11 de octubre de 2014

Marta enamorada y furiosa


Lector amigo, empiezo con una noticia de mínima trascendencia: voy a abandonar este blog con su diseño actual. Últimamente he escrito, salvo cuando estoy fuera de Madrid, con más frecuencia de la que era normal. Es sólo para llegar a las doscientas entregas —un pequeño capricho—, hacerlo cuanto antes y terminar. Reservo las dos finales para explicar por qué lo hago y por ahora no diré más. Quería simplemente anunciarlo, quizá hasta para así comprometerme, para aventar posibles flaquezas.

Me hubiera gustado escribir sobre muchas más cosas… y hubiera sido tal vez una de las infinitas formas de la vanidad. Todo es vanidad. Cuando escribía el otro día sobre esa expresión de ‘matar el tiempo’, me preguntaba sinceramente si mi blog no era también el empeño en una tarea completamente prescindible.

Me hubiera gustado exponer algo más de mi obra. Aunque lo he hecho a veces, he mostrado una ínfima parte de la misma. Ahora querría escoger algún texto corto más. Lo haré de mi novela Las increíbles vidas de Roberto Milfuegos. Amo a los personajes que voy creando; me acompañan y salvan cuando me cerca la infinita sordidez del mundo. En realidad, esta es la última razón por la que escribo: refugiarme en ellos, cuando me siento harto de las mujeres y de los hombres que me rodean. Me consuelan y me proporcionan la ilusión de que la vida no es tan vulgar, irredimible y ramplona como parece a veces.

De los de esta novela, me gusta más que nadie Marta, una jueza enamorada de su primo Roberto desde que era una niña y en la que este ni repara, mientras ella se mantiene fiel y no siempre esperanzada. Está en los primeros años treinta y no ha conocido el amor. Es inteligente, tierna, valiente y tímida —según las ocasiones, como todo el mundo—, con el lenguaje a veces de un carretero con el carro encallado en el barro. Está pensando en estos momentos en lesionar, en dejar ciego como sea al primo, para después mimarlo y cuidarlo mejor que nadie. Trata de preparar una especie de bomba contra él. La obra es una farsa, un juego algo disparatado, de principio a fin, y esta actitud suya no puede conllevar ninguna condena moral. Un poco del texto de la novela:
 
―¡Joder!, se le escapó la expresión, incontenible.

El piso era grande y Marta se encontraba en una habitación apartada, que no tenía un uso definido y en la que se habían refugiado tradicionalmente los distintos miembros de la familia en sucesivas generaciones para las más diversas tareas. Fundamentalmente, cuando no querían ser molestados. Aun así, el grito de la chica fue tan brutal que su padre, que estaba en el otro extremo de la vivienda, lo oyó y preguntó, asustado:

―¿Qué pasa, Marta? ¿Te ocurre algo?

―No pasa nada, papá. Es que estoy elaborando un informe un poco complicado y lleno de sorpresas.

“Añádanse veinte quilos de clavos o tornillos y mézclese muy bien todo con la dinamita. Apartar y añadir dos cabezas de ajo y polvo desecado de serpiente...”, siguió leyendo. Marta no salía de su asombro. ¿De dónde he sacado yo esto, por Dios? ¿Cómo ha podido ser? ¿Qué cosas he confundido yo aquí? Claro, con las prisas. Se imaginó a su pobre primo saltando por los aires, despedazado y pulverizado por el explosivo y no pudo evitar un copiosísimo, valorado con cualquier criterio, llanto. ¡Qué barbaridad!, volvió a exclamar. Siguió leyendo otros apuntes. No, esto tampoco funciona. Hay que abandonar todo esto. Además, ¿de dónde podría yo sacar ahora el polvo de serpiente? Menudo genio tenía la doctora que le correspondía en el ambulatorio, su médica de cabecera, a la que había recurrido en alguna ocasión para que le recetara cosas mucho más corrientes. ¡Cómo para pedirle polvo de serpiente! Me podría hacer allí mismo la autopsia.

