9 de noviembre de 2013

Clases de versos


Ya dije alguna vez que no me gustaba dejar cabos sueltos. En la entrada anterior hablé de los endecasílabos y, para completar algo lo expuesto allí, querría escribir dos palabras sobre las diversas clases de versos.

Mostré entonces la estrofa de Esteban Manuel de Villegas:

Dulce vecino de la verde selva,
huésped eterno del abril florido,
vital aliento de la madre Venus,
céfiro blando.

Se ve claramente que no hay rima en ella. Si alguien pensara que la rima es consustancial a la poesía, se equivocaría. Por supuesto, hay estrofas compuestas por versos rimados. Pero incluso en ellas puede haber algún verso que, de manera intencionada, no guarde la rima y se le llama verso suelto. Pueden ser numerosos, como en los romances típicos, donde todos los versos impares lo son, mientras que los pares riman. En un soneto, en cambio, todos los versos son rimados.

De estos versos que no tienen rima, los hay que son medidos (versos blancos), como los de la estrofa de Villegas. Tres son endecasílabos, tienen once sílabas, y el cuarto es pentasílabo, de cinco sílabas. Porque no todos los versos de la estrofa han de tener el mismo número de sílabas; de hecho, esto permite ciertas combinaciones especialmente gratas al oído. Por último, hay versos que ni tienen rima ni son medidos, los llamados versos libres. En general, los poemas no mezclan caprichosamente versos de los diversos tipos, sino que obedecen a ciertas exigencias formales.

Se distinguen, pues, los versos por el número de sílabas y, como vimos en mi entrada anterior, por la colocación de los acentos fónicos, por el ritmo acentual. También por la posición del acento en la palabra final, etc.

En la poesía griega o latina la unidad métrica para los versos es el pie, constituido por sílabas largas y breves, en grupos de dos, tres y cuatro elementos. Lector, si te gustan las matemáticas, sabrás que el número de pies distintos que se pueden formar en esos grupos es el de ‘variaciones con repetición’ de los dos tipos de sílabas en cada uno de ellos (dos elevado al número de elementos del grupo). O sea, cuatro disílabos, ocho trisílabos y dieciséis tetrasílabos; en total, veintiocho. Así es, en efecto, y todos tienen sus nombres. El pie de cuatro sílabas largas es el dispondeo; el de cuatro sílabas cortas es el tetrabraquio, también llamado, para abreviar y simplificar, proceleusmático.

Lector, si crees que me encuentro como el pez en el agua con todo esto, te equivocarías muy gravemente. Estoy tan perdido como tú, pero, eso sí, trato de fijarme, me gusta asomarme a este abismo. Es que, además, parte de todo esto es trasladable a la poesía en castellano. Sustituyendo las sílabas largas y cortas, por las tónicas y átonas, se pueden distinguir en ella los ritmos yámbico, anapéstico, anfibráquico, etc.

¿Te has aburrido? Eso puede pasarte conmigo más de una vez. Si me aburro yo, te tendrás que aburrir tú. Pero —aquí va el mensaje— es que hay que 'aburrirse' de vez en cuando. Para valorar a los que realmente saben de las cosas. Para no ser vano y pensar que uno sabe de todo, con cuatro bobadinas que ha aprendido malamente. Hay que ser humilde y comprender que el mundo es inabarcable. El saber sí ocupa lugar; lo que no ocupa lugar es la ignorancia. Y la vanidad y el autoembeleso, si se me entiende lo que quiero decir con esto último.
 

8 de noviembre de 2013

Endecasílabos


En mi anterior entrada ya amenacé con hablar de endecasílabos. Lector, conviene que vayamos dejando las cosas claras: si andas con prisas, si no estás dispuesto a perder un poco de tu tiempo —a ganarlo quizá, nunca se sabe—, este no es tu blog, por culpa tuya. Si aspiras a conseguir un conocimiento definitivo y perfecto de cualquier realidad, tampoco es este el sitio, por culpa mía. Lo que yo pretendo es estimular tu interés, llamar tu atención sobre materias o temas que quizá te pasaron desapercibidos hasta ahora. Luego tendrás que ampliar lo que leas aquí, que para eso el mundo está lleno de enciclopedias, diccionarios y muy sesudos autores.

