10 de octubre de 2015

De mis perplejidades en literatura (IV)


Palabras clave (key words): historias dentro de CTB, suicidio, hotel en La Habana.

El primer episodio sería el del suicidio de una mujer joven, Teresa, recién llegada de su viaje de bodas, del que ya mencioné algo. Ahora no hablaré de los recursos estilísticos sino de la pura acción, de lo que se cuenta y cómo. El suceso no puede ser más macabro: la recién casada se pega un tiro en el corazón, en el cuarto de baño del piso de sus padres, tras salir del comedor en el que comía con ellos, dos hermanos y tres invitados más; el marido está ausente en ese momento. Hay fragmentos narrativos bastante incompresibles, en los que intervienen una doncella y el chico de una tienda, que había llevado provisiones a la casa. Al oír el tiro se precipitan todos los comensales al cuarto de baño; también la cocinera, que “tenía un pie dentro del cuarto de baño y otro fuera”. El chico de la tienda había oído la detonación y se daba cuenta de todo, pero “como no podía preguntar ni pasar, y nadie le hacía caso y no sabía si tenía que llevarse cascos de botellas vacíos, regresó a la cocina silbando otra vez (pero ahora para disipar el miedo o aliviar la impresión” (sic). Me preguntaré siempre qué clase de sujeto es este que, ante un suicidio, se preocupa por las botellas vacías y anda silbando sin parar.

Inmediatamente llaman a la puerta, el marido de la suicida y un hermano de aquella, que venían riendo, ajenos a lo ocurrido. “La doncella casi rió por contagio, se hizo a un lado y los dejó pasar, y aún tuvo tiempo de ver cómo cambiaba la expresión de sus rostros y se apresuraban por el pasillo hacia el cuarto de baño de la multitud”.  La doncella, la que estuvo a punto de reírse, de soltar el trapo, sí sabía lo ocurrido y por eso se aguantó la risa como pudo. Seguramente es culpa mía, y hasta me da vergüenza escribirlo, pero todo me hizo recordar el célebre camarote de los hermanos Marx. Entre tanto, el peculiar chico de la tienda, solo en el comedor, porque todo el mundo está junto a la muerta, se come parte de la tarta y bebe un vaso de vino que estaba allí. Sigo sin explicarme nada del asunto, que no puedo detallar más. El lector curioso e impaciente podrá encontrarlo completo en la novela.

En otro episodio se cuenta la estancia del narrador, recién casado también, en un hotel de La Habana. Este narrador, de nombre Juan, es hijo del marido de Teresa, la que se suicidó, y de una hermana de esta con la que el viudo se casó después. La esposa del narrador, Luisa, se encuentra algo mal y se mete en la cama, pero sin suicidarse ni nada, y Juan se asoma al balcón para distraerse. Ve entonces a una mulata, al otro lado de la calle, que parece que espera a alguien que no acaba de llegar. Hasta que finalmente la mulata cruza la calle y se dirige al narrador, que está en el balcón, recriminándole que haya subido al hotel sin avisarla. Por fin, la cubana, la mulata, comprueba que se ha confundido y se excusa. Vamos que, afortunadamente, no sube y entra en la habitación de los recién casados, que sabe Dios lo que podría haber ocurrido, con la esposa no en su mejor forma y la cubana tan lozana y harta de esperar como estaba. Se abre entonces otro balcón a la izquierda y un hombre llama a la mulata, que deja la calle y se dirige a su cuarto. Todo ha sido un malentendido. Y ya allí —los recién casados lo oyen todo— la mujer le dice al hombre que empieza a estar un poco hasta el moño y que tiene que matar de una vez a su legítima, la que está en España. A lo que el hombre, un español que tiene negocios en La Habana y va por allí de vez en cuando, responde que está en ello, que no tenga prisa, que las prisas no son buenas. Más o menos.

Luego cuenta el narrador —la novela está escrita en primera persona— cómo conoció a su esposa, la que estuvo un poco malita en el hotel de La Habana. El narrador es intérprete y hacía su trabajo en presencia de otra intérprete ‘controladora’. En ciertas ocasiones especiales, de gran trascendencia, parece que esto funciona así: hay un intérprete y otro que supervisa o controla la traducción. La entrevista era entre un alto cargo español y una alta autoridad del Reino Unido. Todo era un poco aburrido y el intérprete empieza a traducir cómo quiere, por broma, y hace la conversación más íntima y disparatada. Sin pasarse, claro. La autoridad británica no sabe palabra de español y el español, faut-il dire?, ni zorra idea de inglés.

