1 de marzo de 2014

Citando a Josep Pla (final)


Hablé de Pla y tengo que seguir un poco. En la entrada anterior mostré cómo abominaba de la prosa rebuscada, aunque él mismo escribía así a menudo. Los seres humanos tenemos estas contradicciones, a veces sin malicia. De Balzac dijo que era pesado, aburridísimo; que no había manera de encontrar en su obra un “adjetivo preciso, exacto, un adjetivo que responda a la verdad”. Sobre el paisaje del Empordà, Pla escribe que “no es nunca linfático, ni fláccido, ni delicuescente”. Maestro, ¿son estos, por ventura, los adjetivos pertinentes? Pudiera ser que no.

El pesimismo, el descreimiento algo teatral del ampurdanés son legendarios. No es de extrañar, por la edad a la que escribió El cuaderno gris (sobre los veinte años). A esa edad hay un pico en la prevalencia de esos sentimientos, al descubrirse de manera definitiva que el feliz mundo de la niñez ha desaparecido para siempre. Pla opone tajantemente la ficción a la realidad. “Los libros nos dicen que existe el amor, la gloria, la bondad, la grandeza. La vida nos dice que no hay nada”. Y un poco más adelante insiste: lo que dicen los libros sirve para disimular, para camuflar la vida mediocre y acomodaticia. No hay nada de lo que dicen los libros.

No discutiré esto ahora. Lo que afirmo es que, si la realidad es tan desdichada, razón de más para que exista la literatura, un reino en el que triunfen los valores y virtudes tan ampliamente derrotados en el mundo real. Todos los que pergeñamos páginas de ficción, nos hemos preguntado alguna vez si tenía sentido, si era lícito hacerlo, entre los terribles y acuciantes problemas de la existencia. Y nos hemos contestado que sí, que sobre todo en un tal mundo. Es verdad que también hay una malsana necesidad de hablar, de escribir. Pla ironiza, pero quizá no exagera: “los hombres quieren que les escuchen; es lo que les gusta más. Les gusta más que el dinero, que las mujeres y que comer y beber bien”. En algún momento he estado en posición de poder influir en que se escuchase a algunos y fui asediado por los postulantes más de lo razonable.

Una última cita, que me preocupa en el momento actual. Pla tiene mala opinión de los políticos —en esto no es nada original— y critica al poeta D’Annunzio, convertido en la gran vedette de la política internacional, que grita como un poseso: la fiamma è bella…, la fiamma è bella. “Esos gritos, un día u otro se pagarán”. Se refiere Pla, aunque no lo menciona, al final de una tragedia del poeta italiano, La figlia di Iorio, en la que la protagonista, Mila, hija del mago Iorio, va a morir en la hoguera por haber mentido, atribuyéndose, para salvar a su amado, la muerte del padre de este. Mila pronuncia esas palabras al inmolarse. Ese ambiente heroico y exaltado en el que se mueve D’Annunzio, tuvo más tarde terribles consecuencias en la historia. Me asustan, como a Pla, esas llamadas a lo que en el hombre puede devenir irracional e incontrolable; las apelaciones a las masas, las cadenas, las manifestaciones…

28 de febrero de 2014

Citando a Josep Pla


Este blog empieza a tener cierto volumen y no recuerdo con precisión todo lo que he escrito en él. En alguna parte, hablando de literatura, habré expresado mi convicción de que el lenguaje literario ha de ser exquisito y trabajado. Lo que no quiere decir obviamente que, si se narra un diálogo entre estibadores, estos tengan que expresarse como catedráticos de Lingüística. De estas ideas mías hablo con largueza en mis Apuntes sobre literatura.

No todo el mundo está de acuerdo con este modo de ver la creación literaria. Josep Pla, en su obra El cuaderno gris, protesta sobre lo que llama provenzalismo, el enzarzarse en el juego literario de las formas, y critica a los que creen que la literatura es un arte retórico y ‘formalístico’ (sic), cuyo fin es la construcción de frases. Estas ideas de la literatura noble imperaron durante siglos, dice, pero hoy no valen, ni siquiera en el país más académico del mundo, que es Francia.

