3 de julio de 2018

La impotencia de la posverdad


Este blog está oficialmente fenecido y sólo escribo en él muy ocasionalmente. Por ello me permito hacer entradas con extensión de artículo de periódico —a veces hasta más— y no las fragmento. Quedan aquí, completas, y el lector podrá demorar su lectura cuanto guste, quizá toda la eternidad.

Terminé mi entrada anterior prometiendo hablar de lo que la posverdad no puede conseguir, lo que está fuera de su efímero, frágil y falaz reino. Quizá no se ha reparado debidamente en hasta qué punto el coqueteo, el cambalache frívolo con la mentira, que es la seña distintiva de la posverdad, va frontalmente en contra de la gran tradición humanística de nuestra civilización occidental. Desde hace unos dos mil quinientos años, una actitud reconocida y aceptada por los sabios, los filósofos y los científicos, que constituye el eje sobre el que se ha de desarrollar la búsqueda de la verdad, se resume en una curiosa y extendida fórmula: Amicus Plato sed magis amica veritas, que traduciré muy literalmente: amigo Platón, pero más amiga la Verdad.
Todo ha de supeditarse a ella, a la Verdad, a su pureza, a su integridad. Ni siquiera podría decirse quien fue el primero que utilizó esta enseña, el que la compuso, ni el exacto ámbito cultural en que surgió, aunque está inscrita en la época de Platón y Aristóteles. En el Fedón platónico, al narrar el último día de la vida de Sócrates, se cuenta cómo sus discípulos atenienses y otros filósofos de distintos lugares de Grecia quieren oír de él sus últimas certezas, particularmente en lo referente a la inmortalidad del alma. Tras el debate, quedan dudas, sobre todo por las objeciones planteadas por dos de ellos venidos de Tebas, Simmias y Cebes, discípulos del pitagórico Filolao. Y es el propio Sócrates el que establece la regla de oro: “Vosotros, por tanto, si me hacéis caso, habréis de cuidaros poco de Sócrates y mucho más de la verdad, y si en algo os parece que digo lo cierto, lo reconoceréis, pero si no, os opondréis con toda razón”. Sí, aquí podría decirse ya Amicus Socrates sed magis amica veritas.
Platón, en el libro IX de su Republica, nos muestra a un Sócrates consciente de que Homero y sus imitadores no conducen al descubrimiento de la verdad en algunos asuntos de los que tratan, ya que ofrecen imágenes o apariencias de diferentes realidades, sin tener exacto conocimiento de las mismas. Para Sócrates resulta claro que Homero ha superado sus propios límites al tocar un sinfín de temas, muchos de los cuales quedaban fuera de sus competencias propias. Aquí podría también escribirse Amicus Homerus sed magis…
Para muchos estudiosos, el origen más probable de la famosa enseña estaría en el libro I de la Ética a Nicómaco, de Aristóteles, expresada con la fórmula ya expuesta, Amicus Plato magis amica veritas. El texto analiza la teoría del bien universal, que se originó en el seno de la escuela platónica y dice: Deberíamos examinar la noción del bien universal, aunque esta investigación nos resulte difícil “por ser amigos nuestros los que han introducido esas ideas”. Sin embargo, debemos sacrificar incluso lo que nos es propio, cuando se trata de salvar la verdad, sobre todo siendo filósofos, pues, siendo ambas cosas queridas, es justo preferir la verdad.
A lo largo de toda la historia de la filosofía se encuentra esta veneración por la verdad, con formulaciones que copian y refrendan las primitivas griegas. La frase amicus Plato, sed magis amica veritas, la más generalizada, citada por Ammonio en su libro La vida de Aristóteles, ha sido reproducida en su contexto clásico por muchos autores: Beda el Venerable, Santo Tomás, Erasmo de Rotterdam, Lutero, Cervantes. Se encuentra también, algo modificada, en Newton: Amicus Plato, amicus Aristóteles, sed magis amica veritas. Se había convertido ya en moneda de uso común. ¡Qué hermoso es verles a todos declarándose amigos invariables de la verdad y haciendo progresar así el mundo!
Este asunto de las frases que exponen el profundo amor y respeto debidos a la verdad es sólo una anécdota, una constatación banal. Más importante y nuclear es el hecho de que en el mundo de la ciencia y de la filosofía, en el estricto campo de la epistemología, ha existido una preocupación constante por las vías correctas para buscar la verdad. El tan reconocido método científico no es más que el conjunto de normas elaboradas para lograr este propósito. Diversos filósofos han delineado también criterios para poder proclamar la verdad de una proposición.