La controladora tendría que haber intervenido, cumpliendo su misión, pero no lo hizo; se entiende que le hizo gracia el asunto. Y así empezó todo. El narrador se da cuenta, mientras tanto, que Luisa tiene “piernas de gran altura”; vamos, largas, dado que la gente suele tener piernas que llegan hasta el suelo. También tiene, lo dice él en otro momento, las rodillas doradas. En fin, con estos alicientes se empezaron a  ver y se casaron, como pasa tantas veces en este monótono mundo.

Hay otra historieta de un organillero, un ‘hombre atezado’, situado en una esquina frente a la casa del intérprete, ya en Madrid, en su nueva casa (artificiosa, no se olvide) de casado. El narrador está trabajando y la música del organillo le incomoda o distrae. Baja al instante a la calle, le da algún dinero al buen hombre atezado para que deje de tocar y le pide que se vaya con la música a otra parte, a una esquina más lejana. El organillero accede de buen grado. El protagonista luego piensa mucho sobre la dudosa posibilidad de que el atezado pudiera ser atropellado por un camión de reparto que invadiera la acera, justamente por estar en esa nueva esquina, a la que él le ha obligado en cierto modo a ir. Esto le desazona un poco y empieza a pensar sobre el poder del dinero, el sucio, abyecto poder del dinero —las cuatro perras que dio— y hace las consideraciones pertinentes, semejantes a las que cualquier otra persona pudiera hacer al respecto. Sin perjuicio de seguir haciendo todo lo posible por conseguirlo, el dinero.

También hay una historia de la empleada de una modesta papelería situada cerca de la casa en que el intérprete habitó de niño, Nieves. Era la hija del dueño y empezó a ayudar en la tienda a los trece o catorce años. Era una niña preciosa y cuenta el narrador que siguió siendo preciosa durante unos años más y que nunca le dirigió la palabra para otra cosa que para comprarle los artículos que necesitaba. Cuando ya la vio de mayor, hacia sus treinta años, ya no era tan bonita, a pesar de seguir siendo joven, y el narrador, persona sensible, empieza a considerar que quizá la pobre no ha tenido una vida excesivamente apasionante, recluida siempre en su negocio, limitada por las pocas oportunidades que ofrece la vida a la mayoría de las gentes. Y piensa que con él, que era de buena familia, quizá todo habría sido diferente, habría vivido una vida más llena de comodidades, viajes y lujos. En eso es casi seguro que llevara razón. No tanta en cuanto a la posible felicidad de la chica, de Nieves, en los diferentes escenarios; en eso podría equivocarse, que ese es un asunto extremadamente complejo y caprichoso y hay gente que se lo pasa divinamente en los sitios más insospechados. O yendo a una película de tiros o de las de amor y lujo. O leyendo una mala novela. También depende de cómo la trate el marido en la casa, en el dormitorio, etc. Lo de viajar puede ser también una lata, como sabe cualquiera que haya viajado un poco.

8 de octubre de 2015

De mis perplejidades en literatura (III)


Palabras clave (key words): reality check, exploración inicial de un texto literario.

Otra gema: un profesor, no un cualquiera, comía en un restaurante una tostada untada con camembert y se manchó la solapa de un buen traje. Estas cosas pasan en toda la escala social. Y cuenta AA que el profesor “hizo un gesto desdeñoso hacia la costosa solapa impura de Romeo Gigli”. Y prosiguió como si nada, como si no le importara mucho —encomiable la elegancia y distinción del sujeto— untando de nuevo camembert, “(no en la solapa, en otra tostada)”, aclara el narrador, en uno de esos paréntesis suyos tan dañinos. La aclaración es de un efecto cómico tan poderoso, la descripción es tan hilarante, que tuve que interrumpir la lectura, porque estuve riéndome todo el resto del día y mis ojos lloraban continuamente. ¡Es que los hay con gracia!

