29 de diciembre de 2014

De la cambiante Fortuna (fin)


Palabras clave (key words): Yusuf Ibn Tasufin, destierro y muerte en Aghmat

Al-Mutamid accedió al trono sevillano con veinticinco años y creó una corte exquisita, plena de poetas y literatos, entre los que se contaban su visir Ibn Ammar, Abd al-Jabbar ibn Hamdis, Ibn Zaydun, Ibn al-Labbana, Bakr ibn Abd as-Samad, etc. El mundo era todavía un jardín feliz y el rey siguió amando apasionadamente a su esposa, satisfaciendo todos sus caprichos, lo que quizá no es aconsejable, según los expertos. Cierta vez nevó en Córdoba, que había sido tomada por Al-Mutamid, e Itimad quedó tan encantada que pidió al rey vivir en un lugar en donde pudiera ver ese espectáculo cada invierno. Al-Mutamid hizo traer de la vega de Málaga más de un millón de almendros, que se plantaron en la ladera de la sierra, frente a los ventanales del Alcázar, para que su floración anual remedara un campo nevado. Así Itimad estuvo contenta y además hubo almendras para dar y tomar. Le dio al rey seis hijos y varias hijas, una de las cuales, Zubaydah o Zaída, se casó con Alfonso VI y también fue citada en este blog, junto a un Romance de la mora Zaída, lleno de inexactitudes históricas.

¡Cómo puede cambiar tan atrozmente la fortuna de los seres humanos! Todos sus hijos murieron en el campo de batalla, lo que rompió el corazón de los reyes. Ibn Ammar, su mentor y amigo, quizá también su amante en la juventud, lo traicionó y murió a sus manos. En la tercera oleada de los almorávides en Al-Andalus, su caudillo Yusuf Ibn Tasufin se apoderó de varias taifas y, tras seis días de matanzas, envió a Al-Mutamid y su familia al destierro en África, en el año 1091. El pueblo de Sevilla se llegó hasta las orillas del río para ver partir a sus reyes al cautiverio. Ibn Labbana describe la escena: “Todo lo olvidaré menos aquella madrugada junto al Guadalquivir, cuando estaban en las naves como muertos en sus fosas. Las gentes se agolpaban en las dos orillas, mirando cómo flotaban aquellas perlas sobre las espumas del río…”.

Los prisioneros fueron conducidos hasta Meknes y luego a Aghmat, un poblado bereber, primera capital de los almorávides, a unos treinta kilómetros de Marrakesh. Al-Mutamid se refugió en la poesía, recordando a veces su amada Sevilla: “Me pregunto si alguna vez pasaré una noche / con jardines de flores y estanques a mi alrededor, / donde haya verdes olivos plantados, / donde las palomas canten y resuene el suave cántico de los pájaros”. Pobre Al-Mutamid, no habrá otra noche así. Sólo tendrás el recuerdo.

Y la visión de su familia en la miseria. La cambiante Fortuna los arrojó a todos desde la cima del poder y la gloria a la abyección de la pobreza y el sufrimiento. A la vista de su esposa e hijas hilando, se lamentaba: “Ver tus hijas en harapos, hambrientas, / sin dinero, hilando para otras gentes, / pisando la dura arcilla, descalzas, humilladas, / como si jamás hubieran pisado almizcle y alcanfor”.

Todavía una pequeña, última, esperanza: uno de los hijos supervivientes, Abd al-Jabbar, se rebeló en Al-Andalus. En unos pocos meses la rebelión fracasó y el hijo fue muerto. Itimad, incapaz ya de soportar tanto dolor, enfermó gravemente y murió al poco tiempo. En el año 1095, Al-Mutamid, vencido cruelmente por el infortunio, encadenado desde que se conoció el levantamiento del hijo, murió, a la edad de cincuenta y dos años. La rueda de la Fortuna interrumpió ya su girar, consumado el descalabro. El Dios al que Al-Mutamid pidió morir en Sevilla no tuvo en cuenta su ruego y los restos de Itimad y Al-Mutamid se levantarán, tal vez airados, en la tierra de Aghmat, el día de la resurrección. En cambio, el caudillo Yusuf Ibn Tasufin, que desde el 1073 se titulaba ya emir, el que derrotó y desterró a Al-Mutamid, murió en el poder once años más tarde que este, con casi el doble de su edad, en el 1106, a los noventa y siete años, en la cercana Marrakesh. En un reducido espacio del mundo descansan los dos. La Muerte igualó al fin sus destinos.

28 de diciembre de 2014

De la cambiante Fortuna


Palabras clave (key words): Sevilla, rey poeta al-Mutamid, Itimad, poesía andalusí

Escribir un blog, escribir cualquier cosa, no deja de ser un suplicio, aunque pueda revelarse como irrenunciable: uno ha de estar pendiente del tamaño del texto, del tiempo que llevará leerlo. Vuelvo de Sevilla, de visitar los lugares de siempre, adobado todo con la nostalgia con que se reviven las cosas a una cierta edad. Describir someramente mis andanzas me llevaría montones de páginas, pero sólo referiré un episodio triste y sentimental. En mis condiciones todo está ya entreverado: con los recuerdos, la historia, la literatura y, casi siempre, con el desencanto y la compasión.

Iniciaré mi narración en los Alcázares Reales, en uno de sus bellos jardines, el de la Galera, donde hay una columna con unas palabras, una oración, de un rey poeta sevillano del siglo XI, Abu al-Qasim Muhammad ibn Abbad al-Mutamid: “Dios decrete en Sevilla la muerte mía y allí se abran nuestras tumbas en la resurrección”. Nada de eso ocurrió ni ocurrirá. El Destino tenía otros planes y los contaré brevemente.

Ya mencioné yo a este rey en mi blog, entrada del 19 de marzo de 2013, en sus días de vino y rosas, cuando conoció, junto a su amigo y visir Ben Ammar, a la hermosa esclava que sería luego su esposa, Itimad. La llamaban entonces Rumaykiya porque pertenecía a un mulero —sí, lector, un mulero— de nombre Rumayk ibn al-Hajjaj. El rey, que se enamoró nada más verla, la rescató. Tenían los dos diecinueve años. Y todavía hubo más tiempos felices, cuando Rumaykiya le dijo al rey, ya de mayores: “Te amo aún más que en nuestra juventud”. ¡Qué cosas, Dios mío, qué ternezas! ¿Se lo oiría esto don Claudio o se lo inventó también?, me preguntaba yo en aquella entrada, porque leí el formidable piropo en la novela Ben Ammar de Sevilla, de Sánchez Albornoz.

Ibn Bassam al-Shantarini fue un poeta e historiador nacido en Santarem, pero que vivió en Andalucía y murió en el año 1147. Su obra más conocida es la antología Dhakhira fî mahâsin ahl al-Gazira (Tesoro de los méritos de la gente de Iberia). Es muy interesante porque en ella recoge muchas noticias del Kitab al-Matin, de Ibn Hayyan (987-1075), historiador nacido en Córdoba, contemporáneo de al-Mutamid. Ibn Bassam dice del rey sevillano, que su poesía era más dulce que el cáliz en flor de las ‘plantas de olor’ y no tenía rival en cuanto a su ternura. Eran poemas dedicados al amor en general, a la deslumbradora belleza de las mujeres. Refiriéndose a una joven concubina, escribió: “Desabrochó su vestido, para que pudiera ver / su cuerpo, flexible como un árbol. / El cáliz se abrió entonces / y, ¡oh!, qué bella era la flor!”.

Otro poema de amor: “Sus penetrantes ojos partieron mi corazón en dos, / y mis ojos lloraron añorándola… / Besaría sus labios tras el velo, / abrazaría su collar de perlas sobre su chal bordado”. Otro poema, dedicado esta vez a Itimad, su esposa, mientras estaba en una campaña militar: “Desfallezco si estoy separado de ti, / embriagado por el vino de mi anhelo por ti; / enloquecido por el deseo de estar contigo, / de beber de tus labios y abrazarte…”.

Es todavía vida feliz, aunque hostigada por las ausencias, por la imperfección de este mundo. Porque, como el mismo Ibn Bassam advierte a los andalusíes: “Detrás de vosotros sólo están el Océano, los cristianos y los godos”. Todo cambiará después, para dejar paso al infortunio y la desolación, con la Muerte también jugando su eterno papel. Pero esto, lector, te lo tendré que contar otro día.

(continuará)

21 de diciembre de 2014

Pequeñas frases felices


Palabras clave (key words): belleza, amor, fugacidad, frases felices anónimas

Siempre he pensado que el ser humano fue creado para la belleza, que no puede luchar frente a la atracción que cualquier cosa bella ejerce sobre nosotros. A esa sujeción, a esa tiranía, corresponde un anhelo, una necesidad de crearla, de producirla, cuando nos es posible. En cuanto el hombre pudo elaborar alguna herramienta, con el fin de utilizarla, de que le fuera útil, enseguida sintió la necesidad de que también fuera bella, de tratar de adornarla de alguna manera.

Esa devoción fatal en la que creo, hace que no me resigne a establecer una tajante división entre unos pocos seres humanos que serían los encargados de crear belleza y el resto de los mortales. Naturalmente, no todos estamos dotados para las mismas cosas y es inevitable que haya personas que destaquen en la producción de diferentes tipos de belleza. Para mí sería absolutamente imposible dibujar un perro, porque no recuerdo muy bien si estos animales tienen dos o tres orejas —aquí tal vez estoy exagerando un poco—, pero a lo mejor sí puedo inventar una metáfora. Y ya sé que habrá mucha gente que las inventará mejores y en mayor cantidad, porque se dedican a eso, porque tienen más oficio. Pero, aun así, quiero que me dejen proponer la mía.