No es este el lugar para estudiar in extenso este tema. Por citar a alguien, me referiré al filósofo americano Charles Sanders Peirce y su fallibilism (falibilismo), término que creó a finales del siglo XIX y que postula que “ninguna creencia puede ser justificada enteramente”. Este aserto ha sido definido con diversa exigencia y rotundidad por diferentes autores, que lo aplican a áreas más o menos amplias de lo cognoscible. En realidad, la idea de que la verdad científica es siempre provisional y perdura sólo hasta que nuevas experiencias la modifican o completan, está firmemente anclada en la historia del pensamiento científico. Lo que revelan estas ideas es que se impone siempre, necesariamente, un cuidado exquisito al transitar el difícil camino que conduce hasta la verdad.
Otro concepto básico en el campo de la filosofía de la ciencia es el de falsabilidad o refutabilidad, términos centrales en la teoría epistemológica falsacionista del filósofo austríaco Karl Popper. Esta teoría exige que cualquier proposición universal ha de producir necesariamente enunciados lógicos “que puedan demostrarse falsos empíricamente”. Esta posibilidad de demostrar el error, esta falsabilidad es el segundo pilar del método científico, siendo el primero el de la reproducibilidad.
¿Por qué cuento todo esto? Pues, simplemente, para poner de manifiesto que para todos los que se han dedicado a investigar en los más diversos campos del saber, la verdad es una cualidad del pensamiento absolutamente crucial, exigible, irrenunciable, capaz de seducir al entendimiento de forma absoluta. Frente a esta primacía axiológica, este carácter cuasi religioso de la búsqueda de la verdad, el mundo de la posverdad ha de parecer, forzosamente, vacío de contenido y un basurero de falacias.
Cuando uno llega a cierta edad, es casi imposible no mirar hacia atrás de vez en cuando, para encontrar el mundo que fue. Incluso tratando de ser ecuánime, de no dejarse engañar por los factores que pueden embellecer nuestros recuerdos, tiene uno la casi seguridad de que hoy vivimos malos tiempos, aunque nunca los tiempos fueran buenos del todo para quienes les tocó vivirlos. Hace casi un siglo que Santos Discépolo compusiera el tango Cambalache (1934) y siempre se pensó que podría describir la sociedad de cualquier época. A pesar de todo, parece que algunos conceptos, algunas maldiciones, serían aplicables especialmente a nuestro presente, con la irrupción triunfante de la posverdad, el acceso a cierta ‘cultura’ de las masas y la pérdida del sentido humano de la moral. Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador. ¡Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor!, decía el tango.
No creo ser pesimista si afirmo que hoy día se tiene la impresión de que, a pesar de que buena parte del mundo más civilizado —más desarrollado, quizá sería un calificativo más apropiado— ha logrado niveles de organización social y de riqueza apreciables, se está todavía muy lejos de la perfección en nuestro estado de bienestar y plenitud social. Como dijo alguien, con fina ironía, el problema no es que los pobres quieran ser ricos, lo realmente grave es que los ricos quieren ser felices. Y hay grandes áreas de pobreza y graves simas de infelicidad.
Un porcentaje alto de estos países a los que me refiero tienen esa organización social y política que hemos convenido en llamar democracia. ¿Podría ser que esta forma de gobierno, de la que se dice con gran convicción que es la menos mala de todas, no estuviera tan adornada de gracias como se supone? No haré sino mencionar el reciente libro de Jason Brennan, Contra la democracia, en el que se señalan con cautela algunas importantes fallas del sistema. Me limitaré a decir que, desde el siglo XIX, cuando empezó a cristalizar la democracia moderna, se tuvo la impresión de que una rémora básica de la misma derivaba del hecho de que muchos miembros de la sociedad carecían de la formación necesaria para poder participar en el juego político. Desde el principio, se pensó que con el tiempo se irían educando todos y este inconveniente inicial iría desapareciendo. Fue un optimismo que luego se reveló no enteramente justificado.
Lector, con estudiar a algunos de nuestros diputados ya tienes una idea de lo que puede ser la democracia y puedes ahorrarte leer a Brennan para ver sus defectos. Si alguien grabara algunas intervenciones en nuestro Congreso de Diputados (y Diputadas, no se olvide) y publicara el vídeo, lo convertiría en viral en un santiamén y con él podría preparar un opúsculo que sería un best-seller internacional y haría olvidar por los siglos el libro de Brennan. Ni comparación en efectividad, en crudeza.
