8 de septiembre de 2016

Quo usque tandem abutemini, politici, patientia nostra? (II, fin)

         El viejo político al que me referí reconoció que Rajoy fue el más votado, aunque añadió con gracejo que también el más ‘vetado’. Ingenioso, ¿verdad? Sería un error quedarse sólo con el juego de palabras y desaprovechar la profunda sabiduría que esconde el díctum. Tan sutil distinción podría revolucionar el sistema electoral: habría un día para votar y otro para vetar; todos los ciudadanos votarían y vetarían. Un algoritmo matemático combinaría los dos resultados en un parámetro único y definitivo, evitando así que los que votan sean unos y los que veten otros. Hay que desvahar nuestra democracia, según lo descubierto por el avezado político: a Rajoy lo votaron unos ocho millones de españoles y lo vetan sólo unas cuantas cabezas pensantes en el Congreso, que nunca podrán ser más de trescientas cincuenta, obviamente. Desequilibrado, ¿no?
A continuación hablaré de líderes, pero de tres cifraré sus nombres, para que sea totalmente imposible identificarlos: el Empecinado, el Incorruptible y el Mozo.
Empecinado es un apelativo que ha tenido algún otro personaje histórico español, pero no tan justificadamente como el líder que oculto. No se ha dado cuenta todavía de que perdió las elecciones, las últimas y las anteriores, e intenta maniobras cada vez más retorcidas e ininteligibles. Con gran solercia se autodesignó y se erigió en candidato umbrático, convocando una rueda de consultas con todos los partidos políticos. Eso también mejora la democracia, introduciendo la ‘pluricandidatura’ con ‘pluriconsulta’. El mecanismo está abierto al resto de los líderes. De forma que, en su estado de máxima perfección, si hay n líderes, habrá n*(n-1)/2 encuentros distintos. Si son diez, habrá cuarenta y cinco reuniones diferentes. Por muy reducido que sea un partido, es justo que su líder tenga derecho al juego. La diputada de CC, por ejemplo, que está sola, ¿por qué no ha de poder andar enredando con esas ruedas, con lo divertido que es? Este Empecinado me parece demasiado agresivo y esto no es bueno nunca. Llevo meses viéndole muy dispuesto a gritar “Muera yo con los filisteos”.
Incorruptible es apelativo que también figura en la historia, pero a nadie conviene tan merecidamente como al líder que oculto. Está contra la corrupción. Pero no como tú o yo, lector, sino de forma visceral, irrenunciable e inenarrable, lo que le faculta a nombrar los candidatos de los otros partidos. Es otro mecanismo perfectivo de la democracia: se corrige así la voluntad del pueblo que no sabe lo que quiere, que no sabe elegir, y que, como ya apuntó agudamente Mónica Oltra, la de otrora eterna sonrisa, gusta de votar a delincuentes. Si los ciudadanos eligen a un partido, pero este escondido líder designa luego al candidato del mismo, se mejora mucho el funcionamiento de la cosa pública. También reclama la absoluta centralidad y pacta con unos o con otros, según convenga. Todo eso, ironías aparte, no es lo peor que se ha visto, sinceramente. Pero me parece mal que dé por terminados los pactos con tanta brevedad y premura y pueda hacerlos durar sólo unos días. Sus peroratas son ejemplos de buenismo y me recuerdan las de los proclamados ‘príncipes’ en los colegios de Jesuitas.
Mozo es apelativo muy corriente en nuestra historia, pero nadie pueda ostentarlo —sobre todo en campaña, según confesó a la Grisso— como otro líder nuestro. Citaré al pintor y arquitecto Francisco de Herrera el Mozo, al también arquitecto Juan Gil de Hontañón el Mozo, al conquistador Francisco de Montejo el Mozo... Colocaré aparte al enamoradizo Álvar Fáñez el Mozo, cuyo homónimo, que vivió un siglo antes, se menciona tantas veces en el Cantar de mio Cid. Fue en mi pueblo donde este mozo inventó lo de ‘por los cerros de Úbeda’. El líder que oculto, también enamoradizo, suele adoptar actitudes seráficas, que no le impiden atacar muy duramente cuando le peta. Se golpea la cara en las sesiones para indicar la cara dura de algún orador; es puro lenguaje corporal. Su erudición es quizá infinita, pero prefiere moverse en la insipiencia, citando a Hermano Lobo, los teleñecos o la serie Juego de tronos; lo hace sólo para no tediar. Confunde, como sus adláteres, el Congreso con aquella Puerta del Sol llena de tiendas de campaña.
Hay muchos otros congresistas que me llaman la atención. De Alberto Garzón me admiró un día su coraje y valentía, inauditos, cuando dijo sin estremecerse aquello de “el ciudadano Felipe de Borbón”, para referirse al rey. Lástima que naciera muerto ya Franco, porque este hubiera sido capaz de llamarle en su cara Paco Medallas o sabe Dios qué. Esta gente audaz nos llegó tarde por desgracia. También me fijé en Gabriel Rufián, con su cara de niño bueno, que la hoscosa barba no logra agriar y que tiene algún remoto vínculo con mi tierra andaluza. Inocente como paloma, parece persona sensible, se emociona fácilmente con la épica nacionalista y enhebra discursos destrabados, ingenuos y soñadores. Muy diferente de su vecino de escaño Tardà, eternamente enojado con el mundo.
Al final, la verdad es que todo es tolerable en nuestro Congreso. No como en el Senado —en el Senado romano quiero decir— donde Marcus Tullius Cicero, clamaba frente a Catilina: ¿Cuántas veces intentaste matarme siendo cónsul electo y siéndolo en ejercicio? ¿Cuántos golpes, al parecer imposibles de evitar, has dirigido contra mí y yo esquivé ladeándome o, como suele decirse, hurtando el cuerpo? Nada parecido entre nosotros. Aquí son buena gente y no se mata a nadie. Algo torpes al dialogar, eso sí. ¡Que Dios los ilumine y a nosotros nos proteja!

