20 de agosto de 2015

De Timón de Atenas, de la misantropía


Palabras clave (key words): Timón de Atenas, Luciano de Samósata, William Shakespeare.

Pienso, con algún conocimiento de causa, que en la vejez se tiende a perdonar, a buscar el entendimiento, a considerar con levedad ciertas faltas. Son estas cualidades amables, positivas, por decirlo de alguna manera. En cambio, es muy difícil sustraerse a la nítida conciencia de la vacuidad del mundo y sus pompas y a una valoración bastante pesimista sobre la condición de los seres humanos, a una cierta misantropía.

En la historia, en la literatura, hay personajes que ejemplifican una determinada conducta o carácter. Uno de los más representativos de la misantropía es Timón de Atenas. Timón es un dialogo de Luciano de Samósata (ca. 120-180), un escritor griego —griego por la lengua en que escribe, ya que Samósata estaba en la margen occidental del río Eúfrates (sus ruinas yacen hoy sepultadas bajo la presa de Atatürk) y Luciano se presentaba él mismo como sirio— al que ya mencioné en un relato de mi libro El misterio de los editores, cuando hablé de una obra suya Muscae encomium (Elogio de la mosca), en la que, como su título indica, hace un elogio del diminuto animal.

Luciano, filósofo, jurista, escritor exquisitamente dotado para la sátira, anduvo durante gran parte de su vida como un sofista errante, por las todas las esquinas del mundo hablando a los corros. Fue muy famoso en su época y con una extensa y variada obra. Quedó eclipsado, como tantos otros autores griegos, durante el Medioevo, hasta que fue otra vez leído en el Renacimiento, influyendo con su estilo en no pocos de los escritores del momento, entre ellos Erasmo y Quevedo.

He leído este Timón a través de la traducción al castellano de Joan de Aguilar y Villaquirán, Regidor y Alguacil Mayor de la ciudad de Escalona (Toledo) de algunas obras de Luciano, en 1617, objeto de una excelente tesis doctoral (Teodora Grigoriadu, 2010). Los viejos somos algo peculiares y la flamante doctora me perdonará que, entre tantos valiosos datos, me fije en uno de sus agradecimientos: “a Soledad C. M. (dejo sólo las iniciales), la señora de la limpieza del Ayuntamiento de Escalona que, a falta de archivero, hacía las veces de guardián y que, muy amable y servicial, compartió conmigo varias mañanas, igual de heladas y sin brasero, en el Archivo Municipal”. Me conmueven estos detalles sencillos, humildes. No lo puedo evitar, son los años.

Resumo la historia: Timón, ateniense rico y poderoso, llega a la pobreza por su prodigalidad y se ve abandonado por los mismos a los que otorgó tantos bienes y favores. Se queja a Júpiter, por no castigar a estos ingratos, y este le restituye su riqueza, que Timón utiliza entonces para la venganza y el escarmiento de los malhechores.

Timón de Atenas es también una tragedia de William Shakespeare, de las menos representadas y también de las más sombrías y amargas. El protagonista, Timón, no muere en escena, como ocurre en tantas obras del genial bardo —en Titus Andrónicus mueren así nueve personajes—, sino que se trata de algo más sutil y oscuro. Desaparece de la escena, lleno de odio y desprecio, pronunciando terribles palabras de maldición: Graves only be men’s works, and death their gain! / Sun, hide thy beams! Timon hath done his reign. (¡Sean las tumbas los únicos trabajos de los hombres y la muerte su ganancia! ¡Sol, oculta tus rayos! Timón acabó su reinado).

Y no reaparece más. Al final del último acto, el quinto, un soldado cuenta que ha hallado su tumba junto al mar. No se sabe cómo murió, no se sabe cómo llegó el cadáver hasta la orilla; todo queda envuelto en el misterio y la incertidumbre. El soldado ha sacado un molde de cera del epitafio y Alcibíades lo lee en escena: Here lies a wretched corpse, of wretched soul bereft. / Seek not my name, a plague consume you wicked caitiffs left! / Here lie I, Timon, who, alive, all living men did hate. / Pass by, and curse thy fill, but pass, and stay not here thy gait (Aquí yace un cuerpo desdichado, separado de un alma desdichada. ¡No indaguéis mi nombre, consuma la peste a los miserables cobardes que quedáis! Aquí yazgo yo, Timón, que en vida odió a todos los vivos. Pasa y maldice cuanto te plazca, pero pasa y no detengas aquí tu marcha).

