8 de marzo de 2016

De las bibliotecas: la de Babel (II, fin)


Borges habla de “vastos pozos de ventilación”, por lo que los hexágonos han de ser mucho mayores. Los cinco anaqueles estarían alineados, no superpuestos —también podrían estar superpuestos y cubrir sólo una parte de los lados—. De los anaqueles, especifica que “su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal”. Con 128 cm de ancho y, digamos, 165 o 170 cm de alto, albergaría entonces sólo 32 libros de unos 4 cm de espesor y estaría casi vacío. Todos estos vagarosos, vanos detalles me llevan a pensar que el galimatías de los libros no es sino una argucia para desviar la atención de lo que verdaderamente importa.

Con el número de símbolos que pueblan los libros ocurre también algo curioso. Se dice que sólo son 25: el punto, la coma, el espacio y “las 22 letras del alfabeto”. Y aquí procede preguntarse, ¿a qué alfabeto se alude? El castellano, el idioma de Borges, el de su relato, tiene, excluyendo las letras dobles, 26 letras (25 sin la letra ñ), no 22. Podría tratarse del alfabeto de otro idioma, el de algún anónimo bibliotecario. Pero puede ser una pista más que da Borges para que el lector sutil constate que todo el asunto de los libros es un embeleco para despistar, que lo que importa está en otra parte.

Como parte de esta maniobra de distracción surge el tema de la disposición de los 25 símbolos. Borges habla de combinaciones. Sin embargo, refiere la existencia de un libro, “que consta de las letras M C V, perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último”, lo que no puede darse en las combinaciones puras. Otra trampa más; de hecho, la pista más clara de la impostura la da, para mí, al final del párrafo, cuando cuenta que “los inventores de la escritura […] sostienen que los libros nada significan en sí”. Y añade, “ese dictamen, ya veremos, no es del todo falaz”.

No son combinaciones, sino variaciones con repetición, por lo que, dado que cada libro contiene 1312000 caracteres (410 páginas por 40 líneas por 80 caracteres), el número de libros posible es 25^1312000, igual a 1.956*10^1834097. Cifra impensable, desconcertante, pero de ningún modo infinita, como reconoce el propio Borges: “número aunque vastísimo, no infinito”. Entre esos libros, añado yo, tiene que haber uno sin letra alguna, totalmente en blanco, y otros que tendrán sólo una letra. Otros repetirán la misma letra de principio a fin. Otros no tendrán puntos ni comas, como algunos de narrativa ‘moderna’. Muchos no tendrán sentido, pero todas las grandes obras escritas por el hombre estarán allí, si constan de menos de 1312000 caracteres; si son más, estarán forzosamente fragmentadas. Esta entrada mía, desgraciadamente, no estará. ¿Sabes por qué?, lector. Porque tiene números y Borges no los consideró.

Este es Borges. Ni siquiera he analizado el relato entero, sólo una parte de las doce páginas de que consta, en tamaño bolsillo. Se comprende que el autor no quisiera embarcarse en la novela. Una novela de un cierto tamaño, con una escritura así de  compleja, sería inagotable, extenuante. Él decía que el argumento de una novela de cientos de páginas puede resumirse en unos minutos. Sus relatos pueden generar consideraciones diversas y sugerentes para ocupar cientos de páginas.

Además, muchas veces escribe en clave, en cifra. Como podría ocurrir en este caso concreto. Toda la trama del relato se complica sólo para esconder el significado profundo de la biblioteca. Existe otra complejidad subyacente y secreta. Conociendo a Borges, creo que es así. Los libros no son infinitos, pero la biblioteca sí lo es. Borges habla de que el número de galerías es quizá infinito y escribe: “Afirmo que la biblioteca es interminable”. Se deduce que la biblioteca está casi totalmente vacía. En otras palabras, los libros no explican ni constituyen el objetivo único o final de la biblioteca y el nombre es una falacia. Lo que cuenta es el edificio en sí, el espacio, su inmensidad. Su razón de ser, radica en la mera infinitud, en su monotonía, en su repetición, en su vaciedad, en la ansiedad y congoja que provoca en nosotros, incapaces de concebirla. Como nos ocurre con ese inmenso, grandioso y disparatado Universo, que es la otra conformación de la biblioteca. El nombre lo anuncia: Babel no fue una biblioteca.

Todas las literaturas, todas las historias posibles, todas las verdades y todas las mentiras están en los libros. Pero no caben las emociones, las puras y primigenias, las incontaminadas por el artificio o la cultura. Incluso la más simple de ellas es inabarcable e inaccesible para la palabra, que sólo la puede describir con vaguedad. Por no hablar de las más complejas, el amor, la muerte, la esperanza, las creencias. Ese es el sentido oculto de la biblioteca, junto a su infinitud: todo lo que no es razón, historia o lógica en nuestras vidas está fuera de los libros y hay que vivirlo en otro mundo, un mundo en el que no se movió con soltura el gran escritor y en el que está todo lo que nos hace felices o desgraciados, desvalidos o poderosos, derrotados o triunfadores... humanos. De ese mundo, de Borges en él, hablaré en otra próxima entrada.