Cuento todo esto, porque, como es lógico, hay frases o ideas que son felices, hasta felicísimas, creadas espontáneamente por gentes que no son artistas profesionales, sino sencillos ciudadanos. En contados casos, alguno de esos logros debería garantizar en justicia un cierto e inequívoco reconocimiento para su descubridor.

Mostraré una de estas ideas brillantes. Sabemos bien que el amor puede ser tiránico, quemante, llevarnos a la catástrofe más absoluta. Un personaje de Isabel Allende se queja frente a la causante de un amor así: “Me has perseguido sin tregua. No he podido amar a nadie en toda mi vida, sólo a ti”. Y esto no ocurre sólo en la literatura; en la vida real se dan casos de este tipo de fatalidad, de condena: gente esclavizada que no puede dejar de amar, y de sufrir, si no son correspondidos. La magia del amor hace que, incluso intuyendo perfectamente su posible brevedad, a veces estemos dispuestos a gozar de ese paraíso fugaz. Por ello, me parece juiciosa, oportuna y tierna la petición que hace una de esas almas entregadas sin remisión: “Si vas a jugar conmigo, procura que yo también me divierta”. Es el humilde ruego de quien no tiene otra opción, sabe que está condenado a sufrir después, y busca y acepta la felicidad por algún tiempo.

Un personaje de una novela mía, Marta, una jueza ya con algunos años e inmaculada, es víctima de una pasión intratable hacia su primo Roberto y se hace este planteamiento, de manera lúcida y fría, con el lenguaje de carretero que sabe adoptar a veces: “Tiene que ser él quien me ‘aplane’ a mí por primera vez. Me gustaría, para qué lo voy a negar, que me ocurriera eso con él, no con otro. Aunque luego se le pasara la ilusión y tuviera yo que quedar en manos de cualquier subalterno. Lo bailado, bailado. Pero con estas ideas, que no acabo de concretarlas en hechos, y con mi primo, que cada vez está más atontado y no se da cuenta de nada, los años pasan y como me descuide no voy a encontrar a nadie que esté por la labor. Aunque, gracias a Dios, todavía falta para eso y yo me encuentro de buen ver y noto que a algunos hombres los provoco, sin duda. Excepto al imbécil de mi primo, claro. Con lo que estamos donde siempre; es que este asunto no es nada fácil. Y con la solución tan sencilla que tienen estos problemas, si se miran de una cierta manera y se manejan con sensatez”.

Me voy de Madrid unos días. A mi vuelta mencionaré otra frase curiosa. Y tendré que hablar de una escritora inglesa, nacida en 1857, Agnes Mary Frances Robinson.

18 de diciembre de 2014

Templo de Hera Lacinia en Capo Colonna


Palabras clave (key words): templo de Hera, Zeuxis, Helena de Troya, Milón, columna de oro, Aníbal

Dije que hablaría del templo dedicado a Hera Lacinia —esposa de Zeus, diosa protectora de las mujeres y de la fertilidad—, junto a Capo Colonna, en las cercanías de Crotone, en la Magna Grecia, la parte de Italia y Sicilia a la que llegaron inmigrantes helenos. Los primeros colonos provenían de Graia, en Hélade, y de ahí los romanos derivaron en latín la palabra Grecia. Ulises, al regresar de Troya, anduvo perdido diez años por esa tierra, buscando sin descanso el retorno a su patria, a Ítaca.

El templo estaba cubierto de mármol blanco y el célebre pintor Zeuxis (siglo V a. C.) colgó en él su retrato de Helena de Troya, para el que sirvieron de modelo las cinco doncellas más bellas de la ciudad de Crotona, a las que el pintor pidió que le dejaran reproducir la parte más cautivadora y perfecta de cada una —partes todas honestas, se entiende—. También nació en la ciudad, un siglo antes, el famoso atleta Milón, seis veces vencedor absoluto de los Juegos Olímpicos, que casó con una hija de Pitágoras. El filósofo le estaba agradecido porque en una ocasión, mientras impartía una lección, el techo del recinto se vino abajo y el fortísimo Milón lo aguantó hasta que todos los asistentes salieron sanos y salvos. Y luego, encima, le colocó una hija.

Ese templo, del que ahora queda sólo una columna, era riquísimo. El historiador Tito Livio cuenta, en el capítulo III del libro XXIV de su Historia de Roma (abrevio el texto): Había allí un denso bosque y en el centro un claro con pastos, para el ganado consagrado a la diosa, del que no cuidaba nadie. Al acercarse la noche, en la sobretarde, los distintos rebaños se separaban y volvían a sus establos, sin que ningún animal de presa los acechase ni humano alguno los robase. Con las grandes ganancias obtenidas, se fabricó una columna de oro macizo dedicada a la diosa. El templo se hizo famoso tanto por su riqueza como por su santidad y se le atribuyeron muchos milagros.

Lector, esto no es un tratado de historia y no tengo obligación de ser siempre veraz. Pero que había una columna de oro macizo, eso me parece seguro. ¿Que por qué? Pues porque frente a tanta columna expoliada y tanta desolación, también tiene que haber algo alegre y esperanzador en esta vida. Te digo que existió esta columna de oro. Es más, alguien, seguramente, tuvo la buena idea de enterrarla en alguna parte y debe de estar todavía por allí, esperando al afortunado que la encuentre, que no todo van a ser desgracias y calamidades. Y habrá más columnas parecidas, de oro, en el mundo.

Aparte de su función religiosa, el templo servía también tradicionalmente como lugar de cobijo para navegantes y mercaderes. Por ser lugar sagrado ofrecía protección frente a los ladrones y muchos fieles guardaban allí sus riquezas. La práctica de utilizar los templos como bancos era normal. En Roma, las vestales eran depositarias de testamentos y contratos, y en el templo de Saturno Erario estaba depositado el tesoro de la ciudad. O sea, templos y riqueza unidos, hermanados. Nihil novum sub sole.

Aníbal retornó desde este lugar a Cartago, al final de la segunda Guerra Púnica. Mandó colgar en las paredes del templo unas placas de bronce contando sus gestas en tierra italiana y de paso saqueó el tesoro para resarcirse de los gastos de las mismas, que nada es gratis y todo tiene su contabilidad.

15 de diciembre de 2014

Templo de Hera Lacinia en Capo Colonna


Palabras clave (key words): Templo de Hera Lacinia, Capo Colonna, desolación, Agrigento

El corazón humano es caprichoso y también certero. Tiene sus razones propias; se apasiona y burbujea en el pecho por motivos que no aparecen claros al entendimiento. Yo diría más bien, que fuerzan al entendimiento a esclarecerlos. Cuento esto tras haber leído el relato de un viajero francés del siglo XIX en Calabria y ver después una foto que me ha conmovido profundamente, que me ha hecho pensar. He visto ruinas de muchas clases en diferentes países; sé que hay ciudades antiguas que ni siquiera podemos localizar, que no se sabe dónde estuvieron… Aun así, lo que muestra la foto es, para mí, mucho más desolador e inquietante. Se trata de lo que queda del templo de Hera Lacinia, en Capo Colonna (cabo de la columna), en la Calabria italiana.


Hasta el siglo XVI este cabo se llamaba “Capo delle Colonne” —antes de que hubiera allí templo alguno, su nombre era Lacinion—, porque, si hemos de creer a otro viajero de esa época, todavía quedaban cuarenta y tres columnas en pie. Las columnas eran de estilo dórico, de unos ocho metros de altura y las derribaban para utilizarlas en otras construcciones.  El templo fue construido a finales del siglo VI a. C. , en lo que se ha llamado la Magna Grecia. En 1638 ya sólo quedaban dos columnas y una de ellas fue derruida ese año por un terremoto. Ahora queda una y, como dijo un rústico del lugar: E col tempo anche questa caderà.

Te das cuenta, lector, sólo una columna. Ella sola, arañada por el viento, roída por el tiempo, da una idea, por remota que pueda ser, de lo que fue el templo. Se conserva bella, altiva, representante del supremo arte griego, testimonio de la vulnerabilidad de las obras humanas, a la orilla misma de un mar azul intenso, como de zafiro fundido. Tal vez es una prueba de la determinación de la diosa de no abandonar el lugar donde fue adorada y honrada durante siglos. Y sirve como señal a los pescadores que se buscan trabajosamente la vida en estas aguas no siempre calmas.

Si esa columna cae, por la razón que sea, ningún viajero encontrará ya nada que estimule su imaginación; tendrá que recurrir a las enciclopedias o a los museos… y no es lo mismo. Yo no siento la necesidad incoercible de descubrir ninguna de las ciudades que se han perdido. Pero conservar esa columna sí me parece que me concierne. Porque no es sólo la columna. Es toda la melancolía que despierta, las enseñanzas que revela, lo aleccionador de su presencia. Contemplar esa imagen es conocer lo que es la vida, lo que nos aguarda a todos, es descubrir la urdimbre del tiempo y la terrenidad.

No sé si me hago entender. Lector, te muestro otra foto de otro templo, también atribuido a Hera, en el Valle de los Templos, en Agrigento, en Sicilia. En ella se puede ver todavía lo que fue la fábrica original, se adivina claramente su estructura. Nada de eso ocurre con esa columna aislada que nos habla de destrucción sin límites y sugiere los peores augurios. El sentimiento de que esa columna está llamada a desaparecer, que sucumbirá indefectiblemente un día, del que sólo falta la fecha, es lo que prevalece aquí y es una emoción triste y desesperanzada. Por eso conmueve tan sin descanso.

Otro día te hablaré de lo que fue ese viejo templo condenado a desaparecer del todo, ese templo del que sólo queda una columna.

