14 de octubre de 2015

Tricentésima entrada de mi blog


Palabras clave (key words): El laberinto de la Fortuna, Juan de Mena, Bomarzo.

Esta es la entrada tricentésima, la número trescientos, del blog y quizá es un buen momento para algún cambio en su concepción y estructura, hacer un alto y serenarse. Ya una vez quise cambiarlo y prometí entradas más cortas y espaciadas. Las hice menos frecuentes, pero en reducir su extensión fallé clamorosamente. En mi defensa, diré que no es fácil condensar ciertos temas complejos en unos pocos párrafos.

Ahora es un poco distinto. Con tantas entradas, bien podría decirse que el blog creció demasiado, que se salió de madre. Me ha divertido escribirlo, pero hace tiempo que empecé a pensar que era una pequeña vanidad más de las muchas que pueblan nuestras vidas; en este caso, la vanidad de creer que uno tiene algo que decir. Lo que es verdad, de algún modo, porque cualquiera, hasta el más humilde de los mortales, tiene que decir: de su poquedad, de sus sueños, de su descaecer. Pero es que muchas de las cosas que decimos son de pobre valor y podría uno ahorrárselas a los demás.

Quiero dar forma de libro a lo ya publicado, quizá con el título de Las trescientas. Para los que no recuerden, El laberinto de la fortuna (o Las trezientas), fue un poema del siglo XV, de 300 estrofas, escrito por el poeta Juan de Mena, nacido en Córdoba. Mi título sería como una pequeña broma. Serán casi ochocientas páginas e irá con un índice alfabético y otro cronológico para encaminar las búsquedas.

Muchas veces he mencionado en este blog al azar. No es que yo crea que rige muy enteramente nuestras vidas, más bien pienso lo contrario. Pero, en ocasiones, sí modula algo nuestras conductas o nuestro destino. En las seis últimas entradas del blog hice una exégesis de la novela de un muy conocido escritor español moderno, al que nombro AA. Nunca me gustó la obra, pero además mi análisis coincidió con la relectura de Bomarzo, del argentino Manuel Mujica Láinez, uno de los muchos excelentes libros que existen en este mundo. El cotejo resultó inevitable y demoledor para el español.

Bomarzo es una novela histórica, cuya acción ocurre en el siglo XVI, en Italia. Lector, si has leído mis seis entradas anteriores y los retales de prosa de AA que critiqué allí, compáralos con estos de Mujica: “Rayando de negro el aire, el pájaro se echó a volar”; “El sol se derrumbaba sobre Bomarzo y lo transformaba en una ascua de oro”; “Las torres de Bolonia se empinaban como espadas enhiestas”; “El otoño saturaba las tardes de melancolía”; “Se movía con la elegancia irreal de los personajes de los sueños”; “Los días se encendían y se apagaban en los balcones”; “Manchas blancas, como si a la distancia aleteara un vuelo de albatros”; “Despedazaban las aves como si lucharan con ellas”. En la última, ¿se puede expresar mejor, con unas pocas palabras, la glotonería y zafiedad de unos comensales?

No hay sólo música, hay también ideas: El amor es un modo de sobrevivir. Vivir era eso: perder. No todo el mundo se atrevería a ser inmortal; es algo quizá peor que la propia muerte. La inmortalidad puede ser la prolongación de un tormento. Por citar unas pocas. Alguna de ellas podría describir la trayectoria vital de un personaje o ser el argumento de una tesis o el resumen de un relato. Son frases que incitan a pensar.