7 de marzo de 2016

De las bibliotecas: la de Babel (I)

Hay algo que deslumbra al ser humano en las bibliotecas. De algunas, como la de Alejandría, sólo perdura el asombro, el tremor del nombre; su destrucción fue tan repetida y total que ni puede ubicarse con certeza su emplazamiento. Otras tienen una antigüedad de unos pocos siglos y almacenan sus tesoros, los incunables y manuscritos, en salas innumerables, verdaderas joyas arquitectónicas. Las más recientes ocupan altos, enormes y audaces edificios, llenos de luz. Parece como si el hombre tuviera una clara conciencia de la gran importancia de los libros y buscara sedes monumentales para albergarlos y protegerlos. Entre tantas, me referiré sólo a tres, en varias entradas.
La primera de la que quiero hablar es insólita, harto conocida entre los interesados por la literatura y cierta clase de metafísica. Nació en 1941, en un rincón oscuro y pensante; me refiero a esa área indefinida del cerebro, sepultada en la cripta craneal y espléndidamente capaz de crear. La elaboró un poderoso escritor argentino, Jorge Luis Borges, y la llamó Biblioteca de Babel. Tiene la particularidad de que se corresponde con el Universo, de ser el Universo; se la puede nombrar de las dos maneras.
Se compone de un número indefinido —tal vez infinito, aclara su creador— “de galerías hexagonales con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas”. No escribe cámaras o recintos, sino galerías, porque los hexágonos están conectados entre sí y son, sólo en cierto sentido, subterráneos. No aclara si los hexágonos son regulares, los pozos de ventilación están “en el medio”. No escribe centro, lo que implicaría la regularidad del hexágono, o centroide, que supondría la irregularidad. Quizá deliberadamente, no da pistas. Seguramente se trata de hexágonos regulares ya que esta figura geométrica, junto al triángulo y el cuadrado, tiene la ventajosa propiedad de cubrir, teselar, el espacio, sin superposiciones y sin vacíos.
Debo simplificar, porque si no, no acabaría nunca. En cuatro de los seis lados del hexágono, se dice que hay anaqueles llenos de libros, cinco en cada lado. Un quinto lado del hexágono comunica con otro hexágono, exactamente igual al primero y a todos. Hay un “angosto zaguán” entre ambos —la racionalidad y la geometría demandan que su área provenga, sea sustraída, de ambos— con dos gabinetes minúsculos en los extremos; uno permite dormir de pie y el otro satisface las necesidades fecales.
Una lectura poco atenta podría suscitar la pregunta que un día me asaltó a mí: ¿Qué hay o se guarda en el último lado del hexágono, el que se silencia? No podía concebir que Borges olvidara ese lado libre y pensé que el escritor buscó una cierta inconcreción en su descripción para despistar al lector, para que no reparara en este olvido, que no puede ser casual. Intrigado por el misterio de ese lado estéril, y lo que pudiera ocultar, me fijé en algún detalle más. Unos párrafos más adelante, Borges escribe: “a cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles”. Y ya no dice que sólo cuatro muros están cubiertos de libros; prescinde de esa exactitud minuciosa, tan querida por el argentino.
Leyendo después con más cuidado, se desvanece este misterio, aunque persistan otros arcanos y dudas. El lado de cada hexágono, que comunica con otro, reclama otro igual en el segundo para la conexión. Hay, pues, un lado de salida y otro de entrada, porque todos los hexágonos, sin excepción, están conectados entre sí; no hay ninguno con una conexión sola, que pudiera considerarse inicial. Todos son iguales y tal vez eternos; pueden crecer indefinidamente, multiplicarse sin tregua. Su número debe de ser infinito, aunque esto no se afirma decididamente.

Cada anaquel, prosigue Borges, encierra 32 libros de 410 páginas, de 40 renglones y unas ochenta letras de color negro. Esa es la descripción de un libro moderno, no se trata de rollos de papiro, ‘becerros’, etc. Miro en mi biblioteca un libro de esas páginas, con tapa dura, y no llega a una anchura de 4 cm. Así, los 32 libros ocuparían 128 cm (1.28 m). Un hexágono de ese lado, aplicando la fórmula A= l^2* 3*SQR(3)/2, [SQR quiere decir square root, raíz cuadrada], tendría un área de 4.26 metros cuadrados, a los que habría que restar el vacío del pozo de ventilación, que no puede ser pequeño, ya que un hombre de la biblioteca afirma: “Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable”. Para un tamaño del pozo de al menos 80 cm de diámetro, el espacio habitable del hexágono sería escaso, un pasillo circular de 88 cm de anchura en los vértices y 71 cm en el centro de los lados (apotema); eso, sin contar la profundidad de los anaqueles. La claustrofobia resultaría intolerable, alienante.
(continuará)