El profesor, quizá para compensar el malhadado accidente de la solapa, se reviste de cierto tono profesoral y dice que uno puede confundir lo visto con lo que le han contado y elucubra un poco sobre el asunto. De estas trivialidades se habla ahora mucho, como si fuera un gran descubrimiento, añado yo. “Es milagroso que lo normal sea que distingamos”, continúa el profesor, luciéndose. Hace ya más de diez años, en una conferencia, ya hablaba yo de los experimentos de Silbersweig y Stern, del Cornell Medical Center, de Nueva York, y otro grupo de Londres, publicados en Nature. Postulaban que hay un área del lóbulo prefrontal, que parece funcionar como una especie de reality check, un “comprobador de la realidad”, y determina si una imagen o estímulo es real, imaginado o alucinado. Si este centro nervioso se avería, el mundo, no sólo los recuerdos, puede volverse muy confuso. Todo esto es tela vieja.

“Hacía dos meses que no nos tocábamos, o yo a ella”. ¿Y ella a él?, me pregunto.  ¿Se entiende este castellano? Al autor no le da la gana diseccionar esta situación, aclarar la quemante duda. Sigue, “lo que en el rostro es besable (nariz, ojos y boca; mentón, frente y mejillas; y orejas, es todo el rostro)” (sic). Bueno, con haber escrito desde el principio ‘todo el rostro’ se habría apañado uno. Porque las cejas, el entrecejo, están incluidos en la frente, digo yo. ¿O no son besables? Hay gente que besa en los sitios más inverosímiles e inhóspitos. Aquí surge de nuevo la desazón, intratable.

Y qué decir de las especulaciones más metafísicas y profundas, que se vierten en otras partes de la novela y se ofrecen al lector: “Nada de lo que sucede sucede” o “Poco importa, todo es pasado y no ha sucedido”. Aseveraciones con las que alguien podría no estar de acuerdo, pienso yo modestamente. Hace ya más de un año, por poner un ejemplo, me caí y me rompí un brazo. Bueno, pues esto sucedió y si no hubiera sucedido no me habrían tenido que operar, como fue el caso. Y sucedió que algo fue mal en la operación y, como sí sucedió, me tuvieron que operar de nuevo.

Aquí viene otra vez lo que avisé del ritornelo: en literatura, en ocasiones, un personaje puede decir eso de que “nada de lo que sucede sucede”, de modo enteramente lícito. Porque lo hace en una determinada coyuntura emocional, poniendo el énfasis en cierta manera de entender la vida y sus avatares. La literatura (la de ficción) es la libertad, lo repito y lo repetiría mil veces. Pero engranar eso en el fluir lógico de la narración, en su substrato más normal, requiere un talento que no siempre se tiene. Todo se puede decir o contradecir, todo se puede invertir o distorsionar, pero con gracia, con mesura, con tino, no impunemente. Ha de ser hecho con arte. Y perdón por la palabra, tan alejada de buena parte de la literatura de hoy.

Hasta ahora he atendido a los méritos formales, a la consideración de la calidad de la prosa, al indagar esta novela. Tal proceder constituye una vía de abordaje, una exploración relativamente fácil y rápida, que exige pocos medios, arroja resultados discretamente objetivos y suele ser un índice de la capacidad del autor para crear una auténtica pieza de arte. Es como la información parcial sobre un paciente, que se puede extraer de pruebas sencillas, como una radiografía o unos datos de laboratorio. No siempre se llega al diagnóstico sólo con ellas y en muchas ocasiones han de realizarse exploraciones más complejas. Pero es razonable empezar con los procedimientos diagnósticos más simples e ir progresando después en la resolución del problema.

Los resultados de la exploración inicial de un texto, de la pura prosa, tienen la gran ventaja de que son relativamente objetivos: es bastante probable llegar a un cierto acuerdo sobre su valor estético. Creo que si se sometieran a la consideración de un grupo imparcial de personas las expresiones que he recogido en estas páginas, habría bastante acuerdo entre los opinantes a la hora de juzgarlas. Por supuesto, la valoración final, total, de una obra, ha de integrar estos estudios con otros, de muy diversa índole, en los que quizá la objetividad es más elusiva. A ello nos dedicaremos después.