12 de diciembre de 2014

La impotencia del poder (fin)


Palabras clave (key words): coronación, Carlos V, Bolonia, Papa Clemente VII

Lorenzo de Médici, el emperador Federico II Hohenstaufen, el dominico Savonarola, pudieron comprobar que el poder nunca es absoluto, siempre es inestable, evanescente. Ni los emperadores, ni los Papas acaban de dominarlo, de poseerlo enteramente. En una ensoñación mía —en un relato, La Fortuna y el Tiempo— sobre la coronación del emperador Carlos V en Bolonia, lo contaba yo así. Lector, te ofrezco un fragmento; es un día de febrero del año 1530:

Cruzan de cuando en cuando raudas bandadas de pájaros. Tiemblan las veletas con el vientecillo delgado de la campiña romañola. Voltean las campanas enloquecidas, heridas por los rayos del sol y desangrándose en fulgores bermejos. Desde el palacio en el que reside Carlos V hasta la iglesia de San Petronio, lugar en donde tendrá lugar la  coronación, se ha construido un pasadizo abierto, que atraviesa toda la plaza y por el que se puede llegar al interior del templo. El laurel abraza los escudos imperiales y papales; banderas y oriflamas se agitan al viento; el estrépito es ensordecedor. Se oyen sin cesar gritos de ¡Imperio, imperio! ¡Libertad, libertad!

Ya sale el séquito de la iglesia. Los primeros son los familiares de los cardenales y de los príncipes. Siguen después los regidores de la ciudad, los rectores de las Universidades, los doctores de los Colegios, en lugar muy destacado los españoles del Colegio de San Clemente. Después los clérigos, los acólitos con hachones de cera encendidos, los príncipes, duques, marqueses, condes. Los cardenales, de dos en dos. Nacen luceros fugaces en las armaduras de los caballeros. Se oye el roce cortesano de las sedas y los tafetanes, de los brocados, de los terciopelos, de los nobles tejidos de oro y de plata. Cruzan la puerta del templo el marqués de Monferrato, el duque de Urbino, el duque de Baviera y el duque de Saboya, que llevan, en ese orden, acompañados cada uno de quince criados, los signos de la majestad imperial: el cetro, la espada, el orbe y la corona.

De la iglesia sale, por fin, el emperador y, tras él, el papa, que le había traicionado primero y coronado después. Se prepara un palio para cubrirlos. Siguen detrás los embajadores, los obispos, los altos prelados. Desfila pesadamente el cortejo bajo los arcos triunfales recubiertos de hiedra y de flores, entre el ruido trepidante de los tambores y timbales. Va precedido por los toques marciales de las trompetas incansables, quebrantadas por la furia de las bocas febriles. El sol golpea e incendia los vitrales enmarcados en plomo.

Todo el poder y la gloria reventando en una plaza rebosante de hombres y mujeres, que apuran anhelantes la visión fugaz e imperecedera. Todo el poder y la gloria del mundo y de los cielos. En la enorme ciudad, quizá sólo dos personas son realmente conscientes de la última banalidad del espectáculo: el papa y, sobre todo, el propio emperador, que ha sabido ya muchas veces de la impotencia de su poder.

Sí, exactamente: de la impotencia de su poder.

11 de diciembre de 2014

La impotencia del poder (II)


Palabras clave (key words): poder, Savonarola,  Federico II Hohenstaufen, muerte

El de Lorenzo era sólo un poder terrenal frente a otro infinitamente más fuerte, tocado de eternidad, el de Savonarola, que lo maldijo en vez de absolverlo y lo dejó inconfeso en los mismos umbrales de la muerte. Sin el consuelo del perdón, justamente cuando le llegaba la hora de dar cuenta de todos los actos de su vida, incluida la masacre de Volterra, ante el severo tribunal de Dios.

Poder terrible, el de Savonarola, que no le sirvió a él tampoco cuando, seis años más tarde, fue hecho prisionero por orden del Papa, declarado hereje y condenado a morir. Savonarola se había amparado en el poder de Carlos VIII de Francia; poder que se esfumó, en un momento, cuando el rey murió, con sólo veintisiete años, tras un accidente en un partido de pelota. El ejército del Papa Alejandro VI entró en Florencia y el monje hubo de esconderse en el convento de San Marcos. Lo hicieron prisionero y lo torturaron durante cuarenta y dos días, hasta que firmó una confesión de la que se arrepintió enseguida. El veintitrés de mayo en la Piazza della Signoria, fue estrangulado por garrote vil y luego llevado a la hoguera, en la que, según testigos, tardó en quemarse varias horas y se le sacó y devolvió al  fuego varias veces hasta convertirlo en cenizas, que fueron arrojadas al río Arno. Ese fue el fin del poderoso dominico.

¡Ah, los Papas, el terrible poder de los Papas! Sobre todo esto meditaba yo el otro día, cuando recordé el libro del senador Fulbright, La arrogancia del poder, y me perdí por esos caminos. Pero ya conté hoy las pesadillas que asediaron a Lorenzo en su muerte. Para comprobar, una vez más, que nada hay más inestable y engañoso que el poder; ni siquiera el amor, ese brillante fuego de artificio creado por la Naturaleza para asegurar la perpetuación de los humanos. Hace tiempo que descubrí esa característica del poder y lo plasmé en un relato histórico, La Fortuna y el Tiempo.

Otro grande del mundo, Federico II de Hohenstaufen (1194-1250), al que se llamó stupor mundi (pasmo del mundo), rey de Sicilia, Chipre, Jerusalén y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, se quejaba de ese poder de los pontífices, contra el que batalló toda su vida. Por su atuendo y costumbres parecía uno de los sultanes de Oriente a los que había conocido y tratado durante su participación en la sexta cruzada. Refiriéndose a ellos decía, cargado de ironía: “¡Que felices son por no tener delante a ningún Papa!”. Federico II murió en Castel Fiorentino, el trece de diciembre de 1250, en su cama, vestido con el hábito cisterciense. No tomó parte en la última campaña contra Inocencio IV, porque probablemente estaba ya cansado de batallar, de intrigar, de tratar de convencer, de pactar, de amenazar, de castigar. Estaba cansado de vivir y decidió refugiarse en esa paz que trae siempre la Muerte.

Era inteligente, culto, soñador y escéptico; hablaba nueve lenguas y era capaz de escribir en siete. Tenía sólidos conocimientos de astronomía, medicina, matemáticas y filosofía. Seguramente compartiría el espíritu del epitafio en versos latinos que un famoso escritor francés, hacia el fin del siglo XIX, pudo ver en Brindisi, la ciudad portuaria situada en el extremo final de la Vía Apia. Estaba inscrito en la tumba de un navegante y decía: “Caminante, detente. He recorrido muchas veces los mares con las velas al viento, he pisado tierras desconocidas y aquí he llegado a mi fin. Ahora no temo ni los vientos, ni las tormentas, ni el mar cruel, ni los piratas. A ti, oh, Muerte, que me has liberado de mis preocupaciones, te saludo, Diosa bienhechora”.

(continuará)

10 de diciembre de 2014

La impotencia del poder (I)


Palabras clave (key words): Lorenzo de Médici, muerte, absolución, Savonarola

Prometí hablar de la muerte de Lorenzo de Médici, el Magnífico, cuya vida coincide con el esplendor máximo de la república florentina. No mencionaré ahora su importante mecenazgo en todas las artes, su contribución al inicio del Renacimiento italiano y su difusión a otros países europeos. Como político, trató en muchas ocasiones de ser conciliador y buscar la paz. No era un personaje sediento de sangre, pero la situación de Florencia era tan convulsa que hubo de permanecer constantemente a la defensiva y recurrir a la guerra en ciertos casos.

Uno de ellos fue contra la vecina ciudad de Volterra. Al hacerse inevitable el enfrentamiento, Lorenzo contrató los servicios del condottiere Federico da Montefeltro, duque de Urbino, que unió sus tropas a las florentinas y a otras milanesas. Cuando la ciudad se vio definitivamente perdida, aceptó la rendición, el dieciséis de junio de 1472, con garantías explícitas de Lorenzo, asegurando la paz sin castigo o venganza. Sin embargo, dos días más tarde la tropas del Montefeltro entraron y masacraron un gran número de ciudadanos. Eran actos corrientes en la época, pero el saqueo de Volterra fue, según todos los indicios, especialmente cruel y despiadado.

Se cargó la culpa sobre el duque de Urbino, los mercenarios milaneses y hasta sobre los mismos volterranos, que, para algunos, habrían roto la tregua y atacado primero. Sin embargo, la mayoría culpó, quizá con toda razón, a Lorenzo, que había urgido a terminar la lucha “con menos interés en la seguridad de la ciudad que en ganar la guerra del modo que fuera, [...] para hacer entender a los volterranos su error al no haber tenido miedo al saqueo”. Montefeltro se excusó diciendo que no pudo controlar a los soldados, no todos suyos. Pero no se compadece esta afirmación con el hecho probado de que decretara que el saqueo no debería durar más de doce horas. ¡Cuánto horror, destrucción y muerte se puede producir en doce horas! Cuando Lorenzo conoció la noticia, se entristeció y dijo: “No hablemos más de eso y tratemos de olvidarlo lo antes posible”.

No lo olvidó tan rápidamente; no siempre es fácil olvidar. Cuando Lorenzo moría en su espléndida villa de Careggi, en las afueras de Florencia, viendo desde su ventana el bellísimo jardín, plantado de cedros siempre verdes y rosales siempre en flor, los recuerdos lo asaeteaban sin piedad y las crueldades de su poder le hacían temblar en el momento de entregar el alma. Llegó a pensar que la absolución que ya le habian dispensado los prelados amigos podría haber sido dictada sólo por el respeto o el miedo y por lo tanto inválida. Pidió entonces la absolución a alguien infinitamente alejado de él, a un monje dominico, implacable enemigo de su familia, Girolamo Savonarola. Este, que había empezado a estudiar Médicina, pero abandonó los estudios para dedicarse a la teología, fustigaba constantemente la vida y costumbres de la nobleza y el clero y llegaba a congregar en sus misas hasta quince mil fieles. Lorenzo le hizo venir y le pidió el perdón de sus pecados, la absolución total y definitiva. Savonarola no accedió a perdonarle tres pecados, uno de los cuales fue el saqueo de Volterra.

