26 de junio de 2018

Carta abierta a don Iván Redondo



Estimado señor Redondo: Por lo que leo en la prensa, parece que fuera usted una especie de Deus ex machina, capaz de transmutar una situación, una realidad, en un periquete, como ocurría en las antiguas representaciones teatrales de griegos y romanos. En nuestras circunstancias actuales, cuando ninguno de los diecisiete ministros (y ministras, no se olvide) juró su cargo, evitando así obsoletas y periclitadas fórmulas de lealtad o perseverancia, entiendo que la calificación de arriba, que alude a un Dios, resulte extremadamente inadecuada. Por ello podría llamarle más bien Magister falsae veritatis, o Magister posterae veritatis, o Magister post veritatis, aunque tampoco sé si estos latinajos son pertinentes en nuestro mundo moderno.
Los dos últimos, además, son un intento no justificado de traducir literalmente al latín el término de posverdad, en un sentido que no es correcto, ni refrendado por nuestra Academia, porque la posverdad no tiene nada que ver con una verdad posterior o más reciente —lo que podría sugerir la idea de más moderna, más actual…, quizá más ajustada o más verdadera—. Todo viene de una confusión debida a la transliteración de post-truth, término que, en inglés, no implica secuencia temporal o espacial. En efecto, aunque el prefijo post en inglés puede remitir a una noción temporal o de orden en otros casos, este matiz semántico no existe en el término concreto que nos ocupa. Por tanto, la versión al castellano de tal expresión debería explicitar y enfatizar esa idea de falsedad, de mentira, traduciéndola por falsa verdad o pseudoverdad (ψευδής αλήθεια).
Porque la posverdad es, sobre todo y principalmente, una mentira o, si se quiere, una cierta manera de mentir, una distorsión deliberada de la realidad, una manipulación de creencias y emociones para influir en la opinión pública, como la define con acierto la RAE. En el fondo, nada nuevo, se mire como se mire: desde que el hombre inventó la palabra —o la palabra creó, hizo hombre al hombre—, este supo emplearla para ocultar su pensamiento, para suplantarlo, para mentir. Hace ya dos mil quinientos años había griegos, los sofistas, que, según Protágoras, podían convertir en sólidos y fuertes los argumentos más débiles y eran capaces de envenenar y embelesar con las palabras, como afirmaba también el filósofo Gorgias de Leontinos. Nihil novum sub sole.
Esta perorata tiene una finalidad, señor Redondo, aparte de la de felicitarle por su habilidad para contribuir eficazmente a modelar o embaucar la opinión pública. Sin regatearle elogios —usted tiene, lo digo ya, un apellido que lleva casi inevitablemente a la inteligencia, a la brillantez, y lo afirmo con conocimiento de causa—, también me propongo apuntarle que es muy difícil engañar a las masas. Quiero decir que las masas, se engañan ellas solas muy ricamente, sin necesidad de inductores, y sólo se dejan seducir por los que les cuentan aquello que quieren oír; o sea que, en el fondo, aquí no se sabe quién seduce a quién. Por citar a alguien, le recuerdo que hace casi un siglo se escribió La rebelión de las masas, que debería ser ahora texto de obligada lectura. Su autor, Ortega y Gasset, era también en ocasiones un gran embaucador, pero operaba sobre sedicentes intelectuales y engañar a estos ha sido siempre mucho más fácil.
Un banco de arenques no es más inteligente que un arenque solitario. De hecho, algún sólido pensador ha sostenido que la inteligencia de una masa es siempre igual a la del más necio de sus integrantes. Cuando en el seno de la misma surge alguien que grita o compone pareados, este cómputo hay que dividirlo forzosamente por el número (3,1415926...). No se conocen las razones de este cálculo, pero es exactamente así, como atestiguan los psicólogos, sociólogos y matemáticos de todos los tiempos. Hay que confiar en la matemática, que como se sabe desde Kepler y Galileo rige el veloz movimiento de los astros, la forma y configuración de sus estelas y singladuras.
Puedo confundirle, señor Redondo. Le estoy escribiendo una carta y me pierdo hablando de dioses, latines, griegos, apellidos y masas. Me corrijo enseguida. Usted es, también lo leo en alguna parte, spin doctor; yo soy, por decirlo también en inglés, medical doctor, doctor en Medicina. Esto último todo el mundo sabe lo que es y no requiere más explicaciones. Otra cosa es lo de spin doctor, que es someone whose job is to make ideas, events, etc. seem better than they really are, especially in politics (alguien cuyo trabajo consiste en fabricar ideas, acontecimientos, etc., que parezcan mejores de lo que son realmente, especialmente en política). Reconocerá que estos doctores son legión. El tabernero que abre un bar en el antiguo Madrid y proclama que hace las mejores croquetas de España, es también, en mi entender, un spin doctor.
No se me entienda mal. No es lo mismo abrir un bar de tapas que ganar una moción de censura y derribar un gobierno. Lo que yo me pregunto en este asunto, y no deja de inquietarme profundamente, es el valor de todo esto, de estas estrategias, en la persecución de la verdad ‘verdadera’, o la justicia, la igualdad, la fraternidad universal, las utopías diversas, que han acariciado los hombres desde siempre. Con otras palabras, la última utilidad, moralidad y racionalidad de estos empeños.