5 de septiembre de 2016

Quo usque tandem abutemini, politici, patientia nostra? (I)


Terminó, lector, la tregua de agosto, que duró exactamente un mes. Tenía la idea de escribir sólo entradas amables a mi vuelta y en eso estoy. Pero no tengo más remedio que referirme de nuevo a la situación política, pese a no ser la materia más querida para mi blog. Me excusa el que vivimos tiempos excepcionales, aunque ya señaló Ortega que todos los tiempos parecen tales para aquellos que los viven.
Mi percepción de la clase política, que no era buena, ha empeorado tras la sesión de investidura, que fue más bien de embestidura. No recuerdo haber padecido jamás, con las excepciones pertinentes, tal panda de impotentes, arrogantes y mezquinos sujetos, peligro y amenaza reales para cualquier país. Incluso me pregunto si alguno no estará incurriendo en pautas de conducta francamente delictivas, perseguibles de oficio por la justicia y las leyes. ¿Puede alguien infligir daños tan graves sin responsabilidad? Hablaré sobre todo de los principales líderes e intentaré tomar la cosa con algún humor. El candidato designado por el Rey, lo fue de acuerdo con el resultado de las elecciones: aquel que obtuvo mayor número de votos. Aquí ya surge una elucubración pertinente. Dado que alguien puede obtener más votos (o escaños) que los demás, pero menos que todos los demás juntos —de hecho, eso ocurre en la mayoría de las ocasiones—, es obvio que el derecho a ser elegido no asiste, sin más, al más votado.
Esta circunstancia se da en situaciones muy distintas. La dispersión de votos en contra del más votado puede ser la consecuencia de que partidos con ideologías parecidas se presentaron separadamente a la elección, por las razones que fueran. Estos partidos, a la hora de otorgar la cámara su confianza al candidato, pueden sumar sus votos coherentemente y abortar su nombramiento. A esto debería seguir la designación de otro candidato que aúne los votos de estos partidos compatibles y pueda obtener así la mayoría requerida. Una situación muy distinta se da cuando los menos votados, los perdedores, tienen programas tan diferentes u opuestos, que no permiten augurar una gobernanza normal al conjunto. Obviamente, también hay casos intermedios.
Lo que me importa manifestar es que, a mi juicio, ni ser el más votado supone un derecho per se a ser elegido, ni el de, todos juntos, sobrepasar al candidato en votos otorga automáticamente ese derecho a los coaligados. La democracia no es un sistema perfecto y no tiene soluciones fáciles para todo. Lo de que, pese a ello, sea el más razonable de todos los sistemas políticos, ni hace falta indicarlo aquí. Dicho todo esto, hay que convenir en que, ante la necesidad forzosa de que exista un gobierno —en principio, debe haberlo siempre, continuadamente—, ha de llegarse inevitablemente a una solución negociada. Y con la rapidez necesaria, anteponiendo todos el interés del país y sus ciudadanos a cualquier otro.
El compromiso es, pues, obligado y son los líderes políticos los llamados a configurarlo, lo que requiere en ellos condiciones necesarias y consustanciales a su dedicación a la política. Quien no las tenga debe autoexcluirse, o ser excluido, del juego político. Yo no pienso que estas cualidades estén ausentes en todos los políticos del momento en nuestro país, pero es cierto que nos encontramos con personas concretas que, todas, son valoradas muy pobremente por los ciudadanos, según muestran las encuestas. De hecho, mucha gente, que los conoció, añora los políticos de antaño, los de la transición, por agruparlos de alguna manera. Ya no nos acordamos bien, pero conviene recordar lo difícil que parecía aquello y cómo todos teníamos dudas sobre si podría llegar a buen término. Hubo generosidad, talento, racionalidad, y se llegó. Para que ahora algunos danzantes vengan a menospreciar la hazaña y hablen de enmendarla. No quiero ni imaginar la que podrían organizar en esa tarea. Lo pienso así, muy sinceramente.
Uno de estos ‘viejos políticos’ ha dicho que, en la circunstancia actual, el candidato más votado es también el más ‘vetado’. Quiero decir algo sobre esto, que no es sólo un jeu de mots, y entreverarlo con un poco de humor, como anuncié. Lo dejaré para la próxima entrada; la de hoy me determiné a tejerla cuando, inesperadamente, tras el fracaso de la investidura,en las últimas elecciones, me encontré otra vez en la tele a los líderes de siempre embarcados en su interminable campaña, con sus viejas coletillas y sus estólidos eslóganes, capaces de aburrir a las ovejas. ¿Por qué tengo que aguantarlos en mi casa? ¿Por qué se cuelan tan ineducada y abusivamente en mi sala de estar? ¿Hasta cuándo va a durar esto? Hace casi dos mil cien años, un ocho de noviembre, ante el Senado romano, alguien cuestionaba ya un abuso: Quo usque tandem abutere, Catilina, patientia nostra? Yo también me pregunto, quo usque tandem abutemini, politici, patientia nostra?, ¿hasta cuándo, políticos, vais a seguir abusando de nuestra paciencia? Lo digo yo aquí, pero lo oigo continuamente a todo el mundo; es ya un imparable clamor. En ciertos casos se acompaña de la decisión a no votar jamás. El desastre está listo y todo el mundo lo sabe, excepto los políticos.
(continuará)