Esta es una muestra de mis relatos de ficción. Se trata de un escrito irónico sobre la situación del mundo de la edición en España.
MIS PRIMEROS PASOS EN EL MUNDO DE LA
EDICIÓN
Son tantos los amigos que me preguntan, que se interesan
por mi irrupción en el mundo de la edición y publicación, que al fin he
decidido contar algunos detalles. A mí ya me da un poco igual todo, pero sí me irrita
lo que pasó con mi hermano menor.
Me llamo Nereo Cervedra, nací un doce de mayo, y vengo de
familia de castellanos viejos. Quizá os suene algo raro mi nombre de pila:
Nereo. Muchos en mi pueblo tenemos nombres algo extravagantes y todo viene de
la costumbre local de poner a los recién nacidos el nombre del santo del día.
Lo que indica, por otra parte, que somos gente poco complicada, nos conformamos
con todo y confiamos en el buen Dios.
Cuando me jubilé, decidí publicar algunas de las cosas
que había ido escribiendo a lo largo de los años. Cayó en mis manos una lista
de agentes literarios, no recuerdo muy bien cómo, y vi que uno de ellos, una
mujer, vivía en la misma calle del hospital en el que estaban tratando a mi
esposa. Así que, en una ocasión llamé a la señora:
— Buenos días, señora. Veo que vive usted cerca del
hospital al que he de ir mañana y me gustaría hablar un momento con usted. He
escrito un libro...
La mujer me interrumpió bruscamente, antes de que pudiera
decir una palabra más, y me dijo muy nerviosa y asustada, como si le estuviera
anunciando el incendio incontrolado e incontrolable de su casa:
— No siga, no siga, caballero; por favor, deténgase. No
tenemos tiempo de atender a nadie más, no podemos recibir más encargos, estamos
saturados. Busque otro agente; lo lamento mucho. Y colgó.
Era mi primera incursión en el mundo de la publicación
literaria, y me sorprendió el rápido e inapelable desenlace del asunto. Siempre
había pensado que, en cualquier circunstancia, una primera entrevista estaría
garantizada. Por pura curiosidad del agente, por tantear el azar, para ver cómo
es y qué es lo que trae el posible cliente. Nunca se sabe lo que encierra una
persona, lo que puede ofrecer una situación nueva. Pues nada, cerrazón total e
incuestionable.
Poco tiempo después, en el Círculo de Bellas Artes, en la
presentación de un libro de poesía, absolutamente horroroso, muy alabado por
los que hablaron, que confesaron haberlo leído —lo que no me acabo de creer,
basándome exclusivamente en la limitada capacidad del ser humano para el
sufrimiento— me encontré con un joven editor, extraordinariamente alto y
delgado, que parecía amable. Empecé a decirle algo y enseguida, con la rapidez
del rayo, me dio su tarjeta y me pidió que le llamara. Le di las gracias y así
lo hice, a los pocos días.
En mi primer intento, se oyó una grabación: “En el
momento actual, todas nuestras líneas están ocupadas; por favor, llame pasados
unos minutos”. Insistí después, logré comunicar y pude obtener una cita para el
día siguiente. Me dio la impresión, por la complejidad de la organización
telefónica, de que estaba tratando con una de las más importantes editoriales
del país y quizá del mundo. Vaya, parece que he tenido suerte, me dije en mi
inocencia de escritor prácticamente virgen.
Estaba situada la editorial en el viejo Madrid, en una
casa ruinosa y destartalada, en la que pensé que no vivía nadie y que había
habido algún tipo de error. No obstante, subí al piso correspondiente y llamé a
la puerta. Al poco tiempo se abrió y apareció el joven editor, el mismo de la
presentación. Me llevó a su despacho, que parecía ambientado en un tiempo
oscuro y pretérito, preparado especialmente para alguna película de terror, y
me contó cosas sobre su naciente editorial. Cuando me dejó hablar, dije que le
traía un libro, el proyecto de un libro.