Dice eso, pero luego, en muchas ocasiones, escribe textos bastante rebuscados: “Cuando la tarde cae, las montañas de poniente, la raya de su perfil, se aureola de una luz arcaica”. Y hasta los explica, lo que es relativamente insólito: “¿Qué es una luz arcaica? Quiero decir una luz de cuadro antiguo, la luminosidad que queda sobre el cuadro cuando se le ha puesto la pátina de polvo y de engrudo que depositan los siglos”. Tampoco es parco a la hora de acumular adjetivos. Habla de las personas románticas: “Son impenetrables, inasequibles, imposibles, inaferrables —el adjetivo no está en el DRAE, pero lo veo en otros textos, en el sentido de inasible—, inabordables, intocables, impalpables, irreductibles”. O también: “Ahora hay tierras de color de rosa. Los humos y las evaporaciones de la tarde ponen sobre el paisaje rosado una tenue pincelada de color azul claro”. Describe una locomotora, en la sobretarde: Como va con leña, la máquina centellea como un dragón furioso.

No se trata sólo de la forma, pero esta cuenta, y mucho, en la buena literatura. Hay más cosas, en las que Pla se mueve con ingenio y soltura. Habla de un verso de un poema perdido de Homero: Sabía muchas cosas, pero todas las sabía mal. Es una cita que está, referida allí a un poeta sin nombre, en el Segundo Alcibiades, un diálogo platónico, seguramente apócrifo. Pla hace afirmaciones, con las que estoy totalmente de acuerdo: “De joven se tiene una llamarada de vanidad, que no suele durar. Si perdura es un síntoma de estupidez considerable”. En otro momento, no parece considerarla tan circunstancial: “La vanidad parece segregarse de la estructura misma de los tejidos humanos”. Lo de siempre: nada es sencillo, definitivo.

24 de febrero de 2014

Antonio Machado, a los setenta y cinco años de su muerte


Tengo que hablar de Antonio Machado, aun a sabiendas de que todo ha sido ya dicho. Analizo esta necesidad, esta urgencia, y descubro que responde a un sentimiento que podría calificarse de amistad. Muchos, quizá más si tenemos algunos años, nos sentimos amigos de don Antonio: admiradores, seguidores…, pero también amigos; empatizamos con él, con su mundo. ¿Por qué?

Yo creo que pensamos que Machado, tan glorificado ahora con toda razón, fue un ser en el que se cebó el infortunio. Y surge en nosotros un deseo de reparación, forzosamente póstumo, pero acuciante y poderoso. Hace ahora setenta y cinco años que murió solo, derrotado, en un pueblecito francés, y nos decimos que esta vez tenemos que estar con él. No le vamos a fallar, cuando tantas cosas le fallaron en su vida.

Sin embargo, al escribir lo anterior, me doy cuenta de que esto no es tan verdad. Antonio Machado alcanzó en vida puestos y consideración no desdeñables. Nació en una familia ilustrada, no pobre. Fue catedrático de Instituto con treinta y dos años —conviene recordar que había terminado el bachillerato con casi, o sin casi, veinticinco años—. Había estado antes en París, con su hermano Manuel, en donde conoció a literatos famosos y trabajó en la editorial Garnier. A la vuelta, formó parte de la compañía teatral de María Guerrero. Como catedrático de Francés, anduvo por capitales o ciudades de provincias hasta llegar a Madrid en 1932. Cinco años antes había sido elegido miembro de la Real Academia Española.

