24 de mayo de 2014

Pesimismo del futuro y sobre Luces de la ciudad


Me quedan dos cabos por atar de mi entrada de ayer: una afirmación que querría matizar y otra que querría explayar; enseguida las mencionaré. Cuando se escribe con espontaneidad, se corren estos riesgos. Nada grave, porque también se tiene siempre la posibilidad de corregir, de enmendar, de desdecirse, si fuera necesario.

Anduve bastante pesimista al referirme al futuro de la humanidad y del mundo, aunque también dije que sin razones definitivas. Alguien podría pensar que esto me mantiene permanentemente en un estado de acedía o desconsuelo. No es así y en general suelo estar de buen humor. El ser humano ha sido construido para soportar las desdichas, las derrotas y hasta la desesperanza. Quizá sólo los que se demostraron capaces de sufrir todas estas desventuras pudieron sobrevivir. Me entristece el dolor que veo en tantas gentes, en tantas víctimas, pero lo que más me irrita y exaspera es la desfachatez, la inmunidad de que gozan los causantes, los responsables de tanto daño.

El azar, tantas veces el azar, me hizo tropezar, después de escribir mi entrada, con este texto: “Más de una vez habremos soñado, los que hoy vivimos (o sobrevivimos), en una tierra de evasión, de refugio donde poder huir para hallar la paz. Esta tierra no existe hoy. Desgraciadamente, no hay punto del globo donde se pueda vivir totalmente alejado, aislado, de todas las calamidades que envuelven la tierra toda”. Bueno, es más o menos lo que yo contaba; por lo menos, no soy el único.

Decía también que puedo ser muy minucioso en la contemplación de algo. En mi entrada, había descrito con cierto detalle unas secuencias del film Cabaret. En el cine, las imágenes son lo que las palabras en la literatura. A veces hay que detenerse, retenerlas, degustarlas. Se encuentran así cosas que se escaparían de otra manera. Me gustaría fijarme hoy en otra antigua película de Chaplin, City Lights (Luces de la ciudad). Son antológicos los últimos fotogramas.

En ellos, la florista ya puede ver y contempla la figura pobre y desaseada de Charles Chaplin, Charlot, a quien ella no había visto nunca y al que imaginaba como un elegante y rico caballero. Lo reconoce al depositar unas monedas de limosna en su mano y comprobar que es la misma mano que le había ayudado a ella tantas veces. La desilusión de la chica es lógica, pero también el espectador sospecha que quizá pueda quedar en la joven el agradecimiento, la compasión, la ternura, por quien ha hecho tanto por ella, hasta lograr que recupere la vista. Y los ojos de Chaplin —que apenas se atreve a soñar con el milagro y se muestra tímido, desesperanzado y presto a alejarse y despedirse de la persona a la que amó, ciega, y ahora piensa que ya no podrá amar, vidente—, los negros y profundos ojos de un Chaplin viejo, sostienen un juego sutil, sabiamente prolongado, del menesteroso que no espera un gozoso desenlace de la situación, pero que empieza, todavía con incredulidad, a intuir, a anticipar una felicidad posible. La gratitud, quizá el amor, triunfa en la película, con un final, que podría haber sido el opuesto, pero que es el que los espectadores de todos los tiempos y lugares desean, con toda seguridad. El film, cualquier film, es mucho más que eso, pero eso también cuenta. Y para captarlo, hace falta verlo con tiempo, con entrega, con apasionamiento, como ocurre cuando se lee un buen libro.

23 de mayo de 2014

De la juventud y la justicia


Amigo lector (o lectora), llevamos ya algún tiempo juntos y supongo que me conoces un poco. Cuando alguien escribe, va descubriendo rasgos de su personalidad, aunque no lo pretenda, aunque no quiera. Un blog no son unas memorias y mucho menos unas confesiones, pero desvela algo o mucho del carácter de su autor. Hasta casi más, porque las memorias y confesiones están escritas con la conveniente cautela, si no con tramperías, mientras que en el blog van apareciendo las cosas que ‘se te escapan’ sin querer, sin darte cuenta. ¿No crees que es así?

