18 de septiembre de 2014

Investigaciones sobre la memoria (relato) (I)


Mi entrega de ayer era algo complicada. Quería que sirviera como introducción a otras dos, de hoy y mañana, donde resumo un relato mío, cuyo protagonista investiga los mecanismos de la memoria en los humanos. Prometí dedicarlo al Prof. Arnaldo Cherubini, de la Universidad de Siena, una de las personas más educadas, más generosas y más idealistas que he conocido; parecía un Quijote extraviado en el tiempo. Y así lo hice en su día, aunque no llegué a tiempo, en mi libro El secuestro del sabio. Con ochenta años, a la muerte de su esposa, se refugió en el trabajo, para que la fatiga aliviara sus tristezas, sus penas de amor, su nostalgia; para que le ayudara a olvidar. No pudo lograrlo. El título del relato era Investigaciones sobre la memoria. Lo resumo ahora:

Desde que José Luis Bermejo llegó a Nueva York había pensado ya en quedarse. Se fue especializando progresivamente en el estudio de la memoria, de los correlatos neuronales de la memoria y había identificado dónde se localizaban las estructuras nerviosas que ligan la actividad sensorial con la capacidad de memorizarla. Demostró claramente que la modulación detectada por los microelectrodos en ciertas áreas del cerebro no era el resultado de la mera persistencia del estímulo —de su perduración como tal—, sino que era una modulación contextual, ligada al almacenamiento activo de la información. Había podido demostrar, más allá de toda duda razonable, que el proceso de memorización es siempre, y fundamentalmente, un proceso activo. Es decir, en lenguaje corriente, que almacenamos información sólo si es necesario, si lo consideramos necesario a priori. Sus trabajos alcanzaron esa notoriedad y fama que sólo algunos trabajos científicos logran. Era conocido mundialmente y considerado una de las máximas autoridades en la materia.

Aceptando que el cerebro pueda ser considerado como una especie de ordenador, el profesor Bermejo estudió y calculó sin descanso el número máximo de operaciones que podrían realizar todas las sinapsis cerebrales ¾las uniones entre las diferentes células que componen el órgano¾, en un determinado tiempo. Teniendo en cuenta que hay aproximadamente unas 1015 sinapsis, a las que adjudicó, tras algunos experimentos extraordinariamente ingeniosos y precisos, la posibilidad de procesar 10 impulsos por segundo, pudo estimar en unas 1016 operaciones por segundo la capacidad total del cerebro humano. Comprendió además que el obstáculo último para obtener un aumento de esa capacidad no residía en el número de sinapsis sino, muy fundamentalmente, en la rapidez con que las señales viajaran entre ellas; es decir, en la velocidad de transmisión de los impulsos nerviosos. Demostró que era ahí donde había que actuar, tratando de mejorar esta velocidad, si se pretende potenciar el funcionamiento de nuestro cerebro. Probó incansablemente miles de sustancias, miles de estrategias, que pudieran influir en esa velocidad de los impulsos a través de las células nerviosas.

Empezó a distinguir tipos y modalidades de memoria que nadie había descrito hasta entonces. Cómo se reforzaban, cómo se interferían  a veces, cómo se distribuían en el tiempo, cómo se sustituían y se desplazaban. No basta con los datos, lo sé muy bien —explicaba siempre—, hace falta gestionarlos. Pero la más preclara inteligencia, el pensador más sutil, no puede nada tampoco sin unos datos sobre los que ejercer su poder clasificador o estructurador. Por eso es tan importante también la memoria. Es, verdaderamente, la antesala de la inteligencia, resumía.

Y en plena carrera triunfal, el amor por Kitza, una lituana nacida ya en Estados Unidos. Un amor fulminante, irresistible, que pudiera haber sido devastador y maldito de no haber sido correspondido desde el mismo inicio; una locura enajenadora que salió bien, una situación de indefensión absoluta de esas que pueden resultar fatales, un sentimiento de raíz cósmica con el que fue premiado o castigado, sin que pudiera hacer nada por aplacarlo o sustituirlo. El tenía treinta y cinco años, ella siete años menos.
(continuará)

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