(continuará)

10 de octubre de 2014

El príncipe condenado


En mi entrada de anteayer hablaba de cómo algunas personas dejan encargos, a veces de difícil o imposible cumplimiento, para el momento de su muerte. Lector, como sé que te gustan las leyendas y las historias orientales —lo vislumbro así en las estadísticas de lectura de mi blog—, te voy a contar hoy un cuento árabe en el que su protagonista no tiene demasiadas opciones respecto a su forma de morir y sólo pretende que su muerte sea rápida y súbita, como las que proclamaba Plinio el Viejo que eran la postrera felicidad de la vida.

Empezaré como en mis tiempos de niño. Érase una vez un príncipe, joven y atrevido, que había hecho una guerra y la había perdido. Las guerras se pierden siempre, hasta cuando se ganan, pero esto él no lo sabía; ya he dicho que era joven. Este príncipe, derrotado y hecho cautivo por el vencedor, otro príncipe que tuvo algo más de suerte, sabía muy bien que, de acuerdo con las leyes que imperaban entonces, habría de ser decapitado sin posible perdón.

Sin embargo, se trataba de un príncipe y el vencedor no tenía más remedio que tener ciertas elevadas consideraciones con él, aunque se tratase de un vencido, de un prisionero condenado a morir. Se le instaló en un palacio dedicado exclusivamente a su persona y se ordenó a todos que se le tratara de acuerdo con su alto rango. Todo el personal de esta corte asignada estaba a su servicio. En realidad, el príncipe hasta podría haberse olvidado de que estaba cautivo, si no fuera por la amenaza segura e imprescriptible de su condena. El prisionero era consciente de que sería decapitado sin remedio, indefectiblemente.

Como es de suponer, a pesar de tantos honores y delicadezas, el príncipe estaba triste y su rostro mostraba las huellas de su infortunio. Ni las músicas, ni las danzas, ni la compañía de las más seductoras esclavas puestas a su disposición, conseguían ahuyentar la sombría máscara de la muerte, su constante ronda. Pasaron meses así y un buen día, cuando ya no pudo aguantar más, pidió a su vencedor que, por piedad, lo matara cuanto antes:

— La vida en estas condiciones me es más insoportable que la propia muerte, le dijo. Te lo ruego, haz que esto acabe de una vez. Sólo te pido que sea una muerte que no me haga sufrir demasiado, que sea una muerte limpia y rápida.

Muy pocos días después, el vencedor invitó al desgraciado príncipe a su propio palacio y participaron ambos en una fiesta suntuosa en la que los alimentos, la música, los artistas que cantaron y bailaron fueron de una calidad única, sublime, reconocida así por todo el mundo. Sólo el príncipe perdedor no se sumó al gozo de la celebración. En un momento se acercó a su anfitrión y le pregunto: ¿Cuándo me darás la muerte?

— Ya viene, le contestó este, impasible. Tu verdugo ya está aquí.

Empezaron  de nuevo los bailes. Un danzante enorme, que portaba un sable resplandeciente en su mano derecha, empezó a dar los primeros pasos de una danza. Lo hacía muy lentamente, con una elegancia extraordinaria. Todos lo miraban fascinados, incluso el príncipe condenado.Sus movimientos eran de una gran armonía y agitaba con suprema gracia el sable, que al cortar el aire producía agudos silbidos semejantes a los de una serpiente enfurecida. Poco a poco el ritmo de la danza se fue haciendo más rápido y al final era ya frenético.

El baile duraba ya mucho tiempo, pero todos los espectadores seguían incansables los pasos del danzarín, que se acercaba a veces hasta ellos en sus acrobáticos saltos. El príncipe, cansado de la inútil espera, angustiado, preguntó al vencedor:

— ¿Cuánto tiempo va a durar esta inquietante danza? ¿Cuándo me cortarás la cabeza por fin?

Entonces, el vencedor le sonrió y le contestó:

— He cumplido ya mi palabra, tu cabeza está ya cortada. Inclínate un poco hacia delante y verás como cae inmediatamente.

9 de octubre de 2014

Sobre el asunto ese de morirse (fin)


A estas alturas no será preciso descubriros, amigos lectores, que la concisión no figura en el corto repertorio de mis virtudes. No imagináis cómo he implorado esta gracia. Porque estoy de acuerdo con el conocido dicho de nuestro Gracián de que “lo bueno, si breve, dos veces bueno”. También, y esto ya es más preocupante, con lo que asegura Chejov de que “la brevedad es hermana del talento”.

