26 de febrero de 2016

En recuerdo del poeta Jaime Ferrán (III, fin)


El poema aún permanece en todos nosotros, los colegiales de entonces, a más de medio siglo de distancia. Se cuela en nuestros sueños, en nuestros escritos, sin que nos demos cuenta. Junto al nombre de Jaime, aquel poeta que conocimos de jóvenes, el primer poeta que conocimos, que andaba despreocupado por el Colegio, con cierto desaliño bohemio, habitante ya del Parnaso y tan accesible. En unos versos en broma, ripiosos, que escribí a un amigo, eminente médico y poeta —ahora conozco a bastantes—, se coló de rondón el famoso viento tejano, agazapado en el recuerdo, siempre esperando, pronto a renacer. Contaba yo a mi amigo, Francisco Loredo (Floredo en su antiguo e-mail), mis venturas de amor en Nueva York. La primera fue precisamente con una tejana, que trabajaba junto a mi Servicio en el hospital. Quizá es algo divertido y copio una parte; así me desvío un momento hacia lo liviano en esta última entrada:

La primera flor
de este largo cuento
de amores lejanos
era de un desierto;
porque era de Tejas,
¡qué tiempos aquellos!
Trabajaba al lado
y ahuyentó al invierno.
Yo la fui cercando,
andaba al acecho.
Un día propicio
la ataqué certero.
“Flor —le dije, impávido—,
aquí está tu tiesto”.
Luego el resultado
fue justo el inverso.
No sé si me explico,
pero yo me entiendo.
Ella me miró
y cedió, riendo.
¡Si no cegué entonces,
nunca seré ciego!
Viento
de
Tejas.
Amor
en el
aire.
Jamás
podré
olvidarte.
Y dejo
mi corazón
en prenda.
Todo está muy bien,
pero en estos versos
has pulverizado
las rimas en e, o,
puede que me digas,
querido Floredo.
Y ante tal reproche,
presto te contesto:
Es que no son míos,
estos van en serio.
Son de un poeta amigo,
del mismo Colegio,
que se llama Jaime
y Ferrán lüego.

No era el viento de Tejas, pero en Nueva York también el amor endulzaba el aire. El azar me lo trajo con una chica tejana. ¿Quién sabe qué vueltas dio el famoso viento de Jaime? Quizá lo respiró allí mi amiga y por eso fue amable conmigo. Los vientos son libres, soplan cuando quieren y hacia donde quieren y lo único que cabe hacer es aprovecharlos cuando vienen de cola y tratar de arreglarse con ellos cuando son de cara. Y encontrar, si hay suerte, el que nos envuelva y lleve durante toda la vida.

Digo otra vez que aquellos viejos versos están bien interiorizados, asimilados y rebrotan en cualquier momento. Se me asomaron a mí, contemplando no hace tanto tiempo los olivos de mi tierra:
Úbeda,
al caer
la tarde.
Azogue y plata,
los olivares.
El esfuerzo
en los surcos
y el amor
en el aire.
Volveré siempre
y dejo
mi corazón
garante.

Son versos inspirados en los de Jaime, sin su gracia. Pero no son plagio, porque, en este caso, se cumple lo que decía de las coplas el otro Machado, Manuel: y cuando las canta el pueblo, / ya nadie sabe el autor. Aquí, el pueblo somos todos aquellos jóvenes estudiantes, que un día aprendimos un pequeño poema, escrito por uno de nosotros, una especie de hermano mayor, y ya no lo hemos querido o podido olvidar.

He escrito muy recientemente de una desviación que puede darse, más o menos consciente, en algunos obituarios: que sirvan de ocasión, con el pretexto de recordar al difunto, para hablar de uno, aunque sea al explicar la relación con el fallecido. No querría, en manera alguna, que este fuera mi caso. He hablado de Jaime, de mi relación con él, porque es la más poderosa razón que me ha llevado a traerle a estas páginas. Como dije al principio, no me atrevería a analizar el conjunto de su obra, porque no la conozco con el debido detalle. En los tiempos del Colegio me la sabía mejor, y pienso que su estilo se ha mantenido más o menos constante. De todas maneras, me siento obligado a dar algunos datos de su biografía, que resumiré muy brevemente.

