Lector amigo, repetiré un proloquio —busca la palabreja— de mi entrada
anterior: amo la literatura esteticista, la preocupada esencialmente por la
belleza. Dejo aquí algunos textos, que reúnen las cualidades que yo busco. No
he perseguido los mejores; tomo los que han caído en mis manos estos últimos
días por azar. Son de un premio Nobel, de una mujer y de un funcionario. Ni el laureado
ni la mujer son españoles; el funcionario era un levantino que quiso ser juez,
pero no aprobó las oposiciones. De él dijo Ortega que su perfección estilística
era “impecable e implacable”. Probablemente, nadie lo lee ahora (sic transit gloria mundi). Copio fragmentos
de estos autores, en el orden en que los he mencionado:
Del premio Nobel: “Son las palabras las que cantan, las que suben y bajan…
Me prosterno ante ellas… Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las
derrito… Amo tanto las palabras… Las inesperadas… Las que glotonamente se
esperan, se acechan, hasta que de pronto caen… Vocablos amados… Brillan como
piedras de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal,
rocío… Persigo algunas palabras… Son tan hermosas que las quiero poner todas en
mi poema […] Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos
dejaron todo… Nos dejaron las palabras” (refiriéndose a los conquistadores
españoles).
De la escritora: “Tao Chi’en fue despojándola de capas de temores
acumulados y recuerdos inútiles, la fue acariciando con infatigable
perseverancia hasta que dejó de temblar y abrió los ojos, hasta que se relajó bajo
sus dedos sabios, hasta que la sintió ondular, abrirse, iluminarse; la oyó
gemir, llamarlo, rogarle; la vio rendida y húmeda, dispuesta a entregarse y a
recibirlo a plenitud; hasta que ninguno de los dos supo ya dónde se
encontraban, ni quiénes eran, ni donde terminaba él y comenzaba ella. Tao
Chi’en la condujo más allá del orgasmo, a una dimensión misteriosa donde el
amor y la muerte son similares. […] Ebrios y felices, sin soltarse las manos
por miedo a despertar de pronto y descubrir que habían andado perdidos en una
alucinación”.
Del funcionario, que quiso ser juez: “Entonces, una moza blanca, de ojos
de dulce pereza, de dientes de nardo, de pechos de palomas asustadas, alzóse
gloriosamente, y todo lo que la rodeaba parecía penetrado de su hermosura. […] La mies estaba alta, apretada y comenzaba a
cuajarse. Salían del verde oleaje las alondras y daban su cantiga como si
soltasen del pico un grano de oro que revibrara en el cristal azul de los
cielos”.
“Nada comparable a sus pies, a sus rodillas, a su cintura, a sus codos,
donde se resume el donaire y el estilo del paso. Ofrecía sus pies en sandalias
de gamuza morada, ceñidas con una escarcha de gemas. Encima de su estola, una
piel de armiño le modelaba tirantemente las caderas, y luego continuaba la
túnica plegándose a sus hinojos y prometiéndolos. Sus brazos y su garganta
desnudos, sin una luz de joya; sus pechos, firmes, alzados; su vientre,
hundido, sin regazo, huyendo de la opulencia nacida en la cintura”.
“Y arrojó el espejo; y su risa iba saliéndole en los medallones de
calcedonias, en los rombos de ámbar, en las pulidas maderas, en el bronce de
los braseros, en el mármol de las estatuas, en el agua de los estanques. Se
apretó la faz, y sus manos palparon la mueca de
la risa. Todo estaba lleno de su risa, y le dolían las entrañas de
humillación, de oscuridad, de desamparo, de congoja”.
Sé bien, lector, que la literatura es mucho más que la mera y desnuda
palabra. Es también, con idéntico derecho, la trama, el misterio, el humor, el interés, la concepción y urdimbre de los personajes, el acabado y cierre de la historia. Pero sin la
belleza formal del texto, sin las bellas palabras, en la proporción justa, le
falta algo; algo que, para mí, es imprescindible. Aunque también entiendo que
todo es debatible, que pensar es exagerar.
Ahora una pregunta discretamente lúdica: ¿Sabes quiénes son estos
escritores que he citado? Todos son conocidos, claro. La escritora vive todavía; que sea por muchos años.