12 de diciembre de 2014

La impotencia del poder (fin)


Palabras clave (key words): coronación, Carlos V, Bolonia, Papa Clemente VII

Lorenzo de Médici, el emperador Federico II Hohenstaufen, el dominico Savonarola, pudieron comprobar que el poder nunca es absoluto, siempre es inestable, evanescente. Ni los emperadores, ni los Papas acaban de dominarlo, de poseerlo enteramente. En una ensoñación mía —en un relato, La Fortuna y el Tiempo— sobre la coronación del emperador Carlos V en Bolonia, lo contaba yo así. Lector, te ofrezco un fragmento; es un día de febrero del año 1530:

Cruzan de cuando en cuando raudas bandadas de pájaros. Tiemblan las veletas con el vientecillo delgado de la campiña romañola. Voltean las campanas enloquecidas, heridas por los rayos del sol y desangrándose en fulgores bermejos. Desde el palacio en el que reside Carlos V hasta la iglesia de San Petronio, lugar en donde tendrá lugar la  coronación, se ha construido un pasadizo abierto, que atraviesa toda la plaza y por el que se puede llegar al interior del templo. El laurel abraza los escudos imperiales y papales; banderas y oriflamas se agitan al viento; el estrépito es ensordecedor. Se oyen sin cesar gritos de ¡Imperio, imperio! ¡Libertad, libertad!

Ya sale el séquito de la iglesia. Los primeros son los familiares de los cardenales y de los príncipes. Siguen después los regidores de la ciudad, los rectores de las Universidades, los doctores de los Colegios, en lugar muy destacado los españoles del Colegio de San Clemente. Después los clérigos, los acólitos con hachones de cera encendidos, los príncipes, duques, marqueses, condes. Los cardenales, de dos en dos. Nacen luceros fugaces en las armaduras de los caballeros. Se oye el roce cortesano de las sedas y los tafetanes, de los brocados, de los terciopelos, de los nobles tejidos de oro y de plata. Cruzan la puerta del templo el marqués de Monferrato, el duque de Urbino, el duque de Baviera y el duque de Saboya, que llevan, en ese orden, acompañados cada uno de quince criados, los signos de la majestad imperial: el cetro, la espada, el orbe y la corona.

De la iglesia sale, por fin, el emperador y, tras él, el papa, que le había traicionado primero y coronado después. Se prepara un palio para cubrirlos. Siguen detrás los embajadores, los obispos, los altos prelados. Desfila pesadamente el cortejo bajo los arcos triunfales recubiertos de hiedra y de flores, entre el ruido trepidante de los tambores y timbales. Va precedido por los toques marciales de las trompetas incansables, quebrantadas por la furia de las bocas febriles. El sol golpea e incendia los vitrales enmarcados en plomo.

Todo el poder y la gloria reventando en una plaza rebosante de hombres y mujeres, que apuran anhelantes la visión fugaz e imperecedera. Todo el poder y la gloria del mundo y de los cielos. En la enorme ciudad, quizá sólo dos personas son realmente conscientes de la última banalidad del espectáculo: el papa y, sobre todo, el propio emperador, que ha sabido ya muchas veces de la impotencia de su poder.

Sí, exactamente: de la impotencia de su poder.

11 de diciembre de 2014

La impotencia del poder (II)


Palabras clave (key words): poder, Savonarola,  Federico II Hohenstaufen, muerte

El de Lorenzo era sólo un poder terrenal frente a otro infinitamente más fuerte, tocado de eternidad, el de Savonarola, que lo maldijo en vez de absolverlo y lo dejó inconfeso en los mismos umbrales de la muerte. Sin el consuelo del perdón, justamente cuando le llegaba la hora de dar cuenta de todos los actos de su vida, incluida la masacre de Volterra, ante el severo tribunal de Dios.

Poder terrible, el de Savonarola, que no le sirvió a él tampoco cuando, seis años más tarde, fue hecho prisionero por orden del Papa, declarado hereje y condenado a morir. Savonarola se había amparado en el poder de Carlos VIII de Francia; poder que se esfumó, en un momento, cuando el rey murió, con sólo veintisiete años, tras un accidente en un partido de pelota. El ejército del Papa Alejandro VI entró en Florencia y el monje hubo de esconderse en el convento de San Marcos. Lo hicieron prisionero y lo torturaron durante cuarenta y dos días, hasta que firmó una confesión de la que se arrepintió enseguida. El veintitrés de mayo en la Piazza della Signoria, fue estrangulado por garrote vil y luego llevado a la hoguera, en la que, según testigos, tardó en quemarse varias horas y se le sacó y devolvió al  fuego varias veces hasta convertirlo en cenizas, que fueron arrojadas al río Arno. Ese fue el fin del poderoso dominico.

¡Ah, los Papas, el terrible poder de los Papas! Sobre todo esto meditaba yo el otro día, cuando recordé el libro del senador Fulbright, La arrogancia del poder, y me perdí por esos caminos. Pero ya conté hoy las pesadillas que asediaron a Lorenzo en su muerte. Para comprobar, una vez más, que nada hay más inestable y engañoso que el poder; ni siquiera el amor, ese brillante fuego de artificio creado por la Naturaleza para asegurar la perpetuación de los humanos. Hace tiempo que descubrí esa característica del poder y lo plasmé en un relato histórico, La Fortuna y el Tiempo.