Estuvo bien relacionado, fue amigo de muchos de los literatos famosos de la época. Su vida no fue, ciertamente, la de un triunfador, pero tampoco la de un marginado. Nada parecido al pobre Alejandro Sawa —también de Sevilla, inspirador del Max Estrella de Luces de bohemia—, que había vivido también unos años dorados en París y del que se contaba que no se lavaba desde que Victor Hugo lo había besado en la frente. O aquel Pedro Luis de Gálvez, que llevaba un niño muerto en una caja de zapatos y pedía ayuda para enterrarlo. Machado escapó en lo posible de las penalidades de la guerra civil y marchó a Francia al principio de la desbandada final. La falta de un éxito arrollador fue, como sucede en casos parecidos, también por su carácter, por carecer de una ambición decidida. ¿Por qué lo compadecemos todos, yo también, tanto?

La respuesta demandaría profundos estudios de psicología social. Contestaré por mí: porque era tierno, triste; porque tenía algo de angélico y existe la convicción de que los ángeles merecen ser felices. Porque era tímido, porque no tenía malicia, porque era paciente y resignado. Porque apenas conoció el amor. Sólo un amor, no fácil de catalogar, que le duró tres años. Cuando era feliz en París, estudiando Filosofía y con Leonor, ¿qué diosa Fortuna atroz los aniquiló?

Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería.
Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.
Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar.

Y un extraño amor de siete años con la poetisa Pilar de Valderrama, la ‘Guiomar’ de sus versos, muy catalogable: el puro, el quemante, el cruel y terrible amor platónico.

¿Eres la sed o el agua en mi camino?
Dime, virgen esquiva y compañera.

Compadecemos a Machado, porque, abatido y conforme, se refugió en sus versos y se consoló con ellos; porque compartió con los demás su desesperanza, su conciencia de que la felicidad era siempre un fulgor efímero. Versos que además eran sencillos, directos, la destilación de muchas amarguras, en los que se transparentan virtudes que conforman y dan sentido a la belleza.

Yo no sé leyendas de antigua alegría,
sino historias viejas de melancolía.

***
Pregunté a la tarde de abril que moría:
¿ Al fin la alegría se acerca a mi casa?
La tarde de abril sonrió: La alegría
pasó por tu puerta. Y luego, sombría:
Pasó por tu puerta. Dos veces no pasa.

En mi caso, hay más. Me examiné en el Instituto en el que fue profesor siete años, en Baeza. Estudié luego en el Instituto Cardenal Cisneros, donde estudió él en Madrid. Y todavía me veo, de estudiante, haciendo autostop por Castilla, con un libro suyo y un amigo, recitando sus versos, peligrosamente olvidados de atender a los pocos coches que pasaban. Y recuerdo un viaje a Soria para participar en su homenaje, hace ya muchos años, en pleno franquismo. Había sido organizado por el Gobierno, para replicar a otro que la liviana Oposición de entonces celebraba en Baeza; yo estaba en un Colegio Mayor del SEU y acabé allí. Sus poemas nítidos, limpios, sonaron de nuevo en la Soria donde fue feliz algún tiempo y que abandonó luego, espoleado seguramente por intolerables ausencias. Los mismos versos que se oyeron en Baeza, claros vencedores sobre banderías políticas.  

Estas viejas y embellecidas vivencias motivaron mi visita emocionada y devota a su sencilla y convencional tumba en Colliure. El corazón me llevó también entonces, por la atormentada carretera de la costa, a otro lugar no lejano, Portbou, en donde está el monumento a Walter Benjamin (su cuerpo se ha perdido) y un estrecho túnel inclinado en cuyo final están el mar, la luz, la libertad y la nada. Benjamin, judío alemán, tan diferente a Machado, quizá aún más desdichado. Se suicidó, o lo asesinaron, con cuarenta y ocho años, recién llegado a España, apresado por un grupo de paramilitares. Al día siguiente se permitió seguir a sus compañeros. Dejó escrito en su cuarto del hotel: En una situación sin salida, no tengo otra elección que la de terminar. Es en un pequeño pueblo situado en los Pirineos, en el que nadie me conoce, donde mi vida va a acabarse. Esta ruta de muertos ilustres me la tenía prometida desde siempre.