Hoy me gustaría adelantarme a tus posibles sagacidades y contarte algo de mí. Tengo algunos años y vivo relativamente despreocupado de bastantes de las urgencias del mundo y explorando todavía su belleza. No me importaría reconocer esa como una nota de mi carácter. Puedo ser muy minucioso en la contemplación o el análisis de algo, porque tengo algún tiempo. Sobre unos pocos fotogramas de una película, como con Cabaret en la pasada entrada, puedo construir una historia o inventarme un personaje. En fin, en cierto sentido podría ser calificado de esteta —sin que esto signifique ninguna cualidad excepcional, sino una cierta disposición a buscar y exigir la belleza— y se podría pensar que vivo tranquilo, gozando todavía de algún esplendor fugitivo.

Algo de eso puede ser verdad. Pero lo que quizá no sospeches es que ando ya muy desilusionado. Recuerdo haber escrito, en mi adolescencia, algo así como: Es joven quien piensa que en el mundo aletea, más o menos recóndita, la justicia. Si esa fuera la verdad, te digo que no podría ser más viejo de lo que soy ahora. Casi ninguna arbitrariedad me afecta a nivel personal, pero me irritan las que veo que sufren los hombres, en todos los países, en las eternas guerras y en las efímeras paces. En aquellos tiempos creía sinceramente que todo el descarrío del mundo era un desarreglo temporal que podría tener solución. Como la vida me parecía interminable, incluso pensaba que yo podría llegar asistir a esos cambios felices. Hoy no espero ya gran cosa ni del mundo ni del futuro y siento a veces el áspero regusto de la vida, su fatiga.

He visto muchas desgracias, muchas injusticias, y calamidades que apenas puedo concebir. Muchas son obra de los hombres, pero no todas. Sebastián Castellion (1515-1563), fue un humanista protestante francés discípulo de Calvino, del que después se distanció, que escribió el opúsculo De haerectis (Sobre los herejes), publicado en 1554 bajo el seudónimo de Martinus Bellius, en donde condena sin paliativos la tesis que justifica la ejecución de los herejes. En su Prefacio se hace la siguiente pregunta, que otros hombres, creyentes y no creyentes —más bien los creyentes; los no creyentes no van a preguntar nada al Ser cuya existencia niegan— se formulan también: Si tú Cristo haces estas cosas o mandas que se hagan, ¿qué queda para el Demonio? Este Castellion reaccionó valientemente contra la ejecución de nuestro Miguel Servet por los calvinistas en Ginebra, el 27 de octubre de 1553: «Matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre. […] No se hace profesión de fe quemando a un hombre, sino haciéndose quemar por ella», escribió.

Estoy convencido, aunque tampoco tengo razones definitivas para afirmarlo, de que la humanidad terminará aniquilándose, de una u otra manera. No veo el mundo dirigiéndose a una meta de paz o harmonía, sino enderechándose a su destrucción. Quizá por eso tiendo a refugiarme en el pasado. El presente es un instante fugaz, evanescente. El futuro, a mi edad, no ofrece deslumbrantes tesoros y deja poco sitio para las utopías. Sé bien que el pasado es todo lo que no es, lo que ya no es, lo que pasó y no puede volver. Pero tal vez es la única realidad verdaderamente humana, porque pertenece al que lo vivió con intensidad.

22 de mayo de 2014

Cabaret: breves, profundas secuencias


Lector, el cine podría ser ese espectáculo total que los artistas han buscado más o menos en vano. Para eso haría falta la labor de un genio y esto se da raramente. Apenas he hablado de cine en este blog y no soy muy conocedor del mismo. Pero hoy me gustaría recordarte una película excelente: Cabaret. Las obras de arte hay que gustarlas pausada y repetidamente y yo querría que vieras con mucha atención esa escena en que un adolescente de las Hitlerjugend (Juventudes hitlerianas), un ario perfecto, canta una bella canción, que se presenta como tradicional alemana; una especie de himno o canto a la patria —esos cantos a los que temo tanto, que han causado tanto dolor a la humanidad—. Su título en inglés es: Tomorrow belongs to me (el mañana me pertenece), y estaba incluida en el musical de 1966 y también en la película de 1972. Algunos la criticaron por considerarla antijudía. Resulta, sin embargo, que la canción fue escrita para el musical precisamente por un par de judíos, John Kander and Fred Ebb. Como ocurre tantas veces, la realidad es esquiva y engañosa.

