16 de marzo de 2017

Elogio de la palabra (1 de 6)


En algunas entradas de este blog me he referido de pasada a las palabras. En las entradas que empiezo hoy, que son el texto de una conferencia, querría hablar de ellas de manera más organizada y monográfica, siempre como un mero degustador de palabras, no con el enfoque de un lingüista o un lexicólogo. He preferido conservar el estilo de la comunicación oral y tomo prestado el título, Elogio de la palabra, del discurso del poeta catalán Joan Maragall, pronunciado en 1903, cuando fue elegido Presidente del Ateneo barcelonés; es también el título de otros escritos de diversos autores.
Me dispongo, pues, a hablar de literatura, de las palabras. Empezaré con una narración deliciosa de Goethe, escrita en sus años estudiantiles, en la universidad de Strasbourg. La llamó simplemente Cuento, y la leyó durante una fiesta campestre, ante un auditorio en el que estaba su amada —su amada de entonces, se entiende— Friederike. Y empezó diciendo: “Esta noche he de contaros un cuento que os haga pensar en todo y en nada”. Pues como yo hoy, en eso vamos a coincidir. Porque casi no tengo tiempo de hablarles de nada y querría apuntar a todo.
Naturalmente, he de resumir la historia del escritor alemán. El caso es que una hermosa serpiente verde tragó unas monedas de oro y se fue haciendo luminosa y transparente. La serpiente entró en una cueva y allí, en una hornacina, había una imagen en oro puro de un rey venerable. El rey comenzó a hablar, y le preguntó: ¿De dónde vienes?— De la sima donde habita el oro, contestó la serpiente. Se sabe desde siempre que las serpientes pueden hablar y hasta ser muy convincentes. — ¿Qué es más precioso que el oro?, preguntó el rey. — La luz, respondió la serpiente. — ¿Qué es más bello que la luz?, preguntó aquél. — La palabra, respondió esta.
No pueden imaginarse lo que me conmueve esta rotunda confesión sobre el valor y primacía de la palabra, imaginada por un hombre que amaba tan arrebatadamente la luz. Hace un mes estaba yo en su casa, en la casa de Goethe, en la bellísima Weimar, en Alemania, siguiendo distraídamente al guía que nos apacentaba y conducía mansamente por las habitaciones de la mansión, llenas de cuadros, estatuas clásicas, dibujos, raros y preciosos minerales... Estaba yo impaciente por llegar a su dormitorio, a la cama en la que murió y desde la que pronunció aquellas últimas palabras: “¡Luz, más luz!”. Ya no sé si lo vi o lo oí en ese momento, pero sí me escuché diciéndole: Querido maestro, yo vengo de un país del Sur, de España, miradme. Quizá queden todavía restos de sol en mi retina, en mis ojos. Tomadlos, son vuestros, son para vos. Yo he amado vuestra tierra, me contestó sonriendo, aunque nunca estuve en ella. Si recordáis, en una escena de mi Fausto, aquella en la que Mefistófeles se burla de los estudiantes y realiza algunos portentos, él cuenta que acaba de regresar de España, “del hermoso país del vino y las canciones”. Claro que la recuerdo, contesté, vengo ahora de Leipzig y visité allí la famosa taberna de Auerbach, en la que transcurre esa acción. De ella se infiere claramente que el diablo conoce bien mi país, le gusta, y debe de andar entre nosotros de vez en cuando, me atreví a bromear.
Pero también hay esa otra luz, maestro, la interior, la que está dentro de nosotros y que vos supisteis ver como nadie. Ja, das innere Licht. Bon, vous savez..., contestó Goethe, en alemán y en francés; era capaz de hablar y ser escéptico en muchas lenguas. Creí percibir un leve desdén, un cierto descreimiento en sus palabras. Y continuó, yo he amado, sobre todo, la luz exterior, la luz del mundo, la que calienta y da vida a los cuerpos gloriosos, la de los países en donde florece el limonero y centellean las naranjas doradas entre el follaje oscuro, donde la brisa sopla suave bajo el cielo azul, y se puede hallar al silencioso mirto y al alto laurel. Lo he cantado en mis versos: ¡Hacia allí, hacia allí, quisiera yo ponerme en camino!
Es verdad que Goethe amó el Sur y los cantos del Sur. En mi novela Las increíbles vidas de Roberto Milfuegos, cuento que en Venecia se cantaban en sus tiempos los versos de Tasso y Ariosto. Él mismo, en su Viaje a Italia, refiere un paseo nocturno en góndola, en el que dos gondoleros los cantaban alternativamente, a la luz de la luna. Estas voces, escribió, cuando se oyen en la lejanía, producen un efecto extrañísimo, algo increíblemente conmovedor, que hace llorar. Y no eran sólo los gondoleros, los cantaban también las mujeres de los pescadores del Lido, especialmente las de Malamocco y Pellestrina, cuando dejaban sus casas por las tardes y se sentaban junto al agua, en la orilla del mar, esperando a sus hombres. Entonaban esos cantos sin tregua, con voz penetrante, hasta que les contestaban las recias y cansadas voces de sus maridos, que habían salido a pescar y llegaban ya a tierra firme.