13 de enero de 2014

De la memoria y la inteligencia


Hace ya algún tiempo, en la tercera entrada de este blog, hablaba yo sobre Cómo leer y sugería marcar en los márgenes de cualquier libro —con un simple trazo de lápiz, no con el lento y penoso subrayado— los fragmentos más bellos o enjundiosos del mismo, con la idea de releerlos al final o pasarlos a algún bloc de notas personal, para recordarlos o citarlos en el futuro. Para mí, decía entonces con las debidas cautelas, el número de marcas que hacemos en un libro da una idea incluso de su valor último.

Aun con estos pequeños trucos, olvidaremos después, desgraciadamente, buena parte de lo leído y perderemos con el tiempo lo aprendido. Es inevitable; la memoria de los seres humanos está muy alejada de la perfección y este es un inconveniente serio para la mayoría de los estudiosos de cualquier tipo. El hombre, ese “débil junco que piensa”, ese “bicho de la tierra tan pequeño”, ha ideado sistemas que funcionan infinitamente mejor en este aspecto. Una buena memoria —se citan algunos casos portentosos de la vida real y en la ficción está aquel “Funes, el memorioso”, de Borges— es una bendición de Dios. No es la inteligencia, pero tiene mucho que ver con ella. En términos informáticos, para quien sepa algo de programación elemental, se podría decir que la memoria proporciona los DATA sobre los que operan las instrucciones del programa. Sin instrucciones, no hay programa; sin datos, tampoco.

Mucha gente tiene una idea banal y poco respetuosa de la memoria. Se la considera como una facultad menor, poco o nada relacionada con la inteligencia, repartida caprichosamente y de la que no somos responsables. Yo no he oído jamás a nadie, en mi entera vida, quejarse de ser poco inteligente, de ser más bien simple o discretamente tonto. Y, sin embargo, mucha gente confiesa tener mala memoria. En algunos casos, se les adivina pensando: “¡Ah, si yo tuviera mejor memoria, con lo inteligente que soy!”. Vuelvo a lo que escribía antes: la memoria proporciona los datos y sin ellos no hay elaboración inteligente de nada. En el proceso intelectivo, están muy relacionadas las dos cosas, las dos capacidades. Cualquiera que haya estudiado un poco los mecanismos cognitivos y su deterioro lo sabe perfectamente.

Te digo, lector amable, que esto de escribir tiene sus problemas. Intercalo ahora el párrafo que sigue porque, un poco después de haber escrito lo que antecede, leo Les caractères ou les mœurs de ce siècle, de Jean de La Bruyère, en una edición con notas. Pues bien, en una de estas se cita a La Rochefoucauld, que dice: tout le monde se plaint de sa mémoire, et personne ne se plaint de son jugement (todo el mundo se queja de su memoria, y nadie se queja de su buen juicio). Bueno, es casi lo que decía yo más arriba.

Pero es que un poco más adelante, en el texto, el propio La Bruyère escribe: ainsi l’on se plaint de son peu de mémoire, content d’ailleurs de son grand sens et de son bon jugement (así, se queja uno de su poca memoria, contento por otra parte de su gran sensatez y su buen juicio). Esto es ya lo mismísimo que contaba yo. O sea, que uno puede estar plagiando constantemente, sin darse cuenta; corremos el riesgo de estar plagiando sin querer.

Las combinaciones de las palabras, en cualquier idioma, son muchísimas, pero no infinitas. A veces pienso que en algún momento de un lejano futuro, no habrá expresión que no haya sido utilizada o metáfora que no haya sido inventada. Quizá entonces los hombres renuncien a escribir literatura —a repetirse, a plagiarse inadvertida y continuadamente— y se limiten a servirse del lenguaje sólo para las necesidades de la vida cotidiana, para describir escuetamente los hechos.

Nota: no me esforzaré mucho —no me esforzaré nada—  en las traducciones y tenderé a hacerlas literales; las hago porque entiendo que, desgraciadamente, es necesario.

12 de enero de 2014

Viaje del Parnaso, de Miguel de Cervantes


Lector amigo, ya he expresado otras veces mi propósito primordial en este blog: exponer mis preferencias literarias e incitar ingenuamente a seguirlas o rebatirlas. Todo lo razonadamente que sea posible, que ya se sabe que en materia de gustos no siempre se está en el terreno de lo lógico e indiscutible. Yo no tengo la Verdad, ni en esto ni en nada, y lo que sí hago es urgirte a que vengas conmigo a buscarla, como pedía Antonio Machado en su cantar famoso: ¿Tu verdad? No, la Verdad, / y ven conmigo a buscarla. / La tuya, guárdatela. Y a mí sí me la puedes contar que, cuando el poeta escribió aquello de “la tuya, guárdatela”, estoy seguro de que se refería a sujetos que tienen su verdad como intocable y pretenden imponerla de alguna manera innoble.

Muchas de mis ideas sobre este tema están en mis Apuntes sobre Literatura, ya mencionados en alguna ocasión y que me llevaron algún tiempo. En su Introducción digo: “Estas notas son para mi uso personal, pero están escritas con la idea de que pudieran ser leídas, algún día, por un lector poco avisado o imprudente. Esto último no debe confundir o desvirtuar su principal objetivo o hacer injustificables las licencias que me tomo. Estas licencias se resumen, en la práctica, en una: no tengo ninguna intención —y por lo tanto ninguna obligación— de ser absolutamente completo, meticuloso o académico”.

En mis Apuntes no quise dar nombres de obras o autores de los que no tengo una buena opinión y así lo manifesté desde el principio: “Es difícil, y para mí creo que imposible, estar completamente seguro de la verdad, de la exactitud, de lo que uno piensa u opina; y esto es aplicable, naturalmente, a todos los juicios o valoraciones que seguirán en estas páginas. Por otra parte, no me gusta expresar críticas negativas, que puedan molestar a alguien y, si lo tengo que hacer, querría que fuera con la máxima discreción y contención. Estos dos factores, juntos, me llevan a no citar por sus nombres a los autores de los que tengo una impresión no buena, aunque esta se refiera sólo a una parte de su obra, la expuesta o mencionada aquí, dejando indemne el resto”.

He tratado de indagar cómo actuaron otros autores en trances parecidos. Cervantes escribió su Viaje del Parnaso en el año 1614. No es una obra que te recomiende para pasar un buen rato. Yo me obligué a leerla por las razones que cuento y no la aconsejaría sin más. Es un largo poema en tercetos encadenados (la rima, consonante, es aba / bcb / cdc / ded…) en el que poetas conocidos por el autor, con sus nombres, son calificados como buenos, y se narra su lucha contra los malos poetas. Vencen los buenos —se trata de una obra de ficción— y de los malos no se dan nombres, con alguna excepción.

En un caso, se da sólo el nombre de la obra, La pícara Justina, pero no el del autor. En realidad, no se sabe si fue Francisco López de Úbeda, un médico toledano, o Andrés Pérez, un dominico leonés, o Baltasar Navarrete, un dominico vallisoletano. También se nombra a Antonio de Lofraso (1540-1600), poeta sardo, autor de la novela pastoril Los diez libros de Fortuna de Amor, que es uno de los veinte que, en el fragor de la batalla, se pasaron al ejército de los malos poetas, según cuenta Cervantes. En el famoso escrutinio (Don Quijote, I, 6) el cura dice del libro del sardo que “es el mejor y más único de cuantos deste género han salido a la luz del mundo”. El elogio es tan desmesurado que los críticos piensan que es irónico. Conté el número de los buenos poetas en el poema y resultaron unos ciento veinte. También está entre los malos poetas Jerónimo de Arbolanche, autor del poema épico Las Abidas, al que otros califican como hábil versificador y humanista de gran cultura. También entre los malos vates se cita a un tal Pedrosa, del que no he averiguado nada más.

 Cervantes ya había escrito y publicado en 1585, como parte de La Galatea, un Canto a Calíope, en el que mencionaba a cien poetas españoles, de manera laudatoria. En La casa de la memoria, Vicente Espinel (1550-1624) cita a poetas españoles, entre músicos y otros personajes notables.  El Laurel de Apolo es de 1630 y en él Lope de Vega elogia a los poetas de su tiempo. En diez silvas, aparecen unos trescientos españoles y portugueses y otros de diversas nacionalidades.

Muchos de estos datos se encuentran recogidos en una obra posterior, Parnaso español, antología en nueve tomos de poesía castellana, de Juan José López de Sedano (1729-1801). En el tomo VIII de la misma (1774), encuentro una lista de unos seiscientos poetas, de la que dice el autor: “No deja de ser asombrosa en el número y no faltan en ella los poetas más clásicos de la Nación; sin embargo podemos asegurar que no comprende ni aun la tercera parte de los que hasta hoy conocemos y conocerá el Público en su lugar”. Se refiere, entiendo, a los muchos poetas de ámbito local, no conocidos en el conjunto del país. La lista puede ser consultada allí.

Lector, ya ves que hay muchos libros similares y no te los recomendaré para tu solaz. Los menciono porque, aun tratándose de un sencillo blog sin pretensiones, a veces uno tiene la obligación de informarse un poco y trabajar en lo no gratísimo.