Te copio el vínculo a un video de Youtube: http://youtu.be/lv0jav4lNsk, que dura tres minutos y veinte segundos. Fíjate en el viejo con gorra marinera y gruesas gafas, que aparece en un par de breves secuencias. Parece aturdido, inseguro y en sus gestos hay un contenido disgusto, e inquietud o nerviosismo. Seguramente —ahora deja volar tu imaginación; sin la colaboración del lector o el espectador, cualquier obra de arte carece de sentido y hasta de existencia— ha vivido los horrores de la primera guerra mundial y es capaz de anticipar el desastre que viene. Son unos segundos de proyección, pero, para mí, en ellos están condensados el espanto y el anuncio de la tragedia que se avecina inexorable, sin que los demás se den cuenta. Al final de la escena, fíjate también en la leve y supremamente irónica sonrisa, en el discreto cabeceo, del Maestro de Ceremonias de la película, el presentador de los varios números del cabaré, como vaticinando aún más claramente el desastre. Son gestos, insinuados apenas, que buscan la complicidad del espectador, que le hacen meterse en la película.

América, Estados Unidos, dista mucho de ser un paraíso —en algún momento, cuando yo era joven, me lo pareció—, pero en algunas cosas son dignos de ser tomados como ejemplo. El maestro de ceremonias del Kit Kat Club, fue Joel Grey, que ya lo había sido en el musical de Broadway. Al planear la película, los productores dijeron al director, Bob Fosse: Si prescindes de Grey, nos veremos obligados a prescindir de ti. Esa espontaneidad, esa firmeza, expresada como una broma, es típicamente americana. Naturalmente, Grey tuvo el papel, lo hizo insuperablemente y ganó un Oscar.

Yo creo que en España, en ocasiones, si hay que escoger entre dos personas, no se escoge al más dotado. Una invencible inclinación al amiguismo y a la componenda lastra pesadamente el funcionamiento de nuestra sociedad y es causa de muchos de nuestros desequilibrios. Esto puede ser irrelevante a veces, aunque se trate siempre de una injusticia, pero cuando hay que competir, es necesario escoger el mejor, no basta con tomar al simplemente bueno. Por no hablar del que es malo.

Aunque me alargue un poco, querría traducir la canción, cantada en inglés en la película. Para que quizá se pueda disfrutar más. Ahí va, sin pretensiones:

El sol en el prado es ya de verano, / el ciervo corre libre en el bosque, / pero se juntan para recibir a la tormenta. / El mañana me pertenece…
La rama del tilo es verde y hojosa (sic, llena de hojas), / el Rhin da su oro al mar, / pero en alguna parte la gloria espera escondida. / El mañana me pertenece…
Ahora Patria, Patria, muéstranos la señal / que tus hijos han esperado ver. / La mañana vendrá, / cuando el mundo será mío. / El mañana me pertenece…
El niño en su cuna cierra sus ojos, / la flor abraza a la abeja, / pero pronto dice un susurro, arriba, arriba, / el mañana me pertenece...

Al final, el hermoso coche arranca y se aleja de la amenazante realidad, para refugiarse en un mundo feliz y ajeno que se derrumbará muy pronto. Todo eso se cuenta con la marcha lenta y supremamente elegante del vehículo. Pronto será tarde.