¡Qué membranzas debieron de agolparse en la mente de Lorenzo, enfebrecida por la agonía y asustada por la incansable ronda de la Muerte! ¡Cómo el pánico ante la condenación eterna debió de instalarse en su alma, ya sin arreglo posible! ¿En qué había quedado el poder del que disfrutó ávidamente en su vida? ¿Qué poder era ese que se desvanecía cuando más lo necesitaba? Un poder sin raíz, sin consistencia, expuesto a los vaivenes y caprichos de la fortuna, aniquilado por la certeza e inmediatez del castigo.

(continuará)

6 de diciembre de 2014

La arrogancia del poder


Palabras clave (key words): William J. Fulbright, política, arrogancia del poder.

Ya he visto que un gorrión atrevido escribió una entrada en este blog. No me importa; yo también soy atrevido al exponer aquí mis ideas, sentimientos o recuerdos, sin especiales méritos o razones para hacerlo. El gorrión dijo una cosa muy verdadera: que me lío escribiendo. Fíjate, lector, pensaba contarte algo de la muerte de Lorenzo de Medici, el Magnífico, en 1492, y, meditando sobre la fútil naturaleza del poder, recordé el interesante libro de 1966, The arrogance of power, del senador americano William J. Fulbright. Y dejo al Medici para otra entrada y te hablo del senador.

Estaba yo en Estados Unidos cuando la publicación del libro y conocía al autor de verlo en televisión. Era uno de esos políticos que piensan y, sinceramente, no sé si, aquí en España, son muchos o pocos así. Creo que los habrá en la misma proporción que en el resto de la población. Como sucederá con la corrupción; los políticos son una muestra del conjunto poblacional. Con más oportunidades para corromperse que la mayoría, eso sí. Es que hay mucha gente que no es corrupta porque no puede, no sabe, no ha aprendido.

El análisis de Fulbright es brillante. Escribe de los Estados Unidos, pero también de la historia: “La cuestión que me intriga es si una nación tan extraordinariamente dotada como los Estados Unidos podrá vencer esa arrogancia del poder que ha afligido, debilitado y, en algunos casos, destruido grandes naciones del pasado”. Y expone, a mi juicio muy sagazmente, el mecanismo psicológico que explica el origen de dicha arrogancia: “El poder tiende a confundirse con la virtud y un gran país es sensible a la idea de que su poder es un signo del favor de Dios”. Cuando se llega a esta convicción, las consecuencias son inmediatas e imparables. Un país tocado así por la gracia de Dios, recibe al mismo tiempo una responsabilidad especial hacia las otras naciones: “Hacerlas más prósperas, más felices y más sabias; rehacerlas a su propia brillante imagen”.

Fulbright luchó contra la campaña del senador McCarthy y se opuso después a la intervención en Vietnam, cuando el apoyo popular a la guerra no había disminuido todavía. Era un senador respetado, impulsor de un programa de becas para estudiar en USA, con un lado mucho más oscuro en cuanto a la integración racial. Me concedieron una de esas becas, pero renuncié, porque obtuve otra del Gobierno español. Me quedó el agradecimiento; en mi vida he tratado de ser agradecido.

Ya hablé en este blog de otro senador americano, exquisito de lenguaje y maneras: Everett M. Dirksen. Y hablaré pronto de Lorenzo el Magnífico. De su muerte, cuando comprendió por fin la fatuidad del poder, su banalidad, su evanescencia.

3 de diciembre de 2014

Insólito apoyo a este blog


Lectores de Sobretarde, perdonen la irrupción de un desconocido, aprovechando uno de esos días en que el responsable del blog no escribe ninguna entrada, dándose un descanso y, lo que es más de agradecer, dándoselo a ustedes. Escribo en nombre de un grupo de entre seis y ocho miembros (el número puede variar un poco), que vivimos en la ciudad de Madrid y somos relativamente felices. Todo lo que se puede ser en este mundo imperfecto y en esta vida tan breve. Hemos nacido aquí, encontramos nuestro sustento aquí y casi con toda seguridad aquí moriremos.

En donde habitamos existe una especie de jaula bastante grande, una de cuyas paredes es de cristal y da a nuestro lugar, lo que nos permite ver todo el interior. En ella hay un par de animales de gran tamaño, que se mueven de manera un tanto torpe. Vivimos frente a esa jaula y vemos a sus ocupantes todos los días. A veces no aparecen por algún tiempo —debe de haber una puerta que no divisamos por la que pueden salir y entrar— y esto nos obliga a cambiar nuestros hábitos.

El mundo de Dios, tal como está, es manifiestamente mejorable, por decirlo suavemente. Siendo minúsculas nuestras necesidades, nos cuesta trabajo encontrar el alimento de cada día, cuando los habitantes de la jaula se ausentan. Es distinto cuando están; entonces, se abre la pared de cristal, la ventana, y poco después aparece todo lo necesario. Esto nos resulta muy agradable, ya que nos permite dedicar más tiempo a lo que nos gusta de verdad, que es ir de aquí para allá, viendo todo lo que el mundo, imperfecto como es, tiene de deleitoso y espléndido.

Nuestra inteligencia es limitada, pero estamos seguros de que el alimento viene de los animales de la jaula, que son ellos los que lo proveen, por la razón que sea. Quizá les divierte vernos, como a nosotros nos distrae verles a ellos. Lo cierto es que, en la medida que comprendemos la situación, les estamos todos muy agradecidos.

El autor del blog se lía escribiendo y me ha contagiado a mí esa mala condición. Acabo en un momento, con algún detalle más para que nos sitúen. Aunque somos libres, nuestra residencia habitual, por las ventajas que cuento, es una de las dos terrazas de la casa del autor; la abierta, porque en la cerrada no podemos entrar. Somos un grupo de gorriones, agradecidos a los que nos ponen la comida cada día y un plato de agua bien lleno, para beber y para que alguno de nosotros chapotee, aletee, si le apetece.

Por todo ello, recomendamos este blog. Y yo, el que tiene mejor pluma del grupo —me hace gracia esta expresión—, me he permitido escribir esta entrada en el mismo.

29 de noviembre de 2014

Segunda carta al señor Artur Mas (fin)


El grandullón un poco llorica, que apareció un día en la tele, podría hasta conmovernos. ¡Cuánto ama a su país!, ¿no es enternecedor? Ocurre, sin embargo, que estos amores excesivos al terruño son vanos y peligrosos. Detrás de todo eso, están los que lloran por haber llegado a esta situación; los que abandonaron Cataluña, porque atisbaron pronto los vientos (conozco casos); los que no entienden que haya que escoger entre ser catalán y español; los que se cuidan con familiares y amigos de ser demasiado explícitos en sus opiniones sobre el proceso soberanista; proceso que, afirman de nuevo, sigue adelante.

Señor Mas, cada noche, cuando se encuentre usted solo frente a sí mismo, tal vez se pregunte si este embrollo era necesario, imprescindible; quizá se le desvele alguna duda o remordimiento. Aunque no parece usted el tipo que se cuestione mucho sus convicciones, más bien anda como muy seguro de todo. No escribo el adjetivo más apropiado a su carácter, no porque pudiera ser injusto, sino por pura ‘urbanidad’. Se refiere a la cualidad menos deseable en un hombre público y puede conducir a terribles desastres. Hay ciertos héroes que, para sus pueblos, sería mejor no haberlos tenido.

Lo que ustedes quieren, lo único que de verdad quieren, no están dispuestos a conseguirlo según los cauces legales establecidos, sino que quieren arrebatarlo con ardides, aunque se puedan generar gravísimos problemas. Ojalá no haya que lamentar desgracias mayores. Nunca les he oído hablar de soluciones federales o algo parecido. Estas sólo las airea constantemente Pedro Sánchez, que da consejos muy alquitarados. En un viaje del presidente Mitterrand a Madrid, alguien le preguntó qué consejo había dado a Felipe González respecto a las elecciones y aquel respondió: “Le he aconsejado que las gane”. Un entrenador de fútbol también presumía de conocer la mejor táctica para ganar los partidos: meter más goles que el contrario. Las ideas y propuestas del nuevo dirigente socialista son muy parecidas.

¡Tanta energía derrochada para alumbrar y afianzar el nacionalismo! Tantos esfuerzos para instaurar el pensamiento único. Francis Fukuyama, autor de The end of history and the last man, escribe que “en el pensamiento político, la endogamia lleva a la pérdida de sentido”. Dice también que “el control de los medios de comunicación ha exacerbado el aislamiento de las visiones políticas. La audiencia puede hoy escuchar solamente a medios de derechas o medios de izquierdas que están sirviendo sus propios intereses, sin prestar atención a quien piensa distinto. Eso impide la sana formación de una opinión pública crítica”.

Todo esto, cuando las condiciones sociales y económicas son sumamente difíciles y críticas. Y cuando hay tantas nobles tareas que esperan ser resultas, de una vez y con urgencia, por la humanidad entera. En la historia, el espectáculo de masas realmente felices y enardecidas corresponde muchas veces a momentos en los que se festeja el cese de una separación (caída del muro de Berlín, etc.). En las celebraciones que promueven cualquier tipo de ruptura o discriminación, se vislumbra, detrás de las fanfarrias, la sinrazón, la mediocridad y algo inconcreto y tenebroso.

Puede haber una psicopatología de los pueblos. Un escritor español, hoy casi olvidado, habló del complejo de inferioridad de los españoles. Quizá se podría hablar de un complejo de superioridad de los catalanes. Los medios de comunicación son capaces de modular poderosamente la idea que ciertos grupos humanos tienen de sí mismos.