En el texto de Justine, de Lawrence Durrel, había espigado yo dos endecasílabos: las palmeras se quiebran y reflejan  y en los espejos de marcos dorados. Si no me equivoco al escandir, al medir, estos versos —y te aseguro que no soy nada bueno en esto— y si capto bien los acentos, el primero de estos endecasílabos los lleva en las sílabas 3, 6 y 10 y el segundo en las 4, 7 y 10. Por lo tanto, el primero es un melódico puro (o propio clásico) y el segundo un dactílico puro. ¿Contento, lector? Déjame decirte que hay decenas de tipos de endecasílabo.

Si no eres un estudiante de métrica no es fácil que esto te interese mucho. A mí tampoco extraordinariamente. Pero creo que es bueno conocer que existen estos saberes, aunque sólo sea para justipreciar a las gentes que estudian estas cosas, que muchas veces son personas dedicadas y valiosas que han escogido ese oficio. Esto sí es un oficio y no tiene mucho que ver con el de un escritor de novelas. Digo esto por lo que sostuve en mi entrada sobre el discurso de Muñoz Molina.

Se puede hacer una magnífica novela sin saber esto. Pero es que también se puede hacer poesía de gran mérito, sin saberlo. El acto de creación tiene un componente intuitivo, espontáneo que es muy importante. En la poesía se trata de tener buen oído, buen gusto para conformar los versos, imaginación, sensibilidad… Y también oficio, claro; sin pasarse quizá en esto.

No todos los endecasílabos suenan igual. Esteban Manuel de Villegas (1589-1669) escribió una Oda al céfiro, cuyos versos iniciales son estos:

Dulce vecino de la verde selva,
huésped eterno del abril florido,
vital aliento de la madre Venus,
céfiro blando.

Para mi gusto son de los versos más sonoros escritos en castellano. Se trata de una estrofa sáfico-adónica (tres endecasílabos y un pentasílabo), llena de elegancia y ritmo. Los endecasílabos son sáficos puros plenos (acentos en las sílabas 1, 4, 8 y 10).

Y ahora ya, lector, a pensar, a pensar por nosotros mismos, que es una de las tareas divertidas a las que se puede dedicar el hombre. ¿Crees tú que este gusto mío coincidirá con el de la mayoría de los mortales o será una de mis rarezas? ¿Y es sólo cuestión de acentos?, porque las palabras y lo que se dice con ellas también ha de contar.  ¿Cómo suena este otro verso de Góngora, del mismo tipo?: Era del año la estación florida. ¿Cómo suenan las otras estrofas de la oda? Míralas en la red, que para eso está. Y si suena mejor la primera, ¿no será porque la hemos oído más? Tantas preguntas, todo tan complicado enseguida.

Nicanor Parra, premio Nobel de Literatura, en un poema de título Defensa de Violeta Parra, copia los dos primeros versos de esta Oda, cambiando vecino por vecina.

Dulce vecina de la verde selva,
huésped eterno del abril florido,
grande enemiga de la zarzamora,
Violeta Parra.

¿Plagio? ¡Bah! Vecina y enemiga son femeninos y huésped es masculino. ¡Bah! Esto es literatura, no es ciencia. Lo que hay que preguntarse es: ¿Suena bien? ¿Es bello? Eso es lo que importa. Todo dentro de un orden, naturalmente.

6 de noviembre de 2013

Justine, de Lawrence Durrell


Lo que conté en mi anterior entrada de este blog, Genética y Ambiente, es tan elemental y conocido, que quizá no merecía la pena haberlo escrito. Lo hice por el diagrama que mostraba allí,  que podría ayudar en alguna ocasión. Todo lo que escribo tiene esa nada oculta finalidad: que pueda ser útil. La única vanidad personal que estoy dispuesto a admitir es la de pensar que pueda enseñar algo. Con esa idea empecé este blog.