Creo, honradamente, que no se habría sorprendido más si
le hubiera dicho que traía una bomba y la iba a explosionar allí mismo. Una
palidez mortal le transformó el rostro y estaba claro que habría esperado de mí
cualquier cosa menos que le llevara un libro. Pensaba yo para mis adentros: Qué
raro es todo esto. ¿Qué pensaría este hombre que le iba a traer? Una cesta de
fresas, una ardilla del bosque…
Me despedí en cuanto pude, tras comprobar que nadie allí
estaría dispuesto a leer, ni por asomo, mi proyecto de libro y bien sabe Dios,
porque soy una persona sensible y caritativa, que deseé todo lo mejor para
aquel joven editor, que empezaba de manera tan precaria su andadura
profesional. A mí me gusta que todo el mundo viva bien y que nadie pase
fatigas. Empecé a pensar que todo ese mundo, al que me asomaba por primera vez,
era tal vez un poco peculiar. Estas apreciaciones quedaron en mi memoria y me
llevaron, años después, a escribir un relato titulado Extraños editores, con el que gané un premio en un certamen
literario y que forma también parte de
este conjunto de relatos que publico ahora. En el fondo, a mí todo me da un
poco igual y lo único que me molesta es lo que ha pasado con mi hermano menor.
Aprovechando que, de mis tiempos de estudiante, conocía a
alguien que era ahora crítico literario, conseguí su teléfono y lo llamé a su
casa. Estuvo amable, juró que me recordaba con la debida frecuencia y me contó
parte —quizá la totalidad, juzgando por el tiempo que empleó— de sus proyectos
del momento. Me dijo que estaba en el Comité de Redacción de varias revistas,
me dio a entender claramente que era una persona importante y me cansó tanto
que quedé en llamarle otra vez, porque estaba preparando un libro y me gustaría
que lo hojeara. El libro estaba ya más que hecho, pero no quise enviárselo. A
mis años, sé ya muy bien quién me va a escuchar y quién no.
Luego he hablado con editores más importantes. Todo está
planificado con años de antelación, me dicen. Hasta dentro de unos tres o
cuatro años, no se podría pensar en nada de lo suyo. Además, tienen ya sus
autores, sus compromisos, sus ‘cuadras’ de escritores —así las llaman,
familiarmente, y en algunos casos el vocablo parece bien empleado y ser
pertinente—. Aunque también, añaden, hay una pequeña cuota para los noveles,
para los que empiezan, para los desconocidos. Pero, claro, eso es complicado,
muy complicado..., tal vez imposible.
Porque tendrá que reconocer, señor mío, me objetan, que
es extremadamente improcedente eso de ser un desconocido puro. Los
desconocidos, conviene que sean conocidos, que trabajen en la tele o en la
radio o sean homosexuales activos y declarados y sólo sean en realidad
desconocidos a medias, de mentirijillas. Si usted fuera un desconocido
conocido, todo sería muy diferente, me animan.
El caso es que nadie se ha arriesgado o comprometido a
leer una puñetera línea mía, ni en el pasado, ni en el presente, ni me temo que
en el futuro. A estos editores les causa auténtico terror, verdadero pánico,
cualquier tipo de escritura. En cuanto ven un folio escrito echan a correr,
desaparecen. Es como si los médicos huyeran al llegarles un enfermo o los
abogados al plantearles un pleito o los bomberos al anunciarles un incendio.
Seguramente maldicen en su interior el dichoso invento que permite guardar,
absurda e innecesariamente, los pensamientos, las historias o las fantasías de
los hombres. ¿Para qué demonios sirve eso? ¿Qué se gana con eso? Quizá lleven
razón, en el fondo. Ya digo que a mí todo me da igual; lo siento solamente por
lo de mi hermano menor.
Escribí a una famosa agente literaria, porque conocía a
alguien a quien yo también conocía; de manera que yo era un desconocido, pero
era conocido de un conocido suyo. Mi carta tenía un cierto tufillo literario,
nada casual, como se puede comprender. Me contestó amablemente y me pidió que
“no la defraudara, que le siguiera mandando cartitas parecidas” (sic). Y que le
enviara “un texto que sea corto, porque si no, no lo leeré nunca”. ¡Por Dios,
qué temor a leer tienen estas gentes! Así lo hice y ya no me contestó, nunca
más contestó; se perdió la señora en el olvido, en la nada.
Yo sé muy bien que algo de esto que estoy escribiendo se
puede utilizar en mi contra, como me parece que se previene a los imputados
cuando declaran ante el juez o la policía. Porque alguien puede deducir
inmediatamente que la buena señora no contestó, pues porque no le gustó lo que
escribí. Y que, a lo mejor, lo que pasa, es que yo escribo como jugaba al tute
la criada de Don Plácido. Podría ser simplemente eso y radicar ahí la
explicación de todo.
¿Y quién era esa criada de Don Plácido?, os preguntaréis.
Pues era una gallega que, en Santiago, jugaba siempre al tute con su amo, de
compañeros, formando pareja. La mujer jugaba tan mal, que siempre perdían y se
hizo famosa por eso. A Don Plácido le costó sus dineros el dichoso juego y eso
que apostaban de a poco.