Y noticias históricas: En Bomarzo son muy numerosas las pistas de personajes notables, gobernantes, guerreros, prelados, Papas, nombres del arte y la cultura, etc. Se menciona a Luca Paccioli, el monje ebrio de belleza; a Plinio, que escribe en su Historia Natural, “no hay nadie más desgraciado ni orgulloso que el hombre”; a Bastiano de Sangallo, el Aristóteles de la Perspectiva; a Guillaume Postel, lingüista, astrónomo y cabalista francés del siglo XVI; a Diana de Poitiers, a la que cité en mi entrada del 17 de agosto de este año en mi blog, la mujer más bella de Francia en su época; a Tommaso Cavalieri, pintado por Miguel Ángel en la Sixtina; a Julia Gonzaga, la mujer más bella de Italia en sus tiempos; a Nicolás Flamel, el famoso alquimista de París al que nombré en mi entrada del 13 de octubre; a Garcilaso de la Vega, al mismísimo Miguel de Cervantes; al demonio Amón, al gallo rojo de Cardano, para que no falte nadie. Un mundo pleno de ideas seminales, de cultura, de ensueños. Belleza y λóγος inundándolo todo, arrojando luz. Si eso es la literatura, lo de AA no puede serlo. Y termino con esto.

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Las razones para pausar y retocar la conformación del blog son algunas, aparte de su hipertrofia. La principal: todo cansa, también un blog. Tout passe, tout lasse, tout se casse, dicen los franceses (Todo pasa, todo cansa, todo se rompe). Un proverbio alemán dice: Alles hat ein Ende, nur die Wurst hat zwei! (Todo tiene un final, sólo la salchicha tiene dos). El ruido turbulento e irracional del mundo se ha hecho demasiado intenso y es difícil ya oír nada e inútil decir algo. En todo caso, se trata de una pausa, no de un abandono. Al llegar a cierta edad, lo más sensato es permanecer alejado en lo posible de la estulticia humana y refugiarse en una leve y discreta misantropía.

Algunas cosas más prácticas. Ya  digo que no dejo el blog. Escribiré más de tarde en tarde y más bien sobre mis elucubraciones o recuerdos que sobre temas ajenos. Habrá menos entradas, pero serán más personales, quizá más entrañables y llegarán más cálidas al lector. Y todo lo escrito hasta ahora persistirá, con los pertinentes y detallados índices. Si alguien echa de menos este pequeño empeño mío, podrá buscar cualquier tema y encontrar la fecha en que se publicó, con lo que le resultará fácil recuperarlo. Será interesante ver cuántos lo revisitan para leer entradas del pasado.

Esta primera etapa del blog ha durado unos dos años y tuvo unas quince mil visitas. Muestro una captura de pantalla con los últimos datos estadísticos, en la que aparecen  los diez países que lo frecuentaron más, el 82,7 % del total. Los tres primeros fueron España, Estados Unidos y Alemania, que sumaron el 67.8 %. Lo visitaron en España el 42,5 %; en el resto del mundo el 57,5 %.

En estos días me voy a Ordesa y Pirineos, persiguiendo otoños, aunque comprendo que los que busco, no volverán. Para entender esto, copio el inicio de una carta desde Nueva York, de un relato mío, Cuento para mi nieto Pancho: Sé que te gustan las historias sutiles y con artificio y te voy a contar una desde esta ciudad inmensa, a miles de kilómetros de ti, en la que viví un tiempo, con mi carrera recién terminada y muy joven, que tenía sólo unos pocos años más que tú ahora. Estoy aquí otra vez, en estos primeros días de octubre, porque desde entonces tengo que volver, aunque sea de tarde en tarde, para rever el cambiante rojo de los arces en el otoño —los pigmentos son sensibles a la temperatura ambiente y el color varía con las horas y con los días— y comprobar que, al menos, ese milagro perdura, renovado e idéntico, aunque todo lo demás haya mudado tanto. Los mundos que uno descubre de joven, como los sueños primeros que uno teje, están destinados a durar toda la vida.

Todo lo mejor para ti, lector. Si logré distraerte un poco me sentiré feliz. Si te recordé algo, algún dato olvidado, también. Si en algún momento influí en que fueras un poco más sereno o lúcido o libre, eso ya no podré pagarlo de ninguna manera.

 

13 de octubre de 2015

De mis perplejidades en literatura (VI, fin)


Palabras clave (key words): Cita de Macbeth, II, ii, Nicolás Flamel, Aesch Mezareph.