Los fragmentos que he escogido para mostrarlos aquí son de suyo breves y los he hecho aún más breves, por razones obvias. Pero siempre he pensado que reflejan, en este caso concreto y quizá siempre, el estilo y la calidad de párrafos más largos, porque el texto es sustancialmente homogéneo. En palabras algo más científicas: los fragmentos, aun siendo cortos, constituyen una muestra imparcial, no sesgada, representativa, del todo. Tomo ahora un texto más largo:

“La sensación de que nada de lo que sucede sucede, de que todo ocurrió y a la vez no ha ocurrido, porque nada sucede sin interrupción, nada perdura ni persevera ni se recuerda incesantemente […] lo que se da es idéntico a lo que no se da, lo que descartamos o dejamos pasar idéntico a lo que tomamos o asimos, lo que experimentamos idéntico a lo que no probamos…”

Ante este texto más largo, intensamente anafórico, lo que no es censurable, el lector inteligente e imaginativo es capaz de entender a un personaje, que dice estas cosas en un cierto momento de su vida, con unas emociones determinadas que lo agitan e influyen en el curso de sus pensamientos. Esto hace que asimile empáticamente el párrafo y se deje arrastrar y arrebatar por ese torbellino apasionado y alógico, desligado o liberado de la razón, ese monólogo interior. Esto no es mala literatura, sino más bien un clímax, una digresión, que no puede sostenerse mucho tiempo, que se ha de saber dosificar. Pero ni siquiera hay muchas cosas así en este libro de AA; son bastante pocas y no es por ahí por dónde podría ser criticado. Hay mucho más de textos deslavazados, construcciones torpes, aseveraciones gratuitas y prosa sin sentido, aburrida y poco justificable. Se es libre, sí, pero uno ha de dar cuentas.

Hablemos ahora de la construcción de la novela. No quiero extenderme mucho, pero sí describir dos aspectos diferenciados de la misma. Por un lado, la arquitectura de ciertas secuencias —porque en la obra se pueden distinguir varios episodios engarzados, aunque siempre con el mismo protagonista o narrador— y, por otro, el armazón total, el de la novela en conjunto. Empecemos con esas historias particulares.

6 de octubre de 2015

De mis perplejidades en literatura (II)


Palabras clave (key words): defectos estilísticos, paréntesis en AA, prosa endiablada.

Muy al principio ya se lee: “el paño que tenía a mano o tenía en la mano”. Efectivamente, no es lo mismo tener algo en la mano que tenerlo a mano. El contorno semántico de una expresión está contenido en la otra, eso sí: lo que se tiene en la mano está a mano (y tan a mano), pero no ocurre al revés. El narrador omnisciente tendría que saber dónde estaba el dichoso paño, pero quizá quiere dejar en el aire su ubicación precisa, para añadir algo de vaguedad a su descripción. Es libre de hacerlo —literatura es libertad, aquí viene lo del ritornelo del que avisé al principio—, pero eso tiene un precio: algún lector puede pensar que eso es una leve memez. O puede pensar que hacerlo una vez no lo es, pero hacerlo muchas sí, o hacerlo más de x veces por metro cuadrado de papel impreso sí. Hay varias posibilidades.

En AA son especialmente infelices los paréntesis, las matizaciones que escribe entre paréntesis, y trataré de conservar en estas citas. “(Su propia toalla azul pálido, que era la que tenía tendencia a coger)”, por ejemplo. A mí me parece una construcción bastante enrevesada, aparte de innecesaria. Sigo con mis hallazgos, con comillas para señalar lo que pertenece al texto de la novela: “Silbando, como suelen hacer los chicos al caminar”. Hace años que no veo a nadie silbando, otros tiempos. “Se limpiaba las manos con el delantal, o quizá se santiguaba con él”. Esto último tiene su dificultad y hasta su mérito, pero desgraciadamente el autor no explica la técnica.

Se describe un comedor en el que hay un plato totalmente limpio, como si alguien “hubiera comido más rápido y lo hubiera rebañado además, o bien ni siquiera se hubiera servido la carne”. Quizá hasta se podrían hallar experimentalmente más posibilidades, ¿a qué viene esa meticulosidad? “Las manos a la espalda y la espalda contra el aparador”. “Al cabo de unos minutos de contemplar cómo esa tarta empezaba a perder consistencia”… Hay que explicar, forzosamente, que la contemplativa es una sirvienta y lo hace justamente en el mismo momento en que alguien se ha suicidado de un tiro en el corazón, en el cuarto de baño, en donde se agolpó enseguida toda la familia, lo que no es la mejor ocasión para contemplar nada durante unos minutos. Hago constar que se trata de un piso normal, no de un enorme palacio, de vastedad inhabitable.

