16 de abril de 2016

Mujeres que reescribieron el Quijote (II, fin)


Entrando de lleno en el tema, las mujeres que escribieron obras influenciadas, basadas o inspiradas en el Quijote —las que ‘reescribieron’ el Quijote— podrían ser las mencionadas en las dos listas que muestro. En la primera hay once obras, algunas anónimas, pero de muy probable autoría femenina. En la segunda las he reducido a cinco, aquellas de las que hablé en mi charla. Conociendo sus nombres, es relativamente fácil llegar a saber algo de sus vidas y obras con Internet. No puedo en este esquema, tampoco pude en la conferencia, detenerme demasiado en esto, por razones obvias.

                              
  
                                        

Quería también señalar la participación de las mujeres en la literatura, en general, y en la cultura de todas las épocas, a pesar de la indudable discriminación de la que han sido víctimas a lo largo de la historia. Cité, por nombrar a alguien, la obra del latinista francés del XVII, Gilles Ménage, quien en su Mulierum philosopharum historia, recoge hasta sesenta y cinco mujeres filósofas. Me detuve algo con la bellísima Novella d’Andrea, de Bolonia, experta en Derecho y Literatura que, para no distraer a los discípulos con sus encantos, daba lección hablando detrás de una cortina.

                                

Para ir terminando y hacer más liviana la charla, como debe ser obligación de todo conferenciante, hablé de otra mujer bellísima, Friné, la amante y modelo de Praxíteles. En una última digresión, mostré el cuadro de un pintor y retratista polaco que la representa yendo a bañarse en la playa con motivo de las fiestas eleusinas. El nombre del pintor es Henryk Siemiradzki (1843-1902), recordado por su arte académico y monumental, con escenas del antiguo mundo grecorromano y del Nuevo Testamento. Inmediatamente después, mostré el titulado Blue III, parte de un tríptico, de Joan Miró, con alguna consideración obligada e informal sobre el arte pictórico. El arte del polaco no es mi ideal, pero tengo que admirar el oficio, la honestidad, el afán de perfección, el amor por la obra bien hecha en este tipo de pintura. Este de Miró, y otros pintores modernos, suscita en mí, en no pocas ocasiones, alguna duda incómoda, algún inevitable recelo. 
 

        

       

Terminé con las siguientes palabras, excusándome muy insinceramente: Me he perdido un poco; hay gente que ha nacido para perderse. Escribir es eso: perderse. Perderse en algún confín que se sueña y se crea para compartirlo; sacar a la luz algo que surgió en un oscuro pliegue de nuestro cerebro, gracias a una misteriosa alquimia que en ocasiones comienza a funcionar muy caprichosamente. Pero hay que perderse con alguien. Por ello, no me importaría haberlo hecho hoy, siempre que me haya perdido con ustedes, que ustedes me hayan seguido y hayan disfrutado un poco descansando en los márgenes, espero que apacibles y amenos, del camino, del laberinto. Este es el mejor criterio para valorar este tipo de charlas. Al final, no importa sólo a dónde va uno, sino el sendero que se escoge, el viaje en que uno se embarca.
Ya acabo, pero nada es definitivo, permanente; las cosas se resisten a desaparecer. Un poeta malagueño, al que he admirado largamente, desde mi juventud, Manuel Alcántara, lo dijo muy sencilla y bellamente: Porque nunca se acaba lo que acaba, / que se queda a vivir en la memoria. Quiera Dios que alguna historia, algún detalle de los que he contado aquí, quede con ustedes y les ayude a recordar este martes de abril, cuando ya nos preparamos a reestrenar el mundo: Ya ves que ha pasado el invierno y se oye / en nuestra tierra el alboroto de golondrinas y tórtolas, cantó Salomón ibn Gabirol (1021-1058), un poeta y filósofo hebreo-andalusí, nacido en Málaga, al principio del siglo XI. Exactamente como ocurre hoy, en este hermoso parque. Muchas gracias por haber venido.
 
