3 de junio de 2016

Borges, amores y desamores (VI)


Palabras clave (key words): María Kodama, Beatriz Bibiloni, Epifania Uveda de Robledo.

La sexta mujer sería María Kodama Schweizer, la última, la definitiva, con la que Borges se casó en 1986, unos meses antes de morir; su viuda en este momento. Entró en contacto con Borges, con su mundo, desde que tenía cinco años, en 1942. Dejaré que lo cuente todo ella misma, como lo hace en una entrevista con Luis Dapelo, un crítico y traductor latinoamericanista, residente en Francia. Kodama (la nombraré así) cuenta que su relación con Borges transcurrió en tres encuentros: El primero, auditivo, fue cuando yo tenía cinco años y una profesora me daba clases de inglés. […] Su método consistía en leerme en inglés lo que ella estaba leyendo y luego hacer una traducción comprensible para una criatura de cinco años, y seguir adelante con su texto. Ese era el método y esa señora, cuando yo tenía cinco años, me leyó los dos poemas ingleses de Borges. Estos dos poemas, añado yo, de deliciosa factura y los únicos que escribió Borges en esa lengua; los dedicó a Beatriz Bibiloni Webster de Bullrich.
Sigue Kodama: El segundo se produjo cuando yo tenía doce años. Asistí a una conferencia de la cual no entendí absolutamente nada, por supuesto. Pero si bien no entendí, ciertas cosas me llegaban. La palabra, la poesía, la literatura, la filosofía son como la música, es decir, sonidos y en la entonación de la voz de alguien que dicta una conferencia hay, de todos modos, algo que despierta en nosotros determinados sentimientos o emociones. Terminada la conferencia la niña fue presentada a Borges: “Se acercó, lo saludé, le di la mano y me fui como cualquier otra persona”.
El tercer encuentro, para alguien exigente, podría ser considerado, en realidad, el primero. Lo extracto: Kodama tenía dieciséis años y vio a Borges paseando por Florida. Se acercó y le dijo que lo había escuchado una vez cuando era chica, que se acercaba para saludarlo y que ahora era grande. Él, por la voz, intuyó que no era tan grande y le preguntó si era ya una persona adulta. Kodama respondió que sí y Borges le propuso: ¿Quiere estudiar anglosajón? Sí, contestó, e inmediatamente se dio cuenta de que no tenía ni la más remota idea de qué era eso. “Se lo manifesté así, él se rió y me dijo que era el inglés antiguo. Le pregunté: ¿Shakespeare? y él dijo: No, mucho más antiguo”.
Desde ese momento, cuenta Kodama, empezamos a estudiar y nos veíamos en la Fragata, cerca de la calle San Martín, en distintos bares que hoy han desaparecido. A veces también en el Saint James que ya tampoco existe. Él llegaba con los libros y con el diccionario —todavía caminaba solo en esa época por la calle— y comenzamos a estudiar el anglosajón. Después la vida fue tejiendo toda una historia. Elegí el irlandés y empezó a dictarme algunas cosas. Traía libros para ayudarse a refrescar datos para preparar las conferencias y, bueno, la vida siguió tejiendo toda esa historia maravillosa. Yo, paralelamente, terminé el secundario, cursé mis estudios en la universidad, tenía mi trabajo y me dividía el tiempo en una vida tan complicada como la que tengo ahora, pero muchísimo más feliz por supuesto.
Este tercer encuentro debió de ocurrir en 1953, ya que Kodama nació el diez de marzo de 1937, según su partida de nacimiento. Sin embargo, en su acta matrimonial con Borges figura 1941 y en alguna reseña periodística se señala 1945. En cualquier caso, habrían de pasar más de veinte años hasta que Kodama empezara a viajar con Borges por todo el mundo, tras la muerte de doña Leonor. Desde entonces ya no se separó del escritor y colaboró con él en la Breve antología anglosajona (1978), así como en la traducción de La alucinación de Gylfi, de Snorri Sturluson (1984) y El libro de la almohada, de Sei Shonagon, que además prologó. Si eran amantes lo eran muy discretamente: no se tuteaban y dormían en habitaciones separadas. Ella leía para él y él le dictaba; vivían, en fin, la vida obligada y normal de un invidente y su lazarillo. Aunque el amor, cualquiera de las infinitas formas de amor, cabe también dentro de esas coordenadas.
En el año 1979 Borges otorgó un testamento en el que legaba sus derechos de autor a Kodama y dividía sus cuentas bancarias entre ella y la mucama de cuarenta años de servicio en la casa, Epifania Uveda de Robledo, la familiar Fanny. En noviembre de 1985, antes de un viaje a Milán, del que ya Borges no regresaría a Argentina, un nuevo testamento excluyó a Fanny y designaba heredera universal a Kodama. Conviene recordar esto a la hora de valorar algún juicio de Fanny sobre ella, que mencionaré más tarde.
 (continuará)

31 de mayo de 2016

Borges, amores y desamores (V)


Palabras clave (key words): María Esther Vázquez, Delia Ingenieros, Elsa Astete Millán.

