4 de septiembre de 2014

Singular odisea de un alcalde del Maresme (fin)


Los puros nombres de países, regiones o ciudades pueden ser también muy bellos. De joven, haciendo autostop, estuve cierta vez más tiempo del que era menester en las afueras de un pueblo con un nombre que parece arrancado de los antiguos libros de caballería: Peñaranda de Bracamonte. Escribí, en una obra mía: “Damasco... Sólo la palabra me había embrujado desde siempre. Las palabras encierran muchas veces la esencia, el secreto de las cosas”. Pablo Neruda confesó que vivía en los bellos nombres, “gozando de cada sílaba, en el nombre de Singapur, en el de Samarkanda. […] Deseo que cuando me muera me entierren en un nombre, en un sonoro nombre bien escogido, para que sus sílabas canten sobre mis huesos, cerca del mar”.

De todos estos nombres, el que para mí tiene un atractivo más irresistible es el de Samarkanda. Una ciudad de unos tres mil años, en la legendaria Ruta de la Seda, en la que se fundó la primera fábrica de papel del mundo islámico y en la que hay un barrio que se llama Madrid. Porque muy a principios del siglo XV llegó hasta ella una embajada castellana, a cargo de Ruy González de Clavijo, que escribió a la vuelta su Embajada a Tamorlán. Allí está la bellísima mezquita mandada construir por la hermosa y frágil princesa china Bibi Janum, esposa de Tamerlan, de quien ya hablé en este blog. Una ciudad poblada de ensueños, en la que la Muerte se pasea libre por plazas y mercados y habla con respeto y maneras al califa, como también conté.

A nuestro alcalde, en su retiro y soledad forzosos, le vino a la memoria, sin saber por qué, aquella encendida divisa, escrita en lengua persa y grabada sobre el Salón del Trono del palacio de los Grandes Mogoles de Delhi, en la India: “Si el cielo ha descendido alguna vez a la superficie de la Tierra, es aquí, es aquí, es aquí”. Y pensó que también de España, desde Rosas a Ayamonte, desde Fisterra a Cabo de Palos, se podría decir algo parecido, expresándolo más modestamente; que también España podía considerarse con justicia un país privilegiado, dentro del siempre imperfecto mundo en que vivimos. A pesar de nuestros problemas, uno de los cuales es precisamente el de algunos fenicios insaciables y equivocados. Las tres cosas más dulces para los poetas árabes son el murmullo del agua, la voz de la mujer querida y el tintineo del oro. Estos modernos fenicios adoran el secreto silbo de los euros, que ellos son capaces de percibir, aunque se produzca en Andorra, Suiza o las islas Cayman. Y son habilísimos en distraer la atención de la gente con asuntos alejados, en crear y fomentar problemas inexistentes, para esconder y proteger sus negocios y corruptelas.

En definitiva, se dijo, el modo de crear comunidades orgullosas y ciegas no es demasiado difícil; pasa por descerebrar un par de generaciones. La suerte, la mala suerte, puede hacer que se caiga en manos de algún demagogo de los que gustan embarcarse en descabelladas aventuras o en las de un soñador que crea poseer el elixir mágico que transforma a los pueblos. Estas prédicas fáciles prenden en patriotas sencillos, que no conocen el daño que pueden causar con sus trivialidades. Sanchez Albornoz ya escribió sobre “los desgarrones de la unidad hispana, que sólo en daño de los pueblos españoles todos y en beneficio de sus émulos se han realizado siempre y pueden realizarse todavía” (Españoles ante la historia).
 
Habla, pues, don Claudio de “los grandes daños que las secesiones han ocasionado a la comunidad histórica peninsular”. ¿Habrá muchos entre estas huestes soberanistas que hayan leído al insigne historiador? ¿O se quedaron sólo con la historia y leyendas de Guifré el Pilós? David era optimista, a pesar de todo, y recordaba y hacía suyas las palabras de Pablo Neruda, en otras circunstancias muy diversas: “Entrará la luz definitiva por los ojos entreabiertos. Nos entenderemos todos. Progresaremos juntos. Esta esperanza es irrevocable”.
 
