29 de julio de 2018

De ciertas cosas y de la propiedad intelectual


Insisto en que este blog está oficialmente fenecido, aunque reviva alguna vez. Podría ser de esos muertos a los que alguien se refirió cuando dijo “los muertos que vos matáis gozan de buena salud”. Escribo alguien, sin más, porque, aunque muchos crean lo contrario, estos dos octosílabos no aparecen en el Don Juan Tenorio de Zorrilla. En realidad, no se sabe quién lo dijo. Lo dejo, no sigo.
Esta es ya la primera digresión. He contado más de una vez que, con el blog ya muerto, no tengo por qué ajustarme a la extensión normal de las entradas y me pueden salir kilométricas. Antes, con el blog vivo, distribuía mis escritos más largos en varias entradas encadenadas. Ahora prefiero escribir una sola entrada y que el lector haga sus pausas cuando quiera. ¿No es mejor así? Si hago yo las particiones, obligo al lector a aceptarlas tal cual y a esperar los sucesivos días de publicación para llegar hasta el final. De esta otra manera, escribo el texto entero y que el lector se administre como quiera. Una verdad queda incuestionada e incuestionable: mi proclividad a escribir largo. Odio los tuits y los 140 caracteres. La verdad es pleomórfica y nada, por simple que sea, se puede decir con mediana exactitud en menos de dos o tres páginas.
Si me tomo estas libertades con mi blog, en cambio hay una cualidad que sí me exijo siempre para revivir al muerto: que se trate de un tema de cierta trascendencia y actualidad. En realidad es como si fuera un blog nuevo, porque en el antiguo ya se hacía notar en el pórtico que no me iba a preocupar mucho por la actualidad. Ahora es distinto, hace falta alguna razón algo urgente para exhumar un cadáver y hacerle hablar. Por ello, de mis últimas entradas muchas fueron de tema político.
Esta de hoy no lo es estrictamente, pero sí se refiere a un asunto candente. Ha surgido por una razón concreta que explicaré y que me permitirá explayarme sobre un fenómeno actual y preocupante, que todavía no menciono. Calma.
Tengo más de veinte libros publicados, la mitad de ellos sólo en digital; la otra mitad en papel y digital. No soy un experto, pero tengo la impresión de que cualquier cosa digitalizada, a no ser que esté protegida con medios extraordinarios, está completamente abierta, accesible y puede ser copiada sin más; pirateada como se dice en términos coloquiales. Yo publiqué mis textos digitales en Amazon, pero ahora me los encuentro en otros sitios y para ser descargados gratis, al menos durante un cierto tiempo de prueba. Lo he descubierto por lo que sigue.
Miro en Google uno de mis libros, Apuntes sobre literatura, de los que están sólo en soporte digital. En una dirección, en una URL, me encuentro el encabezado: Apuntes sobre Literatura (Spanish Edition), Francisco Luis Redondo Alvaro, y un texto en el que se cita un par de párrafos míos y se hace una reseña de la obra, bastante bien escrita y que la describe muy adecuadamente, en términos halagüeños. Copio el texto, que es algo largo, en un color distinto del habitual del blog, e indico claramente, entre comillas y con el color de siempre, las dos citas mías que mencioné:

Se trata de una interesante obra, peculiar en más de un sentido; parece que estuviera dirigida a un lector único, al que se le hablara al oído, amistosamente y con la más absoluta libertad. Su nota más característica es la total libertad en la redacción y en el método, junto a un humor bastante sutil, que está presente desde las primeras líneas. El propio autor explica, al principio:
“Estas notas son para mi uso personal, pero están escritas con la idea de que pudieran ser leídas, algún día, por un lector poco avisado o imprudente. Esto último no debe confundir o desvirtuar su principal objetivo o hacer injustificables las licencias que me tomo. Estas licencias se resumen, en la práctica, en una: no tengo ninguna intención —y por lo tanto ninguna obligación— de ser absolutamente completo, meticuloso o académico”.
La idea que subyace en todo el proyecto es la entusiasta convicción de que los lectores, el otro necesario extremo de la comunicación literaria, han sido descuidados por unos y otros, sin considerar que para tener buena literatura hacen falta, antes que ninguna otra cosa, buenos lectores. A partir de ahí, con esos presupuestos, el contenido y el tono de estos Apuntes sobre literatura es el pertinente. No se establece una diferencia insalvable entre el autor y el lector, sino más bien un conversación amable y fluida entre ambos.
 Se habla luego, sin un guion prefijado: de la memoria y la inteligencia, del valor de las palabras, de los contenidos de las obras, de su limpieza, de su extensión, de los mundos que describen, de la belleza y el feísmo, del extraño éxito de ciertas novelas, de los sentimientos en la literatura, de las tipos de narrador, de la ficción histórica, de la erudición, de la variable génesis de las obras, etc. En definitiva, de muchos de esos temas candentes de la literatura, que se han estudiado y discutido a lo largo de la historia. Todo a la luz de las obras que se van analizando, desde antiguas obras persas o indias hasta las más recientes, con citas textuales de las mismas.
Todo es como un gigantesco muestrario en el que se expone lo que, a juicio del autor, puede ser buena y mala literatura, de los más diversos géneros y procedencias. La ficción de contarlo todo a un lector privilegiado y atento se lleva al extremo y a veces parece asistirse a una imposible conversación entre ambos, buscando aquiescencias y complicidades. Hay algunas digresiones intercaladas, casi todas adobadas con un delicado humor. El material recogido es abundante y también las diversas opiniones sobre temas literarios, con citas escogidas, muchas de ellas nada fáciles de encontrar.
Al final, hay un índice de nombres, con más de cuatrocientas entradas, para dar una idea de los autores que vienen mencionados en la obra. También hay más de cien notas explicativas; casi todas son la traducción de pasajes que no están en español en el texto.
Para mostrar algo del ambiente general de la obra, traigo aquí un párrafo sobre el valor de las palabras, que hace referencia a un cuento de Goethe:
 “Una hermosa serpiente de color verdemar se tragó unas monedas de oro y se fue haciendo luminosa y transparente. Se metió luego en una cueva en la que había una estatua en piedra de un viejo rey. El rey, la estatua del rey, le preguntó: ¿De dónde vienes? De la sima donde habita el oro, contestó la serpiente (se sabe desde siempre que las serpientes pueden hablar y hasta ser muy convincentes). ¿Qué es más precioso que el oro?, preguntó el rey. La luz, respondió la serpiente. ¿Qué es más bello que la luz?, preguntó el rey. La palabra, respondió la serpiente”.
Un libro para leer despacio, sin prisas. Para disfrutarlo. Fin de la capción.

Aunque en la dirección de la que hablo se contempla un período de una semana de prueba gratis, para inspeccionar o descargar la obra, uno ha de registrarse de manera obligatoria y aportar de entrada una tarjeta bancaria. Se trata, evidentemente, de una entidad que persigue algún ánimo de lucro. Pero he de reconocer que todo lo que me pareció novedoso o valorable de mi libro al escribirlo, está recogido convenientemente en la crítica y lo hago constar así.
No he investigado cuantas direcciones análogas, que atañan a otras obras mías, circulan en Internet y me resulta imposible conocer cuántos lectores he podido tener por estas vías, lo que es una contrariedad, porque un escritor gusta de saber a cuántos lectores llega. Un escritor escribe para ser leído, aunque la intensidad o urgencia de este deseo sea todo lo variable que se quiera. Aclararé que el número de webs que aparece al escribir mi nombre entre comillas —para contabilizar únicamente las citaciones precisas— es de varios miles, lo que imposibilita un seguimiento exhaustivo de las mismas. Todo esto es ya un serio inconveniente.
Naturalmente, hay algo más, mucho más grave: el desprecio por cualquier clase de propiedad intelectual y la usurpación de derechos económicos que deberían corresponder exclusivamente al autor de la obra. Esto a mí, particularmente, no me importa, porque escribo por afición y nunca pensé en posibles ventajas económicas, que además sé que son infrecuentes entre los escritores. Pero también soy consciente de que hay escritores profesionales que aspiran con toda justicia a vivir de su ocupación. Y si ya es difícil sin piratería, uno puede imaginarse cómo es con ella.
El famosísimo dicho de Pierre-Joseph Proudhon, en su obra Qu'est-ce que la propriété?, “la propiedad es el robo”, parece haberse instalado sin matizaciones o distingos en el terreno de la producción intelectual. Y eso me parece profundamente injusto, porque revela una falta de comprensión de lo que es el trabajo de creación, que demanda muchas veces un esfuerzo y una dedicación que no tiene muchos análogos en otros quehaceres. Me permitiré una última licencia, la de copiar el párrafo en el que Proudhon menciona, con cautela y seguro de no ser comprendido, la definición suya: Si j’avais à répondre à la question suivante : Qu’est-ce que l’esclavage? et que d’un seul mot je répondisse : c’est l’assassinat, ma pensée serait d’abord comprise. Je n’aurais pas besoin d’un long discours pour montrer que le pouvoir d’ôter à l’homme la pensée, la volonté, la personnalité, est un pouvoir de vie et de mort, et que faire un homme esclave, c’est l’assassinat. Pourquoi donc à cette autre demande : Qu’est-ce que la propriété? ne puis-je répondre de même : c’est le vol, sans avoir la certitude de n’être pas entendu, bien que cette seconde proposition ne soit que la première transformée? 
Un querido amigo de juventud decía, hablando sobre ese tema y con entera convicción: La propiedad surgió cuando un primer hombre tuvo la desfachatez, la desvergüenza, de decir de algo “esto es mío” y otro hombre fue lo suficientemente pusilánime para aceptarlo. Mi amigo era puro y sincero y creía en lo que decía. Hay un período de la vida en que se puede creer en cosas parecidas, que atañen a los grandes e insolubles problemas de nuestro mundo. Y hay personas que llegan con estos convencimientos hasta el final de sus vidas. Son seres puros, admirables y raros.