Jaime Ferrán y Camps nació en Cervera (Lérida) en 1928 y en su juventud formó parte del grupo de poetas catalanes que integraron la llamada ‘generación del Medio Siglo’: Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goitysolo, Alfonso Costafreda, etc. Cuando vivió en el Colegio, ya había publicado algunos libros de poemas: Desde esta orilla (1952), Poemas del viajero (1953), Descubrimiento de América (1957), Canciones para Dulcinea (1959). Por el primero obtuvo un accésit en el prestigioso premio de poesía Adonais, de Editorial Rialp, en 1952, con sólo veinticuatro años.

En 1960 marchó como profesor de literatura a la Colgate University y en 1963 empezó en la Syracuse University. Ha publicado también en prosa, ha escrito ensayos sobre Lope y Josep Vicenç Foix y traducido, con su esposa Carmen, a Yeats, Ezra Pound y Mary McCarthy. En el 2001, Ferrán reunió sus recuerdos personales y literarios en Memòries de Ponent, escrita en catalán y galardonada con el Premio Gaziel, en donde cuenta su infancia, sus tiempos de estudiante en Barcelona y Madrid y sus años de profesor en Estados Unidos.

Es triste escribir obituarios. Llevo muy mal que se mueran mis amigos. Morirse uno es más sencillo, menos complicado, más cómodo. Y no hay que asistir a ningún funeral en donde alguien, sin gran experiencia personal directa, hable de lo bien que se pasa de muerto. En este tema, la suprema sabiduría la condensó la señora aquella que argüía: Bonito el cielo, sí, pero como en casa no se está en ninguna parte.

Más en serio: ir quedándose solo tampoco es nada bueno. En un relato mío, El reino de Ta, cuento lo siguiente: Piasta, el rey de los veranos gaélicos, en una edad ya avanzada quiso viajar a Tirnanoge, la tierra de la perpetua juventud, nunca visitada por la Muerte. Preparaba el viaje cuando se le presentaron unas hadas y le preguntaron: Rey Piasta, ¿te gustaría seguir viviendo cuando ya hayan muerto tus caballos y tus canes, los maestros que te guiaron en la vida, las mujeres que te dieron su amor, los armados compañeros de las batallas? ¿Te gustaría vivir en un mundo en el que no tendrás a nadie con quien compartir un recuerdo de infancia y mocedad? El rey se llegó hasta la ribera de un río y meditó las preguntas de las hadas. Al final, después de haberlo pensado mucho, decidió no ir a Tirnagoge, y dejarse morir, cuando le llegase su hora.

Sólo queda ya la esperanza de encontrar a Jaime en algún otro sitio. De que, finalmente, el viento de Tejas nos encuentre juntos y nos arrebate a los dos. Y a Carmen, claro. Y a los colegiales que pasaron por el Colegio y lo conocieron u oyeron hablar de él. Y a las mujeres que nos acompañaron en nuestras vidas. En fin, a todos. Con el amor ya afianzado y dueño definitivo e indiscutible del aire.

25 de febrero de 2016

En recuerdo del poeta Jaime Ferrán (II)


En Otoño ya empiezan las filosofías, mala cosa. Cuando se es feliz, la vida —la naturaleza, la esencia de la vida— no preocupa gran cosa: se vive, simplemente. En el primer poema de este apartado, ya se ponen límites al amor, ya se habla de cosas imposibles. Durante una buena parte de la vida, lo imposible, en un cierto sentido, no existe. Un buen día se instala tal noción entre nosotros y ya no puede ser desterrada. Amamos lo imposible. / Buscamos más allá / de lo que ven los ojos / la última verdad / y nunca la encontramos, / se evade una vez más. Y un poco más tarde, aparece la odiosa, la obscena palabra: Envejecer es irse despidiendo / de todos y de todo. Envejecer es irse / poco a poco. La vejez puede ser otras cosas —puede ser la ocasión para vivir vidas que no fueron posibles antes—, pero repito lo que ya dije al principio: la poesía no demanda, ni tolera, ser analizada. La poesía es la gran sugeridora de temas, la ganzúa, la falsa llave, que es capaz de abrir puertas muy diversas, esa es su virtud.