Me resulta difícil —me resulta imposible— reducir el tamaño de las entradas del blog. Quería que ocuparan sólo unas líneas y no he podido lograrlo. Ante este fracaso, me puse un límite: un folio en interlineado sencillo, al que sí me he acomodado, y es la extensión usual de mis entregas (unas setecientas palabras). A veces me da por continuarlas, con lo que se descuajeringa el invento. Acaba de pasarme ahora, con la entrega de ayer.

Es que leyendo a don Claudio, del que ya dije ayer que quería morir en Ávila entre tañidos de campanas, encuentro un largo párrafo que no puedo dejar de transcribir, respetando su puntuación: “Disculpad si el solo nombre de Ávila me embarga el alma de emoción. ¡Ávila lejana y amada a cuya historia va unida la historia de los míos desde hace muchas décadas, Ávila en cuyos templos aprendí a rezar con mi madre y entre cuyas iglesias, palacios y casonas recibí el humano maestrazgo paterno, Ávila donde han transcurridos los días más felices y más tristes de mi vida, donde reposa para siempre la mujer que fue madre de mis hijos, Ávila cuyas piedras doradas, cuyo cielo purísimo nos arrebataban de la envoltura carnal y miserable que encierra nuestro cuerpo para llevarnos a las regiones serenas del espíritu, Ávila plegaria en piedra elevada por mis mayores al Altísimo y amurallada fortaleza por ellos levantada en los caminos del hacer de España, Ávila lejana y amada y hogar hoy añorado de los míos del que la vida me ha privado, quiero dormir el sueño eterno al amparo de tus agudas torres, al pie de una de las encinas que te cercan y bajo el alto cielo castellano que te cubre, y mientras llega ese instante de tránsito fatal, vaya hoy para ti con mis requiebros mi oración!”.

Don Claudio me cae bien. Con esta parrafada —no es literatura, es amor—, me lo imagino al otro lado del Atlántico, reventando de afecto y nostalgia por su tierra. Quiero a la gente que, como él, dedicada a otras tareas, encuentra tiempo para escribir una novela. Esas obras son hijas del amor, casi de la necesidad. Era testarudo, perdonador difícil, perseguidor infatigable de sus oponentes. Quiero creer que era tierno con los que lo merecen e implacable con los que no. Me placen los caracteres así.

En un relato mío, el protagonista quería morir en Nueva York. Contempla su esplendor nocturno y dice: “Aquella maravilla terminaba lenta y no completamente cada noche, pero te quedaba la certeza de su eterna y cotidiana renovación. Y lo mismo al pasar por los innumerables puentes o al subir al Empire State o al delicioso bar del último piso del 666 de la Quinta Avenida. Verdaderamente, sería un privilegio tener esa imagen en los ojos al despedirse del mundo, llevarla en la retina cuando se hubiera acabado todo”. Cuando lo escribí, ese personaje podría haber sido yo.

A una buena amiga le escribí una carta, tratando de intrigarla, de asustarla un poco: “Al salir de Úbeda, paramos en el cementerio, para visitar los muertos de la familia. El mundo parecía en paz. No había nadie, sólo un hombre que fijaba con tornillos unas letras de un metal brillante, las de un apellido, sobre la lápida horizontal de una tumba. Nos saludó muy amablemente; quizá se alegraba de no estar completamente solo.

Yo lo observaba disimuladamente, mientras mi esposa arreglaba unas flores. En un momento, el hombre se distrajo y empezó a colocar una V tras una R. Me pareció oír entonces unos golpes desde abajo, desde la tierra. El lapidario dio las gracias —de eso sí que estoy completamente seguro—, quitó la V y puso una I. Nos saludó otra vez cuando salimos. Por cierto, desde nuestra tumba, la de mi familia, se tiene una buena vista: mirando hacia el norte se ven los olivos, descendiendo mansamente hacia el valle del Guadalimar. A Serrat le gustaría el sitio”. Mi amiga ni se inmutó por la historieta. Me conoce bien; sabe que me invento cosas.