6 de enero de 2014

Borges, Cunqueiro, Márquez, Crescenzo


Por lo que escribí en mi entrada anterior, y por mis citas de Valle, alguien podría pensar que sólo me gusta esa prosa alambicada, decadente, no exclusiva pero típica del período modernista. Y llevaría razón en parte, porque amo esa prosa preciosista y exquisita. Pero hay infinitos estilos literarios, como es obvio, y lo que cuenta es la belleza lograda y hasta, si se me apura, la belleza perseguida. Lo que no entiendo es la escritura que se ampara sólo en lo que se narra, por muy abracadabrante que sea el tema o la peripecia. De todo eso se encargan ya los periódicos, los cronistas y reporteros e innumerables programas televisivos.
El azar —o su otra cara, el destino— con sus inquietantes juegos. Resulta que hoy es la fiesta de los Reyes Magos y hay sorteo extraordinario de lotería. Y yo, buscando textos escogidos para traer a este blog, caigo casualmente sobre ese libro portentoso de Borges, Ficciones, y encuentro allí la afirmación: “Soy de un país vertiginoso donde la lotería es parte principal de la realidad”. Se refiere al antiguo reino de Babilonia, a aquella lotería secreta y constante que hace decir a un personaje: “Como todos los hombres de Babilonia, he sido procónsul; como todos, esclavo; también he conocido la omnipotencia, el oprobio, las cárceles. Miren, a mi mano derecha le falta el índice. Miren, por este desgarrón de la capa se ve en mi estómago un tatuaje bermejo: es el segundo símbolo, Beth…”. El relato se titula La lotería en Babilonia. De otro relato del libro, Pierre Menard, autor del Quijote, tomo estas ideas: “No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina es al principio una descripción verosímil del Universo; giran los años y es un mero capítulo —cuando no un párrafo o un nombre— de la historia de la filosofía. En la literatura, esa caducidad es aún más notoria”.
¿Qué clase de lotería hace posible lo que cuenta ese hombre de Babilonia, su vida a través de tan diversas circunstancias? Parecería tratarse de algún oscuro mecanismo que distribuyera por igual premios e infortunios. ¿No resulta todo extraordinariamente misterioso y arcano? Bueno, es como la vida, pienso yo. Y todo adobado con una prosa distinta a la de Valle, pero impecable. Lector, hazme caso: Deja este blog, deja todo lo que no sea urgente, y vete a una librería o biblioteca y sumérgete en estas páginas de Borges. Si eres el lector que yo creo, me lo agradecerás.
Dije antes: El azar, o su otra cara, el destino. Azar es todo lo que ocurre de manera absolutamente imprevisible; el destino está marcado desde la eternidad. Sin embargo, Dios sabe qué número será el primer premio hoy, dentro de unas horas, en esa lotería de la que hablaba al principio. Para Dios no existe el azar, todo es presente, y sabe lo que va a ocurrir en el futuro o lo que ocurrió en el pasado. Me gusta imaginármelo —aunque soy poco dado a imaginar dioses— como conocedor, desde el principio, de las posiciones de todas las bolas en los bombos, de sus movimientos e interacciones al girar estos, de sus contactos, choques y trayectorias a lo largo de la extracción. Por ello conoce las bolas que obtendrán los premios y cumplirán así su destino. Esa sabiduría minuciosa es inimaginable para el hombre y nos refugiamos en el estudio del azar, de sus leyes, renunciando, sabia y humildemente, a las certezas de la predeterminación.
Lector, me perdí un poco y te perdí a ti. No lo puedo evitar. Pero te mostré textos de bella prosa, muy distintos de los de Valle. He escogido algún autor más y espero cumplir mi objetivo. Te traigo ahora algo de Álvaro Cunqueiro (1911-1981), un escritor gallego: “¿De qué se hace la nave más ligera para ir a los feacios? De  palabras,  Ulises. Te  sientas,  apoyas el  codo en la  rodilla y el  mentón en la palma de la mano, sueñas y comienzas a hablar”. O también este, un claro ejemplo de hipotiposis: “Oyó voces misteriosas en la tierra y en el mar, y le fueron ofrecidas sidras perfumadas que daban al que las bebiera eterna juventud, perpetua vida. Enamoradas bocas femeninas florecían junto a sus rodillas, y los días eran todos de sol, y el mundo un gran palacio, que se le ofrecía con todas las puertas abiertas, y en los jardines el dulce verano”.
Unos breves fragmentos de García Márquez, que esto se va haciendo muy largo. “La sabiduría nos llega cuando ya no sirve para nada” [...] “el terror de no encontrar a Dios en la oscuridad de la muerte”. [...] “estaba convencido, en la soledad de su alma, de haber amado en silencio mucho más que nadie jamás en este mundo”. [...] “lo único concreto que sentía era una necesidad urgente de morir”. [...] “la lucidez perversa de la nostalgia”. Son de El amor en los tiempos del cólera. Por cierto, espigando en Márquez me encuentro con esa tremenda afirmación, que debería desalentar a cualquiera que, como yo ahora, pretenda orientar o sugerir lo que puede ser la buena literatura: “No le alcanzaron todos sus años de lecturas para saber qué era bueno y qué no lo era, en lo mucho que había leído”.
Y un último texto, del italiano Luciano de Crescenzo, de su obra Helena, Helena, amor mío: “Hermanos, os lo suplico, ¡no le creáis! Si Ulises os dice que estáis vivos…, no le creáis. Si Ulises os dice que tenéis dos brazos y dos piernas, no le creáis. Si Ulises os dice que el sol brilla en lo alto del cielo…, no le creáis; acaso en ese mismo momento empezará a llover”. […] “¡Mientras tengas uso de razón no creas a los maestros, e igualmente no creas a los aedos, ni a todos aquellos que van por ahí cantando las gestas de los héroes, sólo para procurarse una bandeja de higos gratis! Cuando adviertas la necesidad de saber la verdad, búscala en tu propia cabeza y jamás en el corazón. Los que tú llamas héroes son simples malhechores de nombres célebres, que invaden las tierras ajenas con la única finalidad de saquearlas y violar a sus mujeres. No saben lo que es el amor al prójimo, ni el respeto hacia el débil.”
¡Cuánta belleza, cuánto anhelo de verdadera justicia, cuánta compasión en unas pocas líneas! Párrafos así son suficientes para adivinar una obra entera y en ellos me amparo para intentar recabar la atención de los lectores sobre escritores que merecen la pena. Porque todo va unido: el que sabe usar las palabras, seguro que sabe construir la acción, desarrollarla y resolverla. Es así de sencillo.

4 de enero de 2014

Ramón del Valle-Inclán


Prometí hablar de Valle-Inclán y lo hago. Casi lo único que tengo que hacer es copiar algunos de los párrafos que escribí en mis ya citados Apuntes sobre literatura. En la última entrada de este blog, mencionaba a mis dos queridísimos mancos, sin nombrarlos; se trataba, obviamente, de Cervantes y Valle. Cuando redacté los Apuntes, había leído recientemente aquella solemne bobada de Vladimir Nabókov: “Recuerdo con deleite la vez en que, para gran turbación de mis colegas más conservadores, hice trizas el Don Quijote, ese viejo libro crudo y cruel, ante seiscientos estudiantes en el Memorial Hall”. Estaba yo muy enfadado y argumentaba: En ciencia, se ha de ser muy cuidadoso con lo que se afirme, porque las pruebas correspondientes han de ser aducidas y provenir de fuentes de reconocida solvencia. En literatura, en cambio, uno puede decir muchas cosas, sin necesidad de pruebas o razonamientos. Por supuesto que nada de esto ocurre en los trabajos serios de crítica literaria, en donde se exigen los mismísimos requisitos que en las ciencias experimentales. Pero una cosa son los estudios sobre literatura, semiótica, etc., y otra muy distinta, las boutades y los esnobismos de los patauds y nigauds de  turno. Aquí hay barra libre.

Poca gente dejará de reconocer el insuperable valor del Quijote cervantino. De Valle-Inclán, Darío Villanueva, catedrático de Teoría de la literatura y miembro de la Real Academia Española, dijo que “escribió para un público que no existía todavía”. Es exactamente la verdad. Luis Cernuda cuenta que hubo sólo doce personas el segundo día de representación de Divinas palabras, cuando se estrenó en Madrid, en 1933. Hoy, Luces de Bohemia, el título que inauguró la colección Austral en 1920, es el libro más vendido del casi centenario catálogo.

El propio Valle se quejaba de que no vendía sus libros: “Hasta ahora, jamás he ganado cosa alguna con mis libros. De mis primeros, he vendido hasta cinco o seis ejemplares”. Y seguía bromeando: “Todas mis esperanzas están puestas en un libro que publicaré dentro de algunos días: Sonata de primavera. Seguramente se venderán algunos centenares de miles, y con el dinero que me dejen, pienso restaurar los castillos del Marqués de Bradomín y comprarme un elefante blanco, con una litera dorada, para pasearme por la Castellana”. Querido Don Ramón, cómo me hubiera gustado ser de sus tiempos y haber movilizado a todo el mundo, para tratar de comprarle ese elefante, con todos los pertinentes aditamentos, y que se diera usted esos soñados paseos por la Castellana o por donde quisiera.