En Invierno, se concretan los malos augurios avanzados en otros momentos; llega el final, el que se presume y anticipa desde el mismo principio. El poeta confiesa: No estaba preparado / para el final. Nunca lo estamos. /Llegó por la mañana. […] Vino la enfermera… / Se pararon dos ciervos / en el jardín. / Cuando nos lo dijeron / ya no estaban. Tú también te habías ido. No se puede aludir de forma más alígera y elusiva a la muerte. Unas páginas más adelante, Carmen ya está ausente, presente de otro modo, para siempre, definitivamente: Eres ahora / ya presencia encantada, / ceniza de aquel fuego / que nunca se apagara, / calor en el invierno / y murmullo del agua / en la tierra sedienta, / luz en la noche clara…

El libro es un lento canto a Carmen, cuyo rostro aparece sobre un fondo negro en la portada. Es una confesión sincera, una profesión rotunda e incondicional de amor, como quizá sólo hacemos a alguien que está ya en la otra orilla. Porque la percepción del amor se acrecienta y magnifica con la ausencia definitiva y uno se libera del pudor que impone la cercanía, el que permanece incluso en la entrega más rendida. En el libro, sin embargo, la tristeza nunca parece excesiva, está embellecida por el consentimiento y una resignación generosa y lúcida. Es una tristeza bella, una dulce melancolía, como corresponde a un poeta enamorado y agradecido, que conoce y valora el privilegio de una relación intensa, excepcional. La contención verbal y la delicadeza acompañan cada página del libro. Nada es exagerado o excesivo. Los recursos verbales son los justos y apropiados. Si alguien ha sugerido que el buen estilo literario está hecho de renuncias, aludiendo a la exclusión de lo innecesario y superfluo, se puede afirmar que ese es el estilo del poeta, sereno, horaciano.

Es también, sin proponérselo, una breve biografía, la historia de una vida, o de dos, como la de cualquiera de nosotros; por eso es tan entendible, tan compartible. Los detalles, los acontecimientos se narran sin intención, sólo para acompañar, para situar lo que va aconteciendo con los años, en torno a lo principal, a lo que de verdad cuenta, a lo único que importa: la permanencia del amor, la unión sagrada entre dos seres.

En una carta de hace bastantes años, la recientemente fallecida Carmen Balcells mencionaba a Jaime Ferrán, de quien era amiga desde su juventud, y me anunciaba el envío de ese libro suyo, Libro de Horas, al que calificaba como “pequeña joya”, el que he utilizado para espigar mis citas. Doña Carmen entendía de literaturas y me adhiero a su calificación del libro. En mi contestación le escribí: “Lleva usted razón, el libro es una joya. Su estilo es el de siempre: íntimo, tierno, sencillo y amable. Como él mismo. Leo sus poemas y vuelvo a oírle. Siempre nos saludaba llamándonos ‘viejo’, ‘maestro’, etc. En el Colegio, era un poco nuestro hermano mayor, el de todos. Le puedo asegurar que se le quería como a tal. En su casa eran diez hermanos, nosotros éramos doscientos”.

Porque yo había coincidido con el poeta, hace casi sesenta años, en un Colegio Mayor de Madrid. Al principio, era yo de los más jóvenes allí y él quizá el mayor, con su carrera terminada. Ya había publicado libros y eso le revestía, ante mí y ante todos nosotros, de una irrebatible magnificencia. Era además extraordinariamente accesible. Recuerdo que en una ocasión le pregunté que si sabía de la existencia de un Jaime Ferrán famoso —yo pensaba en Jaime Ferrán y Clua, el ilustre médico catalán que había diseñado algunas vacunas— y me contestó enseguida: Claro que sí, viejo, soy yo.