¿Y por qué no la echó Don Plácido de su casa o, por lo
menos, dejó de jugar con ella al tute, si puede saberse?, os seguiréis
preguntando. Puede y debe saberse, os digo, para que así cada uno goce de su
gloria legítima, la que le pertenece en estricta justicia, como debería suceder
siempre. Pues no la echó, primero, porque hacía unas 'coqretas', como ella
decía, como no se conocían en toda Galicia y puede que en toda España. De todas
clases: de bacalao, de jamón, de pollo, de ternera..., de todo lo que se os
ocurra pensar. Y segundo, porque hacía el amor con un desenfado, con una
desenvoltura, con una frescura, con una alegría, con una furia y un denuedo,
que eran sencillamente irresistibles. Por lo menos para el pobre Don Plácido,
al que tenía amenazado con marcharse de la casa si no compartían también los
juegos de cartas, y de compañeros. La criada también tenía sus caprichos, no
van a ser sólo los amos. Y Don Plácido no pudo decir nunca que no. En los
primeros tiempos, por el asunto del fornicio, al que era proclive. Y después,
cuando fue ya muy mayor, por lo de las 'coqretas'. En fin, que siempre hubo
alguna razón para tener que seguir jugando juntos y seguir perdiendo. Porque la
criada jamás aprendió a usar bien sus cartas. Estaba dotada para otras cosas,
no para las cartas.
Bueno, pues ya digo que alguien podría pensar que yo,
escribiendo, soy como la criada de Don Plácido jugando al tute. Y estaría en su
derecho. A lo que yo contesto que esa objeción sería válida, como mucho, para
el caso de esta señora de la que hablé antes, aquella a la que escribí una
segunda vez y no contestó jamás, que, después de todo, fue la única que llegó a
leer algo mío (si efectivamente lo leyó). Los demás editores no llegaron a
cogerme una maldita hoja jamás y, por lo tanto, no pudieron juzgar, ni a favor
ni en contra. Y, además, yo veo lo que escriben los otros y sé comparar, hasta
bastante imparcialmente. Y tengo gentes que me conocen y me leen —de toda
condición, universitarios, catedráticos, menestrales, etc.— y me cuentan y
analizan y puedo juzgar perfectamente la sinceridad de lo que me dicen. Aunque
a mí, ya digo, me da todo igual y lo siento únicamente por mi hermano menor.
Decidí publicar mis cosas, sin más, en una pequeña
editorial en la que me conocen. Yo lo hago, diseño y corrijo todo; me gusta la
tarea y me distraigo. Lo que ocurre es que, así, los libros tienen una muy escasa
difusión. Por ello, escogí un nuevo camino: presenté mi novela, Las increíbles vidas de Roberto Milfuegos,
a un concurso conocido. No es que nadie pensara que tenía una mínima
oportunidad de ganarlo, pero sólo por probar, por poder aducir ante el mundo que
esta vía la había explorado también. No me dieron el premio, claro. La obra
ganadora es un bodrio de tal magnitud, que no conozco a nadie, de la incauta
gente que la ha leído, que hable bien del engendro. La autora estaba en la
última Feria del Libro y no había ni un alma en su caseta. Pero allí estaba
ella, tan oronda con su premio. Con un par... Yo lo siento por mi hermano
menor.
Y esta es un poco la historia de mis andanzas como
escritor. Estoy convencido de que es absolutamente imposible lograr una cierta
difusión, si no estás en las manos de alguien que te empuje. Esto vale incluso
para los éxitos editoriales inesperados, los aparentemente espontáneos e
incontenibles. Si alguien no los da a conocer, con los medios necesarios, no
pueden alcanzar fama, llegar al gran público. Porque de qué vale llevar en tus
manos la obra más maravillosa del mundo, si nadie está dispuesto a leerla. Y
ahora ya no tengo más remedio que contar lo que le pasó a mi hermano menor.
Mi hermano menor se llama Miguel. Estábamos los dos un
día en casa, cuando aparecieron unos ángeles, unos ángeles verdaderos —si no
creéis esto, amigos lectores, no sigáis leyendo— que instalaron en un momento
unos potentísimos altavoces y focos, con filtros de diversos colores, cañones
de esos que disparan serpentinas y confeti, aparatos para crear nieblas... En
fin, prepararon la sala como para esas galas y celebraciones que hacen ahora
los artistas famosos. Un poco después entró volando por la ventana un señor,
bastante viejo e incomprensiblemente ágil, con una túnica hasta los pies, un
triángulo fosforescente sobre la cabeza, una barba blanca larguísima, más bien
un poco gordito, pero amabilísimo y encantador.
