Amigos lectores, para los residentes en Madrid, tengo el gusto de anunciaros la
lectura teatralizada de mi obra de teatro Don Juan de Bergerac, que se hará, en
formato de acto continuo, el próximo 25 de noviembre, viernes, a las 19.00
horas, en la Biblioteca del Retiro, dentro del propio parque (donde estuvo la
antigua Casa de Fieras). La entrada, gratuita hasta completar aforo, es por la
puerta de Menéndez Pelayo, frente a Sáinz de Baranda. Copio las páginas interiores del programa en las que hago un elogio encendido, y muy sentido, de la palabra.
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Respetable
público, queridos amigos:
Os propongo, mientras estéis en esta sala, olvidar las prisas y
el torbellino de fuera y escapar de la realidad. Os van a contar una ficción,
con personajes hostigados y trabajados por el amor, atolondrados, temerosos y
tiernos, que nada en el mundo es tan invariable y permanente como esa bendita
locura de amar. No hay nada en esta imaginación mía que no pueda ser real,
porque el mundo es vasto y ubérrimo, y está lleno de horizontes y de caminos
aún sin hollar, a pesar de lo avanzado de los tiempos.
Para poder escapar, tenéis que dejaros arrebatar por las
palabras. Las palabras
son todo. La palabra es más cegadora que la luz, más veloz que el viento, más
certera y mortífera que la flecha, más engañosa y complicada que cualquier
laberinto imaginable. Uno se pregunta, ¿cómo es posible que ese poco de aire
estremecido, esos pocos sonidos que se hilvanan en un instante para dejar de
existir enseguida, tengan tanta fuerza, tanto poder? Leemos en Álvaro
Cunqueiro: “¿De qué se hace la nave más ligera para ir a los feacios? — De
palabras, Ulises. Te sientas, apoyas el codo en la rodilla y el mentón en la
palma de la mano, sueñas y comienzas a hablar”.
Pablo Neruda cantó de los conquistadores españoles: “Se llevaron el oro y nos
dejaron el oro... Se lo llevaron todo y nos dejaron todo... Nos dejaron las
palabras”. Valle-Inclán las declaró mortales: “Las rosas esparcían un perfume
tenue y las palabras morían lentamente, igual que la tarde”.
Os resumo un bello relato de juventud
de Goethe: Una hermosa serpiente verde tragó unas monedas de oro y se fue
haciendo luminosa y transparente. La serpiente entró en una cueva y allí, en
una hornacina, estaba la estatua en oro puro de un rey venerable. El rey habló
y le preguntó: ¿De dónde vienes? De la sima donde habita el oro, contestó la
serpiente —se sabe desde siempre que las serpientes hablan y pueden ser muy
convincentes—. ¿Qué es más precioso que el oro?, preguntó el rey. La luz,
respondió la serpiente. ¿Qué es más bello que la luz?, preguntó aquél. La
palabra, respondió la serpiente.
Entreverados con las palabras andan los sueños, todos
complicados, hermosos y sutiles. Chuang-Tzu, filósofo chino, soñó un día que
era una mariposa y fue feliz, batiendo sus hermosas alas, disfrutando el
capricho y la libertad de los vuelos, sin recordar nada de su naturaleza de
hombre. Hasta que despertó y comprobó que era Chuang-Tzu. Y ya nunca supo, si
era un hombre que había soñado ser una mariposa, o una mariposa que soñaba que
era un hombre.
Samuel Taylor Coleridge imaginó un avatar que se ha hecho
famoso: Si un hombre llegara al Paraíso en un sueño y le dieran una flor, como
prueba de que había estado allí, y al despertar encontrara esa flor en su
mano..., entonces, ¿todo sería un sueño o sería una realidad?
Con palabras y sueños —y atento al vuelo raudo del tiempo, tan
implacable en mi relato como en nuestras vidas— he tejido mi historia. Confieso
que no estoy seguro de haber manejado, a mi capricho y con absoluta potestad, a
los personajes que iba imaginando, que pronto empezaron a vivir con propio discernimiento y voluntad,
imponiendo sus criterios y sus deseos. Eso me los ha hecho más reales, más
queridos. Es ya la última razón por la que escribo: para refugiarme en unos
personajes singulares y libres, a los que llego a amar sinceramente. Ellos me dan la ilusión de que la vida no es
tan ramplona como parece a veces.
Y ahora, silencio, por favor, va a comenzar la función.
El autor
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