3 de julio de 2018

La impotencia de la posverdad


Este blog está oficialmente fenecido y sólo escribo en él muy ocasionalmente. Por ello me permito hacer entradas con extensión de artículo de periódico —a veces hasta más— y no las fragmento. Quedan aquí, completas, y el lector podrá demorar su lectura cuanto guste, quizá toda la eternidad.

Terminé mi entrada anterior prometiendo hablar de lo que la posverdad no puede conseguir, lo que está fuera de su efímero, frágil y falaz reino. Quizá no se ha reparado debidamente en hasta qué punto el coqueteo, el cambalache frívolo con la mentira, que es la seña distintiva de la posverdad, va frontalmente en contra de la gran tradición humanística de nuestra civilización occidental. Desde hace unos dos mil quinientos años, una actitud reconocida y aceptada por los sabios, los filósofos y los científicos, que constituye el eje sobre el que se ha de desarrollar la búsqueda de la verdad, se resume en una curiosa y extendida fórmula: Amicus Plato sed magis amica veritas, que traduciré muy literalmente: amigo Platón, pero más amiga la Verdad.
Todo ha de supeditarse a ella, a la Verdad, a su pureza, a su integridad. Ni siquiera podría decirse quien fue el primero que utilizó esta enseña, el que la compuso, ni el exacto ámbito cultural en que surgió, aunque está inscrita en la época de Platón y Aristóteles. En el Fedón platónico, al narrar el último día de la vida de Sócrates, se cuenta cómo sus discípulos atenienses y otros filósofos de distintos lugares de Grecia quieren oír de él sus últimas certezas, particularmente en lo referente a la inmortalidad del alma. Tras el debate, quedan dudas, sobre todo por las objeciones planteadas por dos de ellos venidos de Tebas, Simmias y Cebes, discípulos del pitagórico Filolao. Y es el propio Sócrates el que establece la regla de oro: “Vosotros, por tanto, si me hacéis caso, habréis de cuidaros poco de Sócrates y mucho más de la verdad, y si en algo os parece que digo lo cierto, lo reconoceréis, pero si no, os opondréis con toda razón”. Sí, aquí podría decirse ya Amicus Socrates sed magis amica veritas.
Platón, en el libro IX de su Republica, nos muestra a un Sócrates consciente de que Homero y sus imitadores no conducen al descubrimiento de la verdad en algunos asuntos de los que tratan, ya que ofrecen imágenes o apariencias de diferentes realidades, sin tener exacto conocimiento de las mismas. Para Sócrates resulta claro que Homero ha superado sus propios límites al tocar un sinfín de temas, muchos de los cuales quedaban fuera de sus competencias propias. Aquí podría también escribirse Amicus Homerus sed magis…
Para muchos estudiosos, el origen más probable de la famosa enseña estaría en el libro I de la Ética a Nicómaco, de Aristóteles, expresada con la fórmula ya expuesta, Amicus Plato magis amica veritas. El texto analiza la teoría del bien universal, que se originó en el seno de la escuela platónica y dice: Deberíamos examinar la noción del bien universal, aunque esta investigación nos resulte difícil “por ser amigos nuestros los que han introducido esas ideas”. Sin embargo, debemos sacrificar incluso lo que nos es propio, cuando se trata de salvar la verdad, sobre todo siendo filósofos, pues, siendo ambas cosas queridas, es justo preferir la verdad.
A lo largo de toda la historia de la filosofía se encuentra esta veneración por la verdad, con formulaciones que copian y refrendan las primitivas griegas. La frase amicus Plato, sed magis amica veritas, la más generalizada, citada por Ammonio en su libro La vida de Aristóteles, ha sido reproducida en su contexto clásico por muchos autores: Beda el Venerable, Santo Tomás, Erasmo de Rotterdam, Lutero, Cervantes. Se encuentra también, algo modificada, en Newton: Amicus Plato, amicus Aristóteles, sed magis amica veritas. Se había convertido ya en moneda de uso común. ¡Qué hermoso es verles a todos declarándose amigos invariables de la verdad y haciendo progresar así el mundo!
Este asunto de las frases que exponen el profundo amor y respeto debidos a la verdad es sólo una anécdota, una constatación banal. Más importante y nuclear es el hecho de que en el mundo de la ciencia y de la filosofía, en el estricto campo de la epistemología, ha existido una preocupación constante por las vías correctas para buscar la verdad. El tan reconocido método científico no es más que el conjunto de normas elaboradas para lograr este propósito. Diversos filósofos han delineado también criterios para poder proclamar la verdad de una proposición.
No es este el lugar para estudiar in extenso este tema. Por citar a alguien, me referiré al filósofo americano Charles Sanders Peirce y su fallibilism (falibilismo), término que creó a finales del siglo XIX y que postula que “ninguna creencia puede ser justificada enteramente”. Este aserto ha sido definido con diversa exigencia y rotundidad por diferentes autores, que lo aplican a áreas más o menos amplias de lo cognoscible. En realidad, la idea de que la verdad científica es siempre provisional y perdura sólo hasta que nuevas experiencias la modifican o completan, está firmemente anclada en la historia del pensamiento científico. Lo que revelan estas ideas es que se impone siempre, necesariamente, un cuidado exquisito al transitar el difícil camino que conduce hasta la verdad.
Otro concepto básico en el campo de la filosofía de la ciencia es el de falsabilidad o refutabilidad, términos centrales en la teoría epistemológica falsacionista del filósofo austríaco Karl Popper. Esta teoría exige que cualquier proposición universal ha de producir necesariamente enunciados lógicos “que puedan demostrarse falsos empíricamente”. Esta posibilidad de demostrar el error, esta falsabilidad es el segundo pilar del método científico, siendo el primero el de la reproducibilidad.
¿Por qué cuento todo esto? Pues, simplemente, para poner de manifiesto que para todos los que se han dedicado a investigar en los más diversos campos del saber, la verdad es una cualidad del pensamiento absolutamente crucial, exigible, irrenunciable, capaz de seducir al entendimiento de forma absoluta. Frente a esta primacía axiológica, este carácter cuasi religioso de la búsqueda de la verdad, el mundo de la posverdad ha de parecer, forzosamente, vacío de contenido y un basurero de falacias.
Cuando uno llega a cierta edad, es casi imposible no mirar hacia atrás de vez en cuando, para encontrar el mundo que fue. Incluso tratando de ser ecuánime, de no dejarse engañar por los factores que pueden embellecer nuestros recuerdos, tiene uno la casi seguridad de que hoy vivimos malos tiempos, aunque nunca los tiempos fueran buenos del todo para quienes les tocó vivirlos. Hace casi un siglo que Santos Discépolo compusiera el tango Cambalache (1934) y siempre se pensó que podría describir la sociedad de cualquier época. A pesar de todo, parece que algunos conceptos, algunas maldiciones, serían aplicables especialmente a nuestro presente, con la irrupción triunfante de la posverdad, el acceso a cierta ‘cultura’ de las masas y la pérdida del sentido humano de la moral. Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador. ¡Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor!, decía el tango.
No creo ser pesimista si afirmo que hoy día se tiene la impresión de que, a pesar de que buena parte del mundo más civilizado —más desarrollado, quizá sería un calificativo más apropiado— ha logrado niveles de organización social y de riqueza apreciables, se está todavía muy lejos de la perfección en nuestro estado de bienestar y plenitud social. Como dijo alguien, con fina ironía, el problema no es que los pobres quieran ser ricos, lo realmente grave es que los ricos quieren ser felices. Y hay grandes áreas de pobreza y graves simas de infelicidad.
Un porcentaje alto de estos países a los que me refiero tienen esa organización social y política que hemos convenido en llamar democracia. ¿Podría ser que esta forma de gobierno, de la que se dice con gran convicción que es la menos mala de todas, no estuviera tan adornada de gracias como se supone? No haré sino mencionar el reciente libro de Jason Brennan, Contra la democracia, en el que se señalan con cautela algunas importantes fallas del sistema. Me limitaré a decir que, desde el siglo XIX, cuando empezó a cristalizar la democracia moderna, se tuvo la impresión de que una rémora básica de la misma derivaba del hecho de que muchos miembros de la sociedad carecían de la formación necesaria para poder participar en el juego político. Desde el principio, se pensó que con el tiempo se irían educando todos y este inconveniente inicial iría desapareciendo. Fue un optimismo que luego se reveló no enteramente justificado.
Lector, con estudiar a algunos de nuestros diputados ya tienes una idea de lo que puede ser la democracia y puedes ahorrarte leer a Brennan para ver sus defectos. Si alguien grabara algunas intervenciones en nuestro Congreso de Diputados (y Diputadas, no se olvide) y publicara el vídeo, lo convertiría en viral en un santiamén y con él podría preparar un opúsculo que sería un best-seller internacional y haría olvidar por los siglos el libro de Brennan. Ni comparación en efectividad, en crudeza.