La cuarta de las mujeres de Borges fue María Esther Vázquez, a la que conoció cuando ella tenía veinticuatro años, y con la que también quiso casarse. Borges ya no veía y doña Leonor, su madre, de ochenta y cinco años, había empezado a buscarle pareja, para no dejarlo solo después de su muerte. La joven entró a trabajar en la Biblioteca Nacional en 1957 y pasó a ser su secretaria y lectora. Cuando lo conocí, me pareció tan viejo como las pirámides, escribió ella. Emprendieron juntos dos proyectos: una revisión del libro sobre literatura germánica que Borges había publicado con Delia Ingenieros en 1951; el otro era una breve introducción a la literatura inglesa. El escritor creía que la boda iba a celebrarse. Leo que “en general, se consideraba que María Esther Vázquez había sido complaciente con Borges”. Ignoro qué clase de complacencias, pero Borges le propone casamiento en 1964 y, como otras veces, es rechazado.
El escritor, espléndidamente dotado para sufrir las penas del desamor y poco apto para gozar sus alegrías, se refugia una vez más en la literatura. Compone tristes versos sobre la fugacidad del amor y de todas las cosas, como los del hermosísimo díptico, de título 1964, de la colección El otro, el mismo: Ya no es mágico el mundo. Te han dejado. / Ya no compartirás la clara luna / ni los lentos jardines. […] Lo que era todo tiene que ser nada; / sólo me queda el goce de estar triste. Trata de superar heroicamente el destino, con la mansa aceptación de otras veces: Ya no seré feliz. Tal vez no importa. / Hay tantas otras cosas en el mundo; / un instante cualquiera es más profundo / y diverso que el mar.  […] La muerte, ese otro mar, esa otra flecha / que nos libra del sol y de la luna / y del amor. El estoicismo de siempre; el que le llevó a iniciar una conferencia en la Universidad de Buenos Aires: “Platón que, como todos los hombres, fue infeliz…”. Pero eso no es verdad, aunque sería muy difícil explicar por qué muchos seres humanos se sienten y proclaman felices, por qué sutil y bendito engaño.
En noviembre de 1965 María Esther le anunció su inminente boda con Horacio Armani (1925-2013), poeta, traductor y ensayista argentino. Borges quedó muy abatido y cuenta que se hizo extraer tres muelas que tenía previsto arreglarse. Pidió además que lo hicieran sin anestesia, para que el dolor físico borrara el dolor espiritual. Llegó a su despacho de la Biblioteca Nacional con un pañuelo ensangrentado en la boca. Su amigo José Edmundo Clemente le preguntó qué le pasaba. “Vengo del dentista. Me fui a sacar unas muelas y le pedí que lo hiciera sin anestesia. Estoy triste por un asunto de faldas. Quería olvidar el dolor, Clemente, pero creo que no puedo olvidarlo”. Vázquez escribió una biografía, Borges, esplendor y derrota.
La quinta mujer es Elsa Astete Millán, una mujer notoriamente afable y sencilla —estos adjetivos son un mal presagio, pueden no indicar nada bueno—, con la que Borges, soltero hasta entonces, se casó a los 67 años, lo que no deja de ser una edad temprana, si se mira bien. Durante los años sesenta el escritor frecuentaba a Esthercita Zemborain, una cultísima viuda, atractiva, elegante, muy estimada en la sociedad de Buenos Aires, con quien había trabajado en la publicación de Introducción a la literatura norteamericana y que parecía su pareja ideal. Sin embargo, el escritor hurgó en el pasado y buscó a una antigua novia, de cuarenta años antes. Llamó a su hermana Alicia y supo que Elsa era viuda. Alicia organizó un té en su casa y luego Borges llevó a Elsa a un restaurante y al cine. Ella le acompañó a su casa, donde vivía con su madre, y se marchó sola en tren hasta su propia casa. Hay que recordar que en esta edad Borges estaba ya ciego.
Tras algunos encuentros, un día el escritor le espetó: “Podríamos casarnos”. La madre invitó a ocho amigas para que conocieran a la futura nuera: parece que pasó el examen, tenía 57 años. La fiesta se celebró en la casa del novio y cuando quedaron solos los contrayentes, doña Leonor sugirió que fueran a dormir al hotel Dorá, muy cercano, pero Borges decidió dormir solo en su cama y la madre acompañó a Elsa al autobús que la llevó a su casa. Esa noche, su noche de bodas, la pasó Borges soñando que “viajaba colgado en un tranvía”, según confesó a la mañana siguiente a Fanny, la mucama de muchos años en la casa.
El matrimonio fue un desastre. Elsa sentía celos de todos aquellas personas a las que su marido tenía afecto. Sus relaciones con la madre fueron inexistentes o tormentosas; prohibió a Borges visitarla y nunca la invitó a la casa. Elsa no compartía ninguno de los intereses de él y sólo parecía interesada en todo lo que la fama suele traer consigo y que él despreciaba: medallas, cócteles, etc. Cuando fue invitado a Harvard, ella exigió mayores emolumentos para su esposo y mejores acomodaciones. Una noche un profesor encontró a Borges en pijama y zapatillas fuera de la residencia y Borges le contó que su mujer lo había echado. El profesor lo tuvo esa noche en su casa y a la mañana siguiente fue a ver a Elsa y le recriminó su acción, a  lo que ella contestó: “Es que usted no tiene que verle bajo las sábanas”.
Se divorciaron en 1970, el matrimonio duró sólo tres años. Según Fanny, antes de la boda, doña Leonor ya había dicho a Elsa: “Mira que Georgie no quiere compartir la cama”, a lo que la mujer respondió, “Yo sé cómo llevarme a un hombre a mi cama”. Habilidad, hay que reconocer, que no tiene tampoco excesivo mérito, dado el carácter generalmente colaborador y hasta entusiasta de los hombres para estas tareas, salvo en casos muy extremados. Pero que aquí quizá falló.
(continuará)