Remembró igualmente aquella inolvidable visita que hicieron al pueblo, recién nombrado él alcalde, el presidente Artur Mas y su invitado el barón Cósimo Piovasco de Rondò. El barón andaba siempre con las mismas ideas, que le venían de cuando su familia luchó ardientemente para forjar la unidad de Italia, y que soltaba en cuanto podía, vinieran o no a cuento: “Si vas a construir un muro, piensa en lo que queda fuera”. Pero que eran muy verdad, pensó David, porque, cuando levantas una muralla para aislarte, lo que queda dentro no es lo importante, aunque de momento pueda resultar tranquilizador o ventajoso. Es lo que queda fuera lo que se pierde para siempre, lo que nos empobrece fatalmente, aquello a lo que se renuncia sin necesidad, sin justificación.

Sumido en estas consideraciones, David se quedó plácidamente dormido en la sobretarde del domingo estivo. Muy poco después llegaban Montse y Roberto Enrique, ambos relativamente contentos, como ya se ha dicho. Montse había recibido el constante y callado homenaje de los chicos, sin ninguna consecuencia molesta, y eso tampoco es tan desagradable. Roberto Enrique había gozado de la cercanía de Jordi. Entendió desde el principio que no podía aspirar a otra cosa, lo aceptó así y se contentó con admirar devotamente, con culto de dulía, la radiante belleza del mozo. Y, como siempre, la vida, esa mezcla de frustraciones y deleites renovada incansablemente, siguió su invariable curso, amable a veces, triste en ocasiones y engañosa siempre. FIN DEL RELATO.

3 de septiembre de 2014

Singular odisea de un alcalde del Maresme (IV)


Oyó el alcalde los tres cuartetos para cuerda que el desgraciado conde, después príncipe, Andreas Kirillovich Razumovski comisionó a Beethoven en 1806, los llamados por ello cuartetos Razumovski. Recordaba David la historia de este noble: construyó a sus expensas un suntuoso palacio junto al Danubio y en la Nochevieja  del 1814, para honrar al zar Alejandro I, dio allí un baile. Los invitados eran tantos que se hubo de habilitar un espacio adicional, calentado con tubos que venían del edificio principal. Tras la fiesta empezaron a arder estas tuberías, el fuego se propagó con rapidez y buena parte del palacio quedó destruida. El príncipe apareció enajenado y perdido, vagando solo y sin rumbo entre las ruinas al amanecer, con la vista seriamente dañada. Lo que le estaba pasando a él, pensó David, era una minucia comparada con esa tragedia. Porque, además, confiaba totalmente en Montse, en su inteligencia, en su buen sentido. Recientemente, cuando cierto político catalán había reconocido públicamente la ocultación de un capital, David le hizo ver que era un caso concreto y no se podía aplicar a todos. Montse le recordó entonces el pasaje de La vida de Lazarillo de Tormes, cuando el ciego acusa a Lázaro de comer las uvas de tres en tres y este le pregunta maravillado que cómo lo sabe. A lo que el sagacísimo ciego contesta: “Porque yo comía de dos en dos y callabas”. No, a Montse no la iban a engatusar, a engañar.

Siguió después con música más mundana, pero no menos agradable. Como aquella canción, una de sus preferidas,  Paloma blanca (Coloma blanca, en catalán), que cantaban al alimón María Dolores Pradera y María del Mar Bonet. Le gustaba la voz fluida y ajustada de la Pradera cantando en castellano, pero se confesó que aún le gustaba más la dulcísima y delicada voz de la Bonet. Y cuando esta cantó en catalán, admitió sin reservas la musicalidad de esa lengua, que era también la suya, porque era perfectamente bilingüe. Sería una pena que lenguas así se perdieran. Sobre todo esta, relacionada con el occitano, la lengua en que los antiguos trovadores medievales empezaron a cantar la destilación del amor, el amor cortés, descubierto por entonces.