Lector, tenemos que ir conociéndonos. Tengo unos miles de libros en mi casa, debidamente catalogados y ubicados. Lo hice con una sencilla plantilla de Access y me tomó algún tiempo. Pero te digo que compensa; en un minuto puedo encontrar cualquier libro. Para los que estén en mi caso, es imperdonable no proceder así. Los que en medio del desorden pretenden saber perfectamente dónde están sus cosas, no me convencen; eso vale sólo con conjuntos reducidos, sencillos.

No siempre llevo el catálogo conmigo y el otro día batí mi propio record: compré tres libros que ya tenía. Ni recordaba tenerlos, ni haberlos leído. Bueno, pues me puse a releer uno de ellos, Justine, de Lawrence Durrell —digo releer, porque enseguida empecé a reconocerlo— y con eso querría pergeñar esta nueva entrada.

En la obra hay una discusión entre Justine y un médico cabalista llamado Balthazar, justamente sobre la herencia y el ambiente, como en mi blog. No es extraño, con un tema tan trillado. Pero también pienso que estas coincidencias se dan entre gentes o medios que comparten vivencias parecidas. Heráclito afirmó que “los que están despiertos habitan el mismo mundo; en cambio los que duermen, habitan cada uno en el suyo”. Por eso hay que leer escritores que estén bien despiertos, que no son todos.

En la novela leo: “en el vestíbulo de este hotel moribundo, las palmeras se quiebran y reflejan sus hojas inmóviles en los espejos de marcos dorados”, una bella construcción, a mi juicio, en la que hay dos endecasílabos de los que yo llamo perdidos: las palmeras se quiebran y reflejan, y en los espejos de marcos dorados, más musical el primero (los escribo en cursivas; el mérito aquí es en buena parte de la traductora). En una futura entrada del blog me gustaría decir algo sobre los distintos tipos de endecasílabos, un aspecto quizá no conocido por todos.

Por supuesto, no se trata de escribir las novelas en verso. De hecho, si un autor estuviera muy pendiente de la sonoridad de sus párrafos, arruinaría probablemente su tarea. Lo que ocurre es que hay escritores que tienen el don de hacer una prosa brillante, sin proponérselo, de forma natural y espontánea. Hay bastantes pasajes así en Justine: “los resplandores del poniente se reflejaban en un jade amarillo” o “un viento de la noche que venía de los confines de Asia” o “el magnífico animal bicéfalo que puede ser un matrimonio”. También son notables en Durrell los conceptos, las citas o los ámbitos culturales a los que remite. En mi entender, si se lee un libro que no tenga estas virtudes, no se está leyendo literatura, una de las bellas artes. Será algo que pueda distraer, que sirva para matar el tiempo —tal vez la expresión, la actitud, más estúpida que conozco—, pero que no es literatura, buena literatura.

Una de esas citas en la novela —omnis ardentior amator propriae uxoris adulter est— la hace el médico Balthazar, sin mencionar el autor. Es de Petrus Lombardus, un teólogo romano del siglo XII, que traduzco de manera libre: “amar ardientemente a la propia esposa también es adulterio”. Los casados de unos cuantos años se sorprenderán de esta reflexión del teólogo y valorarán altamente y con toda justicia su incontrolada imaginación.

También se mencionan en la novela los caballi, término que en los trabajos de Paracelso designa los cuerpos astrales de los hombres muertos de forma prematura. Y se menciona brevemente la doctrina gnóstica de la creación. En fin, llamadas o referencias frecuentes a elementos de la historia cultural de la humanidad, que son consustanciales a la obra literaria. Me refiero a la literatura de autor, a la que debiera ser premiada y promocionada en cualquier sociedad verdaderamente culta.