Ayer hablé de vientos tenaces y felices que llevaron a descubrir tierras
ignoradas y portentosas. Ahora querría entretenerme con vientos caprichosos,
erráticos, de efectos prodigiosos, y de cómo los humanos se han relacionado con
ellos.
Con los vientos amigos, los hombres han sabido corresponder. Turios fue
una ciudad de la Magna Grecia y cuenta el historiador griego Pausanias que
cierta vez, cuando venía contra ella una imponente armada enemiga, se desató un
fuerte viento del Norte, el Bóreas, que la dispersó y alejó. La ciudad declaró
al viento polites —es decir, lo
hicieron ciudadano de la misma— y junto al nombramiento le regalaron una casa y
una viña y una buena tierra de labranza. Es que Bóreas, además, fecundaba a las
yeguas cuando soplaba sobre ellas y eso también es de agradecer.
Bóreas no era el único con estas habilidades. Plinio y otros autores
cuentan que en Lusitania, en los alrededores de Olisipon (actual Lisboa) y del
río Tagus (Tajo), las yeguas, vueltas hacia el viento favonius, respiran sus fecundantes auras y quedan preñadas. Con la
particularidad de que los potros así engendrados salen rapidísimos en la
carrera, si bien tienen una vida corta, inferior a los tres años.
Estas cosas parece que antes eran muy corrientes. Los caballos del rey
tartesio Arganthonio eran tan ligeros por ser hijos del viento, que fecundaba a
las yeguas cuando volvían la cabeza para evitar que les irritase los ojos.
Ofrecían entonces la grupa y ocurría el milagro. Incluso a los vientos hay que
darles ciertas facilidades.
Y no eran sólo las yeguas. Se cuentan cosas análogas de las amazonas que
habitaban en las tierras del nuevo mundo. Estas iban siempre desnudas, lo que
no es mala manera de empezar estos asuntos, y también concebían gracias al
viento. Su reina se llamaba Coñorí y no iba desnuda, sino que iba vestida de
esmeraldas.
Estas amazonas parece que existieron. El explorador Francisco de
Orellana, que atravesó el continente desde Quito al Atlántico en una de las
expediciones más portentosas de la conquista, dio nombre al río Amazonas,
porque supo de estas mujeres. Fray Gaspar de Carvajal, miembro de la
expedición, fue testigo de su valor y arrojo y fue herido por ellas de un
flechazo que le hizo perder un ojo. Al llegar los españoles, los indios
pidieron ayuda a las amazonas y llegaron diez o doce. Cuenta Carvajal que
“estas mujeres son muy blancas y altas, y tienen muy largo el cabello y
entrenzado y revuelto a la cabeza; y son muy membrudas y andan desnudas en
cueros, tapadas sus vergüenzas, con sus arcos y flechas en las manos, haciendo
tanta guerra como diez indios”.
Orellana se interesó por estas mujeres que ayudaron a los indios. Estos
le dijeron que residían como a siete jornadas de la costa. El español —porque
no sabía, o no se creyó, lo del viento— preguntó como procreaban sin hombres. Y
contestó el indio que “en tiempos y cuando les viene aquella gana”, hacen
guerra con un cacique vecino y raptan a los varones, reteniéndolos hasta que
quedan embarazadas; luego los devuelven.
Un soldado alemán al servicio de España, Ulrico Schmidl, autor de Viaje al río de la plata, y el cronista
y sacerdote Juan de Castellanos, que escribió Elegías de varones ilustres de Indias, con unos 114000 versos en
octavas reales, las mencionan igualmente. Este último refiere que un indio dijo a Orellana dónde
vivían estas ‘maniriguas’, con fama grandísima de guerreras. Me imagino que
alguno de nuestros conquistadores pudo preguntar entonces: Señor Indio, ¿y sabe
usted, por un casual, si las señoras amazonas están ahora en el tiempo en que
les viene aquella gana?, con la sana intención de ayudar, pero no veo esto
reflejado en ninguna crónica.
Seguiremos hablando de vientos, de los muchos y diversos vientos.
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