8 de octubre de 2014

Sobre el asunto ese de morirse


 A la gente, en general, le preocupa lo de morirse, ese avatar insoslayable. Unos versos del siglo XVI ya avisan: Que tengo de morir es infalible. Son de un poeta anónimo, aunque hay muchos candidatos. Investigando un poco la posible autoría, recuerdo que también es anónimo el célebre y más elevado soneto, que empieza: No me mueve, mi Dios, para quererte, del mismo siglo, atribuido a Santa Teresa de Ávila, San Juan de le Cruz, San Ignacio de Loyola y otros. Hay hasta quien rastrea en él ciertas influencias del místico murciano Abu Bark Muhammad ibn Arabi (1164-1240).

 Muchas personas hacen planes o dejan instrucciones muy precisas para cuando llegue el momento de su muerte y en ocasiones parece que quisieran complicar la vida a los prójimos, pidiendo cosas raras o extravagantes. Como aquel campesino que vivía entre Porrosillo de Arriba y Porrosillo de Abajo, dos pueblos próximos, y dejó dicho: si muero en Porrosillo de Abajo quiero que me entierren en el de Arriba y si muero en el de Arriba que lo hagan en el de Abajo. Cuando le preguntaron la razón, el porqué, se limitó a contestar: para jorobar (u otro verbo análogo).

Mezclo alguna broma, pero también hay poetas que hacen recomendaciones sobre el tema. Ya conté que Pablo Neruda confesó que “vivía en los bellos nombres, gozando de cada sílaba, en el nombre de Singapur, en el de Samarkanda”. Pues deseaba que al morir lo enterraran “en un nombre, en un sonoro nombre bien escogido, para que sus sílabas canten sobre mis huesos, cerca del mar”. Vivía en bellos nombres y en ellos quería ser enterrado. Las dos cosas son complicadas, ¿verdad?

El tierno, inmenso, irrepetible Federico García Lorca, también escribió algunos versos en el mismo sentido:
Cuando yo me muera,
enterradme si queréis
en una veleta.

¡Cómo puede ser irónico y cruel el destino! Quién le iba a decir al pobre que tendría una muerte absurda y trágica y que sus restos tal vez no serían encontrados e identificados nunca. Se cuenta que Julio César Escalígero, un médico humanista del siglo XVI, no podía leer el relato de la muerte de Sócrates, en el Fedón platónico, porque se echaba a llorar. Os digo que se me encoge el alma cuando pienso en el vil asesinato de Federico, ese inocente que vivía y creaba la felicidad.

Otro poeta andaluz, profundo en su sencillez, Manuel Alcántara, con el que ni la Muerte se atreve —tiene ya ochenta y seis años y ojalá cumpla muchos más—, quizá se ha inspirado, para cuando muera, si muere, en esos carteles que se ponen a la puerta de las habitaciones en los hoteles, para no ser molestado:
Cuando termine la muerte,
si dicen ¡A levantarse!,
a mí que no me despierten.

El historiador Claudio Sánchez-Albornoz también tenía algún capricho. No en cuanto al lugar, que quería que fuese su Ávila natal. Pero sí pedía ir acompañado del tañer de campanas. “Cuando me lleven a enterrar con los míos, que anuncien mi deceso en las torres abulenses con campanas, como era habitual en mi mocedad”. Supongo que se hizo así. A mí, de don Claudio, aparte de sus ensayos históricos, me gusta una bella y breve novela, Ben Ammar de Sevilla, que ya mencioné.

Es para pensarlo bien, ese viaje final a Ítaca que hacemos todos los mortales. Cuando el mundo se despuebla de caminos y sólo queda el que nos devuelve al punto de partida. Cuando se torna uno sembrador involuntario de soledades y va ya vencido, memorando, como de un sueño ajeno, la huidiza juventud, la felicidad esquiva. Cuando se busca con urgencia esa palabra justa que uno quiere decir, y decirse, antes de morir. En verdad, la vida, la de cualquiera, es la historia de una derrota.

7 de octubre de 2014

A little bit of English (un poquito de inglés)


        Hablé hace poco del Manfred de Lord Byron y lo califiqué como lo que en inglés se llama closet drama. Son obras teatrales no destinadas a la representación, sino a la lectura, bien por un lector individual o en voz alta para un grupo reducido de personas. En ellas no hay mucha acción y predominan los diálogos y el pensamiento. Puede intentarse su montaje teatral, siempre con importantes dificultades adicionales, porque no están construidas para eso. Quizá sorprenda saber que las dos partes del Fausto de Goethe fueron diseñadas como closet dramas.
 