El problema surge, pensó, cuando se hipertrofian los afectos y las querencias, cuando nos empeñamos en hacer de lo nuestro lo mejor, lo inigualable, y empezamos a desdeñar lo ajeno. Si pensamos que el catalán es la más lengua más perfecta del mundo, tropezaremos, antes o después, con los que otorgan esa preeminencia al vascuence, por poner un ejemplo. Esta última fue, para el padre Pablo de Astarloa, la primera lengua hablada en el mundo, anterior al hebreo y fue Túbal, nieto de Noe, quien la trajo a España. El jesuita Manuel de Larramendi creía igualmente que era una de las setenta y cinco lenguas —ni una más, ni una menos— que surgieron después de Babel. Todo eso, en el fondo, son naderías, porque el abate Dominique Lahetjuzan (1766-1818) afirmó que era la lengua hablada en el Paraíso Terrenal, y el también abate vasco francés, Diharce de Bidassouet, aseguró un poco después que era la lengua que manejaba el Creador. Un catalán y un vasco, proclamando ambos esta supuesta supremacía de sus respectivas lenguas, no pueden tener razón los dos. Forzosamente, la razón ha de ser de uno o del otro o de ninguno de los dos. Son las irrebatibles cosas de la lógica.

Lo mismo ocurre si alguien opina que el enclave urbano más bello y recoleto del mundo es la Plaça de Sant Jaume, en Barcelona. Porque entonces se enfrentaría a la opinión del sabio y polígrafo italiano Edwin Cerio, convencido de que “la obra maestra de Dios es la plaza de Capri”. Una opinión difícil de rebatir, además, porque Cerio era historiador, ingeniero, arquitecto, botánico, etc. Fue quien proyectó el ferrocarril transandino, que comunicó Santiago de Chile y Buenos Aires, y fue también alcalde de Capri, la ciudad en la que había nacido. Hablaba seis idiomas, escribió ficción y fue editor de una revista literaria, Tra il riso e il pianto.

Es que hay que tener cuidado con lo que se dice o con lo que se sueña. No debería uno consubstanciarse con ninguna realidad, porque la realidad la aprecia cada cual a su manera y las impresiones subjetivas pueden resultar falaces. Un madrileño podría estar tentado de afirmar que el aire de la sierra del Guadarrama es el más delgado y limpio del planeta. Haciéndolo, se opondría inevitablemente al gran escritor, periodista y diplomático mejicano Alfonso Reyes, quien ponderaba que era precisamente la meseta de Anáhuac la región del mundo en la que el aire es más transparente.
(continuará)

2 de septiembre de 2014

Singular odisea de un alcalde del Maresme (III)


Entretanto, el contencioso se había afianzado en la calle, en los pueblos cercanos, en la comarca, en la comunidad entera. De hecho, el abad de un monasterio próximo le dedicó una homilía, en la que establecía el derecho a decidir de los afectados en cualquier litigio como uno de los derechos fundamentales de la persona humana (sic, de la persona humana). Se basó el buen abad en datos que manejaba ya desde hacía mucho tiempo y que por fin se había decidido a hacer públicos. Se trataba de que, como se recogía claramente en Deuteronomio 9, 17, hubo una primera versión de las Tablas de la Ley dadas a Moisés, que este rompió con sus propias manos en un ataque de ira. Esta primera versión era más amplia que la segunda, la que conocemos hoy día, afirmaba el abad, y en ella se recogía escrupulosamente el derecho a decidir. Por cierto, continuó, esta primera versión estaba escrita muy probablemente en catalán, aunque confesó no tener todavía las pruebas definitivas.

No se avistaba una solución pronta al conflicto y las posiciones parecían inmodificables. Continuaron las interminables conversaciones. El alcalde empezó a temer que esta espinosa controversia acabara influyendo negativamente en las próximas elecciones municipales y trató de buscar una solución. Confiaba infinitamente en Montse, pero también tenía muy mala impresión de los tres pretendientes. En realidad, de dos de ellos, según manifestó a Roberto Enrique en privado:

— Roberto Enrique, de estos tres mozos, Jordi es un guapazo, tiene todas las hembras que quiere y lo que le resulta difícil es quitárselas de encima. Sin embargo, los otros dos me parecen verdaderos menesterosos sexuales, que en su vida no se van a ver en otra. Se han negado a que yo esté presente en esa celebración del fin de semana en la costa y aseguran que eso es innegociable. Voy a proponerles que tú sí estés presente y veremos si llegamos a algún tipo de arreglo.

