30 de mayo de 2015

Más sobre monjas del antiguo Madrid


Palabras clave (key words): monjas endemoniadas de San Plácido, herejía iluminista.

Conviene no perder de vista que el objetivo principalísimo de este escrito es el servir de guía y consuelo a la monja catalana, tan perdidamente enamorada de Artur Mas. Y hacerle ver que si no se ve correspondida, no es por su falta de méritos o virtudes, sino porque, desgraciadamente, ha venido a colocar sus afanes amatorios en un ser casi mítico, o directamente mítico, forjador de pueblos, alumbrador de naciones. El amor humano en personas así, ocupa necesariamente un lugar secundario y su despego es el producto de sublimes compromisos, nunca del desdén o la maleficencia.

Otros sucesos, ocurridos en el convento mencionado en mi entrada anterior, dieron lugar a uno de los más sonados procesos de la Inquisición, el de las monjas endemoniadas de San Plácido. En el año 1628, cuatro años después de la fundación, la abadesa era doña Teresa Valle de la Cerda y el párroco y confesor, el padre Francisco García Calderón, natural de Barcial de la Loma, en Tierra de Campos, reconocido como uno de los varones más santos de la iglesia o, si se prefiere, uno de los santos más varones, y ya se verá por qué digo esto. Una de las monjas presentó entonces síntomas de lo que podría ser una posesión diabólica, dando voces extrañas y haciendo gestos obscenos, por lo que el padre Francisco realizó un exorcismo, que resultó ineficaz. Síntomas parecidos se extendieron pronto a otras monjas, que manifestaron ser poseídas por el demonio, al que dieron en llamar el Peregrino Raro. La presa predilecta fue la propia abadesa, demostrando el diablo, en esto, modales y respeto de la jerarquía.

Al mismo tiempo, el padre Francisco, con fama de teólogo sapientísimo, enseñó a las  novicias un agradable modo de alcanzar la gloria de Dios a través de actos carnales hechos en caridad —como por hacer un favor, digamos— y por tanto no pecaminosos. A la primera que convenció fue a la abadesa, que, pese al cargo, tenía a la sazón menos de treinta años. En total, parece que el padre Francisco, ya de cincuenta y cuatro, se la llevó por delante, junto a veinticinco de las treinta monjas recluidas.

La tortura reveló estos hechos lascivos, ocurridos en terreno sacro, y rasgos de superstición, libertinaje y herejía iluminista. El Padre Francisco negó el cargo de iluminado, aunque reconoció que había embaucado a las monjas por puro placer carnal, sin fin alguno de adoctrinamiento en herejía —para distraerse, para pasárselo bien juntos, como si dijéramos— y esto le rebajó en mucho la pena, dado que en esta bendita España este tipo de pecados tiene fácil y casi automático perdón, quizá porque los jueces envidian sincera y secretamente a los afortunados reos. La sentencia lo condenó a la reclusión por vida en un convento, privación de cargos, a pan y agua tres veces por semana y alguna cosilla más. Tal vez el condenado pensó que, una vez pasado el temporal, podría continuar con sus chiquilladas conventuales y compensar los ayunos en los días libres. La abadesa fue enviada al convento de Santo Domingo el Real de Toledo, perdonada en breve y restituida en su cargo y puesto. Las otras monjas tuvieron penas menores: tras abjuración, se las dispersó a diversos conventos.

El proceso fue revisado más tarde; se alegó que el fraile ejecutor de la denuncia, fray Alonso de León, era enemigo personal del Padre Francisco y que se tergiversaron las declaraciones de las monjas. Se abrió nuevo juicio, con una sentencia favorable y absolutoria en 1638. El único que no recibió el indulto fue el confesor.

Es una historia muy conocida y por eso la cuento. Pero lo que quiero mostrar, al sugerir un cambio de aires a Sor Lucía Caram, es el ambiente amoroso que endulzaba la vida de las monjas en el Madrid de siglos pasados y atraerla así a la capital, que parece proclive a estas inocuas felicidades. Y hacerle ver que, si en alguna parte no se corresponde adecuadamente a su amor, aquí podría ocurrir justamente lo contrario. Escribiré más de la grata vida monjil en Madrid, pero habrá de ser en otra entrada, avisando de que aquí no me he preocupado mucho en deslindar historia y leyenda.