28 de noviembre de 2014

Segunda carta al señor Artur Mas (I)


Molt honorable senyor Artur Mas: Es la segunda carta que le escribo en este blog, que no está dedicado a temas de actualidad. Entre nosotros, esto puede aburrir a las ovejas. No objeto que los catalanes, pocos, muchos o todos, quieran ser independientes: las querencias son libres, aunque sería útil saber cómo surgen, qué argumentos las motivan, que alcance tienen, que consistencia, qué volatilidad… Lo que molesta es el constante insulto a la inteligencia en que se han instalado.

Frente a la reciente querella de la fiscalía, ya ha clamado alguien que “España es la que nos empuja a la independencia”. No espero grandes dosis de razón en ningún nacionalismo, pero esto es imposible tomárselo en serio, por lo que, si me permite, le contaré un chiste: En el desierto, un león, un camello y una tortuga, se habían dado la norma de que, en caso de que faltara el agua de consumo, se decidiría por sorteo quién habría de ir a buscarla. Esta norma había sido refrendada por una aplastante mayoría de leones, camellos y tortugas. Un día faltó el agua, se procedió al sorteo y correspondió a la tortuga la tarea del aprovisionamiento. La tortuga, apenas separada unos metros del lugar, removió la arena y se sepultó. Pasaron dos semanas y, ante la tardanza de la tortuga, el león comentó: “Parece que la tortuguita se está retrasando un poco”. Emergió entonces la buena de la tortuga y dijo: “Ah, conque criticándome. Pues ahora no voy”.

Hizo bien la tortuga, tenía toda la razón del mundo, ¿no es verdad, amigos catalanes? Cualquier observador imparcial podría certificar que jamás han hablado ustedes de independencia. Han propuesto fórmulas de reajuste fiscal, cambios en su inserción en España, etc., pero jamás pensaron en la separación. Ustedes quieren, simplemente, votar; están poseídos de furor suffragandi. Es verdad que podrían votar sobre si creen que existe el tan perseguido punto G de la sexualidad femenina, por ejemplo. Pero también se puede votar sobre otras cosas. Sin embargo, en la propaganda animando a votar se decía algo como Tu decideixes, y esto es ya algo diferente. Porque para decidir hace falta, además de votar, tener la necesaria capacidad legal.

Responsabilizar a todos los españoles de su deseo de independizarse, es un insulto a la inteligencia. Si ustedes no comprenden esto, andan poco sagaces; si lo comprenden, no entiendo por qué esgrimen tal argumento. No van a convencer así a ningún catalán rezagado, que tampoco son tontos. Señor Mas, usted se preguntaba hace poco qué pensarían en el extranjero al ver que España prohíbe votar. No sé si ha vivido algún tiempo fuera de Cataluña. Sepa que, en ese extranjero al que usted se refiere, no se preocupan excesivamente por lo que ocurra en España entera y no digamos en Cataluña. Especialmente, con la que está cayendo, con la que siempre está cayendo.

Siempre me han parecido los catalanes, al menos los de antes, laboriosos y serios. No me pida que añada otros calificativos que pudieran indicar alguna neta superioridad con respecto al resto de los españoles, porque, honestamente, tendría que mentirle. Tampoco ocurre lo contrario, claro. Ustedes disfrutan todavía de la gran ventaja de haber comenzado antes su desarrollo económico e industrial. Y no sé de dónde han surgido sus políticos nacionalistas exaltados, que no son, ciertamente, para deslumbrar a nadie. Muchas veces hasta llama la atención su falta de madurez y la ingenuidad de sus argumentos, en comparación con los de otros dirigentes más sólidos.

(continuará)

26 de noviembre de 2014

Sobre realidad y ficción


Hacer breves las entradas no deja de tener inconvenientes; al menos para mí, que estoy poco dotado para la concisión. Quedan cosas por decir, se toman atajos… En mis dos entradas anteriores trataba de contestar esa pregunta que muchas veces me hacen, legos y cultísimos por igual: ¿Te amparas para tus ficciones en hechos reales? Mostré en este blog mi relato, Un viaje a Baviera, y conté luego un hecho real que podría tener cierta relación con él. Sólo cierta relación, se constata enseguida que se parece muy poco lo vivido a lo imaginado. Yo creo que casi siempre es así con los escritores. Por no hablar de la mayoría de los casos, en que no existe ningún suceso real que inspire, ni siquiera remotamente, al autor. En mi relato, de no ser por haberme asomado a la obra de Moisés de León, al que menciono, y a textos de la tradición mística judía, no habría podido vertebrar ninguna trama a expensas de lo que me ocurrió en algún lugar de Baviera, que sigo —eso sí es verdad— sin poder localizar.

Mi conclusión es que pocas veces la ficción debe gran cosa a la realidad; casi siempre nace libre e independiente. En una reunión de médicos escritores, leí otro relato mío, De Beirut a Damasco, y todavía recuerdo el fingido y gentil enfado de la esposa de un amigo, al confesarle después que jamás había existido ese viaje, que todo era inventado por mí.

Mencionaba también en mis entradas un libro médico en el que se citaba al rabí Akiva ben Yosef. Añado ahora que era el Samson Wright’s Applied Physiology, un espléndido y universalmente famoso libro de fisiología. Samson Wright era judío y había nacido en Pinsk, Bielorrusia, aunque llegó con dos años de edad al Reino Unido. Fue profesor de la Universidad de Londres con treintaiún años y un docente vocacional. Era sionista convencido y ayudó a muchos científicos judíos que huían de los nazis. Su salud se afectó gravemente al morir su esposa. Él murió de un infarto, en 1956. La sesión necrológica en la Universidad “was attended by the great and the good”, expresión inglesa equivalente a la crème de la crème francesa o la flor y nata española.

De lecturas y conocimientos se nutre más bien la ficción. Mucho más que de los avatares concretos de la vida del escritor. Quod erat demonstrandum.

21 de noviembre de 2014

Realidad y fantasía en la literatura (fin)


Nos encaminábamos ya hacia Murnau. Habíamos dejado atrás las congestionadas autopistas y conducíamos por esas bellas y cuidadas carreteras secundarias alemanas. En un mapa que estaba en el coche alquilado, vi una estrella azul, indicando un kloster, un monasterio de interés turístico, cercano a una pequeña ciudad, Bad-Tölz, sin indicar exactamente cómo llegar. Quisimos visitarlo y me aventuré por una vía muy secundaria, que se fue haciendo cada vez más estrecha. En la distancia se dibujaba la silueta de unos edificios grandes. La carretera estaba sin asfaltar en los últimos metros. Llegamos hasta los edificios, uno de los cuales era claramente una modesta iglesia rural.

La puerta estaba cerrada, pero se podía franquear. Entramos y nos encontramos con un grupo de poco más de veinte personas que asistían a misa. La iglesia era una de tantas, barroca, en el estilo de la zona, con profusión de santos, vírgenes y angelitos. Nos colocamos detrás del grupo, en silencio. Casi nadie notó nuestra llegada. El sacerdote se dirigió a una pareja de ancianos en la primera fila y les entregó un regalo. El hombre era bastante alto y la mujer parecía una de esas viejecitas que se consumen en vida, dándose, vaciándose, literalmente, en sus hijos, en sus nietos. Se oía una música dulce y lenta, interpretada claramente por alguien no profesional. Había un enorme contraste entre el ajetreo de las carreteras y aquel reducto de paz. Una señora de la última fila le habló a mi esposa, tuteándola, lo que no es nada frecuente en Alemania, y le dijo que la vería a la salida.

Nos quedamos hasta el final de la celebración. El ambiente era tan sosegado y agradable, que podríamos haber permanecido allí la mañana entera, el día entero. Después de días viajando por Alemania, estábamos un poco cansados. Al salir, la señora que había hablado a mi esposa se acercó y se excusó, de la manera más amable y utilizando el usted, naturalmente, por haberla confundido con otra. Contó que conmemoraban las bodas de oro de unos amigos. Seguimos el viaje, había que seguir, pero lo hicimos todavía hechizados por lo vivido tan impensadamente. No quedó tiempo para visitar la abadía de Benediktbeuern y no nos importó demasiado. A la llegada a Murnau, y luego en España, hemos sido incapaces, a pesar de estudiar mapas muy detallados, de localizar el lugar tan especial en que estuvimos, la pequeña iglesia bávara.

Grabé un corto video, con la cámara de fotos. Se oye y se ve mal, pero lo ofrezco para dar una idea de lo trato de describir. De todo esto, sin una conexión demasiado evidente o lógica, nació la idea del relato. Es así como ocurre normalmente.
 
 

20 de noviembre de 2014

Realidad y fantasía en la literatura (IV)


En la entrada del quince de noviembre terminó mi relato Un viaje a Baviera, una ficción que debe parte de su trama a hechos reales, como trataré de explicar, y como ocurre a veces en todos los escritores. Aunque esto, en mi opinión, no es demasiado frecuente y casi siempre lo escrito se debe a la pura imaginación del autor. Suele tratarse de hechos sólo indirectamente relacionados con lo que se narra.

 Hace unos años, mi mujer y yo recorríamos Alemania, desde Regensburg, la antigua Ratisbona medieval, en la confluencia de los ríos Danubio y Regen —la ciudad en que nació Don Juan de Austria, hijo del amor o de lo que fuera entre el emperador Carlos y Bárbara Blomberg— hasta Murnau, al sur de Munich, junto al lago Staffelsee. En la ruta, queríamos visitar la célebre abadía de Benediktbeuern, fundada en el 739, originalmente benedictina, aunque ahora la ocupaban los salesianos.

La abadía ya fue visitada por Goethe en su tercer viaje a Italia, en 1786, pero se hizo famosa por haberse descubierto en ella, en 1803, el único manuscrito existente de los Cármina Burana, colección de canciones de los siglos XII y XIII, escritas casi todas en latín. Cármina quiere decir poemas o cantos y Burana es el gentilicio de Bura, el nombre latino de la actual Benediktbeuern.