Cuando pienso que este hombre vivió mordisqueado por la pobreza, todavía me da vergüenza y me pongo triste. Y sin su brazo izquierdo, perdido de manera absurda, quizá incluso por negligencia suya; por el estado de la medicina de entonces, también. Desde luego, no perdido en algún lance ilustre, aunque él bromeara e inventara historias sobre esto. ¡Qué dos mancos, Dios mío, en nuestra literatura! Cervantes y Valle. Por cierto que el segundo llamó “divino soldado” al primero. ¿Cómo habría calificado el primero al segundo, si hubiera llegado a conocerle?

Valle es, cuando quiere, la belleza casi en estado puro: la belleza y la fantasía. En las obras literarias la fantasía juega un papel primordial y, sabiamente dosificada, es imprescindible. Se sabe bien que las sirenas de Mergellina —ahora una parte de la propia ciudad de Nápoles, en la Campania—, nadan constantemente entre Capri y Nápoles, pero la inmensa mayoría de los mortales no las ve. La fantasía es un don divino y no está universalmente repartida.

“Sentía los pensamientos enroscados y dormidos dentro de mí, como reptiles.” [...] “Volaban los vencejos en la sombra azul de la tarde.” Estas dos metáforas —o esta primera metáfora y este adjetivo, azul, felizmente ayuntado con el sustantivo sombra, si se quiere— son de Valle. En cuanto se le lee, expresiones como esta están por todas partes. No continuamente, claro; el más espléndido collar de perlas necesita también el humilde hilo que las mantenga unidas y les dé forma y contorno. “Las palabras morían lentamente, igual que la tarde.” “El sol de otoño penetraba hasta el centro de la estancia, como la fatigada lanza de un héroe antiguo”. “Alada y riente mentira..., pájaro de luz que cantas como la esperanza”. “Camarines de bullentes hojas, donde rubias princesas hilan en ruecas de cristal”. “El moscardón verdoso de la pesadilla daba vueltas sin cesar...”.

Lector, ¿encuentras muchas cosas así en las obras que lees, en las que se producen en la actualidad, en las que ganan los concursos literarios? Yo entiendo que haya gentes para las que estos ‘verdaderos milagros’, que muestro aquí, quizá no representen mucho y busquen sólo el thrill, la tensión de una trama policial, la resolución de un asesinato más o menos brutal. Pues para mí, la literatura es esta manera de escribir —aquí caben también los asesinatos y las aventuras más espeluznantes— y lo demás puede ser distracción, o lo que sea, pero no literatura, no la excelsa que yo busco y persigo.

No se trata sólo de metáforas; me he referido a ellas por citar una de las concreciones, de las decantaciones de la belleza. Cuando no hay metáforas, hay expresiones, ideas, incluso más ilustrativas. Con Valle y con los muchos excelentes autores de todos los tiempos: “Lo mismo da triunfar que hacer gloriosa la derrota”. “Los españoles nos dividimos en dos grandes bandos: en uno, el Marqués de Bradomín, y en el otro, todos los demás”. “Al que sabe ser humilde, en todas partes le va bien”, dice Florisel, un paje asignado a Bradomín en las Sonatas. “La tos del fraile, el rosmar (galleguismo, murmurar) de la vieja, el soliloquio del reloj, me parecía que guardaban un ritmo quimérico y grotesco, aprendido en el clavicordio de alguna bruja melómana”. “Como un viejo cardenal, que hubiese aprendido las artes secretas  del amor en el confesionario o en una corte del Renacimiento”.

En La corte de los milagros hay fragmentos de una musicalidad exaltada, de un decadentismo sublime: “La marquesa Carolina, coqueta y lánguida, recibía el último homenaje del gallo polainudo. Don Adelardo López de Ayala, pomposo, barroco, hiperbólico, modulaba sus despedidas”. [...] “Tienen un azorado presagio los círculos de las palomas. Mirlos y tordos revolotean anocturnados en las ramas de los olivos”. [...] “¡Y cuántas tribulaciones para sólo mal vivir! ¡En este valle de lágrimas, todo son redes y caramillos, puestos al pobre desafortunado! ¡Sufre más persecución que los lobos, siempre en el trámite de atropellar las leyes!” ¿Hace falta escribir así para hacer literatura? Afortunadamente no, que, si así fuera, apenas nadie podría atreverse con la pluma. Yo no pienso que siempre tenga que escribirse así; ni el mismo Valle lo hace. Pero si no encuentro algo como esto, de vez en cuando, en el texto que sea, te digo, lector amigo, que no me siento a mis anchas.

Y la misma admiración, el mismo arrobo, me suscitan las tiernas confesiones que hace: “Yo soy un santo que ama siempre que está triste”, dice  Bradomín. “Ese declinar de la vida, edad propicia para todas las ambiciones y más fuerte que la juventud misma, cuando se ha renunciado al amor de las mujeres”. “Te juro condesa, que, como tenga tiempo, he de arrepentirme”. ¿Se puede urdir, con unas pocas palabras, algo más descomprometido, más suavemente irónico, más inteligentemente irreverente? Y las afirmaciones rotundas, incontestables: “Cuando se sabe querer, esa vieja tísica y asquerosa —lo dice por la moral, aclaro yo— se está muy encerrada en su casa”. ¡Cuánta verdad, lector amigo! Quien haya vivido un poco, sólo un poco, lo sabe demasiado bien.

Apenas he podido decir algo del hombre, de su tierra, de su abandonada carrera de Derecho, de su genio, de su carácter, de su mal carácter a veces, de sus desgracias, de su humor, de sus desplantes, de sus huidas, de su feliz y salvador matrimonio con la actriz Josefina Blanco, del infeliz final de esa unión, de su salud, de sus achaques, de su muerte en la ciudad más mágica del mundo, en Santiago de Compostela, en los primeros días de 1936. Esto es sólo un modesto blog. Pero, como siempre pienso, si consiguiera que alguien se planteara, con cierta urgencia, leer algo de Valle, al que admiro sin reservas, me sentiría recompensado más allá de cualquier medida razonable.

La admiración, lector, es absolutamente innegociable, mucho más que el amor. Del amor puede uno, en general, rescatarse. A todos nos ha dejado alguna Pepita. Y nos hemos ido diciendo después, poco a poco, que la tal Pepita, sin quitarle su mérito, tampoco era única en el mundo, que había otras con tantos dones, si no más, que ella. Hasta llegar por fin a esa salvadora conclusión de pensar que ella es la que se lo pierde, cuando uno está ya curado del todo, casi curado del todo. Ese despego es mucho más difícil en el caso de la admiración. La admiración es mucho más tenaz, más sólida y firme, menos sujeta a nuestro capricho o albedrío. Cuando piensas que alguien es admirable porque hace algo como no lo hace nadie, es muy complicado arrancarle ese mérito, desposeerle de esa cualidad. El muy aborrecible te puede tener admirándole sin tregua toda la vida.

Claro que el amor puede ir mezclado con la admiración. Es más, mucha gente no puede querer si no anda la admiración por medio. Todo es muy complicado y también los amores pueden tener algo de irrenunciables. En Cuentos de Eva Luna, un personaje de Isabel Allende se queja, impotente y desolado: “Me has perseguido sin tregua. No he podido amar a nadie en toda mi vida, sólo a ti”. Y en unas alegrías de Cádiz se canta: Si tú me hubieras querido / como yo te estoy queriendo, /yo no estaría sufriendo / desde que te he conocido. Hay, en fin, amores terribles, olvidos imposibles; en la literatura, en la vida real. Sobre el amor, Lope de Vega escribió uno de sus más bellos sonetos, del que tomo unos versos: Olvidar el provecho, amar el daño; / creer que un cielo en un infierno cabe, / dar la vida y el alma a un desengaño; / esto es amor, quien lo probó lo sabe.

2 de enero de 2014

Sobre un humanista ubetense


Amigo lector, cuando veas en alguna de mis entradas la etiqueta de ‘atando cabos’, piensa que se tratará, casi siempre, de continuar algo que escribí y donde, como es fácilmente deducible, dejé algún cabo suelto. Me pasa en esta ocasión con una biografía de alguien de mi ciudad, de la que hablé hace poco. Tengo el tenaz propósito de no mencionar nombres de gente amiga, porque este blog recoge mis sencillas ideas personales y no pretendo involucrar a nadie más. Pero a veces el azar se torna oportuno y sabio y obliga a reconsiderar las intenciones.

Leí la biografía de Juan Pasquau, El humanista ubetense Juan Pasquau Guerrero y su época, de Adela Tarifa, despaciosamente y con fruición. De ninguna manera haré una crítica literaria, pero sí querría señalar la riqueza y buen ensamblaje de los datos en la misma y el apasionamiento, no infrecuente en los biógrafos, de la autora con el personaje. Pero aquí todo estaba cantado, porque Juan Pasquau (1918-1978) era, sobre todo, un hombre —por encima de su prosa pulida, que recordaba la de Azorín, y de su saber  profundo y clásico—, “en el buen sentido de la palabra, bueno”. Como confiesa serlo Antonio Machado, otro de los ídolos del biografiado, en su poema Retrato.