Hay cosas que están mejor en el libro, no demasiadas, y también las tengo marcadas, pero no puedo alargarme más. Quise antes distinguir entre la arquitectura de los episodios que cabe individualizar en la novela y el armazón total, el de la obra en conjunto. Por la única razón de que esto último está, en mi entender, más conseguido y lo querría resaltar debidamente. La novela está bien cerrada, bien terminada. Es, para utilizar una imagen tal vez apropiada, como un collar bien acabado, con su broche, pero hecho con perlas de mediana o dudosa calidad.

Lo que quiero decir es que la novela finaliza bien anudada y no quedan cabos sueltos, retazos de trama inexplicados o pasajes oscuros. Tampoco es demasiado pedir, pienso yo. En el primer capítulo, cuando se cuenta el suicidio de una recién casada, Teresa, se dice de su marido (Ranz, el padre del narrador) que “había tenido muy mala suerte, ya que enviudaba por segunda vez”. No se da más explicación hasta bien avanzada la novela y el lector queda intrigado durante bastante tiempo, al saber que se trata de una segunda viudedad y mencionarse sólo una muerte. Naturalmente, es que se había casado antes y su primera esposa había muerto también, sin que se den más detalles de momento. El asunto se aclara al final y todo encaja perfectamente.

Incluso párrafos enteros del principio de la novela se repiten literalmente al final, lo que crea una ambiente de retorno al origen y dota a la obra de una como esfericidad bastante regular, en la que no quedan relieves o huecos. Como si se tratara de un mecano en el que todas las piezas ajustan exactamente y completan una figura ideal. En ese sentido, la obra está bien atada y todo queda explicado. Se aclara, hasta cierto punto, el suicidio de la segunda esposa, incomprensible hasta que llega una oportuna revelación: en la aún incontaminada felicidad de la luna de miel, cuando uno piensa que ya se lo puede permitir todo, cuando se estima que ya no debe haber secretos entre los cónyuges, Ranz confiesa a Teresa que fue él quien mató a su primera esposa, para poder casarse con ella. Sólo por eso, porque ya no podía vivir sin ella.

Este descubrimiento es el que lleva al suicidio a Teresa, que se había entregado a Ranz en Cuba, en donde este vivía entonces, aun sabiendo que estaba casado y conociendo a su mujer. El saberse más tarde, tras la confesión del marido, causa remota de un asesinato, aunque no tomara parte activa en el mismo, aunque tuviera sólo una dudosa culpa, le hizo cometer el terrible acto de su propia muerte, avergonzada de llevar un ‘corazón tan blanco’. Así se enlaza la trama con la cita del acto II, escena ii, de MacbethMy hands are of your colour, but I shame to wear a heart so white— que da origen al título de la novela y lo explica.

Todo adquiere una última grandeza, de tragedia clásica, todo se reviste de una cierta coherencia. Si la novela fuera sólo ese planteamiento, si no incluyera tanta historia insulsa, si el estilo fuera menos amanerado, más corriente, podría ser una novela aceptable. Pero tal como está, tal como es, tiene, a mi juicio, importantes defectos. En cualquier caso, lo que está claro para mí, es que no se justifica en modo alguno la apreciación de Reich-Ranicki cuando confesó, apasionado, que se había enamorado de esa novela. Leo, en la contraportada del libro, que en la tertulia de la ZDF el crítico dijo nada menos que: “Es una novela tan brillante que no hay ninguna en la actualidad que pueda comparársele”. No, esa opinión me parece excesivamente amable e injusta, si puede haber injusticia en el entusiasmo, en la exageración de la alabanza. Aunque fuera la de un Papa literario. Los Papas pueden equivocarse, excepto cuando hablan ex cathedra. Incluso entonces, piensan hoy muchos.

Al escribir todo esto, siempre ha planeado sobre mí una posible objeción, la de que muchos pasajes de la obra demandaran ser entendidos en clave de humor; que la novela pudiera ser una sutil novela de humor, o con el humor inteligentemente entreverado. Si nuestro AA ha buscado eso, alguien debería aconsejarle sobre ese humor. Casi nunca es gracioso, sólo en raras ocasiones lo es y de grano no muy fino. Se podrían contar con los dígitos decenarios de las sendas manos. O con los dígitos quinarios de una solitaria mano (ora la izquierda, ora la derecha). Y termino ya, porque uno corre riesgo serio de contagio con el estilo de este premiadísimo autor. El aburrido, pedante, incomprensible estilo es, con mucho, lo más censurable.