Los poemas fueron escritos probablemente en Austria hacia el año 1230 y son un canto a la alegría de vivir y la búsqueda de los placeres terrenales, el amor carnal, el vino, el juego, la vida despreocupada de los estudiantes. También hay temas más filosóficos, como las estrofas dedicadas a la Fortuna, quizá las más conocidas de la obra, sobre todo desde que el músico alemán Carl Orff compusiera su famosa cantata del mismo título, Cármina Burana, estrenada en Frankfurt, en 1937.

Orff escogió veinticinco canciones y las ordenó para ser representadas. Desde joven conocía yo estos cantos, en la actualidad famosísimos, porque un discípulo destacado de Orff, el compositor español José Peris, que había estudiado bastantes años con él, decidió volver a España y tuvo una relación fugaz con mi Colegio Mayor de Madrid. Por todo ello, en mi viaje, buscaba yo la citada abadía, pero el azar me llevo a otro sitio que ni sé situar hoy con precisión. Dejo un vínculo para esa parte de la obra, la que canta a la Fortuna: http://youtu.be/GD3VsesSBsw. Las palabras iniciales son: O Fortuna, velut luna, statu variabilis, semper crescis aut decrescis…

(continuará)

17 de noviembre de 2014

A modo de aviso


Me prometí, y prometí, entradas menos frecuentes y más cortas en este blog. Sin embargo, acabo de enristrar tres, en días seguidos, y no cortas. Me justifico: era un relato, que no podía dividirse en demasiados fragmentos muy separados en el tiempo.

El título, Realidad y fantasía en la literatura, pretende explicar la trama de este relato concreto en virtud de hechos reales, vividos por mí y transubstanciados por mi imaginación; demoro su descripción, cumpliendo mi afán de moderar la frecuencia. Sirva esta nota para avisar a mis lectores: en próximos días escribiré más y me ajustaré al título de la entrada. Hablaré de un viaje a Baviera, de la abadía de Benediktbeuern, los Cármina Burana, Carl Orff, etc. Hasta pronto.
 
Me atrevo a sugerir o recomendar, a los lectores que visiten diariamente este blog, si los hubiere, que, cuando no haya entradas nuevas, lean alguna de las anteriores. Hay listas de ellas en los días 18 y 19 de octubre de 2014.

15 de noviembre de 2014

Realidad y fantasía en la literatura (III)


Este relato ya me llamó poderosamente la atención, cuando lo leí por primera vez, y ahora buscaba con su relectura alguna claridad en lo que intuí confusamente entonces. Porque, aunque para mí y para todo el mundo la historia parecía una simple ficción, nacida de la imaginación de mi tío, se dio la circunstancia de que, a partir de aquel viaje, empezó a tener un comportamiento extraño y una actitud diferente frente a la vida.

Siempre fue un hombre peculiar, pero desde entonces parecía vivir en otro mundo, inaccesible y secreto. Se jubiló enseguida, en contra de sus planes anteriores, y estaba siempre metido en la biblioteca de su casa, sin apenas salir. Hablábamos por teléfono algunas veces y me contaba su reciente pasión por el arameo, que estudiaba solo y que llegó a traducir con cierta soltura. Por ello, cuando he visto en un anaquel de su biblioteca el Sefer ha-Zohar, o Libro del Esplendor, de Moisés de León, un judío español del siglo XIII, que nació en Guadalajara o en León, lo he cogido sin vacilar. Este escritor atribuyó la obra a Shimón bar Yochai, un rabí del siglo II, que la habría escrito durante trece años, escondido en una cueva y estudiando sin descanso la Torah. Es quizá el libro fundacional de la literatura mística judía, la Kabbalah, y lo más probable es que se trate de un pseudoapócrifo y lo escribiera el propio Moisés de León, casi todo en arameo. Fue mi tío quien me dio estos detalles y quien me dijo que sólo unas veinte mil personas hablan hoy esa lengua en nuestro planeta.

Es una edición en castellano y dentro he encontrado unas hojas escritas con la menuda letra de mi tío, que conozco perfectamente. En un párrafo escribió:

 Aunque trato de acomodarme a mi nueva realidad, no sé hasta cuándo podré soportar este sentimiento de privación y desamparo. Tras haber visto lo que he visto, no tiene sentido permanecer en el mundo. No lamento mi experiencia en Baviera y lo me pregunto es por qué me sucedió a mí. Conozco bien la tradición mística, del antiguo Israel, de los cuatro sabios que vieron al Paraíso. El primero, Shimón ben Azai, lo contempló y murió en el acto. El segundo, Shimón ben Zoma, miró la ‘Luz Brillante del Ha-Shem’, no pudo resistirla y perdió la razón por completo. El tercero, Elisha Aher, vio la misma luz, comprendió que nada existe sino Dios, que nada vale ante Él, y abandonó para siempre el estudio de la Torah. El cuarto, el rabí Akiva ben Yosef, nombrado en el Talmud ‘cabeza de todos los sabios’, regresó esclarecido e indemne. Murió en Cesarea, mártir de los romanos, recitando la ‘shemá’, lleno de gozo y alegría. Yo también regresé, pero temo volverme loco, como Ben Zoma, y anhelo con toda mi alma revivir lo que viví.

He leído más papeles de mi tío y estoy seguro de que él creyó que había estado en alguna forma de Paraíso: en un lugar inhallable de Baviera, a donde llegó de manera casual; en un perdido monasterio que ni existe, ni existió nunca. ¿Estuvo allí en realidad? ¿Lo contó, veladamente, en la revista local y no quiso decir más entonces? Quizá él pensó que había tenido realmente una visión del paraíso. Después, trabajado por la soledad y la fatiga de vivir, siguió dando vueltas a esa oscura experiencia que se alejaba, cada vez más tentadora, y se adentró en las aguas oscuras y mistagógicas de la Kabbalah, para no retornar ya.

Otra posibilidad: todo fue una ficción, desde el principio, una ficción de escritor. Una historia que imaginó como juego y que luego tal vez lo trastornó, hasta el punto de hacerle cambiar su vida. ¿Puede alguien llegar a creerse tan perturbadoramente sus propias imaginaciones?

El mundo está lleno de misterios. En un libro de texto de mi carrera, leí unas palabras del rabí Akiva ben Yosef a su discípulo: “Hijo mío, por mucho que el ternero quiera mamar, es más lo que la vaca desea darle”. Quedó su nombre en mi memoria, sin más. Ahora, treinta años después, lo vuelvo a encontrar en la casa de mi tío muerto, y me entero de que este rabí pudo haber vislumbrado el paraíso y regresar sin perder la cordura. Esta caprichosa reaparición en mi propia vida también me turba; quizá tiene un sentido, que no sé descubrir. Los griegos no concebían la eternidad y les cautivaba la idea del retorno. Yo estoy solo ahora —con esa soledad que es necesaria para entender a los solitarios— y quiero descubrir hasta donde llegó mi tío en lo que probablemente fue un fatigoso camino de iniciación.
(continuará)

14 de noviembre de 2014

Realidad y fantasía en la literatura (II)


Alquilé un coche para ir desde Regensburg (la antigua y bellísima Ratisbona medieval) hasta Murnau, muy cerca del lago Staffelsee, al sur de Munich. En la guantera había un mapa de la región, bastante detallado, en el que pude ver, marcado con una estrella azul como monumento interesante, un ‘Kloster’, un monasterio, situado cerca de una ciudad de nombre Bad Tölz. No había ido para hacer turismo, pero como apenas tenía que apartarme de mi ruta, pasando un par de pequeñísimos pueblos, de cuyos nombres me acuerdo perfectamente, decidí acercarme a visitarlo.

Llegué, en efecto, a lo que parecía un pequeño monasterio. Estaba cerrado y llamé, sin que contestara nadie. Cuando ya me marchaba, vi a la derecha una puerta abierta. Era un salón recoleto y lleno de encanto, con altos zócalos de cerámica azul, como la que vi fabricar hace ya muchos años en Iznik, en Anatolia. Dentro había gentes que celebraban algo, no sé exactamente qué, en un ambiente amable, vestidos todos de un blanco inmaculado. Se oía la música de esa cítara popular en Baviera —y en la vecina Austria; como la que toca Anton Karas en la película ‘El tercer hombre’, de Carol Reed— y alguien interpretaba muy lentamente una melodía dulcísima.

Fue uno de esos momentos insólitos que se viven a veces y que justifican, por sí solos, cualquier viaje. Los reunidos me vieron llegar, me invitaron a entrar cortésmente y hablaron conmigo, como si me conocieran de toda la vida. Había una atmósfera de paz y serenidad, como yo nunca había vivido hasta entonces. Era, sobre todo, la luz; una luz limpia y distinta, que parecía ser la única realidad existente. Así debió de ser la del primer día de la Tierra, cuando Dios dijo “Haya luz”, antes de que fuera creado el Sol (Génesis, 1, 3, primer relato de la creación). Venía de arriba, del techo, de una tenue niebla resplandeciente, que aislaba del mundo y que, junto con la música, te hacía flotar en un estado de felicidad imposible de describir. Por desgracia, tenía que seguir mi viaje y me despedí, ya con una anticipada y dolorosa nostalgia.

Lo que ha ocurrido después, ya en España, es de todo punto incomprensible. He buscado en las más completas enciclopedias el nombre del monasterio y no lo he podido encontrar. Lo mismo pasa con los dos pueblecitos que hube de cruzar para llegar al lugar. No existen, no hay constancia de sus nombres en ninguna parte. Es como si se los hubiera tragado la tierra. Estaba tan perplejo, que telefoneé al consulado alemán y tampoco allí supieron darme noticias.