Otros momentos de la narración: Una mujer está de pie con un bolso y empieza a cansarse, “como si cada segundo que transcurría esos brazos le pesaran más, o acaso era el bolso lo que aumentaba de peso”. Serían los brazos, la sensación en los brazos, me atrevo a opinar yo, modestamente. “Mi contemplación lacónica de la mulata”. Lo del laconismo viene, como cualquiera sabe perfectamente, de que a los jóvenes de Laconia (Lacedemonia) se les enseñaba durante su educación a hablar poco y preciso. Pero no se les decía nada sobre la contemplación, que se les permitía tan dilatada como quisieran. Es más, supongo que se enfangarían en ella hasta de manera más duradera y profunda de lo habitual, porque ya que no hablaban mucho, seguro que mirarían más. Algo tendrían que hacer, digo yo. “Sensación de no hacerlo al hacerlo”. Esto, lector, puede tener su intríngulis y prometo contarlo en cuanto lo descubra. “El leve chirrido (fue rápido) y el suave golpe al cerrarse de nuevo (que fue muy lento)”. ¡Ay, esos paréntesis traicioneros! “Debía ser corta de vista”, por debía de ser.

En otro momento el narrador, el protagonista, oye ruidos de pasos en la habitación contigua de un hotel y piensa que una mujer anda descalza, porque “no eran golpes de cascos”. Se trata de una mujer, no de una caballería, aclaro. En esa habitación discute una pareja, a la que el narrador no conoce de nada, lo que no impide que escriba: “la exasperación que les era propia y consuetudinaria”. Pero si los encuentra por primera vez, ¿cómo sabía las características de su exasperación?, me pregunto. “Nadie se queda desnudo en medio de una habitación más que unos segundos”. Bueno, pues eso es opinable y discutible: depende del calor que haga o de lo que uno se proponga hacer en estado de desnudez. Luego menciona un “gesto frecuente entre los que escuchan, o en ella cuando lo hace”. Aquí lleva razón el narrador: cuando ella lo hace, es frecuente. Es más, siempre que lo hace, lo hace; es así de frecuentísimo. Claro que podría hacerlo sin hacerlo. O no hacerlo haciéndolo. ¿Será esto contagioso? Uno puede volverse loco.

“Contemplando transcurrir el transcurrido tiempo”, esta es una frase que le gusta a AA, porque la repite varias veces a lo largo de la novela y cuya utilidad o sentido no he logrado aún descifrar. También repite la expresión “el futuro abstracto”, para referirse al futuro, cuando aún no ha sido, cuando está aún por concretarse; o sea, cuando es propiamente futuro. “Casi todo el mundo se avergüenza de su juventud”; bueno, esto es opinable. “El matrimonio es una institución narrativa”; más de lo mismo. “Fumó dos veces rápidas”; me parece una construcción por lo menos torpe. “Nuestra casa común y nueva (artificiosamente)”, ¡esos paréntesis! Esto lo repite varias veces en la obra. “Pasear un poco, mirar de lejos a los toxicómanos y a los delincuentes futuros”. Esto se refiere a Nueva York y lo repite dos veces en la novela. Bueno, en Nueva York, y en otros muchos sitios, hay de todo y hay que mirarlo todo, pienso yo. “Tan falsos (como un inciso)”, aquí confieso que me perdí sin remedio. “Nunca sé qué querer”; será así, si así lo dice. “Estaba inmóvil, luego no cojeaba”, verdad incuestionable.

“Mis compatriotas parecen tener las piernas demasiado rectas y el culo muy alto”, opina AA, a lo que no sabría yo qué añadir u objetar. También habla de un “pantalón patriótico” (sic), para indicar que es como los que llevan los españoles en España. “Sin duda era europeo (pero también podía ser neoyorquino o de Nueva Inglaterra)”, escribe. Bueno, pues la cosa no era tan indudable entonces. “Me miró mirándome”, esto es más peliagudo de entender, pero seguro que tiene alguna explicación oblicua (adjetivo de moda hace poco entre algunos escritores y que ahora ya no se usa tanto. ¡Lástima!).