En el mundo actual, al que, simplificando hasta lo irrazonable, consideraré inficionado por el innoble espíritu de la posverdad —un mundo que se ha hecho poco racional y en el que se dan fenómenos inimaginables hace sólo unas décadas, quizá por la proliferación de las llamadas redes sociales y otros medios de comunicación y participación—, es obvio que la frivolidad ha invadido espacios reservados antes a los pensadores y estudiosos y ensombrece el futuro de la meditación filosófica sosegada y la persecución serena de la sabiduría. Era hermoso, decía antes, ver tantos hombres preclaros proclamándose amigos de la verdad. Es triste encontrar ahora tantos dispuestos a deformarla y envilecerla.
Las masas han decidido enseñorearse de áreas reservadas antes a personas de gran formación, profundidad y equilibrio mental y disponen para ello, entre otras armas, de un foro universal en el que se puede quintaesenciar el pensamiento siempre que se haga con sentencias de menos de 140 caracteres. Naturalmente que es lícito resumir las ideas, pero no se puede vivir en la jibarización permanente y la utilización rutinaria de los procederes de Procusto, aquel peculiar posadero de la mitología griega.
Las perversiones de la democracia no son de ahora, tienen una historia antigua. Una de ellas, la oclocracia o gobierno de la muchedumbre (del griego ὀχλοκρατία, ochlokratía) fue llamada así por Polibio —historiador griego, del siglo II a. de C., en su obra Historia general, en cuarenta volúmenes—, quien la consideró como el peor de todos los sistemas políticos, el último estado de la degeneración del poder, porque la muchedumbre, la masa, a la hora de juzgar los asuntos políticos presenta una voluntad viciada, confusa e irracional, que le priva de la capacidad de autogobierno.
En la obra de Brennan, el filósofo americano ya citado, se sugiere una forma muy distinta y opuesta de manejar los asuntos públicos: la epistocracia, el gobierno de los filósofos, de los sabios, como proponía Platón. La etimología de la palabra remite a la antigua Grecia, ya que deriva de ἐπιστήμη (epistḗmē, conocimiento) y κράτος (krátos, poder). En definitiva, esta fórmula otorgaría el poder o gobierno a los que saben, los que tienen el conocimiento necesario para gobernar.
El problema obvio es arbitrar la manera de seleccionar a estos sabios gobernantes. Brennan piensa que se podría lograr con diversas estrategias: impedir el voto a quienes no pasen determinadas pruebas; permitir que todos voten, pero con votos de distinto valor según la formación del votante; hacer que voten sólo personas escogidas al azar, tras pasar por un curso de conocimientos políticos; crear un sistema en el que las decisiones se tomen por sufragio universal, pero teniendo un cuerpo epistocrático con poder de veto. No hay ninguna evidencia de que cualquiera de estas variantes conduzca a mejores resultados que la democracia actual, la que conocemos hoy.
Quiero alejarme de estos planteamientos excesivamente sesudos, para mí y supongo que también para mis lectores. Como esta entrada es, en cierto modo, la continuación de una carta abierta a don Iván Redondo, en la que pretendía centrarme en la cosas que la casi omnipresente posverdad es incapaz de lograr, me referiré a esta ‘impotencia de la posverdad’, con un sencillo cuento que enlaza con mi lejana niñez: la historia de don Pedrito. Lo resumiré aquí, con un lenguaje no muy lejano del original:
En uno de los pueblos más bonitos de España vivía un hombre todavía joven, casado y con dos hijos preciosos, heredero de un negocio familiar que le permitía un cómodo vivir. Los vecinos no pasaban de cinco mil y él era servicial y amable con todos, que le correspondían holgadamente. Este ambiente amistoso, unido al hecho de que su estatura era más bien reducida, había hecho que, a pesar de ser ya claramente un adulto, le llamaran cariñosa y respetuosamente don Pedrito. El ser humano se busca a veces, sin necesidad, complicaciones y desventuras; don Pedrito no se resignaba con el diminutivo y quería ser conocido e interpelado como don Pedro.
Uno de sus mejores amigos, que sabía la íntima comezón de don Pedrito por el asunto, le aconsejó que se colocara calzas interiores en los zapatos y que estos fueran de tacón lo más alto posible. Así lo hizo el buen señor, pero incomprensiblemente todos le seguían llamando don Pedrito. De común acuerdo con su amigo, don Pedrito empezó a usar también un sombrero de copa altísimo que, junto con los zapatos, le aumentaba considerablemente su estatura, su porte. La gente continuaba siendo muy amable y cariñosa con él y llamándole don Pedrito. Realmente, no lo podía entender.
Se miraba don Pedrito en los espejos y veía que, con las ayudas mencionadas, su estatura era hasta más de la normal y no se explicaba por qué no le llamaban ya, de una vez, don Pedro. Un buen día, subió al desván de su casa, con sus zapatos y su sombrero puestos, y encontró allí un espejo que había pertenecido a sus abuelos. Distraídamente se fijó en él y vio su cuerpo entero, pero en la imagen reflejada no aparecía ninguna de las dos prendas mencionadas. Era un espejo viejo, aunque no de aquellos tan corrientes en la dorada antigüedad que eran capaces de hablar. Sin embargo, no hizo falta, porque don Pedrito era un hombre inteligente, aunque algo caprichoso, y supo perfectamente por qué todos le seguirían llamando don Pedrito hasta el fin de sus días.
Es un cuento muy sencillo, para niños, pero los fabricantes de apariencias y asesores de imagen deberían recapacitar sobre él. Mucho más elaborado y conocido es el cuento de Hans Christian Andersen, La reina de las nieves, en el que se describe un espejo que es capaz de transformar la realidad, ya que no refleja lo bueno de las personas y las cosas y en cambio magnifica sus aspectos negativos, lo que no deja de ser una forma de posverdad. Téngase presente que esta supone simplemente la deformación de la realidad, tanto embelleciéndola como afeándola. En política partidista, se trata de ensalzar al que se pretende ayudar y denigrar al contrincante.
En este cuento, es el demonio el constructor del espejo, bajo la forma de un troll perverso —los trolls son duendes de la mitología germano-nórdica, escandinava, considerados peligrosos para los humanos—. Lo llevó hasta los más remotos lugares del país, por lo que todos sus habitantes sólo pudieron contemplar la parte más triste, pobre y desolada del mundo. Quiso después el duende subir con su portentoso invento hasta los cielos para burlarse de los ángeles y del Señor. Cuando estaba muy alto, el espejo se le escapó de las manos y al caer a la Tierra se rompió en millones de pedazos muy pequeños que se esparcieron por el mundo. Si uno de estos pedazos entraba en el ojo de una persona se quedaba allí y le hacía ver sólo lo feo y desagradable de la creación y si llegaba al corazón, lo transformaba en un trozo de hielo. Apurando la analogía con la posverdad, habría que decir que con esta, las partículas pueden llegar al cerebro y anularlo parcial o completamente.
El problema de la posverdad es que, aunque muchas personas resulten engañadas al apreciar ciertos personajes públicos pulidos artificialmente, quedarán otras que sabrán discernir en ellos el artificio acompañante y la auténtica realidad. Y siempre habrá en alguna parte un espejo que los muestre en su prístina naturaleza e integridad. Ni el más aventajado de los muñidores políticos podrá hacer que lo ilegítimo pase por legítimo, aunque sea legal. Y tampoco podrá ocultar los rasgos personales aborrecibles y vulgares de los personajes, ni la fealdad de su ambición o falta de escrúpulos. Como ha señalado un conocido articulista, aunque se hayan “sustituido las ideas por perros y gafas de sol”, resulta imposible olvidar sus conductas y su carencia de refrendo popular. Eso, don Iván, no hay mago que pueda zurcirlo.
Es que en este mundo de la posverdad hay mucho Ganelon, if you know what I mean. Dante en su Divina Commedia, Inferno, canto XXXII, lo llama Ganellone y lo coloca en el Cocito, el lago congelado situado en el noveno círculo del Infierno, en la segunda esfera, Antenora, en donde son torturadas las almas de’ traditori di loro schiatta e de' traditori de la loro patria (los traidores a su linaje y los traidores a su patria). Están allí, enterrados en hielo hasta la cintura, con la parte superior del cuerpo padeciendo los helados vientos infernales.
El político quizá más valorado de la transición, hablando a un miembro de otro partido, le espetó: Usted podrá llegar a ocupar cargos destacados, las circunstancias podrán convertirle en una persona importante, pero nadie podrá hacer de usted un caballero. Pues eso. Hay metas que no pueden alcanzarse con la posverdad, porque reclaman la franqueza, la honestidad, la contundencia de la Verdad pura, la sagrada y eterna Verdad. Ocurre, además, que cuando alguien ha incurrido una vez en una grave falta, la gente también tiende a generalizar, aplicando en otros ámbitos de conducta el dicho latino sobre la credibilidad de los testigos, falsus in uno, falsus in ómnibus.