Montse seguía distraídamente todo el proceso, casi como si no fuera con ella. Recordaba confusamente a muchos de sus paisanos y cuando vio en un periódico la fotografía de los tres porfiadores, con sus nombres de pila, se llevó una sorpresa mayúscula. Porque a este Jordi, que era hijo de una vecina y unos diez años menor que ella, recordó haberle tenido en su falda y jugar con él, cuando ella era todavía casi una niña y él un rapazuelo de dos o tres años, una ricura de niño, conocido y querido en todo el barrio. ¡Por Dios bendito, cómo es ahora Jordi!, se dijo para sus adentros, ¡qué pedazo de angelote se ha hecho! Y la manía esa que le ha entrado de pasar un fin de semana de fiesta conmigo, se volvió a decir para sus adentros, olvidada completamente de que los sujetos con tal pretensión eran tres, exactamente tres, y no sólo el espléndido rubio; la mente humana funciona así. Veremos en qué queda todo este asunto, se dijo otra vez para sus adentros, ya con cierta resignación y un poco harta de hablar siempre para sus adentros, en vez de poder hacerlo con alguna amiga de confianza, que es mucho más divertido. Es que el Jordi, aquel Ganimedes al que había visto desde que nació, la había descolocado un poco, la verdad. Y se le veía tan desvalido… Bueno, eso de desvalido me lo acabo de inventar yo ahora mismo y no hay razón alguna que lo sustente, reconoció Montse, que no era tonta, siempre para sus adentros.

Las negociaciones siguieron avanzando hasta que se llegó trabajosamente a un cierto acuerdo. Aceptando las normas de la democracia circunstanciada, se dio vía libre a una celebración conjunta de fin de semana en Arenys de Mar, sin la presencia del alcalde, pero sí la del Secretario del Ayuntamiento, que actuaría como organizador, mediador y, en caso necesario, moderador, en cualquier sentido posible.

Cuando se le comunicó el resultado a Montse, la principal afectada después de todo, se sorprendió de la resolución final, que concedía prácticamente todo lo solicitado, pero lo tomó con filosofía, pensando que hacía un gran favor a su esposo, a su carrera política. La presencia de Roberto Enrique la tranquilizaba, en el sentido de que excluía la posibilidad de un ataque masivo e indiscriminado de los jóvenes y la protegía incluso de una, por otra parte impensable, debilidad suya frente a aquel bello Jordi, que había cambiado tanto desde que ella lo había conocido y tratado. Montse era bien consciente de su cordura y entereza frente al acoso de los hombres, que había padecido desde que tenía uso de razón, pero también sabía que el Demonio en las cosas de la carne es capaz de enredar las cosas muy sutil e irreparablemente. Cuando su marido le preguntó al final, si estaba dispuesta a jugar su papel en el acuerdo, respondió que sí, que lo haría con mucho gusto. Lo dijo así, con estas palabras, y el marido quedó un poco extrañado de esa extrema disponibilidad, que él había considerado difícil de conseguir. Montse se dio cuenta de este error subliminal, trató de enmendarlo y se corrigió:

— Bueno, quiero decir que me sacrificaré, que una ya no sabe ni lo que dice, con estas proposiciones tan alocadas y tan sin sentido.