Luego, como insinué, un cierto azar, unas simples coincidencias, han influido en este deseo mío de retomar el discurso. Leo en la mencionada biografía una nota de Pasquau: “Siento verdadera necesidad de escribir. Lo hago siempre a máquina y directamente. Luego, si hay algún error, corrijo a pluma; pero no hago borrador nunca. Me resulta penosísimo copiar o volver a escribir lo ya escrito. Creo que soy espontáneo en mis apreciaciones literarias y nunca –o casi nunca– pienso demasiado lo que ‘voy a decir’. Me pongo ante la máquina y, mejor o peor, van saliendo las cosas”.

Y me ha sido forzoso comparar con lo que escribí yo en mis Apuntes sobre Literatura, en donde cuento, con toda candidez, algo bastante parecido y casi señalo el momento en que quizá uno se hace escritor: “Hablando otra vez de mi peripecia personal, alguna confesión más. El día que empieza uno a escribir directamente en el ordenador, aunque luego corrija lo que haga falta, y las veces que haga falta, ese día cambian muchas cosas para un escritor. O al menos las cambiaron para mí. Porque simplifica tanto las cosas —comparando con aquel escribir a mano sobre las cuartillas y pasarlas luego a máquina—, que entiendo que uno se pueda animar a tareas de más envergadura con tales facilidades. Lo que, en principio, tampoco tiene que representar forzosamente una gran ventaja para la humanidad y puede representar hasta un inquietante peligro”.

Leo también que, en el año 1954, Juan Pasquau y su mujer, Rosa, se encontraron inesperadamente con Azorín en el centro de Madrid. Pasquau, que admiraba mucho al gran escritor, se dirigió al maestro y lo saludó con el fervor que se puede suponer. Pasquau recordó siempre con agrado este encuentro y lo contó en un artículo del diario Jaén, en el que escribía: “Los grandes hombres son, ante todo hombres asequibles, abordables. Yo mismo abordé a Azorín en la Carrera de San Jerónimo...”. Yo me he referido también en algún momento, por escrito, a “mi inquebrantable idea de que las personas verdaderamente inteligentes y valiosas son sencillas y abordables, ex necessitate rei”. Los adjetivos son casi idénticos y el mensaje es el mismo. Yo creo sinceramente en él y estoy seguro de que Pasquau también. Estas coincidencias se dan entre gentes que comparten vivencias parecidas. Ya conté una vez que Heráclito afirmó que “los que están despiertos habitan el mismo mundo; en cambio los que duermen, habitan cada uno en el suyo”.

En la biografía de Adela Tarifa, llama también mi atención lo que cuenta de la penuria de Valle. Copio literalmente: “una noticia en la prensa de ese año (1932) cuenta que el presidente del Ateneo Madrileño, Ramón María del Valle-Inclán, pide a las autoridades que le ayuden para alimentar a sus hijos y le busquen a él un lugar donde vivir, porque está enfermo y sin recursos”. Sobre esto, sobre el personaje de Valle, uno de mis autores predilectos —siempre digo que los críticos se pueden meter con quienes quieran, excepto con mis dos queridísimos mancos—, tengo yo algo escrito, pero es mucho más largo y lo trataré en una entrada venidera.

28 de diciembre de 2013

Versos alejandrinos


Con respecto a mi entrada sobre los endecasílabos, un amigo se maravilla de la relativa complejidad del asunto y confiesa que él no estudió estos detalles durante su bachillerato. Yo tampoco lo recuerdo, pero quizá no fue siempre así. Casualmente, leyendo la minuciosa biografía, publicada por una amiga mía, de un escritor de mi ciudad, nacido en 1918, que alcanzó cierto reconocimiento nacional, leo lo escrito por él mismo, recordando sus tiempos de estudiante: “en el examen final de Preceptiva Literaria no me dieron nada más que aprobado. Porque me preguntaron en qué sílabas se acentuaban los versos de catorce y esto yo no lo sabía... ni lo sé. En fin, no fui brillante, porque, aunque nunca me suspendieron, nunca me dieron tampoco ninguna Matrícula de Honor”. No cito nombres, pero conocí a la persona y digo que era verdaderamente, como se puede vislumbrar por este corto párrafo, un hombre sabio, aunque no supiera lo de los acentos de los dichosos versos de catorce, humilde y encantador.

Me ha llevado esto a estudiar algo estos versos, los alejandrinos, que toman su nombre de un poema francés del siglo XII, Roman d’Alexandre. Son versos de catorce sílabas, divididos por una cesura en dos hemistiquios de siete, y con acentos en la sexta y decimotercera. Fueron típicos de la llamada ‘cuaderna vía’ (estrofas de cuatro versos con rima única), del mester de clerecía, y han sido utilizados sin interrupción a lo largo de la historia y quizá especialmente entre los modernistas. Estos compusieron sonetos con estos versos, sustituyendo a los endecasílabos.

Los acentos en estos alejandrinos se colocan según diversos patrones. El más corriente es el que lleva los acentos en las sílabas 2ª, 6ª, 9ª y 13ª y la distribución es la misma en los dos hemistiquios. También pueden ir los acentos en las sílabas 3ª, 6ª, 10ª y 13ª, como en el conocidísimo verso de Darío: La princesa está triste, ¿qué tendrá la princesa?, en el que también el esquema rítmico es el mismo en los dos hemistiquios. Pero esto no es obligatorio.

Como muestra de la cuaderna vía, de Gonzalo de Berceo tomo una estrofa de El ladrón devoto, uno de los Milagros de Nuestra Señora:

Entre las otras malas avié una bondat,
que li valió en cabo e dioli salvedat:
Credié en la Gloriosa de toda voluntat,
saludávala siempre contra su magestat.

Hay algún otro patrón de alejandrino, algo diferente, pero con lo dicho es suficiente. Trato simplemente de mostrar las complejidades de los estudios métricos, referidos a la poesía española, que quizá puedan ser desconocidos para algunos de los lectores.

26 de diciembre de 2013

Sobre la literatura que "te coge"


Mis más obvios intereses en este blog son de tipo literario, aunque ciertos temas de actualidad puedan desviarme de la ruta prevista. Trato de reflejar aquí mis gustos y preferencias en literatura, que podrían estar alejados de la corriente general. Una reciente conversación con un amigo, al que yo consideraba persona de buen gusto, remueve esta inquietud. Hablábamos del mar y los peces, hasta que vino a declarar que una obra concreta del autor Tal le gustaba. Cuando finalmente supe —tendría yo unos veinte años— lo de los Reyes Magos, no sufrí una desilusión mayor. ¡Cómo es posible, Dios mío! Charlamos un poco más y ya llegó aquello del “te coge”, “te engancha”.

Mi amigo contó, en esencia, que la obra no le parecía excelsa, pero era de esas que “te cogen”. Comprendí muy bien lo que me quería transmitir, que es lo que cualquiera entiende cuando se utiliza esa expresión en relación con una lectura, película o lo que sea. Se quiere decir que la acción que se narra ha logrado interesar y se está ya dispuesto a seguir hasta conocer el final, el desenlace de la trama. Todo esto se basa en la estructura mental de los seres humanos, que nos lleva a perseguir la solución de los enigmas y ha desempeñado un papel central en el continuado esfuerzo por explicar el mundo y dominarlo de paso. Como se ve, no me duelen prendas a la hora de valorar con generosidad ese afán heurístico tan arraigado. Esa irrefrenable tendencia ha sido explotada hábilmente en la preparación de series televisivas, folletones y sagas de toda índole, en las que se cuenta con la fidelidad garantizada y eterna de los auditorios. Es un fenómeno intemporal, anclado firmemente en lo más profundo de nuestra psicología.

No considero pecado el que alguna lectura te ‘coja’. Lo que ocurre es que la literatura, una de las bellas artes, ha de ser algo más. Mil historias comunes de las que se dan continuamente en la realidad son capaces de “enganchar”, y más si se enmarcan en una peripecia más o menos hábilmente diseñada. Pero, para mí, eso no es suficiente, no basta de ninguna manera. Yo busco también, y sobre todo, una emoción estética. Me resulta difícil continuar con la lectura de una obra, si no aprecio también la pura belleza formal, el juego inteligente, la alquimia interminable de las palabras.

Esa carencia parece que la soporta bien la mayoría de la gente. Los lectores se han acostumbrado a la literatura de evasión, que, en justa contrapartida, elabora retorcidos complots para interesar el lector, para cogerlo bien cogido: cadáveres que se encuentran de la manera más inesperada, manuscritos intemporales, perdidos y aparecidos en algún remoto lugar como por milagro, ambientes exóticos, esoterismos diversos; todo vale y la demanda puede ser infinita.

Y un libro de intriga, ¿no puede ser de bellísima prosa? No es imposible, pero son mundos bien distintos, ideas alejadas de lo que deba ser la creación literaria, que no resulta fácil o inmediato superponer. Los propios escritores conocen bien con qué clase de lectores pueden contar. El que tiene como objetivo previsible un cinco por ciento del público, lo sabe y lo acepta. Ese porcentaje supone todavía una masa considerable y el autor seguramente no tiene interés en llegar a otros lectores, insensibles al concepto que él mismo tiene de lo que deba ser la literatura. No ocurre nada grave.