17 de agosto de 2015

De algunos perros (II)


Palabras clave (key words): Jacques de Brézé, Souillard, Relais, Delta, Newton, Diamond.

Los perros que han pasado a la historia, por unas u otras razones, son casi infinitos. Hablaré sólo de unos pocos, algunos relacionados con la realeza. Ya vimos en la entrada anterior que un perro, Saur, fue rey, él mismo, en el país de Dromtheim.

Jacques de Brézé (1440-1494), gran senescal del rey Luis XI de Francia, se casó con Charlotte de Valois, que era hija bastarda de Carlos VII. Escribió un poema de cincuenta versos en honor del perro favorito del rey, Les dits du bon chien Souillard (Los dichos del buen perro Souillard). Este perro era bastante peculiar e inmodesto y se presenta: Je suis Souillard, le blanc et le beau chien courant, / de mon temps le meilleur et le mieux pourchassant... (Soy el blanco y bello perro corredor, / en mis tiempos el mejor y más rápido perseguidor…).

Este gran senescal tuvo poca suerte en algunas cosas. Su mujer era hija bastarda, de lo que se deduce que su suegra fue algo alegre, aunque montárselo con un rey puede tener toda clase de excusas. La hija salió a la madre; también es posible que el senescal, entre la caza y la literatura, descuidara otros menesteres. Estos asuntos son difíciles de juzgar. El hecho es que el 31 de mayo de 1477, en una cacería, después de cenar, el senescal se retiró a su habitación y su mujer, Charlotte, que seguramente se había aburrido todo el santo día con la dichosa caza y estaba interesada en otras artes, invitó a un tal Pierre de la Vergne, un gentilhombre de Poitou, a su cámara privada, para oír unos discos. Bueno, no había discos entonces…, lo invitó para lo que fuera. Y Pierre, que quizá no había cobrado pieza en la caza ese día, se dijo “esta es la mía”. Bueno, en realidad, era la de otro, pero esto puede olvidarse a veces con cierta facilidad.

El maître d’hôtel —siempre hay acusicas en estas lides— se lo dijo al marido y este cogió su espada, se fue al dormitorio de su cónyuge y allí mató a Pierre. Charlotte huyó a la habitación de los hijos, pero el senescal la sacó de allí y le hundió la espada en el pecho, mientras ella pedía por su vida de rodillas. Venganza excesiva, inútil, cruel y estúpida. Siempre. El senescal fue condenado a muerte, aunque su pena fue luego conmutada por una enorme multa de 100.000 ducados. Más suerte tuvo su hijo mayor, Louis de Brézé, que se casó con Diana de Poitiers, en 1515, mucho más joven, y fueron leales el uno al otro hasta la muerte del marido. Este negoció la boda del príncipe Henry con Catalina de Medicis y luego su viuda, Diana, formó con ellos un triángulo, que es como más distraído. Henry luchaba en dos frentes, lo que quizá le frenara en la búsqueda de más romances, y Catalina y Diana se ayudarían mutuamente para aguantar al ya rey. Una solución muy ensayada en todos los tiempos.

Todo esto vino por lo del perro Souillard. El rey Louis XII también tuvo su perro favorito, Relais, que le había sido regalado de cachorro, cuando era duque de Orleans. Francia entera fue testigo de las hazañas de este animal, terror de todas las bestias a las que dio caza. Il marchait comme un général à la tête de tous les autres […] il était chéri de tout le monde et surtout de son roi qui lui fit l’honneur d’être son historiographe. O sea, el propio rey escribió la historia del perro, fue su biógrafo.

Un descendiente de este perro, con el mismo nombre, Relais, acompañó a su dueño, el mariscal de Gié, en su peregrinación a Santiago y se perdió a la vuelta. Una tarde, cuando el mariscal había ido según su costumbre a socorrer a sus vasallos pobres, lo vio en el camino y el pobre perro murió de alegría al reencontrar a su dueño.

Tantos perros de los que hablar. En las excavaciones de Pompeya, se encontró a uno, de nombre Delta, abrazando a un niño, como protegiéndolo. En su collar se leía que le había salvado ya antes la vida en tres ocasiones.

Newton quería mucho a su perro, Diamond, y contó a un amigo que el perro le había ayudado a formular dos teoremas en una sola mañana, aunque uno tenía un error y el otro una excepción. O sea, que el perro ayudaba, pero se equivocaba. Claro que también pudo ser Newton el que se equivocó y le echó la culpa a Diamond. Et cétera...