La situación me parecía inexplicable y llamé a la empresa a la que alquilé el coche. Les pedí con todo interés que me dijeran, en el mapa del sur de Baviera —el editado por ellos mismos y que yo había manejado—, en la zona que les indiqué con toda precisión, el nombre del monasterio, que aparece con una estrella azul, y el de los dos pueblecitos que hay que pasar para llegar a él, partiendo de Bad Tölz. Me contestaron que habían estudiado el mapa y no había ninguna estrella azul, ni ningún monasterio en la zona. Quedaron en enviarme el mapa por correo.

Hace una semana me llegó el mapa; idéntico al que yo utilicé durante mi viaje, sin lugar a dudas. Efectivamente, no aparecen en él por ninguna parte, no existen, ni el monasterio que yo visité, ni los pueblos que atravesé. Quizá tampoco eran reales los lugares y los seres que me encontré en mi camino ese día. Parece que nada de eso hubiera ocurrido en este mundo.

También me llegaron las fotos que tomé durante el viaje, con una nota de la empresa encargada del revelado, en la que me dan algunos datos y me piden información. Dicen que una parte del rollo apareció tan intensamente velada, que sugiere la exposición a una luz de extraordinaria potencia. No sólo las sales de plata han sido extremadamente alteradas, sino que la matriz en la que van suspendidas, y hasta el propio soporte, el celuloide, han sido descompuestos y modificados de manera extrañísima. Nunca han visto algo parecido y me preguntan, con gran interés, en qué lugar utilicé la cámara. Se refieren a la parte del rollo entre Regensburg y Murnau, el que corresponde a las fotos que hice en el monasterio, que faltan todas. Ya no sé qué pensar de todo esto y, desde luego, no encuentro explicación para lo ocurrido; ni con la filmación, ni con la insólita desaparición del lugar.
(continuará)

13 de noviembre de 2014

Realidad y fantasía en la literatura (I)


Amigo lector, aquí estoy otra vez, que nunca dije que mi abandono del blog hubiera de ser definitivo y total. Y querría hoy empezar un tema algo complicado y que no puede ser breve, ex necessitate rei: la mezcla de realidad y fantasía en la literatura, que tantas veces intriga a los lectores. Además, al final quiero insertar un video propio, aventura absolutamente inédita en estas lides mías y de la que espero salir airoso. En fin, empezaré y sea lo que Dios, o el demonio, quiera.

Pretendo explicar la génesis de un relato corto mío, de índole fantástica, Viaje a Baviera, de mi libro El misterio de los editores; mostrar los sucesos reales que me sugirieron la trama del relato. En estas historias, la mayoría de las veces todo nace del magín del escritor, pero también hay algún caso en que la realidad es misteriosa y desconcertante y te brinda la urdimbre del cuento. Pensé en resumir este y veo que es imposible. Lo copio, pues, íntegro, dividido en tres partes, y luego comentaré cómo nació. Mi propósito de abreviar las entradas no será fácil de cumplir en muchos casos; lo que sí haré es hacerlas menos frecuentes. En esas estamos.

*** VIAJE A BAVIERA (relato) *** 
 
¡Oh, gentes de Al-Ándalus,
... el paraíso sólo está en vuestra tierra!
Abu Ishaq Ibn Ibrahim Ibn Abu Al-Fath Ibn Khafajah (1058-1139)

Mi tío ha muerto recientemente y ahora sé que nunca llegué a conocerlo bien. Él vivía en su bella ciudad, en la provincia de Jaén, viajaba a Madrid sólo ocasionalmente y era yo el que venía a veces aquí, a su casa, en donde estoy ahora. De joven, me intimidaba un poco, aunque siempre fue cariñoso y afable conmigo. Lo veía lejano y sabio, viviendo solo en este caserón enorme, sin familiares cercanos, eternamente sumido en lecturas e indagaciones a las que le llevaba su trabajo de bibliotecario y su condición de cronista. Hablaba de cosas amenas, pero desconocidas de casi todos y a menudo ligeramente misteriosas o indescifrables.

Los últimos tiempos estaba como perdido. Su muerte, relativamente inesperada, a pesar de sus setenta y nueve años, me entristeció mucho. Vine una vez más a esta ciudad para el entierro y unas semanas después he tenido que hacerme cargo de la casa, porque me la dejó a mí, uno de sus tres herederos, con todas sus pertenencias. He decidido pasar aquí unos días, sumergirme en los muchos papeles y fotos que ha dejado y revisar un poco su nutrida biblioteca.

He vuelto a leer el relato Viaje a Baviera, que apareció en la revista literaria local Bétula, de la que era habitual colaborador, hace ahora unos trece años. Lo transcribo entero, para que se entiendan mis sospechas e incertidumbres respecto a todo lo que contó en el artículo. Hago notar que es de mayo de 1998

Queridos lectores, este mes escribo sobre Baviera. Quizá también sobre algún otro lugar desconocido y oculto —un salón con el color azul cobalto fucilando en las paredes y una luz singular y distinta—, situado en alguna otra dimensión de la realidad. Intentaré explicarme.

Llevaba tiempo sin ir a esa tierra alemana, especialmente querida; seguramente, por tener algún conocimiento de su lengua, gracias a mi madre, que se empeñó en que la aprendiera de pequeño, con doña Hildegard, que me daba también clases de piano. Aunque viajé por motivos profesionales, he gozado otra vez de aquellos hermosos paisajes y de la alegría de sus gentes. Eso de que los alemanes no hacen mucho ruido cuando se reúnen es una de las numerosas ideas falsas que los diversos pueblos tienen unos de otros. Aquí, eso sí, hablamos todos a la vez y allí lo hacen algo más ordenadamente, casi siempre de uno en uno. Luego, las risotadas, las muestras de aprobación o desaprobación, las bromas y las canciones son igual de ruidosas o más que en España.
(continuará)
 

7 de noviembre de 2014

Sobre la dificultad de los idiomas (fin)


Leo en alguna parte que una determinada actuación fue el ‘clou de la velada’. La palabra en cursiva es francesa y significa clavo. Por el contexto se entiende el sentido de la expresión, pero busco en el oportuno diccionario y encuentro la expresión le clou du spectacle, con el sentido de atracción principal de un evento. Y también: clouer le bec à quelqu’un, cerrarle el pico a  alguien. Clouer quelqu’un au pilori, poner a alguien en la picota. Ma montre est au clou, mi reloj está empeñado. Être maigre comme un clou, estar delgado como un palillo. Ne pas valoir un clou, no valer un pito. Et cetera.

Encuentro igualmente, en una obra de Pierre Daninos, la expresión entre la poire et le fromage. Quiere decir, literalmente, entre la pera y el queso y alude a un tiempo relajado, para tratar cualquier tema con calma, sin prisas. El tiempo entre el postre y lo que he oído llamar a veces, en español, ‘repostre’ (no registrada en el DRAE).

En el mismo libro encuentro la palabra sueca, Valborgsmässoafton. El sueco está fuera de mi horizonte lingüístico, pero me llamó la atención la enorme palabra. Designa una festividad similar a la Walpurgisnacht alemana. Ambas derivan de una fiesta celta, que marcaba el inicio del verano pastoral y la marcha de los ganados a los prados de montaña. Es la noche del treinta de abril al uno de mayo —para algunos, el cumpleaños de Satanás—y en algunos lugares se asocia a prácticas de brujería, por lo que se la conoció como noche de las brujas. Los romanos consagraban el mes de mayo a los antepasados y pensaban que estos podían aparecer entre los vivos. Recomendaban no casarse en ese mes, porque podía uno matrimoniar con una persona del otro mundo. Bueno, pues a lo mejor no resultaban peores, digo yo.

Tantas palabras, tantos giros, tantos idiomas. Escribo todo esto, no para mostrar cierto manejo de lenguas, sino justamente para lo contrario. Es casi imposible dominar perfectamente un lenguaje no materno, salvo quizá si se aprende muy tempranamente. La multiplicidad de lenguas —hay más de siete mil en el mundo— siempre me ha parecido un castigo, aunque cada una tenga su gracia y su belleza. No digamos si se emplean para justificar o fomentar diferencias, odios o exclusiones.

Tal vez he aburrido un poco, pero quería compartir estas ideas. Seguramente nos pasa a todos los que escribimos un blog: creemos que tenemos cosas que decir. Ocurre, sin embargo, que nos podemos pasar la vida entera muy equivocados con nosotros mismos. Creyéndonos guapos, listos, que escribimos bien… Por eso conviene recordar que la modestia no estorba nunca.

6 de noviembre de 2014

Sobre la dificultad de los idiomas


Al preparar hace poco el índice de temas, en las entradas del 18 y 19 de octubre, compruebo que en la del 24 de mayo traduje City Lights, la bella película de Charles Chaplin, por Candilejas. No sé en qué estaría pensando; esto me da pie para elucubrar un poco.

Los idiomas son traicioneros, engañosos. En un muy viejo chiste, un marinero llega a puerto y pregunta a alguien en el muelle: Parlez-vous français? Yes, responde este. Eso es inglés, dice el marinero (no se sabe en qué idioma). El otro lo entiende y dice: ¡Anda, ya sé otro idioma! Malo, malísimo, el chiste, para qué engañarnos.

Viene todo a que es muy difícil manejar bien, de verdad, un idioma extranjero. Creemos dominar una lengua y podemos estar muy equivocados. Un inteligente amigo de Toronto, después de leer una frase muy circunstancial de mi blog, me escribe: why such morose view of life? (¿Por qué esa triste visión de la vida?) Conozco el adjetivo, pero quiero saber si moroso, en español, tiene alguna acepción relacionada con su significado en inglés. No en el DRAE. En el Merriam-Webster, morose tampoco tiene acepción alguna ligada a ‘demora’.  Se trata, pues, de un típico caso de ‘falsos amigos’ (palabras parecidas en su grafía, en dos idiomas, que significan cosas muy distintas). En la descripción del término inglés se remite a los sinónimos: sullen, sulky, surly, dour, glum (no gloomy, más habitual). Conocer todas estas palabras, sus sutiles diferencias semánticas, etc., es algo que me sobrepasa claramente. No, no son fáciles los idiomas.