Mencioné antes un poema de Jaime que conocíamos todos en el Colegio. Era muy sencillo y corto y, cuando nos poníamos estupendos, lo que sucedía con frecuencia, lo recitábamos coralmente, en noches inolvidables, quizá después de haber asistido todos juntos a algún episodio de Los intocables, de Elliot Ness, que daban entonces en la incipiente televisión española. Eran impresionantes las doscientas voces declamando:              

Viento
de
Tejas.
Amor
en el
aire.
Jamás
podré
olvidarte.
Y dejo
mi corazón
en prenda.

Oigo el poema, todavía, con una acuidad que no tienen las voces y sonidos de ahora. No lo he olvidado; ciertas cosas no se pueden olvidar. Jaime estaba allí, sonriente y complacido. Nos había dicho muchas veces que el poema lo había escrito durante un concierto al aire libre, una noche de verano en Tejas, que era ya, también para nosotros, inolvidable, insuperable. Lo había escrito en el estrecho margen del programa y por eso era de versos tan cortos. Lector, créeme, si cierro un momento los ojos, lo vuelvo a oír, exactamente como entonces. ¡Qué misterio el de nuestros recuerdos!

Ese viento de Tejas era ya también nuestro, incorporado a nuestro inocente y virginal pasado. Y en Tejas, según certificaba nuestro querido Jaime, que tenía mucha más experiencia en todo que nosotros, el amor —ese amor por el que suspirábamos y que nos hostigaba entre clases y exámenes y siempre— estaba allí, en el aire; es decir, libre, ubérrimo, permeándolo todo, ofrecido a todos, para quien quisiera abrazarlo y apropiárselo. ¡Ah, Tejas, Estados Unidos…! ¿Cómo sería, en verdad, el viento de allí? ¿Y ese amor que habitaba en el aire? Habría que ir a ese país alguna vez, como había ido ya Jaime. Sí, habría que ir...
(continuará)

24 de febrero de 2016

En recuerdo del poeta Jaime Ferrán (I)


No hay manera de embridar y domeñar este blog. Antes me estaba sugiriendo temas continuamente y decidí callarlo un poco y hacer menos frecuentes y más cortas mis entradas, mis posts. Con lo primero sólo he logrado que se me acumulen los temas pendientes y en lo segundo he fallado con clamor. Además, de momento he de cambiar la estrategia y publicar dos o tres entradas seguidas de extensión desusada, porque llevan versos y esto las alarga, aunque casi siempre trataré de escribirlos en línea.

Se trata de algo excepcional, claro: ha muerto, el seis de febrero, un excelente y querido poeta, Jaime Ferrán y Camps, a quien ya mencioné en mi entrada del 6 de julio del 2014, y tengo que hablar de él, del único libro suyo que tengo ahora a mano, Libro de Horas, y de un cortísimo poema, al que me referiré después. No podría, ni es mi intención, escribir un estudio serio sobre su poesía. No sabría distinguir un ‘primer Ferrán’, ‘un segundo Ferrán’, etc., esas sutilezas que encantan a los críticos sesudos. Pero puedo hablar un poco de él como persona, porque tuve el privilegio de conocerle; y del libro que menciono, que es una joya. Es del año 2008 y está dividido en cuatro partes, las cuatro estaciones del año.

Lo escribió el poeta unos ocho años después de la muerte de su esposa, Carmen Rodríguez de Velasco. No existe una correspondencia exacta entre el tono de los poemas y la estación del año en que están encuadrados, más bien revelan un cierto orden cronológico, con versos que remiten a su juventud agrupados en Primavera, a su madurez en Verano, etc. Los versos de Invierno, en los que se refleja, y hasta se cuenta, la muerte de Carmen, son sin duda los más tristes. En conjunto, es un libro triste, impregnado de una única ausencia-presencia, en el que se refrenda y justifica la cita inicial, del gran poeta portugués Luis Vaz de Camões: Vi que todo o bem pasado não e gosto mas é mágoa (Vi que todo bien pasado no es gozo sino tristeza).

