismo paisaje audiovisual”.

Estos asuntos llaman siempre mi atención. En lo aleatorio no hay certezas, salvo en determinadas circunstancias. Si la generación es aleatoria, puede haber repeticiones, salvo que las combinaciones ya producidas sean excluidas por el algoritmo de generación. El folleto no lo especifica. Sin tal exclusión, puede haber repeticiones. ¿Cuándo? Con un número tan alto de combinaciones, tardará mucho tiempo. ¿Hasta casi agotar los 77 millones de posibilidades? Muchísimo antes; me explico, con números más manejables.

¿Cuál es la probabilidad de que, en un grupo de personas, dos cumplan años en la misma fecha? Si hay 367 personas (366 + 1, hay años bisiestos) la probabilidad es uno. Pero con menos elementos puede darse la coincidencia. Imaginemos que una primera persona dice su fecha de nacimiento. Para que no haya repetición, la segunda no puede haber nacido en esa fecha. La tercera persona no puede haber nacido en ninguna de las fechas de las dos primeras. Y así sucesivamente: cada vez es más difícil no coincidir.

Lector, te ahorro los cálculos. Con 23 personas, ya es un poco más probable que dos tengan el mismo cumpleaños que lo contrario. Con más personas, aún más probable. Sólo con 367 personas la probabilidad es uno. En el caso de las pinturas de la exposición, sin exclusión, mucho antes de los 77 millones puede haber repetición.

El ser humano se confunde mucho con las probabilidades. Contra lo que muchos piensan, si en la ruleta sale el 9, la probabilidad de que salga en la siguiente tirada no cambia, es la teórica (1/37). Si el azar hace que el 9 salga cuatro veces seguidas, la probabilidad de que salga de nuevo es la teórica. Más arriesgado es pronosticar que salga el 9 dos veces seguidas. La probabilidad de que eso ocurra es justamente el producto de las dos probabilidades teóricas (1/1369). Pero si ya ha salido un 9, la probabilidad de que salga el segundo es la de siempre. Es así de definitivo; la matemática es la más bella de las artes.

6 de febrero de 2014

Mas, Gallbraith y el abad


Vivir es cambiar constantemente, sobre todo en nuestras opiniones y certezas, en nuestros presupuestos mentales. Sentía yo angustia empática cuando pensaba en la tarea ineludible e inaplazable de ciertos columnistas de periódico, que han de escribir un artículo diario, y ahora veo con esto del blog que no hay tal y que ocurre lo contrario, que sobran temas y uno no sabe qué escoger.

Querría seguir con mis literaturas, pero se amontonan los cabos por atar. En su debate con González, Artur Mas dejó claro que la consulta no tiene carácter vinculante y sólo serviría para tenerla en cuenta al discutir después con el Estado. Esto introduce un sesgo invalidante, ya que puede inducir, a gentes no secesionistas, a votar en el sentido de reforzar la posición de Cataluña al negociar después su inserción en el conjunto de España.

Aunque este asunto nos preocupa a todos, persiste un optimismo, que podría revelarse engañoso. En Estados Unidos se suele decir que, en su historia, los optimistas han demostrado siempre llevar razón. No ha sido igual en la historia de España o de Europa. Lo que se construye afanosamente con inteligencia y esfuerzo durante años, se puede reducir a la nada en segundos; es la ley de la entropía que rige el Universo, la precipitación inevitable en el desorden. John Kenneth Gallbraith prevenía sobre las catástrofes que pueden provocar los tontos que ocupan altos puestos en la política o la economía. En nuestro país tal vez no tenemos los políticos más sagaces del mundo. En la apreciación colectiva todos suspenden y la mejor valorada —una mujer, nada independentista por cierto— no llega al aprobado. La mezcla de una situación complicada y unos líderes discutibles, causantes en parte de la misma, puede resultar letal.
 
Leo que el abad de Montserrat afirma tajantemente que el derecho a decidir es uno de los derechos humanos. En los tiempos que corren, con tanta batahola proabortista, el señor abad debería ser más cuidadoso, porque algunas mujeres podrían, al reclamar su derecho a decidir su maternidad, aprovechar su pronunciamiento y corear:
Ho diu l’abat,
ho diu l’abat
de Montserrat.
 
También asegura este abad que la lengua es un elemento de soberanía. Aplicando este axioma con la debida contundencia, podría haber siete mil naciones en el mundo, con siete mil parlamentos, siete mil nuncios, etc. Las Naciones Unidas tendrían siete mil miembros.
 
Señor abad, que el buen Dios nos dé, o nos devuelva, el sentido común.

5 de febrero de 2014

Debate González y Mas (continuación)


Releo mi opinión sobre el debate entre Felipe González y Artur Mas (mi entrada anterior) y me siento incómodo; quizá fui duro. Estos temas de actualidad no son mis preferidos y si me refiero a ellos es porque creo que las presentes circunstancias son excepcionales. Vi el debate, esperando con urgencia algo de luz, dada la entidad de los debatientes. Pienso que se perdieron en gentilezas y versallerías (no está en el DRAE, pero está en Darío… y punto) y no abordaron con profundidad el problema.

  Aparecieron unos amigos en un bar de Barcelona, diciendo que jamás habían tenido problemas al dirigirse a alguien en castellano. Es lo normal y lógico. Pero también está lo de multar por no poner los nombres de las mercancías en catalán. Habrá razones, me digo. Y también está lo que cuento en mi entrada del 11/12/2013, de alguien que se enfadó porque no le contestaron en esa lengua. Y más cosillas.