        Una obra teatral normal también puede reducirse a la lectura de la misma por varios intérpretes ante un auditorio. Es lo que se llama teatro leído y era algo corriente en mis tiempos de estudiante por su facilidad de ejecución. Es lo que se hace también cuando un autor presenta una nueva obra ante un grupo de actores. También hay closet screenplays en el caso de los guiones cinematográficos. La expresión to come out of the closet, implicando el descubrimiento final de algo mantenido en secreto, es propia del idioma inglés y nuestro “salir del armario”, tan popular ahora, sería un anglicismo.
 
        Esto me lleva a tratar de algunas expresiones inglesas, encontradas a menudo en textos españoles. Nunca oculté, lo he dicho otras veces, mis afanes didácticos en este blog. Self-fulfilling prophecy se refiere a una previsión de futuro hecha de tal manera que puede contribuir a su ocurrir efectivo. Por ejemplo, si unos soldados se dirigen hacia el enemigo, diciéndose unos a otros “ya veréis, nos las van a dar todas en el mismo lado”, pues puede que acabe así la cosa. Serían lo opuesto a aquellos “gritadores de insultos, que combaten con la palabra”, que había en el campo de batalla de Kurukshetra y que se describen en Mahabharata. Según las elegantes reglas de las guerras de entonces, no se les podía golpear, porque luchaban sin armas.
 
        Otra expresión típica inglesa es la de to be right for the wrong reason (acertar por una razón falsa). Contaré una vieja historia persa para ilustrarla. En un manicomio quieren dar de alta a tres pacientes y exploran su capacidad intelectual. Al primero le preguntan cuántas son dos por dos y responde ‘setenta y dos’. Al segundo le preguntan lo mismo y responde ‘martes’. El tercero responde ‘cuatro’. Van a dar de alta al último, pero el director quiere saber algo más. ¿Cómo encontraste la respuesta? Muy fácil. He restado martes de setenta y dos. Se quedó en el centro, por charlatán.
 
        Otra expresión usada frecuentemente en español: wishful thinking. Ya dije que se trataba de una forma de la catatimia, por la que pensamos de acuerdo con nuestros deseos y creemos lo que querríamos que fuera verdad. Es un fenómeno corriente, un alteración del correcto razonar, que puede llevarnos al engaño y al desastre. A tener en cuenta, por las personas y por los pueblos.

        A mi juicio, la expresión más tonta que cabe encontrar en cualquier idioma es la de “matar el tiempo”. Viviendo una vida tan corta, resulta increíble que nos dediquemos a perder el tiempo. Ya entiendo que muchas veces es sólo una distracción muy pasajera. Pero también hay gente que malgasta demasiado el tiempo, que lo mata muy repetida y continuadamente. Me sorprende que la expresión exista en todos los idiomas a los que me asomo. En inglés se dice “to kill time”; en francés “tuer le temps”; en italiano “ammazzare il tempo”. Sí, también los alemanes matan el tiempo, aunque lo hacen al revés: “die Zeit totschlagen”.
 
        Horrible, ¿verdad? Todos lo hacemos, yo también, claro. Pero es una expresión, una actitud estúpida. Otra expresión muy triste en cualquier idioma es la de “demasiado tarde”, cuando pasó el tiempo sin remedio, cuando algo se convirtió en imposible, cuando se nos quebró en mil pedazos un sueño. Para siempre, sin otra oportunidad. La Muerte nos asusta por eso.
 
        Es un sentimiento que durante una buena parte de la vida no debe existir, y que nos va cercando con los años. Lector, si eres joven, olvida esta última reflexión. Para ti todo es posible. Si de verdad quieres, puedes lograr todo lo que te propongas.

6 de octubre de 2014

Más sobre el olvido (fin)


El temor a olvidar puede llegar a angustiarnos. Los recuerdos son el hilo que vertebra nuestra conciencia, los materiales con los que  edificamos nuestra personalidad. Cuando en el año 138 a. C. las huestes romanas llegaron al río Limia, en Galicia —al que llamaban Lethe e identificaban con el Letheo, el río del Hades de la mitología griega, que borraba la memoria de los que lo cruzaban—, los legionarios se negaron a proseguir. El general que los mandaba, Décimo Junio Brutus Gallaicus, tuvo que cruzarlo el primero y ya en la otra orilla habló a sus veteranos en su lengua latina de siempre y los llamó por sus nombres, para disipar en ellos el miedo a la amnesia producida por sus aguas.