21 de mayo de 2014

Cuando el azar se disfraza de destino (final)


Quedé en hablar de algo que recoge Cornelio Tácito. En realidad, fue un texto suyo el que me sugirió el tema de ese tortuoso azar que puede parecerse al destino. Me hizo recordar otro escrito más extenso, más literario, el que se halla en la epopeya del gran poeta persa Firdousi (934-1020) —o Firdausi o Ferdowsi; la transliteración de los nombres árabes o chinos es un problema—, titulada Shah-nameh (Libro de los Reyes), que consta de 120000 versos y narra el remoto pasado de Persia. Decidí empezar por el segundo y sigo ahora con el historiador romano. Dos palabras antes sobre Galba.

Servio Sulpicio Galba, que luego sería emperador romano, estaba en España en el año 68 de nuestra era, cuando el Imperio era regido por Nerón. Vindex, en las Galias, se había sublevado contra este y pidió al más prestigioso Galba que se pusiera al frente de la rebelión. Por su avanzada edad, setenta y seis años (setenta y uno para otros), Galba no pensaba asumir esa carga, hasta que le llegó la noticia, no muy divertida, de que Nerón quería asesinarlo y entonces cambió de parecer. Fue proclamado emperador en Carthago Nova, el seis de abril, aunque no aceptó el título y se llamó sólo Legado del Senado y Pueblo Romanos. Para marchar sobre Roma creó rápidamente una legión, integrada por gentes de Hispania, como aclara Suetonio, quien indica que “reclutó entre los plebeyos de la provincia legionarios y tropas auxiliares” (al alistarse se les concedía la ciudadanía romana). Se formó así la Legio VII Gemina, el diez de junio del año 68.

Llegó Galba a Roma con dicha legión y fue proclamado emperador. La legión fue enviada inmediatamente a Pannonia (actual Hungría) y luego luchó contra las legiones germánicas de Vitellius en la batalla nocturna de Cremona. Todo esto es, lector, para tratar de situarte un poco. Galba fue asesinado en el Foro la mañana del quince de enero del 69 y fue el primero de los emperadores que tuvo el Imperio ese año, conocido como  el año de los cuatro emperadores.

Y ya habla Tácito: Referiré el caso y citaré los nombres, según noticias y datos de Vipsanius Messala: Iulius Mansuetus, de España, incorporado a la Legio Rapax, había dejado en su casa un muchacho aún muy niño. Este, apenas adulto, fue reclutado por Galba para la Legio VII. La casualidad hizo que se enfrentara con su progenitor, al que hirió y derribó. Cuando ya en el suelo miró con atención, reconoció en él a su padre y este al hijo, que abrazó a  su padre ya expirante. El hijo suspiraba llorando a los manes paternos que no le abandonasen, que no se volviesen contra él por parricida. Vipsanius Messala fue un autor que escribió libros sobre la corrupción de la elocuencia y era amigo de Tácito, que lo elogia repetidas veces.

Aquí el episodio es más corto y nítido, y el papel del azar más obvio, que en la epopeya de Firdousi, de mi entrada anterior. Son dos ejemplos muy distintos que sólo tienen en común el hecho de que las circunstancias llevan a enfrentarse a un padre y un hijo, con la muerte de uno de ellos (en Tácito, el padre; en Firdousi, el hijo).

Es imposible, en estas entradas, extenderse más. Pero hoy día, afortunadamente, se pueden ampliar los datos con enorme facilidad. Para eso sirve Internet. Los relatos o ideas o elucubraciones no suelen empezar ahí en mi caso, sino en otras lecturas. Lo de Tácito lo encontré en un libro del prestigioso arqueólogo Antonio García y Bellido (1903-1972), de hace casi cincuenta años (no confundir con su hijo, el científico Antonio García-Bellido). Lo de Firdousi lo leí hace tiempo en un largo artículo de la revista francesa Causeries du lundi, de 1830, de hace casi doscientos años. Lector, hay que frecuentar las librerías de viejo. Si te arriesgas con cosas modernas, puedes llevarte muchas sorpresas. Naturalmente, hay que leerlas también, pero con tino. Hay excelentes escritores contemporáneos. No son muchos.

