17 de febrero de 2014

Sobre la ninfa Eco y las palabras


En las cuatro entradas anteriores, he hablado de mis queridos números, de sus clases, de sus misterios, de su extraordinaria capacidad para explicar, quizá para crear, el mundo. Me apetece ahora volver a mis queridas palabras. Empezaré con la leyenda de la ninfa Eco, una de las inagotables de la mitología griega.

Eco era una ninfa de los bosques que, inadvertidamente, un día distrajo con su charla a Hera, cuando esta vigilaba a Zeus, su esposo, embarcado en una de sus continuas historias de infidelidad. La cogió en un mal momento, esa es la verdad, y la  cruel diosa, irritada por la interrupción, la castigó a no poder hablar ya nunca, conservando sólo la facultad de repetir los últimos sonidos de sus interlocutores. Si alguien después se dirigió a ella y le preguntó, al verla, que si estaba triste, la pobre Eco sólo pudo responder “iste”, el eco de la última palabra. No pudo abrirle su corazón sangrante, contarle sus penas, buscar consuelo. Terrible, ¿no?
 
Algún hombrezuelo podría bromear y argüir que una tal mudez no es indeseable en una mujer. Nada más injusto; odio esa clase de mezquindades y bravuconadas masculinas. La pobre Eco anduvo desde entonces solitaria y perdida. Languidecía en la espesura de los bosques, se refugiaba en las cuevas más escondidas y secretas... Hasta que, de la manera más casual, encontró una mañana al bellísimo Narciso, se enamoró perdidamente de él e intentó seducirle, sin ningún éxito.
 
¡Ah, si la ninfa Eco hubiera podido hablar! ¡Quién sabe si habría podido lograr el amor del joven! Las palabras tiernas, la sinceridad, el desnudar el alma ante el otro, la angustiosa demanda de comprensión y afecto, todas esas cosas, juntas o separadas, pueden obrar milagros. A lo mejor habría despertado el amor en el esquivo Narciso y lo habría sustraído así a su infausto destino.
 
Lector, estarás pensando, con toda razón, que para enamorar también están las miradas, las lágrimas, el lenguaje corporal... Sí, pero la palabra es la palabra. No hay nada tan poderoso. Todo queda magnificado, multiplicado por el milagro de haber escogido las palabras justas, las que nos emocionan y conducen a la alfaguara íntima de la que brotan los sentimientos. En el terreno de la literatura, eso ocurre sólo con algunos escritores y sólo cuando están en estado de gracia.

Siempre me pregunto, ¿cómo es posible que esas nonadas, esas briznas de aire estremecido, esos pocos sonidos que se hilvanan en un instante para dejar de existir inmediatamente, tengan tanta fuerza, tanto poder? Las palabras son capaces de cambiar el devenir del mundo, de torcer la voluntad de las gentes; han sido cuidadosamente hechas para eso. “Se llevaron el oro y nos dejaron el oro... Se lo llevaron todo y nos dejaron todo... nos dejaron las palabras”, cantó Pablo Neruda, refiriéndose a los conquistadores. Créeme, lector, la palabra es más cegadora que la luz, más veloz que el viento, más certera y mortífera que la flecha, más engañosa y complicada que cualquier laberinto imaginable. Por eso, para mí, la literatura no puede ser otra cosa que el pulimento, la orfebrería de las palabras. El escritor ha de ser un argentador de palabras.

Thomas Mann, en su Muerte en Venecia, expresa la idea de que la palabra sólo puede celebrar la belleza, no reproducirla. Se refiere, obviamente, a la belleza plástica, a la belleza física, que es de alguna manera inefable. No se puede traducir en palabras, con total fidelidad, el esplendor, la armonía de un cuadro, de una estatua, de una persona concreta. Pero la palabra tiene su propio campo de acción y es capaz de producir una belleza —la que le es consustancial, la literaria— absolutamente embriagadora y poderosa, que, en mi entender, ha de estar siempre presente, con la necesaria dosificación, en cualquier obra de literatura.

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