Otra duda, metódica: quizá en la traducción al alemán algunas de estas críticas al estilo podrían desvanecerse y no ser percibidas. Lo que chirría, lo que suena mal en castellano, podría sonar no tan mal al ser traducido al alemán. Sobre todo, si la traducción no es demasiado literal. Pero he hojeado unas pocas páginas iniciales de la traducción alemana y compruebo que las insulseces del texto perviven traducidas al nuevo idioma, son indestructibles.

Daré sólo dos ejemplos, para no extenderme en exceso. En castellano AA escribía: con el paño que tenía a mano o tenía en la mano. En alemán es lo mismo: mit dem Tuch, das er zur Hand hatte oder in der Hand hatte. O también: Su propia toalla azul pálido, que era la que tenía tendencia a coger (se trata de un paréntesis). En alemán: ihrem eigenen blassblauen Handtuch, nach dem sie immer als Erstes zu greifen pflegte. No puedo opinar más sobre la calidad de la traducción, pero estoy seguro de que es buena. Lo que ocurre es que, como dije, las banalidades del estilo persisten y seguramente ocurrirá lo mismo  en cualquier otro idioma.

Estoy terminando y quiero hacer alguna precisión más, que ya insinué al principio de estas entradas. Habiéndome yo descarriado al final en el mundo de la literatura y publicado algo, alguien podría pensar que en mis consideraciones sobre AA juega algún papel, hasta no despreciable, la envidia, la puñetera envidia. Pues no, lector. Uno ha hecho algunas otras cosas y está medio contento con eso. Seguramente, incluso más allá de lo justificable o razonable, como pasa a tantos; los seres humanos somos así, no demasiado estrictos con nosotros mismos. Lo cierto es que pocas veces soy víctima de ese pecado tormentador, de la agrura del envidioso. Y, desde luego, no en la ocasión.

Entonces, ¿por qué me he tomado tanto tiempo en criticar esta obra? Primeramente, porque el mundo está de lleno de literaturas apasionantes y divertidas, de prosas bellísimas y relatos curiosos. Como uno tiene el tiempo tasado para leer esa inmensidad, hay que saber desprenderse de tanta obra prescindible, la alabe y glorifique quien sea. Aunque sea un Papa de la literatura. Sobre todo, si es un Papa de lo que sea.

Segundamente, porque ya dije que amo la racionalidad y sufro la necesidad y urgencia de explicarme el mundo. La valoración de esta obra es tan desproporcionada que no la puedo entender, incluso pensando en todas las fuentes posibles de parcialidad. ¿Podría yo estar radicalmente equivocado? En ese caso, no sería un engaño accesorio o menor, sino un error nuclear, total. Y hay algo que me impulsa a resolver este enigma. Escribo, pues, con la intención de que alguien pueda ayudarme, corregirme. Estoy dispuesto a compensar su esfuerzo con largura, de verdad.

Al famoso alquimista de París Nicolás Flamel, se le apareció en sueños un ángel y le dijo, mientras le mostraba el grimorio Aesch Mezareph, del Rabí Abraham, lleno de dibujos mágicos y símbolos: Mira este libro del cual nada comprendes; para muchos otros será ininteligible, pero un día tú verás en él lo que nadie verá. A Flamel le llevó veintiún años descifrar el libro y no tengo tanto tiempo. Yo sólo quiero comprender cómo esta novela de AA suscitó tanto entusiasmo en un crítico alemán. Ya sé que hay más ‘milagros’ en el mundo editorial, pero ninguno tan abracadabrante como este.

12 de octubre de 2015

De mis perplejidades en literatura (V)


Palabras clave (key words):Artemisa de Rembrandt, sexo en Nueva York.