Se celebró la reunión festiva y todo se pudo resolver pacíficamente, sin graves consecuencias para nadie. Jordi, sin negar la rotunda belleza de Montse, tenía problemas de agenda para atender sus propios líos y la consideró además ya algo mayor y demasiado intelectual para sus gustos y querencias. Tuvieron tiempo, eso sí, de recordar el pasado y reírse con lo que le contaba ella, de manera absolutamente maternal, sobre algún detalle de su vida de niño. Jordi tuvo más bien que dedicar la mayor parte de su tiempo a defenderse de los suaves y discretos ataques de Roberto Enrique, que le aconsejaba constantemente y aprovechaba cualquier ocasión para estar junto a él e intentar algún levísimo toqueteo. Los otros dos aspirantes, cuando se vieron en la cercanía de la mujer, comprendieron en un momento, por muchas razones, que era una meta inaccesible, que pertenecía a un Olimpo de diosas imposibles y se contentaron con gozar de su presencia y retratarse con ella en todas las ocasiones que pudieron. El alcalde, al final de la prueba, recibió alborozado a su esposa y la vida continuó plácida y feliz en aquella parte privilegiada del mundo.

Mucho de lo que he relatado se ha conocido también por las noticias de prensa. Sólo he querido reconstruir, brevemente, la historia completa, para dar una idea de cómo hablando se entiende la gente y de cómo el diálogo es una fuente inagotable de bendiciones. Y mostrar esa nueva forma de democracia, la circunstanciada, que hace furor en algunas áreas del Estado español, como ya dije.

Sólo algunos detalles más. Explicaré cómo vivió el alcalde el episodio final del enmarañado asunto. Durante la dichosa celebración, Montse y él hablaron alguna vez, como era lo acordado por las partes, y también recibió los informes pertinentes del Secretario. Ese fin de semana, David resolvió algunos expedientes en el Ayuntamiento y el resto del tiempo se refugió en su casa, oyendo música, como hacía otras veces, cuando la idiocia e insensatez del mundo se le hacían demasiado evidentes. Con su bebida preferida: agua de Vichy catalán, ese invento formidable, bien fría.
(continuará)

1 de septiembre de 2014

Singular odisea de un alcalde del Maresme (II)


David no acababa de creer lo que estaba sucediendo. Juzgó oportuno pedir algún consejo y ayuda, y le contó la rara propuesta al Secretario del Ayuntamiento, una persona de mediana edad, ecuánime e inteligente. Este Secretario, enamorado de su nombre, Roberto Enrique, y que se había jurado no contestar jamás a quien no lo dijera completo al dirigirse a él, era un gay manifiesto, que estaba no ya orgulloso sino orgullosísimo de su condición y la proclamaba sin tapujos, en busca de gentes de aficiones parecidas. Dentro, eso sí, de la más exigente legalidad, exponiendo esta peculiaridad suya sólo a gente adulta, facultada para tomar decisiones responsables. El Secretario quedó en parlamentar con los promotores de la insólita solicitud.

Se reunió Roberto Enrique con los tres jóvenes. Enseguida, estos enfatizaron el carácter estrictamente democrático de su petición. No somos sólo nosotros tres, dijeron, en nuestro pueblo hay un clamor general de apoyo a nuestra idea, que no se puede acallar ya. Nadie podrá objetar el espíritu radicalmente democrático del asunto.

— Pero, hermosos míos, argumentó con cierta sorna el Secretario, con muy contenida coquetería y con la facundia típica de muchos de su condición, ¿de qué democracia habláis? ¿Os referís a la democracia directa de las ciudades-estado griegas? Porque esa estaba bien para pequeños grupos humanos, para aquellas poblaciones en las que los votantes eran pocos y ni las mujeres ni los esclavos votaban. Si os referís a la democracia representativa, entonces han de ser los legítimos representantes de la comunidad los que tendrán que avalar la resolución. Pero, además, nosotros vivimos en una democracia constitucional, en la que existen restricciones y reglas, para garantizar los derechos individuales y colectivos, que han de ser respetadas. ¿Cuál es vuestra democracia?

— ¿Y cuál es la suya?, contestó Jordi, uno de los tres demandantes que era un mocetón rubio guapísimo, que le pareció al Secretario como venido de un ensueño feliz, de un paraíso aún por descubrir, y frente al que quedó momentáneamente paralizado, derrotado, anonadado, silencioso y tímido. ¿Es democracia que para resolver un problema catalán tenga que intervenir un señor de Huelva? Si el problema es de Porrosillet, son los ciudadanos y ciudadanas de Porrosillet los que han de decidirlo. ¿Qué pintaría allí un señor ajeno, aunque fuera de la propia Terrassa?