El primer poema del libro, en el apartado Primavera, describe de manera tajante el contraste entre lo que persevera y lo que se desvanece (reproduzco, sólo en este caso, la disposición tipográfica original, que no respetaré en el futuro, para no complicar y alargar excesivamente la longitud de la entrada):

No pasa la pasión,
                               pasa la vida.
El tiempo pasa
                         y al pasar
                                          nosotros
con él pasamos.
                           Pero
no pasa la pasión.
                              El mismo fuego
me abrasa todavía
cuando te veo,
                        cuando te recuerdo.

Digo que es un libro triste, pero se trata de una tristeza mitigada, suave, esa que algunos han llamado tristeza poética. Pasa la vida, pero hay cosas que permanecen. En realidad, también puede ocurrir justamente lo contrario, que pase la pasión y la vida se haga larga y pesada. Este es el tipo de análisis que no se puede hacer en poesía, en la que cuenta, no la estricta racionalidad, sino lo hondo y peculiar del sentimiento, lo que canta el poeta. Aquí lo único que importa es la música y la belleza, el descubrimiento de un mundo personal, profundo, no pautado y acomodado a la lógica. La expresión íntima e incontaminada de una realidad, que nace y se impone en las palabras. Jaime y Carmen vivieron en Estados Unidos: en un país distinto / que se ha ido / haciendo nuestro noche a noche… Y ya está dicho, ahí está ya todo, no hay nada más que explicar.

Todavía en Primavera, hay unos versos muy machadianos, de los de don Antonio: Pasan las mañanas / y las tardes lentas / en la sala clara, / en la oscura escuela / de bibliotecarias / donde tú me esperas / cuando el día acaba / y la noche empieza… Son versos sencillos, frescos, con la rima y el repiqueteo del ritmo bien presentes. Hay otros muchos así en el libro. Y otros distintos, de ‘arte mayor’, entre los que muestro uno de los más alegres, con Carmen siempre en el cuadro. Aquí se canta su presencia: Nuestro primer viaje fue a Granada, / que descubrí, de nuevo, a tu costado: / la roja Alhambra, el dédalo / de cámaras secretas, los jardines, / el laberinto del Generalife / entre fuentes que cantan, el palacio / del César, la oscura catedral / con los Reyes dormidos, las tendillas / el alegre Albaicín, la mansa vega, / los cármenes al pie de la sierra…

En Verano la felicidad se hace perfectamente posible y sólo se torna huidiza y frágil al recordarla, tantos años después; de momento es sólida, maciza, indestructible: Verano en Santander. La Magdalena / es como un barco lleno de estudiantes… Y entonces surgió la noticia: un profesor de la Colgate University visita Madrid en busca de licenciados españoles para impartir enseñanzas en Estados Unidos. Y cuenta Jaime, como si fuera un asunto menor: Así se interrumpió nuestro verano. / Así cambió de rumbo nuestra vida. Permitidme añadir aquí unos versos míos: Y el destino, / o el puñetero profesor americano, / nos robó a Jaime. Desde entonces, / sólo pudimos verle en ocasiones, / cuando venía a restañar la herida, / la deuda que contrajo con nosotros, / que lo quisimos tanto, cuando éramos / tiernos devotos de él y lo admirábamos. / Bueno, lo que cuenta, es que fuera feliz. / Con eso solo, estábamos contentos.

Pasó algún tiempo, con la felicidad intacta aún. Volvían los dos, Carmen y Jaime, a Madrid alguna vez: De regreso a Madrid, / en la vieja colina de los chopos / hallamos la paz resucitada, / el jardín recoleto / y en él “sólo el amor” / que encontró Juan Ramón. Vinieron una vez en barco, en el Covadonga, de Nueva York a Bilbao, y se trajeron su coche americano, un Chevrolet Corvair, de moda entonces: Llevábamos a bordo / el Corvair, nuestra casa / pues que no la teníamos. […] En el blanco Corvair / íbamos y veníamos / de Barcelona al mar. ¡Cómo entiendo estos recuerdos del poeta! Mi coche en Nueva York era un Rambler. Cuando alguien me pregunta ahora si deseo todavía alguna cosa, respondo: Sí, volver a tener veinticinco años y recuperar mi viejo Rambler, que tiene que estar todavía en alguna parte; lo demás no me interesa.
(continuará)