El padre del protagonista, de apellido Ranz —si recuerdo bien, no se menciona su nombre de pila en toda la obra—, es experto en arte y perteneció muchos años a la plantilla del Museo del Prado. Por sus peritaciones de obras artísticas y algunas buenas ocasiones que le brindó su dedicación profesional, hizo una apreciable fortuna y tenía una excelente colección de pinturas, dibujos y esculturas. Cuenta el narrador cómo salvó de una catástrofe a una de las obras más importantes del museo. Tras explicar que el andar confinado eternamente en un mismo ambiente puede volver loco a cualquiera, relata el caso de un vigilante del Prado, llamado Mateu, que llevaba en el puesto unos veinticinco años. Una noche, cuando ya habían salido los visitantes, andaba jugando con un mechero junto a un Rembrandt, el titulado Artemisa, que es el único de atribución segura a ese pintor en la colección del museo, según el narrador.

En esa época, sigue contando el protagonista, no había alarmas de incendio automáticas en el Prado, pero sí extintores. El tal Mateu ya había achicharrado una esquina del marco del Rembrandt y seguía jugando con el mechero con no muy buenas intenciones. Hasta que el padre de Juan, el experto, que se había quedado hasta tarde ese día, se dio cuenta de lo que ocurría, desenganchó un extintor “y aunque no sabía usarlo, con él malamente oculto a la espalda (tremendo peso de color conspicuo) se aproximó lentamente a Mateu” (sic). Entonces, en vez de pegarle un golpe a Mateu directamente con el extintor, o bien decirle que eso no se hace, le dijo con calma: “¿Qué hay, Mateu?, ¿viendo mejor el cuadro? A lo que este respondió, dócil: “No, estoy pensando en quemarlo”. Y explica: “Estoy harto de esa gorda” (por Artemisa, la del cuadro).

“El extintor sujetado a pulso le estaba destrozando a Ranz las muñecas, así que renunció a ocultarlo y pasó a sostenerlo entre sus brazos como a un bebé”, lo que hizo que Mateu le reconviniera: ¿No sabe que está prohibido desmontarlos? El experto podía haber replicado que también estaba prohibido quemar los cuadros, a ver si Mateu captaba la indirecta. Pero no lo hizo, escogió otra estrategia. Fingió que él mismo quería destrozar, machacar, el Rembrandt con el extintor, lo que provocó la reacción esperable en Mateu, y en cualquier funcionario honesto de nuestro país: “Quieto ahí, quieto, ¿eh? No me obligue”. Y así terminó felizmente la historia, muy extractada y de humor cuestionable, aunque quizá el menos cuestionable de toda la obra.

El episodio más surrealista, por calificarlo de algún modo, de todos, es el que ocurre en Nueva York, con el narrador ya casado, solo, porque su mujer ha quedado en Madrid, y trabajando de intérprete durante el período de sesiones de la Asamblea General de Naciones Unidas. Comparte el apartamento con una amiga española de la primera juventud, Berta, con la que se había acostado alguna vez en Madrid, siendo estudiantes, y que es intérprete fija en dicha Organización. Son ahora amigos y parece que no quieren reemprender la historia, pensando quizá aquello de que nunca segundas partes fueron buenas. Él está quizá afectado también por esa fidelidad furiosa e indiscriminada que puede darse —sólo que puede darse— en los primeros años de casado. Ella está libre y busca hombres con alguna, con bastante, insistencia, utilizando los anuncios personales de los periódicos y otros medios de comunicación. No eran todavía los tiempos de Internet. Y son muy buenos amigos, ya digo; ya se ve en la novela, quiero decir.

En una de esas búsquedas, algo compulsivas y criticables por cualquier párroco de cualquier país, la compañera de piso encuentra un señor que le escribe en inglés, aunque por el estilo y construcción de las frases, les parece ciertamente español. Digo les parece, en plural, porque leen los mensajes juntos y lo comentan todo los dos; es que son muy amigos, lo repito. El señor, que firma como Nick o Jack o Bill o Arena Visible (este nombre parece de aquellos nombres indios en las películas del Oeste), según le peta, antes de encontrarse con Berta quiere ver cómo es y le pide que le mande un video en el que aparezca desnuda y se le vea con claridad el, perdón, coño. Ya también le había avisado, con un “Quiero follarte”, de que no iban a hablar, cuando se vieran, de la teoría general de la relatividad. Las cosas claras desde el principio.