Para algunos, en el Hades había otro río, el Mnemósine, que tenía justamente los efectos contrarios: sus aguas hacían recobrar la memoria de todas las cosas. Después de la muerte, a cada uno se le ofrecería la posibilidad de elegir el agua de uno de los dos ríos para beber. O bien olvidarlo todo o bien recordarlo todo. Una elección quizá nada fácil, amigo lector, para muchos de los humanos.

Existen muchas fantasías sobre los medios para lograr el olvido. Aprovecho para recordar a mis lectores un escritor español del XVII, Cristóbal Lozano, del que no diré nada más, cuya biografía se puede leer fácilmente en la red. En el primer tomo de un curioso libro suyo, Historias y Leyendas, leo la de Moisés y Taibis, sin ninguna base histórica o documental. Según esta, Moisés habría permanecido en la corte del faraón, llegando a mandar el ejército egipcio. Derrotó a los etíopes y los persiguió hasta su país, en donde sitió la ciudad de Sabá, en la que se habían refugiado. Tenía el rey de Etiopía “una hija agraciada; aunque morena, donosa en el aseo, bizarra en el talle, briosa en las acciones”. Taibis, que ese era su nombre, enamorada de la fama de Moisés, andaba ansiosa por verle y lo logró, “dejándose cautivar de su gala y gentileza”.

Una noche, acompañada de una fiel criada y disfrazadas como varones, pudieron llegar hasta Moisés, quien, al saber que era la princesa, la trató con la debida cortesía. Confesó ella que “le estaba, por la fama, aficionada mucho, y habiéndoos visto, claro está que estaré más”. En fin, le dijo, “si lo inmenso de mi amor, si el extremo de mi arrojo, si lo grande de mi fe pueden recompensar y suplir la blancura que me falta, la beldad de que carezco, admitidme esclava con el honroso título de esposa, y yo pondré a vuestros pies esta ciudad y el reino de mi padre”. La princesa sabía hablar y ofrecerse.

Moisés quedo pasmado del suceso, sigue contando Lozano, y tras pedir consejo se avino a los propuesto. Con magnífica pompa fue recibido con los  suyos en la ciudad, en donde se casó y en tálamo real gozó de su enamorada etiopisa (sic). No duró mucho el casorio, porque, como apunta certeramente el escritor, “una negra, por más que le adornen los aseos es siempre cara de noche” —es que Lozano no conoció a la Naomí Campbell ni a otras bellezas de su raza—. Moisés empezó a preparar su vuelta a Egipto y cambió ostensiblemente en su comportamiento con la princesa. Esta reaccionó, como ocurre a veces, redoblando sus caricias y halagos.

Viendo Moisés que con desvíos y desaires no podía desasirse de ella, procuró valerse de  su ciencia, como famoso astrólogo que era. Fabricó un anillo de oro y en una piedra preciosa que le puso por engaste pintó su retrato. Taibis lo recibió gustosa y apenas lo miró “se llenó de olvidos del que idolatraba tanto”. Tan eficaz fue el tratamiento que cuando partía Moisés con sus soldados y con sus riquezas no hizo la princesa la menor demostración de sentimiento, sino que, olvidada de que era su esposo el que se ausentaba, le despidió con  mil agrados y se quedó contenta. Talmente como la hija de una amiga mía, que acaba de divorciarse, que se quedó como perro al que le quitan pulgas. Y sin necesidad de ninguna clase de anillo. Lo que son las cosas.

García Márquez habla en Cien años de soledad de ‘tiempos reservados al olvido’. Otros son dedicados al recuerdo. La vida nos va dictando sabiamente, en cada momento, lo que conviene. Es desolador saber que hay seres humanos que apenas tienen cosas felices que recordar. Quizá algo en su infancia. Demasiado poco. Nada.

Para terminar, como puro estrambote, una cita de William Bernbach, el conocido publicista estadounidense: La diferencia entre lo que se olvida y lo que permanece es el arte.