26 de junio de 2018

Carta abierta a don Iván Redondo



Estimado señor Redondo: Por lo que leo en la prensa, parece que fuera usted una especie de Deus ex machina, capaz de transmutar una situación, una realidad, en un periquete, como ocurría en las antiguas representaciones teatrales de griegos y romanos. En nuestras circunstancias actuales, cuando ninguno de los diecisiete ministros (y ministras, no se olvide) juró su cargo, evitando así obsoletas y periclitadas fórmulas de lealtad o perseverancia, entiendo que la calificación de arriba, que alude a un Dios, resulte extremadamente inadecuada. Por ello podría llamarle más bien Magister falsae veritatis, o Magister posterae veritatis, o Magister post veritatis, aunque tampoco sé si estos latinajos son pertinentes en nuestro mundo moderno.
Los dos últimos, además, son un intento no justificado de traducir literalmente al latín el término de posverdad, en un sentido que no es correcto, ni refrendado por nuestra Academia, porque la posverdad no tiene nada que ver con una verdad posterior o más reciente —lo que podría sugerir la idea de más moderna, más actual…, quizá más ajustada o más verdadera—. Todo viene de una confusión debida a la transliteración de post-truth, término que, en inglés, no implica secuencia temporal o espacial. En efecto, aunque el prefijo post en inglés puede remitir a una noción temporal o de orden en otros casos, este matiz semántico no existe en el término concreto que nos ocupa. Por tanto, la versión al castellano de tal expresión debería explicitar y enfatizar esa idea de falsedad, de mentira, traduciéndola por falsa verdad o pseudoverdad (ψευδής αλήθεια).
Porque la posverdad es, sobre todo y principalmente, una mentira o, si se quiere, una cierta manera de mentir, una distorsión deliberada de la realidad, una manipulación de creencias y emociones para influir en la opinión pública, como la define con acierto la RAE. En el fondo, nada nuevo, se mire como se mire: desde que el hombre inventó la palabra —o la palabra creó, hizo hombre al hombre—, este supo emplearla para ocultar su pensamiento, para suplantarlo, para mentir. Hace ya dos mil quinientos años había griegos, los sofistas, que, según Protágoras, podían convertir en sólidos y fuertes los argumentos más débiles y eran capaces de envenenar y embelesar con las palabras, como afirmaba también el filósofo Gorgias de Leontinos. Nihil novum sub sole.
Esta perorata tiene una finalidad, señor Redondo, aparte de la de felicitarle por su habilidad para contribuir eficazmente a modelar o embaucar la opinión pública. Sin regatearle elogios —usted tiene, lo digo ya, un apellido que lleva casi inevitablemente a la inteligencia, a la brillantez, y lo afirmo con conocimiento de causa—, también me propongo apuntarle que es muy difícil engañar a las masas. Quiero decir que las masas, se engañan ellas solas muy ricamente, sin necesidad de inductores, y sólo se dejan seducir por los que les cuentan aquello que quieren oír; o sea que, en el fondo, aquí no se sabe quién seduce a quién. Por citar a alguien, le recuerdo que hace casi un siglo se escribió La rebelión de las masas, que debería ser ahora texto de obligada lectura. Su autor, Ortega y Gasset, era también en ocasiones un gran embaucador, pero operaba sobre sedicentes intelectuales y engañar a estos ha sido siempre mucho más fácil.
Un banco de arenques no es más inteligente que un arenque solitario. De hecho, algún sólido pensador ha sostenido que la inteligencia de una masa es siempre igual a la del más necio de sus integrantes. Cuando en el seno de la misma surge alguien que grita o compone pareados, este cómputo hay que dividirlo forzosamente por el número (3,1415926...). No se conocen las razones de este cálculo, pero es exactamente así, como atestiguan los psicólogos, sociólogos y matemáticos de todos los tiempos. Hay que confiar en la matemática, que como se sabe desde Kepler y Galileo rige el veloz movimiento de los astros, la forma y configuración de sus estelas y singladuras.
Puedo confundirle, señor Redondo. Le estoy escribiendo una carta y me pierdo hablando de dioses, latines, griegos, apellidos y masas. Me corrijo enseguida. Usted es, también lo leo en alguna parte, spin doctor; yo soy, por decirlo también en inglés, medical doctor, doctor en Medicina. Esto último todo el mundo sabe lo que es y no requiere más explicaciones. Otra cosa es lo de spin doctor, que es someone whose job is to make ideas, events, etc. seem better than they really are, especially in politics (alguien cuyo trabajo consiste en fabricar ideas, acontecimientos, etc., que parezcan mejores de lo que son realmente, especialmente en política). Reconocerá que estos doctores son legión. El tabernero que abre un bar en el antiguo Madrid y proclama que hace las mejores croquetas de España, es también, en mi entender, un spin doctor.
No se me entienda mal. No es lo mismo abrir un bar de tapas que ganar una moción de censura y derribar un gobierno. Lo que yo me pregunto en este asunto, y no deja de inquietarme profundamente, es el valor de todo esto, de estas estrategias, en la persecución de la verdad ‘verdadera’, o la justicia, la igualdad, la fraternidad universal, las utopías diversas, que han acariciado los hombres desde siempre. Con otras palabras, la última utilidad, moralidad y racionalidad de estos empeños.
Usted, señor Redondo, hace su labor lo mejor que puede y parece que la hace con notorios éxitos para quien le contrata. El abogado defensor de un asesino en serie, cumple igualmente con su misión ante la ley. Usted ha trabajado para personas de derechas, de izquierdas y gentes ni de acá ni allá. Pero un instrumento tan potente como ese del que le es dado disponer, forzosamente ha de regirse por ciertas normas, por alguna clase de código. No se me vaya a inquietar por esto: usted puede argüir, con razón, que no es culpable de nada, porque todos los políticos son iguales. No lo digo en un sentido maligno; quiero decir, simplemente, que todos tienen la ilusión, el deseo ferviente, de acertar, de mejorar la suerte de sus conciudadanos, aunque luego opere la realidad y haya también pillines que busquen solamente su medro personal.
Así que mi crítica no va dirigida a usted, sino a este mundo moderno ramplón y vacuo, en el que se ha universalizado la estupidez. Shakespeare, en el acto V, escena ii, de Henry V, hace decir al rey, hablando a la reina: We are the makers of manners, Kate (Somos los forjadores de modales, Kate). Hoy este papel de definidores del buen gusto, de las buenas maneras, queda a menudo en manos de ignaros payasos y albardanes.
Lo que sí quiero resaltar es cuán distinto es su trabajo del de otros, intelectuales o sencillos obreros. Un médico, un albañil, no tratan casi nunca de camuflar o embellecer engañosamente la realidad, sino que buscan mejorarla con sus actuaciones. A veces con rigor y entusiasmo excepcionales, batallando contra la dificultad, la adversidad. Le copio unas palabras de un traumatólogo amigo: “Estás allí, en el quirófano, tratando de que la fractura quede bien reducida y ves que es muy difícil, que no puedes. Sin embargo, te dices que eso tiene que quedar bien e insistes y te rompes el alma hasta que logras que el desaguisado se componga y la función quede garantizada”.
Hace poco un albañil vino a mi casa para colocar una loseta del baño que el fontanero había roto antes para reparar una avería. Fue admirable su cuidado en recoger y quitar los trozos rotos que quedaban, antes de colocar el nuevo elemento. No era fácil, porque algunos pedacitos quedaban ocultos, escondidos, bajo la mampara. Yo mismo le dije que ya estaba bien, que apenas se notaba. No me contestó, pero estoy seguro de que pensaba como mi amigo traumatólogo: “esto tiene que quedar bien”. Y siguió trabajando, esforzándose, hasta que todo quedó perfecto.
Esa tarea de embellecer la realidad, de mejorarla —no de describirla sesgada y falazmente, como hace la posverdad—, ¡cuánta belleza y pasión encierra! Es el amor por la Obra Bien Hecha, que algunos persiguen con tesón y furia. De esto hablábamos los jóvenes de mi época, cuando la posverdad existía, como siempre, pero no estaba entronizada como hoy. El maestro Eugenio d’Ors, en una conferencia pronunciada en la Residencia de Estudiantes de Madrid, en el año 1915, que publicó luego en un opúsculo, Aprendizaje y Heroísmo, dejó unas palabras, que muchos de nosotros, décadas más tarde, considerábamos sagradas: Todo pasa. Pasan pompas y vanidades. Pasa la nombradía como la oscuridad. Nada quedará a fin de cuentas, de lo que hoy es la dulzura o el dolor de tus horas, su fatiga o su satisfacción. Una sola cosa, Aprendiz, Estudiante, hijo mío, una sola cosa te será contada, y es tu Obra Bien Hecha.
Una sola cosa cuenta, la única por la que deberíamos esforzarnos: la lucha por la Verdad, no por las mil posverdades. Quiero asociar estas líneas con un cuadro de gusto muy académico del pintor francés, Édouard Debat-Ponsan (1847-1913), de título Nec mergitur (¡que no salga!), o también La Vérité sortant du puits (la Verdad saliendo del pozo). Una mujer joven, exaltada, de mirada soñadora y perdida, valiente, de belleza sólida, antigua, la Verdad, pugna por emerger de un pozo, mientras un noble con antifaz y un clérigo tratan de impedirlo. Lleva un espejo en su mano, símbolo de muy diversas cosas en la historia, entre ellas, la verdad, la iluminación, etc.; la vanidad también. 
El pintor, antiguo combatiente en la guerra franco-prusiana de 1870, tomó partido a favor del capitán Dreyfus y expuso el cuadro, alusivo al célebre asunto, en el Salon des Champs Elysées, en 1898. Le fue luego ofrecido por suscripción a Émile Zola, autor del famoso artículo Yo acuso (J'accuse), del mismo año. Eran tiempos antiguos, tiempos de la Verdad; no se conocía entonces la posverdad (me refiero, claro, a la palabra).

 

De momento, dejo aquí mis reflexiones. Las seguiré otro día, contando cómo la historia ha sido también, en la filosofía, en la ciencia, una lucha heroica por buscar y alcanzar la Verdad, la verdad con mayúsculas. Empeño al que dedicaron toda su vida, entre tentaciones y peligros de toda índole, visionarios de todas las épocas, que trataban de lograr un mundo mejor, más justo, más cercano a la pura Verdad. Hablaré, sobre todo, de lo que la posverdad no puede ni podrá conseguir jamás, de lo que está fuera de su efímero reino.