Lo realmente grave es que, con esta mentalidad entre los lectores —y con los editores persiguiendo denodadamente lo que el público demanda—, se empequeñece el horizonte de temas y estilos y se alimenta un tipo de quehacer literario que empobrece la creación artística y la literatura de calidad. Son imprescindibles críticos inteligentes y sensibles, que traten de promover sin  descanso las obras de auténtico mérito, olvidándose de los detalles o las ventajas comerciales.

Tengo mis dudas sobre cuánta gente comparte estos tajantes juicios míos. Pero los hago públicos, aun entre dudas. Uno tiene la sagrada obligación de dudar. La duda está en el origen de todas las controversias y asiste al nacimiento de todas las verdades. El hombre es hoy lo que es, porque ha dudado. Ha dudado, precisamente, de todo lo que parecía más evidente, más incuestionable, más indudable.

24 de diciembre de 2013

El maestro Ciruela sobre 'captcha' y 'bots'


Te digo, lector, que esto de escribir un blog es una fuente inagotable de sorpresas; para mí, y para ti mucho más, claro. Es la realidad la que manda. ¿Sabes lo que quiere decir captcha? ¿Sabes que sirve para salvaguarda de los bots? Pues sigo y voy a hacer de maestro Ciruela, aquel que no sabía leer y puso escuela. Probablemente, el dicho es una corrupción de “el maestro de Siruela, que no sabe leer y pone escuela”, referido a Siruela, un pueblo de la provincia de Badajoz. Pero a veces pienso que lo de Ciruela pudo derivar del doctísimo maestro Ciruelo, con el cambio pertinente para la rima. Quizá el pueblo creó como antónimo este maestro Ciruela, atrevido e ignorante. Una variante del dicho reza “el maestro del Campillo, que no sabía leer y tomaba niños”.

En efecto, Pedro Sánchez Ciruelo (1470-1548), fue un matemático español del siglo XVI, que vivió en París unos diez años y fue profesor en la Sorbona. A su vuelta a España se ordenó sacerdote y enseñó teología, quizá también matemáticas, en la Universidad de Alcalá, en la que gozó de gran prestigio. Más tarde fue preceptor del príncipe Felipe, hijo del César Carlos, y su sabiduría fue tan reconocida y proverbial que se acuñó el dicho de “saber más que Ciruelo”. Otro reconocidísimo sabio de la época fue el dominico Domingo de Soto (1494-1560), algo más joven que Ciruelo y discípulo suyo en Alcalá. Se le consideró un modelo de sabiduría y erudición y en la España del siglo XVI se decía: Qui scit Sotum, scit totum (el que conoce a Soto, lo conoce todo).

Lo del maestro del Campillo enlaza con otra expresión popular: “el sastre del Campillo, que cosía de balde y ponía el hilo”. En realidad, en este último caso debe de ser del cantillo, como se lee en el Quijote: “y vendré a ser el sastre del cantillo”. Cantillo vale como esquina o cantón y el dicho sería “el sastre del cantillo, que cosía de balde y ponía el hilo”. Tiene que ser así, porque en los Proverbios del Marqués de Santillana ya aparece “el alfayate del cantillo, facía la costura y ponía el hilo”.

Esta introducción es para justificar que trate aquí una materia que desconozco ampliamente, pero que ha llamado mi atención. Es algo que conoce cualquiera que navegue por Internet: me refiero a esas letras y números distorsionados, que aparecen en un recuadro y que uno ha de descifrar a la hora de registrarse en ciertas webs. Constituyen lo que se conoce como ‘captcha’, un acrónimo, acuñado en el año 2000, de “Completely Automated Public Turing test to tell Computers and Humans Apart”. El Turing test es una prueba para comprobar la capacidad de una máquina de mostrar un comportamiento inteligente, ‘humano’. Fue desarrollada en 1950 por Alan Turing. Turing, uno de los precursores de la Informática, fue declarado culpable de conducta homosexual y despedido de su trabajo. Se suicidó con cianuro en el 1954, con 41 años de edad. Da vergüenza sólo recordarlo.

La identificación de los signos de tales recuadros cumple la función de distinguir entre los seres humanos y las computadoras. Por eso se pide la respuesta —“para que se sepa que se trata de un humano”, se explica a veces—, lo que no se entiende nada de bien y se suele tomar como una broma. Lo que se persigue es que el texto sea ilegible para los bots y fueron ideados hace tiempo para que ciertas palabras clave no pudieran ser detectadas por los sistemas automáticos de rastreo.

Un bot (aféresis de robot) es un programa informático, que imita la conducta de un ser humano. En los forums on line, algunos bots fueron utilizados para simular una persona, intentando hacer creer al ‘ciberinterlocutor’ que chateaba con alguien real. La misma Wikipedia ha sido víctima de bots maliciosos, creados para atacar y destruir de forma masiva los artículos de la misma. Así que los ‘captcha’ son una manera de luchar contra los bots. ¿Claro ahora? Espero.

18 de diciembre de 2013

Relato monovocálico de Rubén Darío


Lector, en una entrada no tan reciente, escribí que no me gustaba jugar con las palabras, porque eran sagradas. Pues, como se dice ahora, me pasé dos o tres pueblos, porque tampoco se ha de ser tan estricto y la verdad es que se ha jugado mucho con ellas en la historia de la literatura, como se muestra en detalladas obras de la llamada por algunos Ludolingüística. Y a esto me voy a referir, recuperando así lo que, en principio, intento que sea la temática más frecuente en este blog.

Se pueden escribir textos, por ejemplo, en los que falte consistentemente una de las vocales y se llaman lipogramas. O en los que figure una sola, monovocalismos. Los palíndromos, bastante más conocidos, son aquellas palabras o frases que se pueden leer indistintamente hacia delante o hacia atrás. La más famosa es quizá la de Dábale arroz a la zorra el abad, pero hay muchas otras, como La turba bajaba brutal, por citar alguna. Los tautogramas agrupan palabras que empiezan por la misma letra: ¡Cielos! ¿Cómo canciones cantaremos con corazones casi consumidos? O el de un soneto de Francisco de Quevedo: Antes alegre andaba; agora apenas alcanzo alivio...

El fecundísimo y precocísimo Enrique Jardiel Poncela (escribió su primera novela con once años), tiene un relato monovocálico de un par de páginas, Un marido sin vocación, en que no aparece la vocal E. Este trabajo forma parte de una serie de cinco (sin la E, sin la A, sin la O, sin la I y sin la U) que el autor publicó en la sección de cuentos del diario La Voz, en 1926 y 1927. Es muy breve y un lector inadvertido puede no notar siquiera que en el mismo falta una vocal.
 
         El famoso e influyente escritor francés Georges Perec, judío con ancestros polacos, en su novela La disparition, tampoco utiliza la E, la vocal más frecuente en francés. Alguna traducción al castellano de esta obra respeta esa restricción, cambiando la vocal E por la A, más frecuente en nuestro idioma.

         Hay ejemplos mucho más antiguos. Francisco de Navarrete y Ribera, fue un escritor español del Siglo de Oro, autor de una novela que es un lipograma en la que falta la letra A,  La novela de los tres hermanos. Esta novela está incluida en un curioso libro de rarezas titulado Flor de Sainetes, del año 1640. Contemporáneo es el autor hispano-portugués Alonso de Alcalá y Herrera (Lisboa 1599, Alcalá de Henares, 1682), autor de una pentalogía de novelas de carácter ludolingüístico, que incluye Los dos soles de Toledo (sin la letra A), La carroza con las damas (sin la E), La perla de Portugal (sin la I), La peregrina eremita (sin la O) y La serrana de Sintra (sin la U). La edición de estas novelas es de 1641, en Lisboa, sólo un año posterior a la de Navarrete y Ribera.

         De todas ellas, la única que conozco es La carroza con las damas y es, como se supone, una novela muy corta. Así deben de ser las otras, que no es llevadera la tarea de andar escribiendo con cortapisas y prohibiciones. De esta novela copio un fragmento, escrito con el barroco estilo de la época, pero perfectamente inteligible: ¿Cómo sin pintar paso la gran Lisboa, mi patria, su gallardo sitio, su grandiosidad, su aparato, su adorno, su brío, su concurso, su primor, su valor, su hidalguía? Gran ocasión, por Dios, a dar lugar la prisa, mas no faltará otro día. Volvamos a San Francisco.

Aun así, nada equiparable a lo de escribir utilizando sólo una vocal, que es mucho más difícil, obviamente. Frases cortas en las que figure una sola vocal son relativamente hacederas. Utilizando sólo la O, estaría: ¡Socorro! Los olorosos osos con los ojos rojos son horrorosos. Pero escribir un relato entero, aunque sea corto, con sólo una de las vocales, se adentra para mí en el terreno de lo numinoso.

Me voy a referir a uno de estos monovocalismos, que siempre me llamó poderosamente la atención. Es un texto de extensión no demasiado breve, escrito por Rubén Darío. Tan poco seriamente que incluso pretendió fingir que el autor era otro, “un joven desconocido de América Central o de Colombia”. El relato tiene el título de Amar hasta fracasar y en él la vocal que se repite, única e incansablemente, es la A. Lo veo en un libro impreso en 1922 y seguramente estará en la edición de sus Obras completas, en veintidós volúmenes (1917-1919).