5 de octubre de 2014

Más sobre el olvido


Ya dije alguna vez que el Amor y la Muerte eran los dos grandes temas de nuestras vidas. El amor, tan inseguro y caprichoso; la muerte, tan cierta e inoportuna. Y expuse una vieja idea mía: la inmortalidad, la idea misma de ser inmortales, resulta insoportable para los seres humanos. Incluso acuñé un neologismo para intentar plasmar esa inquietud, esa desazón mental, frente a un tiempo infinito, una eternidad en la que hubiera de instalarse nuestra vida: eonofobia, temor a la eternidad.

Mejor esta humanidad nuestra, afirmaba entonces, de dioses ínfimos y mortales, gozando de la impagable libertad de equivocarnos, de errar el camino y empezar de nuevo. Bendita, sobre todo, la posibilidad de olvidar, vedada a los que no mueren: “We are immortal, and do not forget; we are eternal; and to us the past is, as the future, present” (Somos inmortales y no olvidamos; somos eternos, para nosotros el pasado está, como el futuro, presente), dice uno de los siete Espíritus a Manfred, en una obra de Byron de la que luego hablaré. Otro de los grandes temas: el olvido. Sobre esta realidad, esta característica funcional de nuestro cerebro, me gustaría hoy insistir un poco.

 Hay quien no quiere olvidar. Quizá recordéis, de Tristán e Isolda, aquel perro fantástico, Petit Cru, que un hada entregó al rey de Gales, con un cascabel, cuyo sonido tenía la magia de borrar todos los recuerdos tristes. Tristán padeció los peligros de la guerra, sólo para conseguirlo y enviarlo a Isolda, para que así olvidara. Isolda quiso compartir su sufrimiento con Tristán y arrojó el cascabel al mar. Para no olvidar, para no olvidar sola.

En cambio, la infantina Blanca Flor, en la deliciosa Farsa infantil de la cabeza del dragón, de Valle-Inclán, dice: Quiero olvidar. Y el Príncipe Verdemar contesta: No se olvida cuando se quiere. Y la infantina insinúa: Dicen que hay una fuente… Y el príncipe añade: Esa fuente está siempre al otro extremo del mundo. Para llegar a ella hay que caminar muchos años. ¿Se olvida al beber sus aguas?, pregunta de nuevo la infantina. Se olvida sin beberlas, contesta tajante el príncipe. Es el tiempo quien hace el milagro y no la fuente. Cuando una peregrinación es larga, se olvida siempre.

El olvido es algo tan importante, tan nuclear en nuestra existencia, que en muchas circunstancias sentimos la necesidad imperiosa de olvidar. O, por el contrario, nos asusta y aterra la posibilidad de olvidar. En la poesía, en el teatro, en las leyendas, en las historias, está muchas veces presente esta preocupación por el olvido; porque te olviden o por olvidar. Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido, cantaba Pablo Neruda. Otro poeta muestra sus preferencias: Mejor morir por tu amor que morir de tu olvido. Y a todos nos aterran muy particularmente esas enfermedades que tienen como rasgo común la pérdida de la memoria, la incapacidad para recordar.

La necesidad de olvidar, para tornar tolerable la vida, puede sentirse con gran intensidad. Manfred es un poema dramático —también es eso que se ha llamado en inglés un closet drama— que Lord Byron compuso a principios del siglo XIX, en medio de graves problemas personales y un rechazo social evidente, tras su fallido matrimonio y ciertas muy extendidas sospechas de una relación incestuosa con su hermanastra, Augusta Leigh. La obra es muy del gusto romántico, con espíritus, demonios, brujas, fantasmas y un final debidamente trágico. No falta nadie.

El protagonista, Manfred, es un noble atormentado por un violento  complejo de culpa. Su inquietud le lleva a invocar la ayuda, mediante conjuros, de Siete Espíritus. Cuando estos le preguntan, ¿Qué quieres de nosotros, hijo de mortales?, dice una sola palabra: olvidar. Los Siete Espíritus contestan que no está en su esencia, en su poder, el controlar los hechos pasados y no pueden satisfacer su demanda. Para olvidar tendrá que morir. Manfred muere y sus últimas palabras son para el abad de San Mauricio: Old man! ‘t is not so difficult to die (Anciano, no es tan difícil morir). He’s gone, his soul hath ta’en its earthless flight; whither? I dread to think (Se ha ido, su alma ha iniciado su vuelo no terrenal. ¿Adónde? Me asusta pensarlo), dice el abad.
(continuará)