15 de abril de 2018

Carles Puigdemont in Schleswig-Holstein (English)


I already said that this blog, written with undeniable vocation of being published as a book, was practically closed due to its excessive growth. I will only write new entries in very specific circumstances. In return, they may have an extension, in journalistic terms, more of article than of column. In some cases, like this one, I will divide it into two entries (separated here by asterisks) somewhat different in character, more general and descriptive the first one. Exceptionally, I write them in English.

A recent event, the arrest of former Catalan President Carles Puigdemont, of whom I will speak in due time, in the state of Schleswig-Holstein, in the extreme north of Germany, next to the border with Denmark, has reminded me of that part of German land —land and sea, I should say— especially dear to me and that perhaps I know better than the rest of the country, for which I profess, as a whole and for many reasons, an invincible affection. I enjoyed many times its beautiful landscapes and the civility of its people. The idea that Germans do not make much noise when they meet is one of the misconceptions that different peoples have of each other. It so happens that in Spain we may all speak at once and Germans do it more orderly, almost always one at a time. At the end, the laughter, the approval or disapproval, the jokes and the songs may be even noisier or louder than in Spain.
This marriage of land and sea is well embodied in Schleswig-Holstein, German Land that I visited many times, almost always in summer, in endless and unforgettable days, often in the last week of June, at the time of the Kieler Woche, an annual event famous worldwide, when hundreds of sailboats from different countries participate in races and competitions of various kinds in the Kiel fjord, more than one hundred kilometers from Hamburg.
In this latter city, unthinkable without its port, its river Elbe and its commercial and maritime vocation, another happening is also celebrated in summer, the Hamburg Festival Kreuzfahrt, in which at least seven major cruise lines arrive at the city in the same dates. The frolic takes place in the immense port, at night, among dozens of fireworks and with lovely games of light, led by renowned lighting designers (lichtkünstler), using spotlights and other lighting devices, which fill and sweep the total area where the event takes place.
The show is unforgettable. Buildings and boats shrouded in light, with overflowing masses of excited and happy people scattered everywhere, on the piers, on the open terraces, on the decks of the innumerable ships of all types and sizes, with their melancholic sirens shuddering the air and insistently calling to enjoy the moment and this unique opportunity, setting fire into the hearts in the warm night of the Nordic summer, so ephemeral. Wanting to capture the fleeting beauty of the moment, which will not return until after two years or until God knows when. With the need and the urgency to profit the good weather season, the beautiful mallow sunsets, eternal in the summer in those latitudes. United all in the innocent observance of the Latin Carpe diem; unknowingly following the ancestral and happy Dionysian rites, which underlie all cultures. Trying to fix forever the fairy atmosphere of the moment, to be able to remember it later.
Events like this inevitably engender nostalgia, the fatal feeling that everything splendid ends too soon, the realization that happiness occupies only a small part of our lives. According to a chronicle of the event in 2014, six hundred thousand souls from all over the world were there, looking astonished and incredulous to the Elbe, transformed by magic into an enormous, beautiful and fugitive stage. Similar festivals exist in other countries. Perhaps in northern Europe, with limited summers that flee fast, people tend to take advantage of them with greater vehemence, with more pressing desires. It is beautiful to see them so determined not to let the elusive happiness escape.
These are countries of land and sea, I said. Life on land cannot be conceived without reference to the sea and many local songs tell us about it. One of the most popular, Wo die Nordseewellen, is sung in plattdeutsch (a West Germanic language spoken mainly in northern Germany and the eastern part of the Netherlands and that has some variants). Can someone not expert have an idea of ​​the subject? Wikipedia serves, at least, so that daring fools, who believe that the world is simple and four ideas are enough to understand it, may stop a little and meditate. With so many different languages and dialects, can any of them be used as argument to justify a disintegration or separation? The process would never end and could atomize any community, no matter its antiquity, its birth process, its history.
I cannot speak with authority about the musical taste of the Germans. But I have been able to appreciate that soft songs, sometimes melancholic or sad, are cherished in that country. I believe that German people, with the caution due in any generalization, are serious, honest and romantic. As one of my goals is to disclose realities that I have had the fortune of knowing, I will refer to some typical or popular German songs, that my readers can even listen to with the links that I show; they may be new for some of them. Of North Germany, to be more precise, of the seafaring Germany, turned over to the sea for centuries.
One of them is the aforementioned Wo die Nordseewellen. I give the link to Youtube and translate some words of the beginning: https://youtu.be/oBM_2GsWsKU: Where the waves of the North Sea bathe the beach, / where the yellow flowers bloom on the green earth, / where seagulls scream in the storm. / That is my home (Heimat is the word used in German), there I feel at home.
One’s home lies in very different places and can therefore be in the sea. Heimat, the German word in this song, designates the terroir, the homeland, in a deep and kindly sense. The world is full of such gentle homelands, intimate, welcoming, small and definite spaces anchored in a preterit time that is often that of childhood. There is so much beauty in our world that we all receive some of it and I have always thought that excessive and exclusive love to homelands are unjustified and vacuous. Exacerbated nationalisms are perverse. When I run into one of those extreme nationalists, I want to laugh, then I feel like crying. In the end, I want to run away. Not because they are dangerous, although they may be so —they have been, infinitely, throughout history— but because I fear them. I'm afraid because they bore me, they bore the sheep.
Another song is Seemann, deine Heimat ist das Meer (Sailor, your home is the sea) and was composed by Werner Scharfenberger. The link is http://youtu.be/B-SVP6i9tbk. I translate the initial words: Sailor, forget your dreams, / do not think about your house. / Sailor, the wind and the waves / call you. / Your home is the sea, / your friends are the stars. / Your love is your ship, / your nostalgia is distance. / Only to them you have to be faithful / your whole life.
Another song, very sad and that does not come from the regional area that I'm sticking to, is Abba Heidschi Bumbaidschi (I have seen the title written in various ways). It is a very old song of Austro-German origin, perhaps dating back to the fifteenth century, with a text that speaks of a mother who dies and leaves her little son alone. It was originally a lullaby, but it has become a Christmas theme, without the words having changed. The title is untranslatable and the link for the version of Plácido Domingo is https://youtu.be/80n6JTscWBU. I offer in Spanish only a few words, very simple: Abba Heidschi Bumbaidschi, sleep peacefully, / your mother has left / and will be out / for a long time.
These Germans from Schleswig-Holstein, of whom I am speaking now, are serious and yet warm people, show honesty, restraint, consideration for the law, the institutions and the servants of order. It is not fear, I know it very well, it is respect, as if they understood without effort that their work is necessary and important for any society. I will briefly tell an event, which happened while I was there. A rather elderly lady fell at home and broke the bone of her elbow, the olecranon, a part of the ulna. Only by lightly exploring the injury could you hear the crackle of the fracture. Almost in front of the house there was a traumatology clinic and I wanted to take her there, although there was no urgency in fact. It was impossible, because the lady argued that she had to go first to her family doctor, who also lived very close, so that he could write the pertinent request to the specialist.
Perhaps these Germans are even somewhat different from those of the South of the Country. They themselves joke a little about the latter and consider them less formal people, of more erratic behavior. In the north, for example, it is not usual in restaurants and breweries to share a table with strangers, what is, in contrast, very common and almost obligatory in Bavaria. It is a minor detail. In Schleswig-Holstein, I met people of very diverse condition, from university professors to workers of varied trades. I never had any problem with these people of simple and unsophisticated likings, who have fun in a calm and placid way.