El Secretario, repuesto ya de su pasajero deslumbramiento, le contestó, poniendo suavemente su mano sobre la del joven, que la tenía apoyada en la mesa, como para serenar sus ideas; gesto al que este no dio mayor importancia, acostumbrado desde niño a que todo el mundo, hombres y mujeres, quisiera tocarlo, porque era verdaderamente un querubín: Pero Jordi, hermoso mío —y este hermoso no era el meramente retórico anterior, sino que brotó de un venero muy profundo del alma—, eso podría servir para asuntos pura y exquisitamente locales, no para ámbitos más amplios. ¿No comprendes que un país así sería ingobernable?

Habría, prosiguió el Secretario, leyes diferentes y cambiantes para cada región, para cada ciudad, para cada villorrio. Tiene que haber un marco legal inviolable, que garantice una cierta uniformidad, un cierto orden. El mundo, querido Jordi, no son unos cuantos montes, valles y danzas, por entrañables que sean. Al mundo hay que dotarlo de equilibrio y harmonía, hay que poblarlo de frontones y capiteles griegos, de belleza clásica y universal. Y de derecho y normas romanos, de estabilidad y seguridad jurídica. Están, además, los compromisos adquiridos y la prudencia, que muestra que los estados de opinión son mudables y giran con los vientos de la historia. Y, volviendo a más terrenales asuntos, ¿habéis contado con la voluntad del marido? ¿Y con la propia Montse? Porque ella tendrá también algo que opinar, digo yo.

Ella tendrá que someterse a la voluntad popular. Un ciudadano o ciudadana, por importante o valiosa que sea, ha de supeditarse a los dictámenes del pueblo soberano —estas tres palabras se le agrandaban en la boca—, que están por encima de su opción o de sus pronunciamientos personales, sentenció otro de los chicos. El pueblo es el que detenta el poder. Es la democracia, señor Secretario.

Es justamente al revés, se rebeló Roberto Enrique. Cumplidos unos requisitos básicos, que sí obligan a todos, nada puede suplantar a la voluntad de la persona, que está por encima de cualquier presunto derecho de la sociedad o del Estado. Ese es el auténtico liberalismo y la verdadera libertad, conseguida trabajosamente a lo largo de siglos de luchas y sufrimientos. La persona es libre e inviolable, no sometida a ninguna voluntad ajena. Desconfío de los que predican o sugieren cómo han de ser los buenos ciudadanos, de no importa qué país o región.

Nosotros, argumentó el tercero de los chicos, seguimos las teorías y normas del nuevo partido, el DCC (Democracia Catalana Circunstanciada), que tiene en cuenta las circunstancias de los asuntos políticos y predica que el ámbito de decisión debe restringirse al de los afectados por lo que se haya de decidir. Y me refiero, naturalmente, a los afectados directos, no a quiméricos afectados indirectos. El líder de la DCC acaba de declararlo muy recientemente.

El Secretario había oído las declaraciones de dicho líder, persona de aspecto ligeramente elefantino —esto no puede molestar a nadie; al Dios de la Sabiduría y la Inteligencia en el panteón hindú, Ganesha, se le representa con cuerpo de hombre y cabeza y trompa de elefante—, y con pinta de menestral de tienda de ultramarinos —esto puede molestar aún menos, cuando empieza a señalarse por algunos, como hecho diferencial del ciudadano catalán, su aprecio y devoción por la menestralería—, a quien se le adivina lento en cualquier cosa en la que un ser humano pueda ser lento; es decir, moviéndose, hablando, pensando, razonando. En cierta ocasión, este líder recurrió a la anáfora, un recurso estilístico grato a los oradores, para ensartar los siguientes juicios, de progresiva irrealidad e incertidumbre: “La independencia es posible, la independencia es conveniente, la independencia es necesaria”. Así, sin una duda, sin un titubeo. Ni por un momento debió de pasar por su cabeza la posibilidad de que alguna o todas esas proposiciones pudieran ser discutibles o falsas.
 