El título de la película de Chaplin en inglés es Limelight. La traducción de la voz candilejas es, sin embargo, footlights, aunque el título español de la película está muy bien escogido. Limelight —luz de calcio o de Drummond— se refiere a un tipo de iluminación especial usada en los escenarios en el siglo XIX, que no se usa hoy día, si bien se ha conservado el nombre. La potente luz que enfoca a veces un área reducida del escenario se llama spotlight. O sea, footlight, limelight, spotlight… Los idiomas, repito, no son fáciles.

Termino, para abreviar. Seguiré mañana y explicaré por qué dedico una entrada a este tema algo aburrido. Para compensar, me gustaría, lector, eso sí, que leyeras mi entrada del 24 de mayo, en la que hablo de Luces de la ciudad. Y te doy ahora, que no lo hice entonces, el vínculo para su final: http://youtu.be/C_vqnySNhQ0. Son unos minutos inolvidables: glorioso, puro, inmortal folletín.

(continuará)

1 de noviembre de 2014

El hombre y el invento de la palabra


El premio “Príncipe de Asturias” de las Letras recayó este año en el escritor irlandés John Banville. Su discurso fue un encendido canto a la palabra. Cualquiera que haya seguido mis entradas o, simplemente, recuerde la viñeta que las acompaña, con la cita de Goethe sobre la palabra, entenderá que me gustó la prédica. Banville dijo, exactamente: “La invención más trascendental de la humanidad es la frase. Han existido grandes civilizaciones ignorantes del concepto de la rueda, pero poseían la frase, pues sin ella no habrían sido ni grandes ni civilizadas”.

Estoy completamente de acuerdo. El ser humano está especialmente dotado, pertrechado para la palabra, que sólo está ausente en los estadios más primitivos de su evolución. De hecho, su facilidad para crear o modificar un conjunto articulado de palabras, una lengua, podría hasta calificarse de excesiva. Bastan períodos relativamente cortos de aislamiento para que surja, como un milagro, un idioma distinto.

No se es hombre sin la palabra, porque todo gira en torno a ella. Dijo Banville:  “Con frases pensamos, especulamos, calculamos, imaginamos. Con frases declaramos nuestro amor, declaramos la guerra, prestamos juramento. Con frases afirmamos nuestro ser. Nuestras leyes están escritas con frases”. Obviamente, es lo mismo hablar de frases que de sus constituyentes esenciales, las palabras.

Sólo hay otra cosa que puede competir con la palabra: el número. Toda mi vida he estado muy atento a ellos y estoy persuadido de que los utilizamos, de manera inconsciente, más de lo que creemos. En un breve ensayo traté de demostrar cómo los médicos, para llegar al diagnóstico, manejan números, sin saberlo. En ciertas regiones del pensamiento, los números, con su inmanente rigor, son todo. Pero, argumenta Banville, la virtud del lenguaje radica precisamente en su ausencia de rigor, en su necesaria ambigüedad. Porque “la ambigüedad es la esencia de la vida”, añade.

El lenguaje es la lucha de la palabra por abarcar y describir la realidad. Esa quimera quizá resulte inalcanzable, pero en su camino el hombre encuentra y crea la belleza. Hay algo de sublime, de heroico, en el empeño humano por dibujar el contorno de las cosas, por apropiárselas con la palabra. Dice Banville que somos torpes para alcanzar con la palabra el corazón de las cosas. En ese eterno intento por lograrlo reside el ímpetu prometeico, fáustico del lenguaje. Y cita a Samuel Beckett para declarar que “nuestra gloria estriba en persistir, desalentados, pero jamás vencidos”.

Todo esto trasciende el carácter de oficio, de aprendizaje, que puede tener la escritura, sobre el que Muñoz Molina, premio del año pasado, insistió en su discurso de entonces. Existe, naturalmente, ese componente en la creación artística, pero, como ya apuntó Manuel de Falla, el artista supera lo que la técnica tiene de mero oficio. Lorca escribió que las normas en arte “son necesarias para los principiantes, después para los mediocres”. Para mí, el artista debe escuchar, sobre todo, el terror de la muerte, la fugacidad del amor y el paso inexorable del tiempo. Y trabajar movido por la intuición, no por reglas, que pueden ser moduladas, o adulteradas, por el oficio.

Breve, bello y sentido. Este es mi resumen del discurso de John Banville, premio Príncipe de Asturias del año 2014.

16 de octubre de 2014

Despedida, temporal y parcial (fin)


Lector amigo, una confesión pertinente: nadie me ayudó a difundir mis obras. Quiero decir, alguien con posibilidades de hacerlo de manera efectiva. Mis amigos han hecho lo que han podido, con la mejor intención. Pero personas a las que, por diversas razones, pude dirigirme —del mundo editorial, escritores, agentes literarios, críticos—, de esas, ninguna. Hasta he creído notar en ellas una reacción común. Algo así cómo: ¿qué quiere este médico, metiéndose en el mundo de la literatura? ¿No tiene bastante con lo suyo? ¿A quién quiere epatar? Lo conté en clave de humor en la primera entrada de este blog y ahora lo desgranaré un poco más. Antes de seguir, diré, con el mayor candor, que todos los que han leído escritos míos los han encontrado más que dignos: profesores, médicos, catedráticos de literatura, etc. Eran más o menos conocidos míos, pero uno nota cuando la gente es sincera, cuando le ha gustado lo que ha leído.

¿Concursos? Mi novela la presenté a dos concursos, sucesivamente: el Nadal y el Ciudad de Tal (callo el nombre, una capital de provincia importante, con antigua Universidad). La obra ganadora del primero era un engendro, sin paliativos. La leí como una penitencia y ni tomé notas, en contra de mi costumbre. Quizá no soy imparcial, ¿verdad? Lector, te ofrezco retazos de otra obra de la misma autora, de la que sí tomé algún apunte. Casi sin comentarios, para ajustarme a la extensión normal de mis entradas: “lejanía de la botella, ¡qué buen título para un poema!”. [...] “a cambio de sentir y, sintiendo, sentir que antes sintieron”. ¿Es esto una aliteración, un quiasmo, un retruécano? No hay figura retórica que alcance a designar este monumento al mal gusto, a la cacofonía. [...] “El peligro real nunca te pareció realmente peligroso”. [...] “casi simultáneamente se produjo el prodigio, o se prodigió el producto”. [...] “Evita a los demás sin evitarte”. [...] “¿Cómo podéis seguir pudiendo?”. [...] “Su súbito arrebato les había arrebatado”.

De la obra ganadora del segundo concurso: “Apenas tenía un beso que llevarse a la boca”. […] “Corría un reguero de sangre coagulada”. Una sangre coagulada no puede correr. Todo faltas menores, te oigo decir, lector. Bueno, espera. En una reunión de amiguetes, ya metidos en años, deciden irse de farándula, de ‘putillas’. Y entonces, el que se supone más gracioso de ellos, hace notar, no sin cierta consternación: “Pero, amigos míos, ¿quién pondrá el vigor en nuestros miembros viriles?”. […] Ante la muerte de un violinista, el autor de la novela maquina que le pongan el violín en el ataúd, justamente entre los muslos. Para que así, su viuda, en el entierro, pueda lamentarse en presencia de todos, justificadamente: “Ay, marido mío. Lo que nos divertíamos con lo que tienes entre las piernas; con el placer que me producía tu instrumento”. La viuda no es procaz en absoluto; habla así, porque sabe que el violín va a ser enterrado con su pobre marido. De todo este embrollo surge la finísima, la sutil hilaridad del asunto.

Ínfima, pésima literatura. ¿Y cuál es el problema? Pues que se presentaron a estos concursos centenares de obras y esto podría arrojar las más ominosas sombras sobre nuestra producción literaria. No es así, porque veo otras obras, desconocidas, que están muy bien escritas y no se parecen en nada a las aquí mostradas. Apenas se venden, sus autores son ignotos. ¿Cómo es esto posible? Pues ahí tienes, lector, la fuente de todas mis zozobras y lo que me tiene permanente maravillado y asombrado de nuestro mundillo literario, en el que los zorroclocos son demasiados.

Concedo a todo esto ninguna importancia. A mí me queda ya un solo anhelo: tener otra vez veinticinco años y conducir mi coche por la Quinta Avenida y eso no es fácil de conseguir, aunque ando en negociaciones. ¿Que con quién? Con quién va a ser, lector. Pero otros muchos autores no sentirán lo mismo. Debe de ser muy triste, para un escritor joven que empiece y quiera abrirse camino, comprobar tanta zafiedad triunfante y tanto compadreo. Se le quitarán forzosamente las ganas de seguir. ¿Qué interés puede tener ganar, en un juego en el que se hacen tantas trampas?

Publicar es un problema soluble; cada vez más, porque los medios digitales acabarán imponiéndose. Lo realmente complejo, o imposible, es lograr la difusión de lo publicado. Uno puede dirigirse a las páginas culturales de los periódicos. En algún caso lo hice, sin respuesta alguna. Las reseñas literarias están copadas por las editoriales. Queda un recurso: la señora Trévins, solterona, escribió su primera novela con unos ochenta años. Harta de que no se la publicara nadie, hizo imprimir un ejemplar único y se lo dedicó a sí misma. Lo cuenta Georges Perec, al que mencioné.

A lo que vamos: tras mi ducentésima entrada, cambiará el blog. Trataré de organizarlo, para facilitar la consulta  retrospectiva de las entradas. Las nuevas serán menos frecuentes y más cortas…, si me contengo. ¿Y qué voy a hacer con el tiempo ganado? Leer, releer… tal vez soñar.