Usted, señor Redondo, hace su labor lo mejor que puede y parece que la hace con notorios éxitos para quien le contrata. El abogado defensor de un asesino en serie, cumple igualmente con su misión ante la ley. Usted ha trabajado para personas de derechas, de izquierdas y gentes ni de acá ni allá. Pero un instrumento tan potente como ese del que le es dado disponer, forzosamente ha de regirse por ciertas normas, por alguna clase de código. No se me vaya a inquietar por esto: usted puede argüir, con razón, que no es culpable de nada, porque todos los políticos son iguales. No lo digo en un sentido maligno; quiero decir, simplemente, que todos tienen la ilusión, el deseo ferviente, de acertar, de mejorar la suerte de sus conciudadanos, aunque luego opere la realidad y haya también pillines que busquen solamente su medro personal.
Así que mi crítica no va dirigida a usted, sino a este mundo moderno ramplón y vacuo, en el que se ha universalizado la estupidez. Shakespeare, en el acto V, escena ii, de Henry V, hace decir al rey, hablando a la reina: We are the makers of manners, Kate (Somos los forjadores de modales, Kate). Hoy este papel de definidores del buen gusto, de las buenas maneras, queda a menudo en manos de ignaros payasos y albardanes.
Lo que sí quiero resaltar es cuán distinto es su trabajo del de otros, intelectuales o sencillos obreros. Un médico, un albañil, no tratan casi nunca de camuflar o embellecer engañosamente la realidad, sino que buscan mejorarla con sus actuaciones. A veces con rigor y entusiasmo excepcionales, batallando contra la dificultad, la adversidad. Le copio unas palabras de un traumatólogo amigo: “Estás allí, en el quirófano, tratando de que la fractura quede bien reducida y ves que es muy difícil, que no puedes. Sin embargo, te dices que eso tiene que quedar bien e insistes y te rompes el alma hasta que logras que el desaguisado se componga y la función quede garantizada”.
Hace poco un albañil vino a mi casa para colocar una loseta del baño que el fontanero había roto antes para reparar una avería. Fue admirable su cuidado en recoger y quitar los trozos rotos que quedaban, antes de colocar el nuevo elemento. No era fácil, porque algunos pedacitos quedaban ocultos, escondidos, bajo la mampara. Yo mismo le dije que ya estaba bien, que apenas se notaba. No me contestó, pero estoy seguro de que pensaba como mi amigo traumatólogo: “esto tiene que quedar bien”. Y siguió trabajando, esforzándose, hasta que todo quedó perfecto.
Esa tarea de embellecer la realidad, de mejorarla —no de describirla sesgada y falazmente, como hace la posverdad—, ¡cuánta belleza y pasión encierra! Es el amor por la Obra Bien Hecha, que algunos persiguen con tesón y furia. De esto hablábamos los jóvenes de mi época, cuando la posverdad existía, como siempre, pero no estaba entronizada como hoy. El maestro Eugenio d’Ors, en una conferencia pronunciada en la Residencia de Estudiantes de Madrid, en el año 1915, que publicó luego en un opúsculo, Aprendizaje y Heroísmo, dejó unas palabras, que muchos de nosotros, décadas más tarde, considerábamos sagradas: Todo pasa. Pasan pompas y vanidades. Pasa la nombradía como la oscuridad. Nada quedará a fin de cuentas, de lo que hoy es la dulzura o el dolor de tus horas, su fatiga o su satisfacción. Una sola cosa, Aprendiz, Estudiante, hijo mío, una sola cosa te será contada, y es tu Obra Bien Hecha.
Una sola cosa cuenta, la única por la que deberíamos esforzarnos: la lucha por la Verdad, no por las mil posverdades. Quiero asociar estas líneas con un cuadro de gusto muy académico del pintor francés, Édouard Debat-Ponsan (1847-1913), de título Nec mergitur (¡que no salga!), o también La Vérité sortant du puits (la Verdad saliendo del pozo). Una mujer joven, exaltada, de mirada soñadora y perdida, valiente, de belleza sólida, antigua, la Verdad, pugna por emerger de un pozo, mientras un noble con antifaz y un clérigo tratan de impedirlo. Lleva un espejo en su mano, símbolo de muy diversas cosas en la historia, entre ellas, la verdad, la iluminación, etc.; la vanidad también. 
El pintor, antiguo combatiente en la guerra franco-prusiana de 1870, tomó partido a favor del capitán Dreyfus y expuso el cuadro, alusivo al célebre asunto, en el Salon des Champs Elysées, en 1898. Le fue luego ofrecido por suscripción a Émile Zola, autor del famoso artículo Yo acuso (J'accuse), del mismo año. Eran tiempos antiguos, tiempos de la Verdad; no se conocía entonces la posverdad (me refiero, claro, a la palabra).

 

De momento, dejo aquí mis reflexiones. Las seguiré otro día, contando cómo la historia ha sido también, en la filosofía, en la ciencia, una lucha heroica por buscar y alcanzar la Verdad, la verdad con mayúsculas. Empeño al que dedicaron toda su vida, entre tentaciones y peligros de toda índole, visionarios de todas las épocas, que trataban de lograr un mundo mejor, más justo, más cercano a la pura Verdad. Hablaré, sobre todo, de lo que la posverdad no puede ni podrá conseguir jamás, de lo que está fuera de su efímero reino.