A este líder se le veía a menudo con otro político soberanista que, para el Secretario, era la refutación viviente e inapelable de cualquier presunto hecho diferencial, ya que no podía dejar de representárselo como un agraciado chulapo madrileño, vestido con gorra a cuadros, chaqueta ceñida de espiguilla, pantalón negro ajustado, pañuelo blanco al cuello y clavel en el ojal, arrancado de alguna zarzuela como La revoltosa. Roberto Enrique comprendió que sería imposible llegar a acuerdo alguno y dio por terminada la reunión, expresando, eso sí, la disponibilidad de todos para seguir dialogando, para dejar abierta esa vía. Hablando se entiende la gente, se proclamó una vez más, con el refrendo entusiasta de todos.
(continuará)

31 de agosto de 2014

Singular odisea de un alcalde del Maresme (I)


Con asombro, con incredulidad, leo noticias sobre extraños juegos en Cataluña, en los que gana quien arroja más lejos un DNI español; o ingeniosidades para esconder o miniaturizar la bandera española; o bromas en las que se simula el fusilamiento de un concejal. Leo también que, cuando alguien arguyó que la confesión de Pujol podría ser una rémora para el independentismo, una señora, con gran desparpajo, contestó diciendo que no, que “justamente quieren la independencia para evitar esas corrupciones” (sic), implicando que es la pertenencia a España la que motiva esas conductas.
 
En los movimientos nacionalistas no espero encontrar muchos raciocinios, pero tampoco esta mezcla de envanecimiento, puerilidad y planura mental. Y me pregunto qué se hizo de aquella Cataluña laboriosa y seria, educada y serena, en la que la firma de un representante de comercio o de cualquier agente mercantil tenía la misma validez que la de un notario. Tiendo a tomar estos asuntos con cierto humor, más o menos feliz, y he escrito un relato, con esperanza todavía y el cariño hacia la Cataluña que fue, que estoy seguro de que sigue existiendo y que podría resurgir perfectamente cuando se pase esta ventolina de ahora, que espero que se quede sólo en eso. Es un poco largo y vendrá en cuatro o cinco entregas.


SINGULAR ODISEA DE UN ALCALDE DEL MARESME

Las nuevas concepciones democráticas, que han surgido con fuerza en ciertos ámbitos del Estado español, han ocasionado perturbadores problemas al alcalde de una localidad del Maresme interior, en Cataluña, aunque finalmente se llegó a una feliz solución del conflicto. Como la noticia saltó hace tiempo a la prensa general y ha ocasionado un amplio revuelo en todo el país, dedicaré unas palabras a explicar la génesis del problema y sus distintos avatares. Daré detalles que me ha sido dado conocer y que no recogen los medios de comunicación habituales.

Dicho alcalde, de nombre David —en los medios sólo se han dado los nombres de pila de los afectados—, director de una reputada Academia de Comercio en la localidad, se casó hace sólo unos meses, con una señorita del cercano pueblo de Porrosillet del Camp, de nombre Montse. Forman una joven pareja, los dos con menos de treinta años, respetada y querida. David es un hombre serio y trabajador, que ha llegado a dirigir la Academia por méritos propios y le ha dado un gran impulso, convirtiéndola en la más acreditada y valorada de la región. Todos estos logros y dotes personales hicieron que en las pasadas elecciones locales fuera elegido alcalde por una considerable mayoría.

De Montse, con decir que es la mujer más guapa en muchos kilómetros a la redonda podría pensarse que se ha dicho todo o lo más importante. No es así, porque, además de eso, es inteligente, amable, alegre y divertida. Ni siquiera se la podría criticar por una muy ligera y soportable vanidad, porque sería imposible, para quien sea como ella y tenga algún espejo en su casa, no tener conciencia de los dones que le otorgó la Naturaleza. Ocurre también que su belleza no es de esas lánguidas y recatadas, sino de las llamativas y espléndidas, imposibles de ocultar o disimular; cosa que, por otra parte, ella no trata de hacer. Sin ser una descocada, sabe vestirse con las ropas que le van bien y realzan su porte, de forma que no hay cristiano que no repare en ella, en su manifiesta condición de hembra como a punto de explotar, de romper las junturas de los vestidos que le cubren y aprisionan su elástico y túrgido cuerpo.