20 de mayo de 2014

Cuando el azar se disfraza de destino

En mi entrada anterior hablé del azar. Con la palabra destino se pueden significar cosas distintas; es un término polisémico. Puede entenderse una especial conjuración de los astros, de los hados o de los dioses, que marca desde el nacimiento y señala o dirige ineludiblemente la vida de los mortales. Yo no creo demasiado en ese destino esotérico. Lo que sí ocurre es que, en ocasiones, el azar puede conducir a acontecimientos extraños o improbables, que parecerían obedecer a un designio previo, regido por causas oscuras y desconocidas. De ahí el título de esta entrada.
 
Lector, te copio, muy abreviado, un fragmento de mi novela Las increíbles vidas de Roberto Milfuegos: “Te voy a contar la historia de Roustem, en la que podrás ver cómo el destino trabaja infatigable, tejiendo la red en la que, al final, los hechos ocurren como tenían forzosamente que ocurrir, sin posibilidad de otro desenlace. Roustem era un héroe de las antiguas leyendas persas que en una ocasión se acercó al reino de Semengan, en donde el monarca le dio la más exquisita hospitalidad.
 
La cena fue abundante y deliciosa y Roustem se embriagó. Cuando estaba en su cuarto, en las tinieblas ya del sueño, entró una mujer bellísima, Tehmimeh, la hija única del rey, que quería, simplemente, un hijo del visitante. El caballero, para no violar las reglas de la hospitalidad, manda un sirviente al padre para que pida formalmente en matrimonio a la caprichosa hija. El padre la otorga al forastero, según las costumbres del país, no demasiado exigentes o puntillosas. Quizá porque todos sabían que cuando una mujer decide entregarse, no hay manera alguna de evitarlo.
 
El viajero parte al día siguiente hacia su lejana tierra y desde entonces sólo tiene vagas noticias de Tehmimeh y del hijo que les nació de aquella noche. Ese hijo, Sohrab, es bello y fuerte como un león y cuando llega a la edad de diez años ya no encuentra quien quiera batirse con él en toda la corte. El joven ansía realizar hazañas guerreras y junta un gran ejército. Roustem llega al campo de batalla, porque se le ha requerido para luchar, y, al saber que el ejército enemigo es mandado por un joven tan valiente, tiene un pálpito de que pudiera tratarse de su hijo. Pero lo rechaza enseguida, porque su hijo sólo puede tener muy pocos años y “en sus labios habrá todavía el sabor de la leche”.
 
A la mañana siguiente, Sohrab contempla al ejército enemigo, con sus estandartes extendidos. Un prisionero capturado le da detalles de los jefes allí reunidos, pero elude dar el nombre de Roustem, porque teme que el hermoso doncel lo ande buscando, por ser el más famoso, trate de luchar con él y pueda resultar muerto en el encuentro. La belleza tiene esas consecuencias: hasta un prisionero busca preservar la vida de su enemigo. Así que el soldado capturado calla y oculta el nombre de Roustem, para proteger al valiente y encantador joven. Roustem no ha venido, llega a decir.
 
Entonces el poeta, el narrador, Firdousi, viendo que la fatalidad va a imponerse, escribe: ¿Cómo quieres tú, lector, cambiar lo que tiene que suceder? ¿Cómo quieres tú gobernar este mundo, si es Dios quien lo maneja? Es el Creador el que ha determinado, desde el principio, todas las cosas. La suerte está escrita de otra manera, no es como Sohrab o Roustem, o tú mismo, la hubierais querido. Por donde Dios te lleve, es preciso que tú le sigas.

Llega la hora del combate. Al clarear el día la lucha empieza y no habrá tregua. Roustem acaba clavando su puñal en el pecho de su hijo, quien finalmente confiesa su estirpe, cuando está ya a punto de morir. El poeta termina previniendo a los jóvenes, que piensan que la muerte les es ajena y acecha sólo a los viejos: El soplo de la muerte es como un fuego devorador: no se libran de él ni la juventud ni la vejez. ¿Por qué los jóvenes se despreocupan, como si la vejez fuera la única causa de muerte? Para todos es preciso partir, y sin tardar, cuando la muerte llega y empuja el caballo del destino”.