“Mi edad de entonces fue siendo otra”. Apenas puedo imaginar una manera más alambicada y torpe de decir que uno fue haciéndose mayor. “Superperfumería o perfumería inmensa”, se puede leer en otro lugar. “Olor multitudinario”, se dice porque era mezcla de diversos perfumes que había ido probando un cliente. “Debió gustarle”, por debió de gustarle. “Sección viril”, se refiere al departamentos de caballeros de una tienda; no hacen falta más comentarios. “El envés de sus sendas manos”; podría haber escrito el dorso de sus manos, sin más.  “Una más larga y otra más corta, una más corta y otra más larga”; ¿es necesario esto?, ¿qué se persigue con esto? “Agujero y conducto como el de Berta, que había visto y grabado, y el de Luisa”. Sí, lector, se refiere a lo que estás pensando, si eres lo normal de malpensado. El de  Berta, el narrador lo sacó en un video, como se contará más tarde; el de Luisa no, o no lo cuenta.

“Ocho semanas no son mucho tiempo, pero son más de lo que parecen si se suman a otras ocho de las que a su vez las separan sólo otras once, o doce”. Esto hay que pensarlo y sublimarlo, como casi todo con esta endiablada prosa. Entiendo yo que el autor quiere decir quizá que, subjetivamente, esas ocho semanas, al unirse a otras ocho semanas y teniendo en cuanta un tiempo intermedio, se viven como de una duración más larga. O sea, que podría decirse que ‘parecen más de lo que son’. La verdad es que no sé lo que quiso decir y me temo que AA tampoco. Lo cual puede que sea, soit dit en passant, su literatura, o cierta literatura. ¡Que Dios nos ampare!

4 de octubre de 2015

De mis perplejidades en literatura (I)


SOBRE LA NOVELA CTB, DE &5

Lector, esta entrada es la primera de seis, algo crípticas. Constituyen la reseña que hice, para mi uso personal, de una novela de gran éxito, de un escritor español hodierno. Como hice en mis Apuntes sobre literatura, no doy el nombre del autor sino una cifra (&5, la misma de mi libro), ni el de la novela. Y me gustaría que no fueran reconocidos, aunque sé que esto no está garantizado. Me perturba escribir mal de cualquier obra; parto de la asunción de que todas son fruto del amor, del ensueño, de la dedicación. Pero también pienso que uno tiene derecho a entender el porqué de las cosas, los criterios que definen lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo, el éxito y el fracaso. Mi deseo de comprender el mundo ha sido más fuerte y pujante que mi prudencia.

Si alguien me convence de mis errores, me desdiré inmediata y públicamente hasta de la última letra del escrito. Y daré las gracias a mi convencedor y lo premiaré con algo tangible o contable. Y si alguien quiere saber la obra y autor a los que me refiero —y lo hace sin ánimo de perjudicar gratuitamente a nadie—, le daré los nombres, de manera privada. Presento este escrito tal como fue redactado, hace exactamente dos años, en octubre del año 2013. Sólo sustituyo, en estas páginas, la cifra &5 del autor, por las letras AA (autor anónimo), que resulta más sencilla.

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Palabras clave (key words): Marcel Reich-Ranicki, Goethe, Diderot.

La literatura es la libertad. Empiezo así porque esta frase podría ser —no sé todavía cómo se irán desarrollando las ideas que pretendo exponer— como un ritornelo, que aparezca de vez en cuando en mi exposición. No me refiero a lo que el hombre, en su conquista histórica de ese bien irrenunciable que es la libertad, debe a la literatura, sino al puro hecho del escribir. Cuando escribimos, hablo de la ficción, estamos en un reino en donde todo es posible: todas las ideas, las imaginaciones, las metáforas, las imágenes, los estilos, el uso de las palabras, la creación misma de las palabras… El escritor puede escribir como quiera, como Dios le dé a entender. A cambio de esto, también puede ser juzgado por cualquier lector, que será igualmente libre de expresar su acuerdo o desacuerdo con lo escrito, desde cualquier ángulo que escoja.

Ya había leído algo de AA y no me había gustado. También encontré, en uno de esos blogs de ahora, juicios sobre su obra tan negativos y destemplados que no quise, que no pude, ni considerar. He de decir, sin embargo, que algunos que le defendían en aquel foro eran igualmente de una ferocidad y vulgaridad infinitas. En fin, una diatriba absolutamente fuera de mi horizonte intelectual y personal, que la hacía inexistente para mí. Ninguna de mis reflexiones presentes puede parecerse a aquello; no es que haya decidido plantearlas hoy así, es que no sabría comportarme de otro modo. La furia dialéctica está fuera de mi mundo, en el que sólo me permito moderadas ironías, que pienso que no molestarán demasiado, dirigidas a gentes muy mimadas, halagadas y favorecidas, nada menesterosas, que se pueden defender bien, si quieren. Lo único que busco, a mi manera, es la verdad y su partera, la razón. 