En el mundo actual, al que, simplificando hasta lo irrazonable, consideraré inficionado por el innoble espíritu de la posverdad —un mundo que se ha hecho poco racional y en el que se dan fenómenos inimaginables hace sólo unas décadas, quizá por la proliferación de las llamadas redes sociales y otros medios de comunicación y participación—, es obvio que la frivolidad ha invadido espacios reservados antes a los pensadores y estudiosos y ensombrece el futuro de la meditación filosófica sosegada y la persecución serena de la sabiduría. Era hermoso, decía antes, ver tantos hombres preclaros proclamándose amigos de la verdad. Es triste encontrar ahora tantos dispuestos a deformarla y envilecerla.
Las masas han decidido enseñorearse de áreas reservadas antes a personas de gran formación, profundidad y equilibrio mental y disponen para ello, entre otras armas, de un foro universal en el que se puede quintaesenciar el pensamiento siempre que se haga con sentencias de menos de 140 caracteres. Naturalmente que es lícito resumir las ideas, pero no se puede vivir en la jibarización permanente y la utilización rutinaria de los procederes de Procusto, aquel peculiar posadero de la mitología griega.
Las perversiones de la democracia no son de ahora, tienen una historia antigua. Una de ellas, la oclocracia o gobierno de la muchedumbre (del griego ὀχλοκρατία, ochlokratía) fue llamada así por Polibio —historiador griego, del siglo II a. de C., en su obra Historia general, en cuarenta volúmenes—, quien la consideró como el peor de todos los sistemas políticos, el último estado de la degeneración del poder, porque la muchedumbre, la masa, a la hora de juzgar los asuntos políticos presenta una voluntad viciada, confusa e irracional, que le priva de la capacidad de autogobierno.
En la obra de Brennan, el filósofo americano ya citado, se sugiere una forma muy distinta y opuesta de manejar los asuntos públicos: la epistocracia, el gobierno de los filósofos, de los sabios, como proponía Platón. La etimología de la palabra remite a la antigua Grecia, ya que deriva de ἐπιστήμη (epistḗmē, conocimiento) y κράτος (krátos, poder). En definitiva, esta fórmula otorgaría el poder o gobierno a los que saben, los que tienen el conocimiento necesario para gobernar.
El problema obvio es arbitrar la manera de seleccionar a estos sabios gobernantes. Brennan piensa que se podría lograr con diversas estrategias: impedir el voto a quienes no pasen determinadas pruebas; permitir que todos voten, pero con votos de distinto valor según la formación del votante; hacer que voten sólo personas escogidas al azar, tras pasar por un curso de conocimientos políticos; crear un sistema en el que las decisiones se tomen por sufragio universal, pero teniendo un cuerpo epistocrático con poder de veto. No hay ninguna evidencia de que cualquiera de estas variantes conduzca a mejores resultados que la democracia actual, la que conocemos hoy.
Quiero alejarme de estos planteamientos excesivamente sesudos, para mí y supongo que también para mis lectores. Como esta entrada es, en cierto modo, la continuación de una carta abierta a don Iván Redondo, en la que pretendía centrarme en la cosas que la casi omnipresente posverdad es incapaz de lograr, me referiré a esta ‘impotencia de la posverdad’, con un sencillo cuento que enlaza con mi lejana niñez: la historia de don Pedrito. Lo resumiré aquí, con un lenguaje no muy lejano del original:
En uno de los pueblos más bonitos de España vivía un hombre todavía joven, casado y con dos hijos preciosos, heredero de un negocio familiar que le permitía un cómodo vivir. Los vecinos no pasaban de cinco mil y él era servicial y amable con todos, que le correspondían holgadamente. Este ambiente amistoso, unido al hecho de que su estatura era más bien reducida, había hecho que, a pesar de ser ya claramente un adulto, le llamaran cariñosa y respetuosamente don Pedrito. El ser humano se busca a veces, sin necesidad, complicaciones y desventuras; don Pedrito no se resignaba con el diminutivo y quería ser conocido e interpelado como don Pedro.
Uno de sus mejores amigos, que sabía la íntima comezón de don Pedrito por el asunto, le aconsejó que se colocara calzas interiores en los zapatos y que estos fueran de tacón lo más alto posible. Así lo hizo el buen señor, pero incomprensiblemente todos le seguían llamando don Pedrito. De común acuerdo con su amigo, don Pedrito empezó a usar también un sombrero de copa altísimo que, junto con los zapatos, le aumentaba considerablemente su estatura, su porte. La gente continuaba siendo muy amable y cariñosa con él y llamándole don Pedrito. Realmente, no lo podía entender.
