7 de junio de 2017

De las Letras y de las Ciencias (3 de 5)

Terminé mi anterior entrada ensalzando la maravilla de esas alrededor de ochenta y cinco mil millones de neuronas que integran el cerebro humano y le permiten percibir el esplendor y hermosura no sólo del mundo de Dios, sino de las obras de los propios hombres —no escribo “y mujeres”, porque para cualquiera con dos dedos de frente la aclaración es innecesaria; cada vez que oigo en un mitin “ciudadanos y ciudadanas” me da un soponcio—. Y también indagar y conjeturar la estructura del Cosmos, mediante el poder del pensamiento científico, creando otros universos abstractos de sobrecogedora grandeza y armonía. Pensando en esas capacidades, conviene recordar que, por lo que se refiere a la Matemática, muchos de los profesionales que la estudian confiesan que el principal criterio para valorarla y amarla, en muchas de sus áreas, no es otro que la pura belleza formal, sin que ello conduzca a consecuencias prácticas inmediatas.
Aunque existen dominios de la misma que se prestan a tales aplicaciones. No es fácil diferenciar a priori en esta ciencia qué tareas pueden ser útiles en el manejo de la realidad. La historia de la Matemática está llena de ejemplos en los que se emprendió una investigación en un campo concreto, por un  interés meramente teórico, y luego resultó con aplicaciones prácticas. Como sucedió con la geometría no euclidiana de Gauss, Bolyai y Lobachevsky —en ella se da la paradoja de triángulos cuyos ángulos no suman exactamente 180º—, que luego sirvió de base para la geometría de Riemann, necesaria a su vez para que Einstein elaborara su teoría general de la relatividad.
Para ilustrar con un ejemplo el método clásico de trabajo en las matemáticas, me referiré a un tema que ha suscitado una antigua atención en la historia de esta materia: los números primos. Euclides de Alejandría (325 – 265 a. C.) los definió y ya pensó que había infinitos. Recordaré que número primo es aquel que sólo es divisible por sí mismo y por la unidad: 2, 3, 5, 7 lo son; 9 ya no lo es, porque es divisible por 3. Ningún número par es primo, por definición, excepto el 2. Intuitivamente, uno piensa que a medida que un número sea más grande resultará más probable que tenga algún divisor ‘no permitido’ y por lo tanto no sea primo. En efecto, entre los cien primeros números hay 25 primos; entre los mil primeros la proporción es menor, sólo 168, etc. Sin embargo, incluso entre números enormes hay primos. Y no sólo eso, por grande que sea un número primo, siempre habrá otro más grande. Esto no es tan fácil de concebir y, sobre todo, de demostrar. ¿Cómo se demuestra la ‘primalidad’, la condición de primo?
Siglos antes de nuestra era, sabios chinos, de la corte del Emperador, habían esbozado la llamada “hipótesis china”, que postulaba que un número, n, es primo si, y sólo si, (2n - 2) es divisible por n, siendo n un entero superior a uno. Esto luego se demostró que era falso, ya que, por ejemplo, (2341 –2) es divisible por 341 y, sin embargo, 341 no es primo, ya que es igual a 11*31 (* indica multiplicación). Este fallo, dado que estos sabios cuidaban la salud del emperador y le auguraban una larga vida, enfureció a éste, quien ordenó que, de momento, les cortaran las cabezas.

Se han descrito otras muchas fórmulas para descubrir números primos, que no mencionaré aquí. Un tipo especial de primos son los llamados de Mersenne, en memoria del monje teólogo, filósofo y matemático francés Marin Mersenne (1588-1648), quien en su Cognitata Physico-Mathematica escribió una serie de postulados sobre ellos, que sólo pudo refinarse tres siglos después. Los cuatro más pequeños eran ya conocidos por los matemáticos griegos. De ellos hablaré en mi próxima entrada.