Estaba yo una vez en Barcelona y una señora, elegante y de buen ver, me preguntó algo en catalán. Con la mayor delicadeza, puse mi mano sobre su brazo y, con mi mejor sonrisa, le dije, porque era la pura verdad: Lo siento, señora, no he entendido una palabra de lo que me ha dicho; si puedo ayudarla en algo. Y qué de excusas: usted perdone, no sabía, decía ella; no se preocupe, decía yo. ¡Qué pena no haber hablado  entonces catalán y poder haberla servido en lo que hubiera sido menester! ¡Qué me van a contar a mí de la cortesía de la tierra! Pero también, hace poco, alguien de por allí, medio conocido, contó que le daba asco ser español.

Conviene que se sepa que eso de ser español suele estar bien visto por el mundo. He viajado algo y lo he vivido. En Alemania, al conocer mi país, intercalan a veces en la charla, con cierta gracia y mejor intención, un “Señor”. En Italia, al ver la matrícula de mi coche, hace siglos, me han parado para hablarme de España. En Nápoles, en una trattoria, alguien de un grupo folclórico, al disculparme por no comprar un disco (era estudiante y no me sobraba el dinero), al ver que era español, me dijo, cariñosamente: ¡Ah, traditore! Y cosas así en Francia y en Inglaterra y en Estados Unidos.

Algunos españoles empiezan a pensar que las cosas se han salido de quicio. Pero no oigo hablar mal de los catalanes; más bien lo hacen como del hijo pródigo que esperan que recapacite y vuelva a casa. Y si el problema son las cuentas, que las hagan de una vez. Habrá quizá más de una manera de hacerlas, pues que las hagan de todos los modos posibles. Hacienda lo sabe todo. ¿Cómo es que no está claro ya ese asunto?

De ese debate yo esperaba más certezas. No las hubo. Por eso me quejo.

3 de febrero de 2014

Presidentes González y Mas


Como está recogido expresamente en la Constitución —en la constitución de este blog— los temas de actualidad no son su principal preocupación. Desgraciadamente, a veces me veo obligado a referirme a ellos, cuando mi estupefacción sobrepasa ciertos generosos límites. Como ahora.

Alguien dijo que si los españoles conocieran el tenor de las deliberaciones de los consejos de ministros, los aeropuertos se llenarían inmediatamente de gentes tratando de huir a alguna parte. Estoy seguro de que esto pasa en más países, no sólo aquí. Pero el caso es que ayer vi en la tele un cara a cara entre Felipe González y Artur Mas. Bueno, entre González, por un lado, y todo un tinglado mediático por otro. Y me sonaron las alarmas.

Una vez vi en un pueblo de la montaña asturiana un partido de fútbol entre dos equipos de la zona. Me sorprendió no ver un árbitro y también que hubiera veintitrés jugadores en el campo, doce de un equipo y once de otro. Me lo explicaron enseguida. Mire, aquí somos nobles y francos, no nos andamos con remilgos y llamamos al pan, pan y al vino, vino. En vez de tener un árbitro ‘casero’, preferimos que juegue directamente con el equipo local y así él sabe a qué atenerse y no tenemos que andar intimidándolo. Cuando el partido es en el campo contrario, el árbitro se suma al otro equipo, como es justo y lógico. De hecho, vi cómo el jugador-árbitro pitó un penalti clarísimo —me insisten en que la imparcialidad está garantizada con el sistema— y él mismo lo transformó en gol. Todo muy emocionante y original.

Algo así fue el debate. Ni siquiera pienso que esto supusiera una gran desventaja para Felipe González, no me quejo de eso. La planura de la charla, el vuelo intelectual del encuentro fue tal, que ni la equidad más absoluta lo hubiera salvado. El trato correctísimo, Presidente por aquí, Presidente por allá. Los argumentos más bien orillados en lo banal. Casi todo lo importante quedó por decir.

Estuvo ausente lo que, para mí, es el núcleo central de todo este lío: la constatación imparcial y documentada de que los pueblos, las opiniones, las tendencias cambian. Esto no debiera sorprender en un régimen democrático, basado precisamente en esa dinámica. En las elecciones hoy ganan unos y mañana ganan los otros. Hay una masa de indecisos, de gentes más influenciables, que votan unas veces en un sentido y otras en el opuesto; todo dentro de una cierta inmutabilidad. A veces hay cambios más profundos, verdaderos cataclismos, desapariciones de partidos, masas de votantes que se volatilizan; encarcelados de un tiempo que llegan al poder; guerrilleros que se alzan como presidentes a través de la urnas…

Siendo esto así, ¿cómo se puede meter uno en la aventura de fragmentar un país, en armar una trapatiesta de consecuencias impredecibles, basándose en sensibilidades que, aunque fueran claras hoy, mañana pueden cambiar? Las razones para justificar tal acción tendrían que ser de una contundencia, racionalidad y garantía de perdurabilidad, difícilmente alcanzables. Hoy queremos la independencia, somos más los que la queremos. ¿Y mañana? ¿Se tiene la seguridad de que mañana será así? No era así hace muy pocos años —ni entro en la cuestión de cómo se ha llegado a esto—, ¿quién sabe lo que traerá el futuro? Las corrientes de opinión sirven para cambiar un gobierno, para promover la rotación del poder, pero no para justificar una decisión tan terrible como la de romper un país, salvo en situaciones absolutamente excepcionales, que hagan imposible el error y susciten la aquiescencia universal. Y da casi igual que el país  lleve siglos unido o sea de constitución reciente. Lo que importa es ese porvenir que desaparece, que se cambia para siempre, sin viable retorno.