Pues sucede, lector, que entre los más de doscientos alumnos de la citada academia, había tres mozos, de algo menos de veinte años, que eran del mismo pueblo de Montse y seguramente la llevaban adorando secretamente desde que llegaron al umbral mismo de la pubertad. La adoraron no muy continuadamente, porque Montse cursaba la carrera de Historia en Barcelona, no paraba ya mucho en el pueblo y luego estuvo en Londres haciendo estudios de su especialidad. Al poco tiempo de volver de Inglaterra, los tres mozos se enteraron de que se casaba, justamente con el director de la academia en la que estudiaban, a quien conocía desde los tiempos de la Universidad.

Los tres quedaron estupefactos por la sorpresa. Y decepcionados e irritados. Montse había sido su inalcanzable ídolo en la adolescencia y motivo de orgullo para todos ellos, porque su excepcional belleza era reconocida en toda la comarca. Era de un antigua familia catalana y siempre pensaron que se casaría con alguno de los perseguidores que tuvo en el pueblo, que fueron prácticamente todos los varones en edad núbil y anterior. Y resultaba que se casaba con un forastero, cuyos padres, pobres, llegaron a Cataluña desde un pequeño pueblo perdido en la provincia de Cáceres.

De la manera más espontánea surgió en los tres el deseo de enmendar el injusto y caprichoso destino. Consideraban, con el resto de los vecinos del pueblo, que les habían robado a la moza. Hablaron con el vecindario, promovieron reuniones, manifestaciones, formaron cadenas humanas, escribieron en los periódicos de ámbito local y regional y denunciaron el desaguisado en la cadena de TV local. En un viaje que hicieron a Porrosillet al poco de casarse, David ya vio algún balcón con la pancarta, en letras grandes y rojas: David nos roba.

El presunto ladrón no le dio más importancia al hecho. Hasta que unos días después se presentaron los tres jóvenes en su despacho y le plantearon con crudeza la cuestión. Montse era en cierto modo la patrona terrenal del pueblo, su buque insignia, su tótem ancestral, una especie de bien mostrenco que, de alguna manera, pertenecía a la comunidad entera. No era justa su brusca erradicación del lugar en que había nacido y en el que había vivido bastantes años de su vida. Todo eso, sin que nadie del pueblo pudiera haber gozado de su dulce compañía, de su tierna amistad, salvo cuando era solamente una niña. En fin, dijeron a David que habían decidido, de la manera más democrática y por rigurosa votación, incluso mediante referéndum, solicitar su anuencia para que los tres, como representantes designados de los varones de Porrosillet, pasaran un corto tiempo, un fin de semana, con la divina Montse y nadie más, en un buen hotel de la cercana costa. Sin planes o condiciones previas.

Al principio, David no podía creer lo que escuchaba y pensó que era una broma de mal gusto. Entonces, los tres insistieron en su principal argumento: el carácter estricta y supremamente democrático del acuerdo. Si usted es verdaderamente un demócrata, no tendrá más remedio que aceptar nuestra propuesta, sentenciaron. Piénselo y no se oponga al diálogo. Hablando se entiende la gente; ha sido siempre así y así será por los siglos de los siglos.

Conversaron un buen rato, exponiendo el Director las razones que cualquiera esgrimiría en parecidas circunstancias. Habló de la inviolabilidad del vínculo matrimonial, de la rotunda aceptación social del mismo, de la falta de precedentes, del previsible rechazo de muchas gentes, ajenas a Porrosillet, frente a la componenda, frente a los promotores de la misma y, sobre todo, frente al consentidor último. En fin, les hizo ver la absoluta ilegalidad de la misma y terminó la entrevista sin acuerdo alguno, aunque se quedó en seguir dialogando hasta encontrar una posible solución satisfactoria para todas las partes.
(continuará)