Lector, esto es ya muy largo. Te contaré en una próxima entrada algo parecido, esta vez real y con el papel del azar más claro, que cuenta el historiador Cornelio Tácito.

19 de mayo de 2014

Sobre el azar, el Eclesiastés y las traducciones


En este blog ya he hablado del azar, usando esta palabra en el más común de sus sentidos. Todo lo que sucede de manera no reglada, no predecible, decimos que ocurre por azar. Sin embargo, puede que acontecimientos que creemos que ocurren por azar, ocurran por causas concretas y determinadas, pero que no conocemos. Para alguien que conociera esas causas, estos acontecimientos serían predecibles, no sujetos al azar.

En la ruleta —en una ruleta ‘honrada’— la bola cae por puro azar en cualquiera de los números. Siempre habrá algún jugador empecinado en descubrir alguna regla o norma para predecir los resultados. Los falsos conceptos en este terreno son muy numerosos. Si ha salido, por ejemplo, el número siete tres veces seguidas, alguien puede pensar que ya es más difícil de lo normal que salga otra vez en la tirada siguiente. Se equivocaría en esto, aunque tal vez no sería fácil convencerle de su error.

El concepto de azar está íntimamente ligado al de probabilidad. A pesar de ello, el estudio cuantitativo y formal de la probabilidad no se inicia hasta el siglo XVI, en Europa y más concretamente en Italia. Por el contrario, la idea abstracta del azar, de su influencia en los seres humanos, es mucho más antigua. Existe en China desde tres mil años antes de nuestra era y también en la literatura sapiencial bíblica de hace unos dos mil trescientos años. En ese bellísimo libro, Eclesiastés, se puede leer (9,11): I have seen something else under the sun: The race is not to the swift or the battle to the strong, nor does food come to the wise or wealth to the brilliant or favor to the learned; but time and chance happen to them all (he visto algo más bajo el sol: la carrera no la gana el rápido o la batalla el fuerte, ni el alimento va al sabio o la riqueza al brillante o el favor al estudioso; el tiempo y el azar cuentan para todos). 

He tomado el texto inglés por dos razones. La primera, porque, en ese idioma, en la inexhaustible —no está en el DRAE, aunque sí inexhausto, que no es lo mismo; qué cosas, ¿verdad?— Internet, puedo leer diecinueve versiones del párrafo en cuestión. La segunda, porque me da pie para alguna consideración sobre el tema de la traducción.

Todas las versiones inglesas tienen aproximadamente la misma extensión, excepto la de New Living Translation, algo más larga, que copio en español: Observé algo más bajo el sol. El corredor más veloz no siempre gana la carrera y el guerrero más fuerte no siempre gana la batalla. Los sabios a veces pasan hambre, los habilidosos no necesariamente son ricos y los bien instruidos no siempre tienen éxito en la vida. Todo depende de la suerte, de estar en el lugar correcto en el momento oportuno.

Esta versión inglesa persigue, según proclaman sus autores, trasladar el “sentido” del hebreo y griego antiguos al lector moderno y se basa en las recientes ideas sobre la teoría de la traducción. La meta del traductor es crear un texto que produzca el mismo impacto en la vida de los modernos lectores que produjo el original en los antiguos. Esto se logra traduciendo “pensamientos enteros” y no simples palabras.

Nada más opuesto a lo que yo busco al traducir. A mí me gusta la traducción lo más literal posible, salvo cuando se pueda escapar el sentido de lo que se traduce. Es difícil conocer el impacto del texto en los antiguos lectores y tratar de reproducirlo. Y el lector tiene el derecho de elaborar sus pensamientos en base a lo que está escrito, sin intermediarios. Reconozco que la traducción más larga de New Living Translation se entiende mejor o más rápidamente. Aun así, supone una interpretación del primer autor y eso no me gusta, no es mi manera de traducir. No me puedo imaginar al autor del Eclesiastés —Cohélet, hijo de David, rey en Jerusalén; alude a Salomón, pero esto es imposible— usando esa expresión tan americana de “in the right place at the right time” (en el lugar correcto en el momento oportuno). Me duelen los oídos.