28 de abril de 2014

Un crítico de Gabriel García Márquez


A los muy pocos días de la muerte de Gabriel García Márquez, un escritor latinoamericano —quien sea visitador habitual de este blog ya sabe que los nombres no siempre son necesarios— valoró la obra del fallecido y dijo que escribió algunas buenas obras después del enorme éxito de Cien años de soledad, pero que a partir de El amor en los tiempos del cólera no produjo obras de gran calado. Sin tener presente ahora la cronología exacta de la bibliografía de Márquez y sin conocer enteramente su obra, no veo en esa opinión nada que obligue a invalidarla d’emblée, inmediatamente. Quiero decir que no pienso, sin posible apelación, que tenga que estar equivocado.

Ocurre, sin embargo, que el citado crítico concreta un poco más y afirma que el Premio Nobel “comenzó su carrera siendo un mal escritor y la terminó siendo pésimo”. Y aquí ya sí surgen todas las dudas. No sé ahora cuáles fueron exactamente su primera y última obra y, estrictamente, no puedo juzgar lo que dice el crítico. Pero sí tengo la convicción —el pálpito, si se quiere— de que es imposible que García Márquez acabara haciendo literatura pésima. Por muchas razones. Porque no es concebible que alguien, que ha escrito obras excepcionalmente brillantes y únicas, tenga al final un gusto literario tan estragado que le lleve a producir literatura ínfima. Porque, a esas alturas, una legión de agentes de las editoriales le estarían avisando de que algo no iba bien. Etc., etc. No tengo una opinión excelsa de los agentes literarios o de los editores, pero creo que habría ocurrido eso, que habrían sonado todas las alarmas.

Al poco tiempo, en Facebook hervían los comentarios desdeñosos y ofensivos frente al crítico. Con una agresividad que nunca entiendo en estos casos, se le llamaba mediocre, frustrado, envidioso, hijo de canalla, directamente canalla (obviando las referencias a la estirpe), tonto, peligroso y, finalmente, se le bautizaba como Eróstrato. Lector, este Eróstrato, por si no lo recuerdas, fue un pastor de Éfeso que buscaba ser famoso y por cierto que lo consiguió, se mire como se mire. ¿Y cómo?, quizá te preguntes. Muy fácil: pegando fuego al templo en aquella ciudad de la diosa griega Artemisa (Diana), una de las siete maravillas del mundo antiguo, el 21 de julio del año 356 a. C. El mismo día que, según Plutarco, nació Alejandro el Grande.

¿Te gustaría saber cómo era ese templo? Muy fácil: “Habían hecho falta ciento veinte años para construirlo. Figuras tiesas ornaban sus habitaciones interiores, cuyos techos eran de ébano y ciprés. Las pesadas columnas que lo sostenían, estaban embadurnadas con minio. La sala de la diosa era pequeña y ovalada. En el medio se levantaba una piedra negra prodigiosa, cónica y reluciente, con marcas de un dorado lunar, que era la propia Artemisa. El altar triangular también estaba tallado en una piedra negra. Otras mesas, hechas de losas negras, estaban perforadas con agujeros a espacios regulares para que corriera la sangre de las víctimas. De las paredes pendían anchas hojas de acero, con empuñadura de oro, que se usaban para abrir las gargantas […] Entre los anillos, las grandes monedas y los rubíes, yacía el manuscrito de Heráclito, quien había proclamado el reino del fuego. El mismo filósofo lo había depositado allí, en la base de la pirámide, cuando la estaban construyendo”.

Quizá quieras saber, lector, dónde está escrito todo esto, de dónde lo he sacado. Muy fácil; todo es muy fácil. Pero para contártelo, tengo que hablarte de Marcel Schwob, en una próxima entrada. Era un judío francés, escritor, de finales del siglo XIX. Déjame decirte ahora lo que me llamó enseguida la atención, lo más triste de su historia: murió en el 1905, con sólo treinta y siete años.

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