Otro grande del mundo, Federico II de Hohenstaufen (1194-1250), al que se llamó stupor mundi (pasmo del mundo), rey de Sicilia, Chipre, Jerusalén y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, se quejaba de ese poder de los pontífices, contra el que batalló toda su vida. Por su atuendo y costumbres parecía uno de los sultanes de Oriente a los que había conocido y tratado durante su participación en la sexta cruzada. Refiriéndose a ellos decía, cargado de ironía: “¡Que felices son por no tener delante a ningún Papa!”. Federico II murió en Castel Fiorentino, el trece de diciembre de 1250, en su cama, vestido con el hábito cisterciense. No tomó parte en la última campaña contra Inocencio IV, porque probablemente estaba ya cansado de batallar, de intrigar, de tratar de convencer, de pactar, de amenazar, de castigar. Estaba cansado de vivir y decidió refugiarse en esa paz que trae siempre la Muerte.

Era inteligente, culto, soñador y escéptico; hablaba nueve lenguas y era capaz de escribir en siete. Tenía sólidos conocimientos de astronomía, medicina, matemáticas y filosofía. Seguramente compartiría el espíritu del epitafio en versos latinos que un famoso escritor francés, hacia el fin del siglo XIX, pudo ver en Brindisi, la ciudad portuaria situada en el extremo final de la Vía Apia. Estaba inscrito en la tumba de un navegante y decía: “Caminante, detente. He recorrido muchas veces los mares con las velas al viento, he pisado tierras desconocidas y aquí he llegado a mi fin. Ahora no temo ni los vientos, ni las tormentas, ni el mar cruel, ni los piratas. A ti, oh, Muerte, que me has liberado de mis preocupaciones, te saludo, Diosa bienhechora”.

(continuará)

10 de diciembre de 2014

La impotencia del poder (I)


Palabras clave (key words): Lorenzo de Médici, muerte, absolución, Savonarola

Prometí hablar de la muerte de Lorenzo de Médici, el Magnífico, cuya vida coincide con el esplendor máximo de la república florentina. No mencionaré ahora su importante mecenazgo en todas las artes, su contribución al inicio del Renacimiento italiano y su difusión a otros países europeos. Como político, trató en muchas ocasiones de ser conciliador y buscar la paz. No era un personaje sediento de sangre, pero la situación de Florencia era tan convulsa que hubo de permanecer constantemente a la defensiva y recurrir a la guerra en ciertos casos.

Uno de ellos fue contra la vecina ciudad de Volterra. Al hacerse inevitable el enfrentamiento, Lorenzo contrató los servicios del condottiere Federico da Montefeltro, duque de Urbino, que unió sus tropas a las florentinas y a otras milanesas. Cuando la ciudad se vio definitivamente perdida, aceptó la rendición, el dieciséis de junio de 1472, con garantías explícitas de Lorenzo, asegurando la paz sin castigo o venganza. Sin embargo, dos días más tarde la tropas del Montefeltro entraron y masacraron un gran número de ciudadanos. Eran actos corrientes en la época, pero el saqueo de Volterra fue, según todos los indicios, especialmente cruel y despiadado.

Se cargó la culpa sobre el duque de Urbino, los mercenarios milaneses y hasta sobre los mismos volterranos, que, para algunos, habrían roto la tregua y atacado primero. Sin embargo, la mayoría culpó, quizá con toda razón, a Lorenzo, que había urgido a terminar la lucha “con menos interés en la seguridad de la ciudad que en ganar la guerra del modo que fuera, [...] para hacer entender a los volterranos su error al no haber tenido miedo al saqueo”. Montefeltro se excusó diciendo que no pudo controlar a los soldados, no todos suyos. Pero no se compadece esta afirmación con el hecho probado de que decretara que el saqueo no debería durar más de doce horas. ¡Cuánto horror, destrucción y muerte se puede producir en doce horas! Cuando Lorenzo conoció la noticia, se entristeció y dijo: “No hablemos más de eso y tratemos de olvidarlo lo antes posible”.

No lo olvidó tan rápidamente; no siempre es fácil olvidar. Cuando Lorenzo moría en su espléndida villa de Careggi, en las afueras de Florencia, viendo desde su ventana el bellísimo jardín, plantado de cedros siempre verdes y rosales siempre en flor, los recuerdos lo asaeteaban sin piedad y las crueldades de su poder le hacían temblar en el momento de entregar el alma. Llegó a pensar que la absolución que ya le habian dispensado los prelados amigos podría haber sido dictada sólo por el respeto o el miedo y por lo tanto inválida. Pidió entonces la absolución a alguien infinitamente alejado de él, a un monje dominico, implacable enemigo de su familia, Girolamo Savonarola. Este, que había empezado a estudiar Médicina, pero abandonó los estudios para dedicarse a la teología, fustigaba constantemente la vida y costumbres de la nobleza y el clero y llegaba a congregar en sus misas hasta quince mil fieles. Lorenzo le hizo venir y le pidió el perdón de sus pecados, la absolución total y definitiva. Savonarola no accedió a perdonarle tres pecados, uno de los cuales fue el saqueo de Volterra.

¡Qué membranzas debieron de agolparse en la mente de Lorenzo, enfebrecida por la agonía y asustada por la incansable ronda de la Muerte! ¡Cómo el pánico ante la condenación eterna debió de instalarse en su alma, ya sin arreglo posible! ¿En qué había quedado el poder del que disfrutó ávidamente en su vida? ¿Qué poder era ese que se desvanecía cuando más lo necesitaba? Un poder sin raíz, sin consistencia, expuesto a los vaivenes y caprichos de la fortuna, aniquilado por la certeza e inmediatez del castigo.

(continuará)