Nota: Casi las tres cuartas partes de la conferencia versaron sobre el tema del título. En mi esquema, en el que muestro sólo dos diapositivas con los nombres de las autoras en cuestión, podría parecer que no fue así.

10 de abril de 2016

Mujeres que reescribieron el Quijote (I)


Amigos lectores, en una reciente conferencia sobre Mujeres que reescribieron el Quijote, prometí a los asistentes incluir en mi blog un breve esquema de la misma, para que tuvieran por escrito algunos datos mencionados. Trataré de cumplir mi compromiso y haré una sucinta crónica. Ya fue difícil resumir el tema en la ocasión y hacer ahora un resumen de aquello (un resumen del resumen) lo es mucho más, pero lo intentaré.
Empecé recabando mi derecho a cualquier digresión, confesando, quizá con algún gracejo, que jamás he tolerado que el título de una charla se interponga entre lo que quiero decir y el público. Siempre me he permitido divagar un poco, sin alejarme demasiado del tema propuesto. Mostraré aquí sólo algunas de las diapositivas; la primera, una lista de las cien mejores obras literarias de la historia, elaborada por escritores famosos, algunos premios Nobel. El primer puesto es para el Quijote y, en séptima posición, hay ya una obra escrita por una mujer, Orgullo y prejuicio, de Jane Austen.

                             

Vino enseguida mi primera digresión. Quise hablar del primer autor literario conocido, que no fue autor, sino autora: una sacerdotisa sumeria de nombre complicado, En-hedu-Ana, hacia el año 4300 a. de C. Lector, no diré nada más sobre ella, pero con el nombre y cualquier buena enciclopedia —también, por supuesto, Wikipedia— podrás encontrar detalles sobre su vida y obra. Copio unos versos suyos.

                              

Otra breve digresión: me referí al libro de Harold Bloom, de 1990,  El libro de J, en el que postula que los textos más antiguos del Pentateuco fueron también obra de una mujer, que vivió en los tiempos de los reyes David y Salomón, hacia el siglo X a. de C. Todo ello basado en la llamada ‘hipótesis documental’ que proclama la autoría múltiple del escrito bíblico, formulada, entre otros, a finales del siglo XIX por Julius Wellhausen (1844-1918).

 

                               

Dediqué medio minuto, como curiosidad, a la tesis del inglés Francis Carr que afirma que el Quijote no fue escrito por Cervantes sino por el inglés Sir Francis Bacon; tan disparatada que no merece más comentarios, salvo señalar que por su propia extravagancia puede deslumbrar y arrebatar a cierto tipo de espíritus.

                                            

Orillando ya el tema de mi charla, hablé brevemente de un movimiento literario, del siglo XVII francés, al que pertenecen novelas pseudohistóricas, de ambiente galante y romántico, que permitían a los lectores contemporáneos echar una mirada sobre las vidas de personajes importantes de la sociedad del momento (cumpliendo una misión análoga a la de las modernas revistas del corazón). Distinguidos miembros de la aristocracia francesa, especialmente parisina, aparecían, levemente modificados, como soldados y doncellas persas, griegos y romanos, pero seguían siendo reconocibles. Esta literatura tuvo gran auge entonces y sirvió para enloquecer a los Quijotes femeninos que surgieron después. Esta distinción es fundamental: en el Quijote cervantino lo que causa la locura del caballero es la lectura de los libros de caballerías, mientras que en los Quijotes femeninos posteriores la atención se dirige hacia esos romances heroicos franceses del XVII y, más tarde, a novelas y dramas ingleses del XVIII.
En Francia, quizá la escritora más conocida del género fue Madeleine de Scudéry (1607-1701), algunas de cuyas obras fueron muy populares. Especialmente, Clélie (1654-1660), en diez volúmenes de unas ochocientas páginas cada uno, o Artamène ou Le grand Cyrus (1649-1653), en doce. La propia Scudéry aparece en Artamène como Safo, el nombre por el que la conocían sus amigos. También hay autores masculinos en este apartado, como Gauthier de Coste, Michel de Pure, Antoine Furetière, Pierre Marivaux, etc.
(continuará)