El tristísimo relato de Darío es realmente prodigioso, aunque también entiendo que para muchos no será el adjetivo más apropiado. Hay en él ternura, a veces cierta belleza bien que extraña, secuencias de gran sonoridad y revela un gran conocimiento del idioma. No deja de ser una curiosidad, que quiero compartir con mis lectores. Para ellos hago esta somera introducción y copio el texto íntegro del relato, con las notas correspondientes, que no me he preocupado de confirmar: 

AMAR HASTA FRACASAR

La Habana aclamaba a Ana, la dama más agarbada, más afamada. Amaba a Ana Blas, galán asaz cabal, tal amaba Chactas a Atala.1

Ya pasaban largas albas para Ana, para Blas; mas nada alcanzaban. Casar trataban, mas hallaban avaras a las hadas, para dar grata andanza a tal plan.

  La plaza llamada Armas, daba casa a la dama; Blas la hablaba cada mañana; mas la mamá, llamada Marta Albar, nada alcanzaba. La tal mamá trataba jamás casar a Ana hasta hallar gran galán, casa alta, ancha arca para apañar larga plata, para agarrar adahalas.2 ¡Bravas agallas! ¿Mas bastaba tal cábala? Nada, ¡ca!, ¡nada basta a atajar la llama aflamada!3

16 de diciembre de 2013

El mejor pívot de la historia fue catalán


Este blog nació con el designio de no atender demasiado a temas de actualidad. Sin embargo, a veces la realidad del presente es tan quemante que obliga a desdecirse y a cambiar la singladura prevista. Lo que está ocurriendo ahora en Cataluña, me preocupa, como a tantos otros. Un recurso en tales casos puede ser el humor y no es la primera vez que recurro a él en situaciones parecidas. Humor que querría amable y punzante sólo lo imprescindible. También esperanzado, porque creo que la sensatez acabará imponiéndose más pronto que tarde.

Este relato está escrito desde hace meses y decido hacerlo público ahora. Cuando ya algunos de los amigos que lo han leído me aseguran que es leve y soportable en su crítica y no es capaz de oscurecer mi afecto hacia ese bello país que es Cataluña, ejemplar en más de un sentido, pero no siempre.

 EL MEJOR PÍVOT DE LA HISTORIA FUE CATALÁN

Hace ya unos años, un profesor de filología catalana empezó a descubrir que muchos de los españoles estábamos viviendo en el error desde hacía siglos; que estábamos, por decirlo así, como rebozados permanentemente en la ignorancia. Porque es obvio, sostiene dicho filólogo, que el autor del Quijote fue un catalán, lo mismo que el descubridor de América; por no hablar de Marco Polo, de los autores del Lazarillo de Tormes o La Celestina. Y otros grandes hombres y mujeres que no fueron catalanes, hubieran debido serlo, si hubiera un poco más de sensatez y justicia en el mundo. Por no hablar de los muchos, en realidad todos, que hemos querido y queremos ardientemente ser catalanes, sin darnos cuenta, sin saberlo. Y que ahora, tras conocer estos detalles que nos da el avispado filólogo, nos vemos inconsolablemente abocados a la desesperación o a la melancolía, dependiendo del temperamento de cada cual. En relación con todo esto, hablaré ahora de una intuición mía, cuya verdad me parece cada vez más probable.

Empecé a sospechar hace mucho que también el mejor pívot del mundo de todos los tiempos quizá fue catalán. Y no me refiero a ese gran jugador de ahora, Pau Gasol, sino a alguien más antiguo y aún más brillante, Rick Erving, de los New York Knicks de los años cincuenta del pasado siglo. Siempre me he preguntado cómo es posible que, tras haber alcanzado una fama tan notoria y excepcional, su nombre haya caído en un olvido tan absoluto y desconcertante. Es verdad que estuvo menos de tres temporadas en el equipo y que cuando lo dejó se apartó totalmente del baloncesto y se retiró a su vida privada, sin que se supiera nada más de él en el mundo deportivo, pero aun así.

Yo andaba por aquellos tiempos en Nueva York haciendo mi especialidad de medicina y me aficioné a los partidos de baloncesto. Había tantas cosas curiosas en Rick que no sé por dónde empezar. Ya me llamó poderosamente la atención en aquel tiempo, y luego, con lo que fui sabiendo de su vida, mi interés no hizo más que crecer y el empeño en identificarlo se convirtió en una obsesión. De acuerdo con mis sospechas, ahora tengo la casi total evidencia de que vive en nuestro país, como explicaré más tarde. Estoy casi seguro de haber desvelado su identidad oculta y trato de seguir investigando, hasta recoger las pruebas finales, que no dejen ningún género de dudas.

Rick era —conviene dejarlo claro desde el principio— una persona compleja y enigmática. Cuando se presentó, sin informes de nadie, ante el coach del equipo, enseñó sus papeles de residente en USA en regla, en los que aparecía con otro nombre, y ahí tendría que figurar su país de origen. Pero él no comentó después nada al respecto y, por las razones que fueran, nunca se hizo pública más detallada información. Para el mundo del deporte, había escogido llamarse Rick Erving y nunca mencionó su pasado. Hablaba poco y siempre en un inglés, que había empezado a aprender por entonces. Muy pocas veces habló con un utilero del club, de origen alemán, en esa lengua que dominaba perfectamente. Pero Rick no era alemán, de eso estoy seguro. Su acento en inglés no se parecía en nada al de otros alemanes que conocí en esos años.

Tenía una ilimitada capacidad para convencer. El entrenador del equipo creyó que se trataba de una broma cuando le pidió que le hiciese una prueba en el campo. Su estatura no era la de un jugador de baloncesto; de hecho, era un poco más bajo de lo normal. Sin embargo, algo le hizo confiar en él, lo puso a entrenar y, a pesar de esa notoria desventaja, se ganó sin duda un puesto en el equipo titular. Nadie sabía cómo lo hacía. Los jugadores contrarios se quejaban a menudo de que, de alguna manera, trepaba sobre ellos para encaramarse hasta el aro de la cancha; hablaban de un roce apenas perceptible, que duraba una fracción de segundo, pero jamás se pudo probar nada de esto. Si verdaderamente lo hacía, habría que reconocer su extrema habilidad. Nunca se pudo evidenciar esta maniobra, ni, por supuesto, ninguna foto o película la reveló en el campo.

Ya dije que no era muy hablador y se limitaba a esforzarse siempre al máximo en cualquier partido, fuera de la trascendencia que fuera. Su tenacidad a la hora de luchar por el balón, su incapacidad para rendirse en las más adversas circunstancias, se hicieron proverbiales y le valieron el respeto y la admiración incondicional de sus compañeros y de los espectadores. Hasta que un buen día, sin ningún tipo de aviso previo, cuando su contrato expiraba ya, dejó de aparecer por el Madison y se supo que había abandonado los Estados Unidos. Rick era soltero, vivía solo en un apartamento del West Side, relativamente modesto para sus posibilidades, no lejos de la calle 34, y allí se terminaron para siempre todas las pistas. Durante muy cortas temporadas compartió la vivienda con otro jugador de los Knicks, Patrick Barkley, un americano de ascendencia irlandesa, un poco más joven. Esto sí se había comentado y se sabía.

A mí me tenía completamente  encandilado, porque estaba además convencido de que era español. Sólo era, entonces, una nada fundamentada suposición mía y no habría podido aducir ninguna prueba que la sustanciara. Una vez, en un entrenamiento al que pude asistir, le voceé algo en español y se volvió, como sólo se hace cuando se entiende lo que se ha oído. Yo había gritado, lleno de entusiasmo, “Rick, eres el mejor”, y él me miró y estoy seguro ahora de que comprendió perfectamente mi grito de admiración. De hecho, al terminar el entrenamiento pude acercarme un poco más y me miró con una cierta fijeza; contrajo rápida y repetidamente sus ojos, en un tic que ya le había observado otras veces y le era peculiar. Yo creo que era un joven bastante nervioso.

Era una persona muy agradable, que siempre me pareció ordenada y limpia. De hecho en algunas ocasiones se le veía, cuando el balón se ensuciaba a lo largo del juego, como es normal, pasándole las manos para tratar de quitarle el polvo adherido a la superficie. Esto era un gesto casi automático que, años después, como contaré a su tiempo, contribuyó a que mi cerebro empezara a forjar una intuitiva hipótesis sobre su identidad, que me parece cada vez más plausible.

Otro de estos indicios, al que no presté atención en su día, proviene de una entrevista que le hicieron en una emisora de radio local, hacia el año 1953. Era una entrevista amable y se notaba que el propio locutor había sido ya seducido por la espontaneidad y desenvoltura del personaje, casi recién llegado a la ciudad y al país. Por eso sonreía indulgentemente cuando el jugador, respondiendo a una de las preguntas, contestó con su incipiente inglés, de manera un poco brusca: “This doesn’t touch now” (literalmente, eso no toca ahora). El periodista no podía entender el significado de la frase en inglés y, de la manera más cortés y risueña, trató con gran paciencia de comprenderle, hasta concluir que lo que Rick quería decir era algo así como “this doesn’t matter now  o “it’s of no concern to us now” (esto no importa ahora, no nos concierne ahora). Este recuerdo ha sido uno de los que, retrospectivamente, me han afianzado más en mis sospechas sobre su misteriosa identidad.