28 de mayo de 2015

Monjas que hacían enloquecer de amor


Palabras clave (key words): Sor Margarita de la Cruz, convento de San Plácido, Felipe IV.

El caso de la monja que se ha declarado enamorada de Artur Mas, Sor Lucía, podría tener su lado tenebroso y triste: el del amor no correspondido o imposible, que ha sido, es y será uno de los más acerbos e injustos sufrimientos que el destino puede deparar a un ser humano. Me conmuevo ante esta posibilidad y me pregunto si, en el caso de que Sor Lucía fuera víctima inocente de esa desgracia, no haría bien tornando su mirada a otras tierras. Porque, ¿hay vida fuera de Cataluña? Yo creo que sí.

Lo digo, porque aquí, en Madrid, hay una cierta tradición de monjas arrasando en esto del amor y volviendo locos de pasión incluso a los mismos reyes. El caso de Sor Margarita de la Cruz fue tan sonado que casi no habría que contarlo. Un protonotario del siglo XVII, Jerónimo de Villanueva, un día se fue de la lengua y ponderó con entusiasmo la belleza de la monja, en presencia del monarca, que encandeció de amor al instante. Había que tener cuidado con estas alabanzas ante Felipe IV, que estaba muy atento a estos asuntos. Este era un Austria, no un Borbón, pero malicio yo que en estas cosas todos los reyes son parecidos y, a más a más, para emplear un catalanismo, son iguales que otros muchos humanos, aunque no pertenezcan a la realeza ni por asomo.

En Madrid quizá los aires son más propicios a este tipo de enredos. O sea, que si el señor Mas no responde como noble caballero a la sincera y apasionada confesión de Sor Lucía, podría la pobre venirse por aquí. Como será la cosa por estos lares, que Felipe IV no cejó hasta que, por un pasadizo secreto, pudo llegar al convento en el que vivía Sor Margarita, el de San Plácido, y a su mismísimo dormitorio.

La que no estaba por la labor era la monjita y, sabedora de las intenciones del rey, se lo contó a la abadesa, doña Teresa Valle de la Cerda, que habló con los nobles para que disuadieran al rey. Estos debieron de contestar algo así como “Madre Teresa, no conoce usted al pájaro”, por lo que la abadesa no vio otra solución que poner un ataúd en la celda de la monja, en el que colocó a Sor Margarita amortajada, con una cruz en las manos y rodeada de cirios ardientes. Cuando llegó el rey, pensó, con buen criterio, que llegaba tarde y a deshora y se torció el suceso. El engaño no duró mucho, que todo acaba sabiéndose, y el monarca entró de nuevo al convento. La monja pensó que lo de morirse dos veces el rey no se lo iba a creer, se rindió y este consumó sus deseos. ¿Cuántas veces? Y yo qué sé, lector. Me preguntas unas cosas…

Luego el rey se arrepintió un tanto —a buenas horas— y como desagravio mandó al convento el famoso Cristo yacente de Velázquez, que estuvo en la sacristía de la iglesia conventual hasta que fue trasladado al Museo del Prado. También se cuenta que envió un reloj que cada quince minutos tocaba a muerto y estuvo sonando todos los días, con sus noches, hasta que murió Sor Margarita, lo que no dejaría de ser un incordio. Quizá hasta la propia monja pensara que habría sido mejor entregarse de primeras, no hacerse la estrecha, y librarse así del dichoso reloj.

Estos rechazos monjiles no son raros. En mi novela Las increíbles vidas de Roberto Milfuegos, tengo yo contado que, en el barco en el que peregrinos se dirigían a Tierra Santa, “viajaba un caballero de Mandovi, que, enloquecido por el amor, había querido raptar a una monja en Fossano. A punto de conseguirlo, ella pidió a Dios que le mandara la lepra, para conservar intacta su pureza, lo que ocurrió e hizo huir al caballero, que se tornó pesaroso y penitente tras la milagrosa mudanza”. Es que el cambio no fue ninguna tontería. De abrazar las, se supone, tiernas y rosadas carnes de la monja, a quedarse con unos harapos humanos entre las manos, hay una diferencia. Aunque hay hombres, aviso, que una vez encarrilados no se paran en nada.

Tengo que hablar algo más del convento de San Plácido, porque ocurrieron allí otros sucesos menos conocidos. Pero será otro día.