4 de abril de 2015

Úbeda y el San Juan Bautista niño de Miguel Ángel (I)


Palabras clave (key words): Miguel Ángel, Francisco de los Cobos, Newsweek, Cupido.

Desde el 31 de marzo hasta el 28 de junio se exhibe en Madrid, en el Museo del Prado, la estatua reconstituida —no simplemente restaurada, como explica María Cristina Improta, directora del Opificio delle Pietre Dure de Florencia— de un San Juan Bautista niño, atribuido a Miguel Ángel, que ha estado durante siglos en la Sacra Capilla del Salvador de Úbeda. Esta es la escueta noticia, de innegable trascendencia. Un hecho fortuito —el azar, sobre el que  tantas veces aviso en mis prédicas— me lleva a contar un episodio autobiográfico discretamente relacionado con esto.

Al llegar a mi edad es muy corriente refugiarse en la nostalgia y en los recuerdos, emprender la vuelta a la Ítaca natal. En mi caso, la vinculación a Úbeda ha sido más o menos permanente, si bien no adoptó la forma de frecuentes viajes o adhesión a grupos o asociaciones locales. Mi vida se desparramó más bien por otras tierras, sin que ello impidiera el reencuentro eventual con mis raíces y la preocupación por las cosas de la ciudad en que nací, como luego ilustraré. Al presentar mis libros, contaba a veces que era de Úbeda. En Valladolid, bromeaba: Hace ya algún tiempo, un antiguo paisano mío, de Úbeda —porque yo soy de Úbeda y perdonen la inmodestia—, tuvo puesta casa aquí, en Valladolid. Úbeda ha sido declarada patrimonio de la Humanidad, junto con la vecina y hermana Baeza, y las dos, alzadas en cerros vecinos, de los que van delimitando el valle alto del Guadalquivir, parecen en la lejanía como dos custodias de muy apretada filigrana, elevadas en un paisaje que tiene, especialmente al atardecer, algo de mágico y del que he hablado en algunos de mis relatos.

Mi paisano, el ubetense que puso casa aquí, fue Francisco de los Cobos, secretario del emperador Carlos V, último propietario —de los de la familia de Rui Díaz de Mendoza— del soberbio edificio que se convirtió en Palacio Real y más tarde en Capitanía General. La actual construcción es del siglo XVI, renacentista, y fue atribuida a Alonso de Berruguete, precisamente por la gran amistad de este y De los Cobos, aunque la atribución no es correcta y la obra es del arquitecto Luis de Vega. Consta que mi paisano se trajo, de sus viajes a Italia, acompañando al César Carlos, muchos y valiosos objetos de arte, para decorar este palacio de Valladolid, vendido en 1600 al duque de Lerma y cedido a Felipe III.

El hecho fortuito al que aludí antes es que, hace casi veinte años, leí en el semanario americano Newsweek (5/2/1996) la también extraordinaria noticia de que en Nueva York había sido descubierta una posible estatua de Miguel Ángel, un Cupido, situado durante más de noventa años en la rotonda de acceso a un elegante edificio de la Quinta Avenida, perteneciente al gobierno francés.

Lo de tratar con estatuas de Miguel Ángel, para mí y para cualquier ubetense, es cosa de casi todos los días. Bromeo, exagero un poco, pero no tanto. Desde pequeños nos hablaron a los nacidos allí de un San Juan Bautista niño, un San Juanito, obra de juventud de Miguel Ángel, destruido durante la guerra civil. Inmediatamente relacioné las dos estatuas y se me ocurrió escribirle al entonces Director del Metropolitan Museum de Nueva York, Philippe de Montebello, nacido en París, de familia aristocrática, y que vive todavía. Lo que sigue, tendré que contarlo en otra entrada, con alguna digresión no excesivamente impertinente.
(continuará)

31 de marzo de 2015

Sobre algunas ideas que influenciaron mi vida (fin)


Palabras clave (key words): Camilo José Cela, el hijo del vagamundo, John Osborne.

Dije en mi anterior entrada que no me eternizaría con citas que influenciaron mi vida. Y no lo haré…, sólo divagaré un poco más. Escribí que alguien, la persona que era yo de joven, “huyó y se descomprometió sin herir a nadie, ni hacer daño a ninguno, salvo quizá a él mismo y esto no puede importar a los veinte años”. Y esta serena seguridad de no haber hecho daño a nadie entonces, me trae a la memoria un fragmento de Cela, un autor que también tiene su lado tierno, aunque no sea el más ostensible en su obra. Escribe nuestro Premio Nobel, en Los viejos amigos:

El vagabundo habló al pastorcito del atajo de Brihuega con la persuasiva voz de las confidencias: Mi hijo dice que, cuando sea mayor, quiere ser mendigo de los caminos, para ver mundo y para no hacer daño a nadie nunca: ni a los hombres ni a los animales, ni a las yerbas del campo, ni al agua de los ríos, ni a las piedras del monte, ni a la cal que cae de las paredes… Es hermoso lo que quiere ser mi hijo, cuando crezca, ¿verdad?

Es muy hermoso lo que quiere ser su hijo, contesto yo al vagamundo —me gusta mucho esta palabra. El DRAE dice que se utiliza más en ambientes populares; yo la encuentro más en textos literarios—. Esa meta suya es una de las más nobles en la vida de cualquiera. No la que más, eso no. Porque, y siempre pienso lo mismo cuando se resumen ciertas normas morales, muy por encima del no hacer daño, de no hacer a otros lo que no queremos que nos hagan, está esa meta suprema, alcanzable por pocos, de vivir sólo orientado al bien de los demás. Aunque esto no sea exactamente una cita, es claro que es un pensamiento que ha actuado también en mi vida y tiene su lugar aquí. Otra cosa es que sea fácil de seguir. Y termino, que estamos en estación sacra y podría acabar sermoneando. Yo, que no amo los sermones de ninguna especie.

Relacionada también con el mundo moral, otra cita, para completar la normal extensión de mis entradas. Escribió el dramaturgo inglés John Osborne, en su obra de teatro Look back in anger (Mirando hacia atrás con ira), de 1956, la que le abrió las puertas del Olimpo literario y se dice que revolucionó el teatro inglés de la época: El mundo es una injusticia casi perfecta. Y es verdad que, a veces, lo parece. No está uno para hacer juicios de crítica literaria, y mucho menos morales, aunque sí querría decir que Osborne no fue ningún adalid justiciero. Se casó cinco veces, lo que no es índice de maldad, sino más bien de insensatez, y su cuarta esposa, Jill Bennet, se suicidó. Osborne recibió la noticia con supremo desdén. Dijo de ella que era “la mujer más malvada que he encontrado en mi vida”. Todo bastante triste, nada edificante. Muy lejos de aquel horizonte vital de paz y sosiego que soñaba el hijo del vagamundo de Cela.

Prefiero terminar con algo más divertido. Yo no sé si el mundo es perfectamente injusto. Quizá ocurre aquí como con aquel señor que, enfrentándose a otro con el que discutía, en un cierto momento le espetó: Usted debe de pensar que yo soy un perfecto imbécil. A lo que este respondió, quizá con mala intención: Oh, no, amigo, sé bien que la perfección no es de este mundo. Termino esta entrada así, más relajadamente. He mostrado algunas citas que ayudaron a conformar mi carácter y mi vida. Estoy hecho, como todos, de cuerpo, alma y palabras. Estas, de muy diversa envergadura: un verso, una sentencia, un teorema, un párrafo, una página, un libro entero.