*****

In my first summers there, they were very popular the so-called Butterfahrten, 'butter trips', which ended in 1999. They were boat trips of four to five hours, which could be decided and started as soon as the weather seemed right and the body asked you to breathe more closely the marine winds. They had an almost symbolic cost, half German mark (0.25 of the current euros), and many of the passengers were retired people, without haste, without time constraints. The boat navigated until passing the German jurisdictional waters, their limit in the sea. Then you could buy products in the ship's shop, such as alcohol, perfumes, tobacco, especially butter, exempt from taxes. The trip was a delight with seagulls constantly on our heads, almost threatening, attentive to the food that could fall or be thrown next to the boat. People —many knew each other for their frequent coincidence in the trips— were chatting, eating, joking, never having an argument or a brawl. Old people, educated, legal people, as someone would say now.
And the gentle winds caressing us. They were refreshing and friendly winds, like those that some Arabian pilots kept in silver tubes and opened when, already elderly and forced to retire from sailing, had longing for the sea. Good and happy winds. How do we know that a wind is good? Reader, the heart knows; when we are happy and the wind invites us to get after the world and love it, that wind is good and you should only care that it is not bad for anyone. In the fourth book of Gargantua and Pantagruel, an Island of Wind is mentioned, where live people who neither eat nor drink and feed only on the wind. They clustered around the wind vanes and breathed it there. We breathed it in our journey in peace and harmony. Francisco Umbral writes in Las ninfas: “So much loneliness inclines me to abandon myself in the wind”. We felt in happy company and also took shelter in the winds, which greeted us in the friendly, boundless sea.
Those stout people from the North love their climate and their winds. When I was there, in summer, and came a somewhat cold wind, which surprised me a little, my companions were happy and told me, smiling: Frische Luft, eh, Frank, schöne Luft! (Fresh air, eh, Frank, beautiful air!). For them it is like that. I also finally came to like it. Am I going to discuss winds, their legends and stories? The Arab pilots, in the times of the caliphate of Baghdad, believed that by means of hidden magic certain winds could be tamed to always have them abaft, to arrive at the places where the heart demands you to go. There are no winds like that, so constant and docile. Life consists in taking advantage of them when they blow in favor and avoid them when they are contrary.
People of the world are very different and by recognizing it —but really, without restrictions— we win a lot. I see myself in those summers of North Germany, in a beautiful beach of fine and white sand, with a fresh and clean air, that can be invigorating and pleasant, but that makes bath impossible for a majority and forces to hide in the Strandkörbe, those huge baskets, authentic shelters. Some of my German friends confess to me, in the most sincere and friendly way, that they could not live in a country with a climate like ours. In fact, they usually spend their summer vacations in latitudes even further north, in Norway, towards the Arctic Circle, etc. On the other hand, it is true, others buy their houses in Mallorca or the Spanish Levante and adore the Sun. The world is diverse and anyone loves what he wants or what he can.
It is clear, reader, that I like Germany and its people. I will bring here, as an exordium, some words that should make many think, among them the Catalan separatists, and thus I begin to unveil the recent event that I mentioned at the beginning of this post and of which I said that I would speak in due time. The quote is from Tzvetan Tódorov, a linguist and Bulgarian-French literary critic, who died a short time ago: “The man who finds his country sweet is nothing more than a tender debutante; the one for whom each floor is like his own is already worthy of consideration; but only he for whom the whole world is like a foreign country is perfect”.
I have it very clear that I belong, at least, to the second category. I feel the German land as my own. This breadth of horizons is not reduced only to Germany, something similar happens to me with other countries and cities in which I lived: New York, Bologna, Lausanne, etc. The memories of these places —of my youth spent there too, but that is another story—, always haunt me and still help me to be content. The third category, defined more ethereally in the last sentence, the most beautiful and literary of the quotation, is less strictly logical, more vague. What is really meant? Literature is just that: the vagueness, the insinuation, the mystery... Well, I also sometimes feel like a foreigner in this world of ours, so you know it.
Returning to my story, the recent event I mentioned at the beginning is none other than the detention on German soil of the former Catalan president Carles Puigdemont, imprisoned in Neumünster, in the Land of Schleswig-Holstein, not far from the free Hanseatic city of Hamburg. He is there awaiting the decision that the Land authorities adopt on the international arrest warrant issued by the Spanish justice system.
 I know that area well and I already said that I have a high regard for the people who live there. They seem serious, noble, honest, reliable and, as one would say in German, nette Leute. Curiously, the opinion that was held of Catalans in my youth was somehow similar, although it has changed enough in the latter decades. All this makes me think about the matter and try to give some advice to the illustrious prisoner.
My advice for him would be to impartially observe his fellow inmates in the prison. He should for some time not to pay attention to his lawyers or the people of Catalonia who may visit him or write to him in these days of imprisonment. I am sure, Mr. Puigdemont, that despite being confined in a penitentiary, you will find there those quiet, solid and reasonable people I speak of. Surely they will be more exemplary and judicious than those who cheer you in your native country and urge you to continue committing crimes. And that your prestigious lawyers, who fight eagerly, spurred by fabulous profits, to obtain your impunity in front of your crimes.
I am happy to know, Mr Puigdemont, that you consider good people your fellow prisoners in Germany, as you recently stated. In that we can agree. In what follows it is not likely, because I sincerely believe that they are more prudent and better people than you. Look at them and, if you can understand each other, speak to them and tell them what you intend and how you intend to do it, tell them the truth of what you have done so far. Tell them the story of the past thirty years, especially the last few months, the times you have ignored court warnings, the times you have broken the law, the various crimes you have committed. With simple words, without half-truths, without hiding anything. They will listen to you politely and will know how to form an opinion. That is the only international acquiescence that you should look for.
Mr. Puigdemont, you and your followers have become a bad example for everyone. Your well-organized and orchestrated campaigns may find an echo in small sectors of population of some country and in radical groups, fundamentally dedicated to creating any of the infinite variants of chaos. In any meeting of people like the ones I have known in the region of Germany where you are —and whom you can approach now if you continue some time in jail—, they will not arouse any enthusiasm or understanding. Because these people are, in general, compliant, lovers of order and law, not fond of excesses and with a noble and just sense of social coexistence, of life in common.
Molt Honorable Carles Puigdemont, I sincerely believe that in the prison in Neumünster there will be people much more honorable than you, even if they have also made mistakes. Nobody will have committed the very serious fault that you have committed: to break a country, to divide it perhaps already without a possible solution, to face one half of its inhabitants against the other half. All that, after years of dirty, dishonest, unfair play, adorned, in addition, with an infinite arrogance, fatuity and a stubbornness worthy of a better cause. Talk to your fellow prisoners, try to acquire that respect for the law and order that they most certainly still retain. And try, when you can, the Kieler Sprotten, those delicious little fish (sprats) smoked from the region.
On the verge of publishing this second part of my entry, the news comes, Mr. Puigdemont, of your release, what unfortunately deprives you of the detoxification cure to which I am referring. Do not get too puffed up, or throw bells on the fly. Already in our Spanish Golden Age it was said that “doblones doblan leyes” (money bends laws). I do not allude to any suspicion of prevarication, but to the mere effect of having a legion of flexible, understanding, tolerant and seasoned lawyers, masters of legal prestidigitation, some of them with a penalty of years of imprisonment in their history. In spite of everything, they cannot stifle the feeling of true justice, which I am sure beats in the hearts of the good people of Schleswig-Holstein and other places of the world; that justice without futile “considerations, exemptions, attenuations, etc.”, that springs natural, pure and accurate from the deep foundations of human beings.
Thus, it turned out that there was no violence, none of the infinite variants of it. Neither more or less innocent preparation for violence, nor possibility of violence. And nothing illegal was done. My eyes saw and my ears heard how a republic was proclaimed in part of my Spanish land and a crowd was inflamed by the event, although disappointed shortly after. Nothing of that existed, everything was a fallacious reverie of my mind, a collective hallucination, anchored in pure symbolism. There were no transition laws, nor lists of citizens to implement fiscal taxes to the new country. Neither festive and ostentatious acts, which were sad and like doomsday for those who did not share the same feelings. They derogated the Spanish Constitution and the Catalan Statute, voted laws without qualified majority, ignoring half of the members of Parliament, deprived of their legitimate faculties. They systematically violated the law to impose, with the strength of the people in the street and no reason, a unilateral secession imposed by way of the fait accompli. And in spite of everything, they talked about a ‘government coup d’état’, referring to Madrid’s government. One of the most popular quotes —absolutely apocryphal because it is not, nor is there anything like this, in Don Quixote— says: Cosas veredes, Sancho, que farán fablar las piedras (You will see things, Sancho, that will make stones to speak). This has been the case here, in its most absolute nudity. Unfortunately, the stones rarely speak, and when they do, nobody pays too much attention. That is how the world goes.

7 de abril de 2018

Carles Puigdemont en Schleswig-Holstein (II, final)