Nada más llegar, se acercó al micrófono y dijo: Uno, dos,
uno, dos... Sé que me oís bien, no necesito preguntaros. Porque, por si no os
habéis dado cuenta, os comunico que soy Dios. En ese momento, una densa niebla
fue subiendo desde el suelo, los cañones dispararon los papeles, de mil tamaños
y colores, los focos comenzaron a lanzar ráfagas, y casi ocultaron al simpático
viejo. Nada extraño o impensable: Dios muchas veces permanece casi oculto. O
sin casi.
Ya podéis imaginar cómo nos quedamos mi hermano y yo. Es
que no decíamos ni palabra. Entonces, Dios se quitó el triángulo de la cabeza,
lo arrojó sobre el sofá, que parecía que hubiera algún coche averiado en el
propio piso, se dirigió a mi hermano y le dijo: Miguel, he dispuesto para ti,
desde hace millones de siglos, desde siempre, algunas cosas. Te hice nacer el
día veintinueve de septiembre para que, de acuerdo con las costumbres de tu
pueblo, te pusieran de nombre Miguel. ¿Está claro? Mi pobre hermano,
atolondrado y asustado como estaba, acertó a decir que sí.
Bueno, continuó Dios, te explicaré ahora por qué te
llamas Cervedra, que es un apellido un poco difícil de pronunciar, pero que
tiene su aquél y su razón de ser. CERV son las cuatro primeras letras de
Cervantes y EDRA son las cuatro últimas de Saavedra. ¿Está claro, hijo? Pues
sí, dijo mi hermano, ya con algo más de confianza. Bueno, dijo Dios, pues todas
estas cosas, que en el fondo son bobadas de los de marketing, que se meten en
todo y en estos últimos tiempos me andan enredando continuamente, son porque he
decidido dictarte —te la he dictado ya, la tienes en el ordenador, en formato
PDF— una novela portentosa, que es, para entendernos, como el Quijote de este siglo, que me parece
que, aquí en la Tierra, es el XXI, si no me confundo. ¿Me explico? Divinamente,
dijimos mi hermano y yo.
De vez en cuando, prosiguió Dios, me gusta que surjan
obras como esta, únicas, excepcionales, para que las disfruten honestamente los
seres humanos y se olviden un poco del fútbol, el baloncesto, las carreras de
lo que sea, el botellón y todas esas cosas que les divierten tanto. ¿Está
claro, Miguel? Sí, Señor, pero no sé yo si..., balbució mi hermano. ¡Que me vas
a contar a mí!, le atajó Dios, que se notó que supo enseguida lo que estaba
pensando mi hermano y estaba más que claro que lo sabía todo y se daba cuenta
de todo. Pues lo dicho, hasta más ver, se despidió. Se colocó el triángulo, se
recogió un poco la túnica, dio una rapidísima media vuelta y se tiró por la
ventana. Mi hermano y yo nos llevamos un susto terrible, porque creímos que se
mataba. Pero no le pasó nada; mirándolo bien, ¿qué le iba a pasar?
En un momento, los ángeles recogieron todo el material
audiovisual que habían acumulado en la sala y quedó el lugar como si no hubiera
sucedido nada digno de mención. Nosotros, pasado el primer estupor, fuimos al
ordenador y, en efecto, allí estaba la novela. Entera, corregida, sin un error.
Inteligente, discreta, brillante, tierna, impecable, con una prosa bellísima...
Fue un placer inenarrable, una delicia impagable, leerla. Pues sea la voluntad
de Dios, nos dijimos los dos. Yo me alegré tanto como mi hermano, quizá hasta
más.
Hace ya dos años de todo esto. Bueno, pues a mi hermano
no le ha ido mejor que a mí en sus intentos de lograr que alguien le publique
la puñetera novela. Ha tratado por todos los medios y no hay manera de que
alguien le quiera echar un ojo a lo que lleva escrito. O sea, que aquí no
publica ni Dios. Al final, mi hermano, si quiere publicarla, tendrá que hacerlo
aprovechando mi poca experiencia en estos asuntos, aunque de bien poco ha de
servirle. Y os aseguro que la novela, la de mi hermano, está muy bien escrita,
ya os lo podéis suponer. Es realmente divina. Lo mío puede ser lo que queráis,
pero lo de mi hermano Miguel es una auténtica maravilla. Bueno, pues la misma
historia, todo igual.