La verdad es que esa frase, la traducción literal al inglés de lo que Rick pensaba evidentemente en otro idioma, no me llamó la atención entonces. Ha sido sólo después, al oírla en castellano, cuando se me reveló inesperadamente su trascendencia para mi investigación. En castellano la expresión “eso no toca ahora” indica tajantemente la inoportunidad de una pregunta o de una preocupación, y no es que la emplee todo el mundo. Pero algunas personas —incluso podría escribir, un político determinado— sí lo hace y hasta la popularizó, tras años de aparecer en los medios de comunicación. Hasta el punto de que ya otros, para cancelar una pregunta o cambiar el curso inconveniente o inoportuno de una conversación, empezaron a decir lo mismo, “eso no es lo que toca”. Sin más razones, eso sí; o sea, willy-nilly, como se dice en inglés, por narices.

Lector, te pido tu ayuda, tu colaboración. Tienes que imaginarte a un conocido político catalán, hace años, pronunciando un discurso de pie ante un atril. De repente, sin interrumpir su perorata, saca un inmaculado pañizuelo de su bolsillo y limpia con esmero una pequeña parte del atril. Te digo, lector, que a mí me gustó ver eso. Yo no sé qué fue lo que limpió; si era algo que estaba ya allí o esas gotitas que expelemos involuntariamente al hablar —las hay de diferentes tamaños y algunas hasta tienen sus nombres: de Pflügge, de Wells, etc.—. Lo cierto es que no pude dejar de pensar que alguien así de limpio, de ordenado, quizá no esté mal para conducir una política, para presidir un gobierno. Piensa uno que también tendrá que ser igualmente limpio en su moral, en sus compromisos. Fue un detalle que me resultó simpático, que se me quedó en la cabeza y que no he olvidado. Y que me recordó al bueno de Rick aseando el balón en la cancha de Nueva York, tantos años atrás.

Luego después, porque las cosas se van hilvanando lentamente, recordé también que Rick tenía algunos tics característicos. Bueno, pues ocurre que el político al que me refiero también los tiene. Es algo muy discreto, sobre lo que sólo los muy malévolos podrían tratar de ironizar. No es mi caso. Lo que me importa señalar ahora es que, en este insignificante rasgo, coinciden los dos personajes.
 



Sé muy bien que las razones para sustentar mi hipótesis no son definitivas. El político en el que pienso, tiene algunos tics, como Rick, y también pasión por la limpieza. Sin embargo, no es nada alto, lo que es un serio inconveniente para jugar al baloncesto, y siempre quedará el problema de explicar cómo con su envergadura pudo triunfar precisamente en ese deporte. Para entender su facilidad para saltar y encestar, elaboré hace tiempo una hipótesis que la explicaría y que me parece absolutamente verosímil: el presunto Rick Erving podría haber participado desde niño en alguna colla de castellers, tan numerosas en Cataluña, y haber desarrollado así una extraordinaria habilidad para trepar sobre los cuerpos de otros, como piensan algunos que hacía Rick en la cancha. Esas capacidades adquiridas en la niñez no se pierden nunca.

Me apasionó tanto el misterio, tan arraigada quedó en mí la necesidad de desentrañarlo, después de estos progresivos barruntos, que me hice el propósito de indagar algo más en la vida de Rick, durante algún próximo viaje a Nueva York. Porque descubrí entonces, con toda certeza, que aquel amigo suyo, que había compartido con él ocasionalmente su piso, Patrick Barkley, vivía en una residencia para Seniors fuera de Manhattan, pero no lejos de la ciudad.


Finalmente, pude cumplir mi anhelo de visitar a Patrick Barkley. No fue nada difícil encontrar la residencia en la que estaba, en una zona amable y tranquila al norte y no lejos de la gran urbe, en Scarsdale. Lo llamé por teléfono y le expliqué las razones por las que quería hablar con él. No tuve necesidad de insistir y al día siguiente nos encontrábamos cómodamente sentados en una de las enormes terrazas del edificio. Inevitablemente, todo me recordaba aquella entrevista entre Jerry Thompson y Jedediah Leland (Joseph Cotten), el mejor amigo de Kane, en la película Ciudadano Kane, de Orson Welles. Barkley parecía en buena forma y con una memoria bastante intacta.

De joven había medido cerca de dos metros y sus ojos eran todavía limpios y de un azul casi hiriente. Yo había leído algo sobre él y sabía que al terminar su carrera deportiva se había interesado profesionalmente en temas de etnología e historia y hasta había escrito algún libro sobre esos temas. El más conocido en su tiempo, descatalogado e inhallable en la actualidad, fue Irrationality and Politics. Tuvo fama de constante perseguidor de mujeres, que, soit dit en passant, se dejaban atrapar por él muy frecuentemente. De hecho, en un momento distendido de nuestra entrevista me confesó que le habían gustado tanto las mujeres que decidió quedarse soltero. Fue él quien dijo las primeras palabras cuando nos encontramos.

— Así que quiere saber algo del viejo Rick. Lo recuerdo perfectamente, pero no creo que le pueda ayudar mucho.

Charlamos casi dos horas. Rick era un hombre amable, aunque muy reservado, me confesó enseguida. Jugaba como yo creo que no ha jugado nadie en toda la historia del baloncesto. Estaba siempre corriendo, cambiando sin cesar de posición; desconcertaba no sólo a los contrarios sino a los propios compañeros, pero su eficacia para encestar era contundente y terrible. Parecía estar en todas partes y en ninguna, como una ardilla. Era todo un poco inexplicable. Yo medía casi medio metro más que él y, sin embargo, a veces, cuando llegaba una pelota, me lo encontraba, de repente, alzado sobre mí, recogiéndola y encestándola. No sé cómo lo hacía, créame. Nadie se lo explicaba.

Siempre hablábamos en inglés, continuó. Rick empezó a aprenderlo al llegar aquí y lo dominó en muy poco tiempo. Tenía una gran facilidad para los idiomas. Hablaba alemán perfectamente, eso sí lo sabíamos. Además leía cosas en ese idioma. Recuerdo perfectamente un libro que manejaba muy constantemente, de un tal Ernst Mach, ya muerto entonces, del que me contaba que había sido físico, matemático, filósofo y luego fue elegido para el Parlamento de su país, en el que estuvo doce años. Rick le tenía una especial devoción y me dijo que hasta Einstein se declaraba seguidor suyo; me hablaba mucho de él, por eso recuerdo todos estos detalles. El libro que leía era Erkenntnis und Irrtum (Conocimiento y Error, traduzco yo) y lo tenía en las manos a menudo. Espero que le haya servido a lo largo de su vida.

Por esto del alemán, algunos pensaron que Rick era judío y que había abandonado Alemania, hacía años, huyendo de la persecución nazi. Yo no lo creo, aunque no podría aportar ninguna razón para mi descreencia. El evadía hablar del tema. En una ocasión le pregunté que de dónde era y me contesto que su verdadero país tenía todavía que inventárselo. Tengo un país, pero lo quiero mucho más grande y glorioso. Se le iluminó la cara al hablar; nunca le había visto esa mirada radiante. Y ya no añadió nada más.

Si lo hubiera conocido ahora, me habría gustado hablar más sobre lo que me dijo entonces, con una convicción y firmeza que hoy, con la experiencia de toda una vida, me resultarían sospechosas. Señor — Patrick utilizó la palabra española para dirigirse a mí—, esos amores ardientes a las patrias, que pueden llevar hasta la theosis, esas grandezas soñadas, me dan miedo. Hay muchas tragedias y desgracias, muerte y dolor, a su alrededor. Todo no deja de ser una simpleza, o algo peor, pero anida en regiones del cerebro a las que la razón llega con dificultad. Son emociones que se contagian con facilidad y es muy complicado controlarlas después, porque no se dejan tratar racionalmente, son inmunes a cualquier lógica. Apenas tienen efectos positivos, son el mal casi en estado puro.

Hizo una breve pausa como para enfocar sus recuerdos y prosiguió. Al expirar su contrato con los Knicks, Rick anunció, de manera inesperada, que se iba, que dejaba los Estados Unidos. No dijo a dónde y ya no supimos más de él. ¡El bueno de Rick, le digo que era un sujeto peculiar! Quiera Dios que todo le haya ido bien. Si sabe alguna vez algo de él, si está vivo, no deje de decírmelo, se lo ruego. Fue un buen compañero y, para mí, el mejor pívot de todos los tiempos. Ha sido agradable recordar todo esto; le estoy hablando de hace sesenta años.

Seguimos charlando, con la ternura brotando tal cual vez entre los recuerdos, y Patrick Barkley me dijo que, en efecto, convivió en algún momento con Rick, en su piso del West Side. Me confirmó su pasión por la limpieza y el orden, casi excesiva, según él. Se acostumbró bien a la vida americana, a sus usos, sus costumbres, su alimentación. Sólo echaba de menos algunas comidas de su tierra, especialmente una cuyo nombre le repitió mil veces y por eso lo recordaba perfectamente, aunque no sabía qué idioma era y no estaba seguro de pronunciarlo correctamente: botifarra amb mongetes. Para hacerla, esperaba con ansiedad que le enviaran de su país un embutido especial, que decía que era imposible encontrar aquí.