A pesar de los diversos nombres, Berta está convencida de que se trata de un solo hombre, aunque quizá, secretamente (para la propia ella, que diría AA), no le importaría que fuera alguno más. El caso es que, después de los lógicos, muy tibios en este caso, titubeos, decide mandarle el requerido video y le pide a Juan que lo grabe él, diciéndole que no tiene a nadie que lo pueda hacer y que se encuentra como muy desvalida para estas cosas. Finalmente, Juan asume esa función de mamporrero gráfico y graba el video. Ya había terminado cuando de repente se da cuenta de que se les olvida algo y grita despavorido: “Nos falta el coño”. Se repara el error, que no era un descuido trivial por el cariz de lo que se va intuyendo, y se envía el video completo al señor, que había exigido la previa ostentación de los genitales de la corresponsal y parece que era de los que no les gusta andar por terrenos desconocidos o no bien cartografiados.

La historia es más larga, pero tengo que resumirla. El señor se hospeda en el Plaza Hotel y por fin un día Berta, después de haber enviado el descriptivo video, se cita con él allí. Ella debe de barruntar lo que podía pasarle, porque le pide a su amigo algunos preservativos, ya que se ha quedado sin ninguno y siempre le gusta ir prevenida, por si el caballero es de los despistados: “¿Tienes preservativos que puedas dejarme?”, le preguntó. Esto sí me emocionó, lo reconozco. Esa amistad tan granada, esa confianza tan sin límites para pedirse prestadas las cosas que de verdad importan en la vida.

Pero resulta que el señor es caprichoso y no quiere hacerlo con Berta en el hotel. Manías oscuras del sexo. Le propone ir al apartamento de ella y Berta, que ya estaba dispuesta a lo que estaba dispuesta, ahora está dispuesta a lo que sea —el furor uterino no perdona— y acepta. Y allá se van; él espera abajo en la esquina y la ansiosa sube rauda para pedirle a Juan que despeje el campo por un tiempo prudencial. Acuerdan tres horas (razonable, me parece bien). Le recomienda un sitio de comida rápida abierto las veinticuatro horas para tomar algo y que se pasee un poco mientras dure la función. Ella dejará encendida la luz de la sala de estar, visible desde la calle, y le dice que la apagará cuando todo haya terminado; entonces ya podrá subir.

El partido se prolongó más de cuatro horas, hubo prórroga, y el pobre Juan estuvo al final allí en la esquina, pasada la medianoche, esperando que se apagara la dichosa luz. Hasta que un taxi vino, paró enfrente de la casa y se llevó al equipo visitante. Se apagó entonces la luz de la sala de estar y Juan supo que Berta estaba viva. Es que en algún momento hasta llegó a temer que le hubiera podido pasar algo, por el exceso de la espera, más de lo convenido. Pesimista, negativo, el hombre, sin pensar que estos retrasos ocurren y son buena señal. El narrador no cuenta que se dijeran nada al verse. Seguramente, estaban los dos cansados. Él, de esperar.

Y me pregunto yo, ingenuamente, ¿no se podrían haber arreglado las cosas de otro modo? Uno comprende que la novedad es la novedad, pero los dos amigos se habían acostado juntos hacía ya quince años y en Europa. En ese largo tiempo todo cambia y se les podría considerar casi como dos seres distintos. Si Berta era de las que hacen muescas en la cama con cada nueva conquista, hasta podría hacerla con justicia en este caso particular. Y dejarse de complicaciones, estando allí los dos solos, ya en el piso, jóvenes todavía, en Nueva York, sin tener que salir ni arriesgarse, sin videos, sin esperas, sin señales cómplices. Hay cosas que se entienden mal… salvo en la ficción, en la que se supone que ha de ocurrir lo excepcional, lo raro, lo incomprensible. Por eso se escriben las cosas que se escriben, purísimas sinrazones.