En mis primeros veranos allí, eran muy populares los llamados Butterfahrten, ‘viajes de la mantequilla’, que terminaron en el 1999. Eran excursiones de unas cuatro o cinco horas en barco, que se podían decidir e iniciar en cuanto el tiempo se presentara propicio y el cuerpo te pidiera respirar más de cerca los vientos mareros. Tenían un coste casi simbólico, medio marco alemán (0,25 de los actuales euros), y muchos de sus pasajeros eran jubilados, sin prisas, sin premuras de tiempo. Se navegaba hasta pasar las aguas jurisdiccionales alemanas, su límite en el mar. Entonces se podían comprar en la tienda del buque productos, como alcohol, perfumes, tabaco, sobre todo mantequilla, exentos de impuestos. El viaje era una delicia con las gaviotas constantemente sobre nuestras cabezas, casi amenazadoras, atentas a la comida que podía caer o ser arrojada junto al barco. Gentes —muchas se conocían por su frecuente coincidencia en el viaje— charlando, comiendo, bromeando, sin jamás una discusión o una trifulca; gente mayor, gente educada, gente legal, que alguien diría ahora.
Y los gentiles vientos acariciándonos. Eran vientos refrescantes y amables, como aquellos que algunos pilotos arábigos guardaban en tubos de plata y los abrían cuando, ya mayores y retirados forzosos del navegar, tenían añoranza de la mar. Vientos buenos y venturosos. ¿Cómo se sabe que el viento que nos llega es bueno, es venturoso? Lector, el corazón lo sabe; cuando nos alegra y nos invita a señorear el mundo y amarlo, ese viento es bueno y sólo debes preocuparte de que no sea malo para nadie. En el libro cuarto de Gargantúa y Pantagruel, se menciona la Isla del Viento, en la que viven gentes que ni comen ni beben y se alimentan del viento. Se agrupan en torno a las veletas y lo respiran allí. Nosotros lo respirábamos en nuestro viaje en paz y concordia. Francisco Umbral escribe en Las ninfas: “Tanta soledad me inclina a abandonarme en el viento”. Nosotros nos sentíamos en alegre compañía y también nos amparábamos en los vientos, que nos saludaban en el mar amigo, inabarcable.
Esas recias gentes del norte aman su clima y sus vientos. Cuando estaba allí, en verano, y se levantaba un viento algo frío, que a mí me extrañaba en pleno estío, mis compañeros se animaban y me decían, sonriendo: ¡Frische Luft, eh, Frank, schöne Luft! (¡aire fresco, eh, Frank, hermoso aire!). Para ellos es así. A mí llegó también a gustarme. Además, ¿me voy a poner a discutir de vientos, de sus leyendas e historias? Los pilotos árabes, en los tiempos del califato de Bagdad, creían que mediante magias ocultas se podía emparentar con un viento determinado y tenerlo siempre de popa, para llegar a donde el corazón mandara. No hay vientos así, tan constantes y dóciles. La vida consiste en aprovecharlos cuando soplan a favor y bolinear, cuando son contrarios.
Las gentes del mundo son muy distintas y al reconocerlo —pero de verdad, sin restricciones—, llevamos mucho ganado. Me veo en esos veranos del Norte alemán, en una bella playa de arena fina y blanca, con un aire fresco y limpio, que puede ser vigorizante y agradable, pero que imposibilita el baño para una mayoría y obliga a cobijarse en las Strandkörbe, esas cestas enormes, auténticos refugios. Algunos de mis amigos alemanes me confiesan, de la manera más sincera y amistosa, que no podrían vivir en un país con un clima como el nuestro. De hecho, suelen pasar sus vacaciones en latitudes aún más al Norte, en Noruega, hacia el Círculo Polar Ártico, etc. En cambio, otros compran sus casas en Mallorca o Levante y adoran al Sol. El mundo es diverso y cada uno ama lo que quiere o lo que puede.
Está claro, lector, que a mí me gustan Alemania y sus gentes. Traeré aquí, como exordio, unas palabras que deberían hacer pensar a muchos, entre ellos a los separatistas catalanes, y empiezo ya a desvelar el reciente suceso que mencioné al principio de esta entrada y del que dije que hablaría a su tiempo. La cita es de Tzvetan Tódorov, un lingüista y crítico literario búlgaro-francés, que murió hace poco tiempo: “El hombre que encuentra dulce a su patria no es más que un tierno debutante; aquel para quien cada suelo es como el suyo propio ya es digno de consideración; pero sólo es perfecto aquel para quien el mundo entero es como un país extranjero”.
Tengo muy claro que pertenezco, al menos, a la segunda categoría. Siento la tierra alemana como propia. Esta amplitud de horizontes no se reduce sólo a Alemania, algo parecido me sucede con otros países y ciudades en las que viví: Nueva York, Bolonia, Lausanne, etc. Los recuerdos de estos lugares —también de mi juventud gastada allí, pero esa es otra historia—, me rondan siempre y aún me ayudan a ser feliz. La tercera categoría, definida más etéreamente en la última frase, la más bella y literaria de la cita, es menos estrictamente lógica, más inconcreta. ¿Qué se quiere decir realmente? La literatura es eso: la vaguedad, la insinuación, el misterio… Pues también alguna vez me siento extranjero en este mundo nuestro, para que lo sepáis.
Volviendo a mi relato, el suceso reciente que mencioné al principio no es otro que la detención en suelo alemán del ex-presidente catalán Carles Puigdemont, preso en una cárcel de Neumünster, del Land de Schleswig-Holstein, no lejos de la ciudad libre hanseática de Hamburgo. Está allí en espera de la decisión que las autoridades del Land adopten sobre la orden de detención internacional cursada por la justicia española.
 Conozco bien esa zona y ya dije que tengo una alta consideración por la gente que la habita. Me parecen serios, nobles, honrados, fiables y, como se diría en alemán, nette Leute. Curiosamente, la opinión que se tenía de los catalanes en mi juventud era algo parecida, aunque luego haya cambiado bastante en las últimas décadas. Todo esto me hace pensar en el asunto y tratar de dar algún consejo al ilustre prisionero.
Mi consejo sería que observara imparcialmente a sus compañeros de cárcel. Que dejara por algún tiempo de prestar atención a sus abogados o a las gentes de Cataluña que puedan visitarlo o escribirle en estos días de reclusión. Estoy seguro de que, a pesar de estar confinado en un centro penitenciario, encontrará allí esas gentes tranquilas y razonables de que hablo. Seguramente serán más ejemplares  y juiciosos que los que le vitorean y animan en su país natal y le apremian para que siga delinquiendo. Y que sus prestigiosos abogados, que luchan afanosamente, espoleados por ganancias fabulosas, para conseguir su impunidad frente a sus delitos.
Me alegra saber, señor Puigdemont, que usted mismo considera buena gente a sus compañeros de cárcel en Alemania, como ha declarado recientemente. En eso podemos estar de acuerdo. En lo que sigue es más probable que no, porque yo creo sinceramente que son gente más prudente y mejor que usted. Fíjese en ellos y, si pueden entenderse, hábleles y dígales lo que pretende y cómo pretende hacerlo, dígales la verdad de lo que ha hecho hasta ahora. Cuénteles la historia de los últimos treinta años, especialmente de los últimos meses, las veces que ha ignorado los apercibimientos de tribunales, la veces que ha infringido la ley, los diversos delitos que ha cometido. Con palabras sencillas, sin medias verdades, sin ocultar nada. Ellos le escucharán educadamente y sabrán formarse una opinión. Esa es la única aquiescencia internacional que debe contar y que usted debe buscar.
Señor Puigdemont, usted y sus seguidores se han convertido en un mal ejemplo para todo el mundo. Sus bien organizadas y orquestadas campañas, quizá encuentren eco en pequeños sectores de población de algún país y en grupos radicales, dedicados fundamentalmente a instaurar alguna de las infinitas variantes del caos. En cualquier reunión de gentes como las que yo he conocido en esa  región de Alemania en que se encuentra —y a las que usted podrá acercarse ahora si continúa algún tiempo en la cárcel—, no suscitarán ningún tipo de entusiasmo o comprensión. Porque esas gentes son, en general, cumplidoras, amantes del orden y la ley, poco amigas de excesos y con un sentido noble y justo de la convivencia social, de la vida en común.
Molt honorable Carles Puigdemont, creo sinceramente que en esa cárcel de Neumünster habrá gente mucho más honorable que usted, aunque hayan cometido también errores. Nadie habrá cometido la gravísima falta que usted ha cometido: quebrar un país, dividirlo quizá ya sin posible arreglo, enfrentar una mitad de sus habitantes contra la otra mitad. Todo eso, tras años de juego sucio, deshonesto, injusto, adornado, además, con una soberbia infinita y una tozudez digna de mejor causa. Hable con sus compañeros de prisión, trate de adquirir ese respeto por la ley y el orden que con toda seguridad todavía retienen. Y pruebe usted, cuando pueda, los Kieler Sprotten, esos deliciosos pequeños peces (espadines, en español) ahumados de la región.
A punto de publicar esta segunda parte de mi entrada, llega la noticia, señor Puigdemont, de su excarcelación y por desgracia le priva de la cura de desintoxicación a la que me estoy refiriendo. No se envanezca demasiado, ni lance campanas al vuelo. Ya en nuestro Siglo de Oro se decía que “doblones doblan leyes”. No aludo con esto a ninguna sospecha de prevaricación, sino al mero efecto de contar con una legión de abogados flexibles, comprensivos, tolerantes y curtidos, maestros en la prestidigitación legal, alguno de ellos con pena de años de cárcel en su historial. A pesar de todo, no podrán ahogar el sentimiento de la verdadera justicia, que estoy seguro late en las buenas gentes de Schleswig-Holstein y en tantos otros sitios del mundo; esa justicia sin considerandos, atenuantes y eximentes, etc., que brota natural, pura y certera del corazón de los seres humanos.
Ha resultado, pues, que no hubo violencia, ninguna de las infinitas variantes de la misma. Ni preparación de violencia más o menos inocente, ni posibilidad de violencia. Y no se hizo nada ilegal. Mis ojos vieron y mis oídos oyeron cómo se proclamaba una república en suelo español y una multitud se enardecía por el acontecimiento, aunque se desilusionaba poco después. Nada de eso existió, todo fue una ensoñación falaz del entendimiento, una alucinación colectiva, anclada en el simbolismo. Tampoco hubo leyes de transición, ni listas de ciudadanos para implementar deberes fiscales. Ni actos festivos y ostentosos, que eran tristes y agoreros para los que no pensaban igual.
      Derogaron la Constitución y el Estatut, votaron leyes sin mayoría cualificada, ignorando una mitad del Parlament, privada de sus legítimas facultades. Violaron la ley de forma sistemática para imponer, con la fuerza de la calle y la sinrazón, una secesión unilateral impuesta por la vía de los hechos consumados. Y a pesar de todo, hablaron de golpe de estado del Gobierno. Una de las citas más populares —absolutamente apócrifa porque no está, ni hay nada parecido, en el Quijote— dice: Cosas veredes, Sancho, que farán fablar las piedras. Este ha sido el caso aquí, en su más absoluta desnudez. Desgraciadamente, las piedras rara vez hablan, y cuando lo hacen, nadie les presta demasiada atención. Así nos va.

3 de abril de 2018

Carles Puigdemont en Schleswig-Holstein (I)


Ya dije que este blog, escrito con la innegable vocación de ser publicado como libro, quedó prácticamente clausurado por su crecimiento excesivo. Sólo escribiré nuevas entradas en circunstancias muy concretas. A cambio, podrán tener una extensión, en términos periodísticos, más de artículo que de columna. En algún caso, como este mismo, lo fraccionaré en dos entradas, algo diferentes en su carácter, más general y descriptivo el de la primera.