Se miraba don Pedrito en los espejos y veía que, con las ayudas mencionadas, su estatura era hasta más de la normal y no se explicaba por qué no le llamaban ya, de una vez, don Pedro. Un buen día, subió al desván de su casa, con sus zapatos y su sombrero puestos, y encontró allí un espejo que había pertenecido a sus abuelos. Distraídamente se fijó en él y vio su cuerpo entero, pero en la imagen reflejada no aparecía ninguna de las dos prendas mencionadas. Era un espejo viejo, aunque no de aquellos tan corrientes en la dorada antigüedad que eran capaces de hablar. Sin embargo, no hizo falta, porque don Pedrito era un hombre inteligente, aunque algo caprichoso, y supo perfectamente por qué todos le seguirían llamando don Pedrito hasta el fin de sus días.
Es un cuento muy sencillo, para niños, pero los fabricantes de apariencias y asesores de imagen deberían recapacitar sobre él. Mucho más elaborado y conocido es el cuento de Hans Christian Andersen, La reina de las nieves, en el que se describe un espejo que es capaz de transformar la realidad, ya que no refleja lo bueno de las personas y las cosas y en cambio magnifica sus aspectos negativos, lo que no deja de ser una forma de posverdad. Téngase presente que esta supone simplemente la deformación de la realidad, tanto embelleciéndola como afeándola. En política partidista, se trata de ensalzar al que se pretende ayudar y denigrar al contrincante.
En este cuento, es el demonio el constructor del espejo, bajo la forma de un troll perverso —los trolls son duendes de la mitología germano-nórdica, escandinava, considerados peligrosos para los humanos—. Lo llevó hasta los más remotos lugares del país, por lo que todos sus habitantes sólo pudieron contemplar la parte más triste, pobre y desolada del mundo. Quiso después el duende subir con su portentoso invento hasta los cielos para burlarse de los ángeles y del Señor. Cuando estaba muy alto, el espejo se le escapó de las manos y al caer a la Tierra se rompió en millones de pedazos muy pequeños que se esparcieron por el mundo. Si uno de estos pedazos entraba en el ojo de una persona se quedaba allí y le hacía ver sólo lo feo y desagradable de la creación y si llegaba al corazón, lo transformaba en un trozo de hielo. Apurando la analogía con la posverdad, habría que decir que con esta, las partículas pueden llegar al cerebro y anularlo parcial o completamente.
El problema de la posverdad es que, aunque muchas personas resulten engañadas al apreciar ciertos personajes públicos pulidos artificialmente, quedarán otras que sabrán discernir en ellos el artificio acompañante y la auténtica realidad. Y siempre habrá en alguna parte un espejo que los muestre en su prístina naturaleza e integridad. Ni el más aventajado de los muñidores políticos podrá hacer que lo ilegítimo pase por legítimo, aunque sea legal. Y tampoco podrá ocultar los rasgos personales aborrecibles y vulgares de los personajes, ni la fealdad de su ambición o falta de escrúpulos. Como ha señalado un conocido articulista, aunque se hayan “sustituido las ideas por perros y gafas de sol”, resulta imposible olvidar sus conductas y su carencia de refrendo popular. Eso, don Iván, no hay mago que pueda zurcirlo.
Es que en este mundo de la posverdad hay mucho Ganelon, if you know what I mean. Dante en su Divina Commedia, Inferno, canto XXXII, lo llama Ganellone y lo coloca en el Cocito, el lago congelado situado en el noveno círculo del Infierno, en la segunda esfera, Antenora, en donde son torturadas las almas de’ traditori di loro schiatta e de' traditori de la loro patria (los traidores a su linaje y los traidores a su patria). Están allí, enterrados en hielo hasta la cintura, con la parte superior del cuerpo padeciendo los helados vientos infernales.
El político quizá más valorado de la transición, hablando a un miembro de otro partido, le espetó: Usted podrá llegar a ocupar cargos destacados, las circunstancias podrán convertirle en una persona importante, pero nadie podrá hacer de usted un caballero. Pues eso. Hay metas que no pueden alcanzarse con la posverdad, porque reclaman la franqueza, la honestidad, la contundencia de la Verdad pura, la sagrada y eterna Verdad. Ocurre, además, que cuando alguien ha incurrido una vez en una grave falta, la gente también tiende a generalizar, aplicando en otros ámbitos de conducta el dicho latino sobre la credibilidad de los testigos, falsus in uno, falsus in ómnibus.