Con motivo de la muerte reciente [en 2013] en Frankfurt del crítico Marcel Reich-Ranicki, un verdadero ‘Literatur-Papst’ (Papa de la literatura), se recordó en la prensa española el papel que había tenido en la fama de AA como escritor, en Alemania; sobre todo gracias a una sesión de su famoso programa ‘Das literarische Quartett’ (Cuarteto literario), en la cadena de televisión ZDF de aquel país. En un periódico leo que, en la semana siguiente a la emisión, se vendieron ochenta mil ejemplares de su novela CTB (traducida al alemán), de la que hasta entonces se vendía sólo una media de un ejemplar al día. No garantizaría la exactitud de estos datos de prensa, pero esta Blitzpromotion en Alemania, sí es conocida en los ambientes literarios.

Frente a un fenómeno tan extraordinario, sentí el lógico deseo de leer la novela y eso es lo que he hecho. Se comprenderá que esperaba una obra absolutamente impar, inigualable, alejada con mucho de lo ordinario, resueltamente preternatural. Más aún, quizá inspirada directamente por alguno de esos dioses caprichosos que se ponen muy raramente en contacto con los mortales. ¿No es razonable esperar  algo así cuando fue capaz de suscitar un éxito tan importante e instantáneo?

No resultó así, desgraciadamente. Desgraciadamente, porque me preparaba para un exquisito banquete de belleza y sensibilidad y no hubo lugar. Recordaba lo que escribió Goethe, y había leído yo en la contraportada de un muy querido libro, en francés: Lu de 6h à 11h et demie, et d’une traite, Jacques le fataliste, de Diderot; me suis délecté comme le Baal de Babylone à un festin aussi énorme; ai remercié Dieu que je sois capable d’engloutir une telle portion d’un seul coup (leída de seis a once y media, de un tirón, Jacques la Fataliste, de Diderot; me he deleitado como el Baal de Babilonia con un festín tan enorme; he dado gracias a Dios por ser capaz de deglutir tal porción de una sola vez).

Desgraciadamente también, porque, de siempre y ahora más que nunca, amo la racionalidad en la vida, en las relaciones, en el mundo, buscando siempre un nexo explicable y lógico entre las causas y sus efectos, y he quedado defraudado. Al fin y al cabo soy de ciencias, aunque me haya descarriado un poco al final en la literatura. Esto fue porque he tenido algo de tiempo; todo lo que he hecho en mi vida es porque he podido reservarme para mí algún tiempo.

Tomé algunas notas al leer y las recojo sin ningún propósito académico, lo que no quiere decir que no trate de seguir un cierto orden o método. Empezaré con las concernientes a la prosa, al estilo, tras reiterar que, en mi sentir, el escritor puede escribir como quiera.  Recojo alguna de las cosas que no me gustan en la novela.

En cuanto al estilo, y antes de referirme a los casos concretos, diré que la literatura puede ser, con todo derecho, el arte de la vaguedad, de la inexactitud, de la nebulosidad, de la indefinición. En la ciencia, el lenguaje ha de ser preciso, minucioso, ajustado, porque así lo requiere la materia. Nada de eso ocurre en la literatura, en donde la prosa puede ser distorsionada, vaga, repetitiva, caprichosa, incoherente, etc. Yo creo que ciertos autores escriben así, con toda deliberación, precisamente para recordar, para hacer ver al lector, que se está en el terreno de la literatura. Pero todo eso no se puede hacer impunemente; el favorable efecto que pueda tener un estilo así, puede ser más que contrarrestado por la fealdad, la inoportunidad o la cacofonía del mismo.

 Manejo la edición de bolsillo, de junio de 2013, de Random House Mondadori, y cito sólo lo necesario para remitir a las expresiones correspondientes en el texto. No doy aquí los números de página, para no hacer más pesados estos comentarios. Quedan marcados en mi libro los párrafos que llamaron mi atención en cualquier sentido.