Le enseñó a la asistenta que tenía, una puertorriqueña, excelente cocinera, a preparar el plato, tal como le gustaba a él. Era muy feliz cuando lo podían cocinar aquí, que no era siempre, que no era todos los días. Yo hasta he llegado a creer que se fue de Estados Unidos sólo por eso. En esas ocasiones parecía un Buda inmensamente feliz. “Patrick, me dijo una vez, emocionado, en alguna zona de mi país puede soplar fuerte el viento; un poeta nuestro la calificó como ‘el palacio del viento’, ¡qué bella metáfora! A veces me veo en mi tierra, en lo alto de algún risco amable, con mi equipo de senderista, mecido por ese viento bravío, montaraz y libre, casi siempre con el mar cercano en el horizonte y apurando hasta la última gota del placer de vivir. No puede haber otra tierra igual; cuesta estar alejado de ella, créeme”. Y hasta se ponía a cantar, me confesó Patrick. Tenía una voz no muy potente, pero bien temperada y dulce. En esos momentos era, para decirlo con una expresión nuestra, a man just this side of delusion.

Un hombre justamente al borde de la delusión, traduzco, a punto de ser engañado por los sentidos, embaucado por los recuerdos. Y pienso, con mi perspectiva de ahora, que Rick en esos momentos podría haberse desligado por entero de la realidad, náufrago en un mar de añoranzas, con aquella canción que habla del monte sagrado: “Muntanyes del Canigó, fresques són i regalades…”. O aquella otra, que yo he cantado bastantes veces, sin ser catalán ni nada, de “Baixant de la font del gat, una noia, una noia; baixant de la font del gat, una noia i un soldat”, pegadiza y simpática.

Me alegraba verle así, me contó Patrick. En donde yo nací, los vientos pueden ser feroces y excesivos. Pero no me iba a poner a discutir de vientos salvajes con el bueno de Rick, embelesado con sus recuerdos y sus remembranzas. Ahora sé que muchas de las discusiones de los hombres son poco más que ruido de vientos. Pensaba lo que he pensado siempre: que hay una tierra edénica y única, la de nuestra infancia, y que hay muchas tierras así; que cada uno tiene la suya. Salvo casos de tierras extremadamente desfavorecidas, tal vez imposibles de amar. Hasta me cuesta trabajo admitir esto; son más bien algunas gentes las que son imposibles de amar. Es así de simple.

Patrick y yo hablamos de otros temas y nos despedimos finalmente. Reconozco que mi visita ha supuesto una nueva pista, que apunta a que el político catalán en el que pienso pudo ser efectivamente aquel maravilloso pívot de los Knicks. Estoy convencido de que Rick Erving era catalán y vive en la actualidad.

Mi intención con estas elucubraciones es obvia. Para mí, cuando tantos se están empleando a fondo en recabar glorias catalanas pasadas, con argumentos quizá no totalmente válidos, sería bueno tener la seguridad de que alguien vivo, actual, fue una auténtica gloria del baloncesto mundial. Sobre todo en estos tiempos en los que se da tanta importancia al deporte en nuestras sociedades, y particularmente en la catalana. En fin, yo me he limitado a exponer mis sospechas, para añadir uno más a los innumerables y ocultos genios de ese bello país, que están apareciendo ahora constantemente.

Este político que creo que es Rick, me caía bien y me consta que también a muchos españoles, a pesar de ciertas pequeñas extravagancias suyas, de las que nadie está libre. Parecía abordable y entusiasta, y creer en lo que estaba haciendo. No me cuesta ampliar esa preocupación suya por la limpieza material, de la que hablé, a la esfera moral y mercantil; no soy de los que condenan por meros indicios, tantas veces falsos y malintencionados, aunque tampoco podría garantizar la inocencia de nadie.

Sin embargo, no puedo evitar el hacerle algunos reproches. Primero, que, dándose además la circunstancia de que el autor del Quijote fue catalán, como parecen demostrar todos los indicios, no reparara más en el debate sobre la historia que sostuvieron el caballero andante y el bachiller Sansón Carrasco, en presencia de Sancho, y que se cuenta en el capítulo tres de la segunda parte de la obra. En él, con una sintaxis discutible, el bachiller hace notar: “El poeta puede contar o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían ser; y el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna”. Una cosa es soñar y fantasear y otra escribir la historia, añado yo.

Otro reproche, relacionado y más grave: promocionar sólo aquellos medios de información y entidades que ahondan y embellecen el ensueño, estimular sin descanso el despego de todo lo español. De todos los mecanismos que se han ensayado para lograr la cohesión nacional, ninguno más eficaz que el fomento del desdén, el desprecio o el odio, frente a los que se juzga diferentes. El proceso supone la magnificación de los más insignificantes hechos diferenciales y el cultivo intensivo de procedimientos que aboquen a la diferenciación.  Estas mechas prenden pronto, y más entre los conversos de última hora, que encuentran así una manera fácil de proclamarse integrantes del grupo y evitar cualquier suspicacia respecto a su  reciente llegada al mismo.

Un último reproche deriva de que no se preocupara más por dejar asegurada una sucesión que permitiera una continuidad inteligente. Porque lo de ahora no se parece demasiado a lo de antes. Muchos de los políticos de la Cataluña actual son de una tenacidad y planura mental de difícil equiparación, incluso dentro del peculiar gremio de los políticos; esto afecta incluso a los dos más destacados del momento. Me recuerdan la anécdota que cuenta el jesuita Isla del padre provincial de una comunidad monástica. Un campesino había dado dos de sus hijos a la religión y un día preguntó al provincial cómo se portaban. “Porque no serán exactamente iguales, alguno será peor”, argumentó el campesino, con innegable sentido común. “Ambos son peores”, contestó el provincial. Pues eso. No sé si se me entiende, que a veces me lío un poco.

Las masas —las cadenas humanas, las manifestaciones y marchas ruidosas, las adoraciones de himnos o banderas—, me aturden y no confío nada en ellas. Con un poquito de manipulación se las puede encaminar a donde se quiera. A soñar, por ejemplo, con la pronta llegada de una Arcadia feliz, resueltos unos simples trámites. Luego, cuando la prometida Arcadia queda sólo en una quimera, ya es demasiado tarde para volver atrás y queda el desencanto y un oscuro rencor.

Siempre ha sido así, pero todo es más peligroso en una época como la nuestra, en la que apenas hay otra realidad que la impuesta por la televisión y los medios de comunicación y cualquier idea se convierte en verdadera si es repetida el suficiente número de veces, en ausencia de críticas serias y fundadas. Vivimos tiempos en los que el pensamiento es insistentemente derrotado, como apuntan numerosos intelectuales que han prestado atención al fenómeno. Alain Finkielkraut, por citar a alguien, proclama que la lógica del consumo está destruyendo nuestra cultura.

En el mismo capítulo ya mencionado del Quijote, el bachiller Carrasco cita en latín para decir que stultorum infinitus est numerus. De una novela mía, tomo el siguiente párrafo: “Algún sólido pensador ha sostenido que la inteligencia de una masa es siempre igual a la del más necio de sus integrantes. Pero cuando en el seno de la misma surge alguien que ensarta pareados de esos que corea luego todo el mundo, este cómputo hay que dividirlo forzosamente por el número p (3,1415926...). No se conocen las razones de este cálculo, pero es exactamente así, como atestiguan los psicólogos, sociólogos y matemáticos de todos los tiempos”.

Trato de dejar aparte las bromas y las ironías, pero me quedan los sinceros temores respecto al futuro, el de los catalanes y el de todos, y la sensación de que mucho de ese cataclismo sólo es consecuencia de la insensatez, los intereses, la soberbia y la desinformación. O de una forma perversa del amor patrio. Como en un ensueño, veo a alguien, en uno de esos mítines soberanistas, gritando: “Tened el coraje de ser un pueblo, y pronto seréis iguales a las naciones europeas”. Para darme cuenta después de que son, exactamente, las viejas palabras, sin sentido ahora, de un mundo de hace más de doscientos años, cuando Léger-Félicité Sonthonax, representante de la Convención de París en Saint-Domingue (Haití), decretó la emancipación de los esclavos del norte de la isla, en Le Cap, el 29 de agosto de 1793. Y lo de aquí me parece un absurdo viaje hacia el pasado, en contra del fluir del tiempo y de la historia, un caprichoso camino lleno de trampas y problemas, en el que casi seguramente está excluida la tragedia total, pero no el caos y el sufrimiento de muchos, para encontrar al final, satisfecho el orgullo y conseguida la utopía, el desengaño y el vacío. Y me vienen a la memoria aquellos versos de José Hierro: Después de tanto, todo para nada.                                                                                                                              

Cuando pienso en la Cataluña que tantos hemos conocido y amado, me atrista imaginar un porvenir incierto en el que se pudieran borrar los mil recuerdos amables que muchos guardamos de aquella tierra y me inunda el ánimo una desolación, de la que surgen unos pobres versos, algo parecidos, poco, a los inmortales de Jordi Manrique:

Tantos mis buenos amigos,
tantas gentes admiradas
que tuvieron.
Es como si fueran idos,
de ellos no queda nada.
¿Qué se hizieron?