21 de junio de 2016

Eonofobia, miedo a la eternidad (revisitada)

Hace tiempo, el 25 y 26 de abril del año 2014, publiqué dos entradas en mi blog, Poniatowska, Kahlo y eonofobia y Eonofobia, miedo a la eternidad, en las que propuse un  neologismo, eoniofobia o eonofobia, horror a lo eterno, de raíces griegas: αιώνιος, eterno y φοβία, temor. Escogí eonofobia, más corto, más pronunciable.
Esta segunda entrada es la que ha suscitado más comentarios en mi blog. Todo venía de que Poniatowska, en la entrega del Premio Cervantes de ese año, citó a Frida Kahlo, quien dijo alguna vez: “Espero alegre la salida y no volver jamás”, refiriéndose a este mundo nuestro. Entristece una confesión tan desgarrada. Pero te pregunto, lector, si te visitara un ángel y te propusiera vivir otra vez en este mundo, ¿aceptarías, sin preguntar dónde, cómo y algún otro detalle más? Y sin esa información, ¿dirías que sí o que no? Yo lo tengo claro; con la más fina cortesía, contestaría: Vade retro, Angele.
Pero eso, para los que declinaran la oferta, no es eonofobia; es, simplemente, miedo a habitar de nuevo esta Tierra en la que gran parte de sus moradores viven existencias duras y hasta horribles. Lo que describí como eonofobia es muy distinto; es el horror ante la pura idea de ser inmortal, de vivir eternamente. La idea abstracta de eternidad, produce un cierto desasosiego por lo que tiene de inimaginable. El cerebro humano se desenvuelve en el marco del tiempo y es incapaz de concebir la cesación del transcurrir de las cosas. Intenté dar nombre a esa inquietud mental con mi neologismo.
Immanuel Kant, en su Crítica de la razón pura,  ya describió el tiempo como una forma a priori de la sensibilidad interna. Avanza del pasado al futuro, según la llamada ‘flecha del tiempo’. La teoría de la relatividad general define la “gravedad como una propiedad geométrica del espacio-tiempo y postuló que el tiempo se dilata con la velocidad”. Esto ya se entiende peor, ¿verdad?
Hay muchos más misterios en la ciencia y la tecnología. Los púlsares son estrellas muy pequeñas, de materia tan comprimida que una cucharada pesa más de cien millones de toneladas. Hay estrellas tan masivas cuya gravedad hace que ni la luz pueda escapar de ellas, constituyendo un agujero negro. Dos galaxias pueden chocar y fundirse en una, lo que se ha denominado ‘canibalismo galáctico’. Andrómeda colisionará con nuestra Vía Láctea dentro de unos dos mil millones de años. Tampoco concebimos el espacio infinito. Ni cómo se creó el Universo, ni lo que existía cuando estaba increado. Somos incapaces de entender la naturaleza de Dios o muchos de los mitos y misterios que han creado todas las religiones. Lo que ocurre, afortunadamente, es que esos desconciertos existenciales son puntuales, no pensamos en ellos y la vida sigue su curso.
La mecánica celeste exigió tiempo hasta ser comprendida. En tablas de arcilla del primer milenio a. C., hay dibujos de constelaciones. Filolao fue el primero que aseguró que la Tierra se mueve y gira, con el Sol, la luna y los planetas, alrededor de un Fuego Central, núcleo del Universo. Anaxágoras, pensó que no estamos solos en el Universo y fue condenado a muerte, aunque se le conmutó la pena. Heráclides de Ponto, afirmó que la Tierra se mueve y la dotó de eje de rotación. Aristarco de Samos, en Alejandría, desarrolló una teoría heliocéntrica y fue acusado de “alterar la calma del Universo”. Hiparco de Nicea, en el 134 a.C., observó una estrella nueva en la constelación de Escorpión, una nova.
Entre mis comentaristas de esas dos entradas, alguien refiere que al pensar en la eternidad tiene ataques de pánico. Otro cuenta que desde niño tiene esa inquietud. Otro explica que siente angustia cuando piensa en ello; se imagina viviendo eternamente y se desespera. Alguien confiesa que sufre diariamente y no sabe qué hacer, llora mucho y está desesperada. Otro distingue entre la asfixiante eternidad de ser o de no ser, sin saber, dice, qué le da más pavor. Otra resume sus elucubraciones: Intentaré vivir esta vida de la mejor manera posible, sin hacerme problemas.
Esa es la actitud correcta. Renunciar a lo que no está hecho a medida del hombre y no puede ser entendido, aceptar las limitaciones de nuestra capacidad pensante. Creo que si se llora por eso, es que pasa algo más, que quizá pueda resolverse fácilmente o demande alguna ayuda. Afortunadamente, la vida está llena de cosas que sí podemos entender. Tenemos que concentrarnos en lo que está hecho a nuestra medida y olvidar lo demás, lo incomprensible. En una obra teatral, Sens Interdit, de Armand Salacrou, los personajes nacen viejos y viven hacia atrás, hacia la juventud y la niñez. Para mí, lo mejor sería una vida que fuera como un camino de ida y vuelta: madurar, sin llegar a una vejez extrema e incómoda, y luego rejuvenecer. Estas variantes son entendibles, humanas, no remiten a ninguna inquietante idea de eternidad.
Escribo estas líneas porque me ha sorprendido el número y el talante de los comentarios. No trato de hacer ningún estudio psicológico, inapropiado aquí. Sólo quiero enfatizar que lo normal es aceptar nuestras limitaciones y vivir la vida con la limitada claridad que ha sido otorgada a los humanos. Sospecho que mis comentaristas son jóvenes, más bien hipersensibles y evolucionarán en ese benéfico sentido.

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