Un reciente suceso, la detención del ex-presidente catalán Carles Puigdemont, del que hablaré a su tiempo, en el estado de Schleswig-Holstein, en el extremo Norte de Alemania, junto a la frontera con Dinamarca, me ha hecho recordar esa parte de tierra alemana —de tierra y mar debería decir— que me es especialmente querida y que quizá conozco mejor que el resto del país, por el que profeso, en conjunto y por muchas razones, un invencible afecto. Gocé muchas veces de sus hermosos paisajes y de la alegría y urbanidad de sus gentes. Lo de que los alemanes no hacen mucho ruido cuando se reúnen es una de las ideas falsas que los diversos pueblos tienen unos de otros. En España, eso sí, hablamos todos a la vez y allí lo hacen más ordenadamente, casi siempre de uno en uno. Aunque luego las risotadas, las muestras de aprobación o desaprobación, las bromas y las canciones sean igual de ruidosas o más que en España.
Ese maridaje de tierra y mar se encarna bien en Schleswig-Holstein, Land alemán que visité muchas veces, casi siempre en verano, en días interminables e inolvidables, coincidiendo a menudo, en la última semana de junio, con la Kieler Woche, una fiesta anual famosa en todo el mundo, durante la cual miles de veleros de muy distintos países participan en regatas, pruebas y concursos de diversa índole en el fiordo de Kiel, la capital del territorio, a unos cien kilómetros de Hamburgo.
En esta última ciudad, impensable sin su puerto, su río Elba y su vocación comercial y marinera, se celebra también en verano otro happening, el Kreuzfahrt Festival Hamburg, en el que al menos siete grandes líneas de crucero llegan a la ciudad en las mismas fechas. La fiesta tiene lugar en el inmenso puerto, por la noche, entre decenas de fuegos artificiales y con sabios juegos de luz, dirigidos por renombrados diseñadores de iluminación (lighting designers, lichtkünstler), empleando focos y otros artificios lumínicos, que llenan y barren el área total en que se desarrolla el evento.
El espectáculo es inolvidable. Edificios y barcos envueltos en luz, con masas desbordantes de gentes emocionadas y alegres dispersas por todas partes, en los embarcaderos, en las terrazas al aire libre, en las cubiertas de los innumerables buques de todos los tipos y tamaños, con sus melancólicas sirenas estremeciendo el aire y como llamando insistentemente a gozar del momento y de la oportunidad única, incendiando los corazones en la tibia noche del verano nórdico, tan efímero. Queriendo aprisionar la fugaz belleza del instante, que no volverá hasta pasados otros dos años o hasta quién sabe cuándo. Con la necesidad y la urgencia de apresurarse para apurar el buen tiempo, los bellos atardeceres del estío, eternos en esas latitudes. Unidos todos en la inocente observancia del Carpe diem latino; siguiendo sin saberlo los ancestrales y felices ritos dionisiacos, que subyacen en todas las culturas. Intentado fijar para siempre el ambiente feérico del momento para poder recordarlo después.
Aconteceres así engendran inevitablemente la nostalgia, la fatal sensación de que todo termina demasiado pronto, la constatación de que la felicidad ocupa sólo una parte reducida de nuestras vidas. En una crónica del evento, de 2014, se habla de seiscientas mil almas de todo el mundo, asomadas atónitas e incrédulas al Elba, transformado por arte de magia en un enorme, bello y fugitivo escenario. Festivales análogos hay en otros países. Quizá en los del norte de Europa, con veranos limitados que huyen veloces, las gentes tienden a aprovecharlos con mayor vehemencia, con ansias más apremiantes. Es hermoso verles tan decididos a no dejar escapar la esquiva felicidad.
Son países de tierra y mar, dije. La vida en tierra no se concibe sin las referencias al mar y muchas canciones locales nos hablan de él. Una de las más populares, Wo die Nordseewellen, está cantada en plattdeutsch, en bajo alemán, el que se habla todavía en áreas rurales de la zona. ¿Es muy diferente del alto alemán? Si se ve escrito, no demasiado, pero hablado, se complica mucho el asunto. Voy a Wikipedia y tomo un párrafo, que mutilo: “En el término bajo alemán están los grupos bajo fráncico (en el oeste) y bajo sajón (en el este). El grupo bajo fráncico comprende el holandés, flamenco occidental, brabantés/flamenco oriental, kleverlandés, groningués, zelandés, limburgués, afrikáans… El plattdeutsch comprende aquellos dialectos bajo sajones y bajo fráncicos que son usados dentro de Alemania…”. ¿Puede alguien no experto tener siquiera una idea del tema? Wikipedia sirve, al menos, para que los tontos atrevidos, que creen que el mundo es sencillo y bastan cuatro ideas para entenderlo, se paren un poco y mediten. Con tantas lenguas y dialectos distintos, ¿se puede esgrimir alguna como argumento para justificar una disgregación o separación? Se podría no acabar nunca y atomizar cualquier comunidad, por antigua que sea su trabazón, su nacimiento, su historia.
No puedo hablar con autoridad sobre los gustos musicales de los alemanes. Pero sí he podido apreciar que tienen éxito en ese país las canciones suaves, a veces melancólicas o tristes. Yo creo que el pueblo alemán, con las salvedades inherentes a toda generalización, es serio, honesto y romántico. Como una de mis metas es divulgar realidades que he tenido la fortuna de conocer, me referiré a algunas canciones típicas o populares alemanas, que mis lectores hasta podrán escuchar con los vínculos que muestro; quizá para algunos sean nuevas. De la Alemania del Norte, para ser más precisos, de la Alemania marinera, volcada al mar desde siglos.
Una de ellas es la ya mencionada Wo die Nordseewellen. Doy el vínculo para Youtube y traduzco, abreviadas, palabras del inicio: https://youtu.be/oBM_2GsWsKUDonde las olas del mar del Norte bañan la playa, / donde las flores amarillas florecen en la verde tierra, /donde las gaviotas chillan en la tormenta. / Ese es mi hogar (Heimat es la palabra utilizada), allí me siento en mi casa.
El hogar se tiene en muy distintos sitios y puede estar por tanto en el mar. Heimat, la palabra alemana en esta canción, designa el terruño, la tierra chica, la patria, en un sentido entrañable y profundo. El mundo está lleno de patrias así, íntimas, acogedoras, espacios pequeños y concretos, anclados en un tiempo pretérito que es muchas veces el de la infancia. Hay tanta belleza en nuestro mundo que a todos nos tocó algo y siempre he pensado que los cantos excesivos y exclusivos a las patrias son injustificados y vacuos. Los nacionalismos exacerbados son perversos. Cuando me topo con uno de estos nacionalistas a ultranza, me dan ganas de echarme a reír. Luego me dan ganas de echarme a llorar. Al final, me dan ganas de echar a correr. No porque sean peligrosos, aunque puedan llegar a serlo —lo han sido, infinitamente, a lo largo de la historia—, sino porque les temo. Les temo porque me aburren, aburren a las ovejas.
Otra canción es la de Seemann, deine Heimat ist das Meer (Marinero, tu hogar es el mar) y fue compuesta por Werner Scharfenberger. El vínculo es http://youtu.be/B-SVP6i9tbk. Traduzco el principio: Marinero, deja tus sueños, / no pienses en tu casa. / Marinero, el viento y las olas / te llaman para sí. / Tu hogar es el mar, / tus amigas son las estrellas. / Tu amor es tu barco, / tu nostalgia es la distancia. / Sólo a ellos has de ser fiel / tu vida entera.
Otra canción, muy triste y que no procede del ámbito regional al que me estoy ciñendo, es Abba Heidschi Bumbaidschi (el título lo he visto escrito de diversas maneras). Se trata de una muy vieja canción de origen austro-alemán, que quizá se remonta hasta el siglo XV, con un texto que habla de una madre que muere y deja solo a su hijo. Fue al principio una canción de cuna, pero se ha ido convirtiendo en una tema navideño, sin que las palabras hayan cambiado. El título es intraducible y el vínculo, para la versión de Plácido Domingo es https://youtu.be/80n6JTscWBU. Ofrezco en español las palabras iniciales, muy sencillas: Abba Heidschi Bumbaidschi, duerme tranquilo, / tu madre se ha ido / y estará fuera / por mucho tiempo.
Estos alemanes de Schleswig-Holstein, de los que estoy hablando ahora, son gente seria y sin embargo cálida, transparentan honradez, mesura, consideración por la ley, las instituciones y las fuerzas del orden. No es miedo, lo sé muy bien, es respeto, como si comprendieran sin esfuerzo que su labor es necesaria e importante para cualquier sociedad. Como muestra contaré brevemente un suceso, que ocurrió estando yo allí. Una señora bastante mayor cayó en su casa y se rompió el hueso del codo, el olécranon, una parte del cúbito. Sólo explorando ligeramente la lesión se podía oír el crepitar de la fractura. Casi enfrente de la casa había una clínica traumatológica y quise llevarla allí, aunque no había ninguna urgencia. Fue imposible, porque la señora argumentó que debía ir antes a su médico de cabecera, que vivía también muy cerca, para que expidiera la pertinente petición al especialista.
Quizá estos alemanes son incluso algo distintos a los del Sur del País. Ellos mismos bromean sobre estos últimos y los consideran gentes menos formales, de más errático comportamiento. En el norte, por ejemplo, no es habitual que en los restaurantes y cervecerías se comparta mesa con desconocidos, lo que, en cambio, es muy corriente y casi obligado en Baviera. Es un detalle sin importancia. En Schleswig-Holstein, conocí gentes de muy diversa condición, desde profesores universitarios hasta menestrales de variados oficios. Jamás tuve ningún problema con estas personas de gustos sencillos y poco sofisticados, que se divierten de manera tranquila y plácida.
(continuará)