28 de agosto de 2014

Literatura esteticista (textos)


Lector amigo, repetiré un proloquio —busca la palabreja— de mi entrada anterior: amo la literatura esteticista, la preocupada esencialmente por la belleza. Dejo aquí algunos textos, que reúnen las cualidades que yo busco. No he perseguido los mejores; tomo los que han caído en mis manos estos últimos días por azar. Son de un premio Nobel, de una mujer y de un funcionario. Ni el laureado ni la mujer son españoles; el funcionario era un levantino que quiso ser juez, pero no aprobó las oposiciones. De él dijo Ortega que su perfección estilística era “impecable e implacable”. Probablemente, nadie lo lee ahora (sic transit gloria mundi). Copio fragmentos de estos autores, en el orden en que los he mencionado:

Del premio Nobel: “Son las palabras las que cantan, las que suben y bajan… Me prosterno ante ellas… Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito… Amo tanto las palabras… Las inesperadas… Las que glotonamente se esperan, se acechan, hasta que de pronto caen… Vocablos amados… Brillan como piedras de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío… Persigo algunas palabras… Son tan hermosas que las quiero poner todas en mi poema […] Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras” (refiriéndose a los conquistadores españoles).

De la escritora: “Tao Chi’en fue despojándola de capas de temores acumulados y recuerdos inútiles, la fue acariciando con infatigable perseverancia hasta que dejó de temblar y abrió los ojos, hasta que se relajó bajo sus dedos sabios, hasta que la sintió ondular, abrirse, iluminarse; la oyó gemir, llamarlo, rogarle; la vio rendida y húmeda, dispuesta a entregarse y a recibirlo a plenitud; hasta que ninguno de los dos supo ya dónde se encontraban, ni quiénes eran, ni donde terminaba él y comenzaba ella. Tao Chi’en la condujo más allá del orgasmo, a una dimensión misteriosa donde el amor y la muerte son similares. […] Ebrios y felices, sin soltarse las manos por miedo a despertar de pronto y descubrir que habían andado perdidos en una alucinación”.

Del funcionario, que quiso ser juez: “Entonces, una moza blanca, de ojos de dulce pereza, de dientes de nardo, de pechos de palomas asustadas, alzóse gloriosamente, y todo lo que la rodeaba parecía penetrado de su hermosura. […]  La mies estaba alta, apretada y comenzaba a cuajarse. Salían del verde oleaje las alondras y daban su cantiga como si soltasen del pico un grano de oro que revibrara en el cristal azul de los cielos”.

“Nada comparable a sus pies, a sus rodillas, a su cintura, a sus codos, donde se resume el donaire y el estilo del paso. Ofrecía sus pies en sandalias de gamuza morada, ceñidas con una escarcha de gemas. Encima de su estola, una piel de armiño le modelaba tirantemente las caderas, y luego continuaba la túnica plegándose a sus hinojos y prometiéndolos. Sus brazos y su garganta desnudos, sin una luz de joya; sus pechos, firmes, alzados; su vientre, hundido, sin regazo, huyendo de la opulencia nacida en la cintura”.

“Y arrojó el espejo; y su risa iba saliéndole en los medallones de calcedonias, en los rombos de ámbar, en las pulidas maderas, en el bronce de los braseros, en el mármol de las estatuas, en el agua de los estanques. Se apretó la faz, y sus manos palparon la mueca de  la risa. Todo estaba lleno de su risa, y le dolían las entrañas de humillación, de oscuridad, de desamparo, de congoja”.

Sé bien, lector, que la literatura es mucho más que la mera y desnuda palabra. Es también, con idéntico derecho, la trama, el misterio, el humor, el interés, la concepción y urdimbre de los personajes, el acabado y cierre de la historia. Pero sin la belleza formal del texto, sin las bellas palabras, en la proporción justa, le falta algo; algo que, para mí, es imprescindible. Aunque también entiendo que todo es debatible, que pensar es exagerar.

Ahora una pregunta discretamente lúdica: ¿Sabes quiénes son estos escritores que he citado? Todos son conocidos, claro. La escritora vive todavía; que sea por muchos años.

27 de agosto de 2014

Sobre la literatura esteticista y sobre cine


Lector, se acaba agosto y también la estación de la luz, del descanso y la despreocupación, aunque sean imperfectos y pasajeros. Quizá es el momento de hacer una importante confesión. No amo cualquier literatura; amo, sin renuncia posible, sin libertad de elección, la literatura esteticista. Me gustaría decir que he vivido sólo movido por la belleza, pero no sería la verdad, porque la vida es complicada y tuve que defenderme de su escabrosidad como pude, como otros, como todos. Pero en ese reino en el que uno es libre, en el que puede escoger casi sin límites, en el de las bellas letras, ahí sí me rijo irreductiblemente por la belleza y no puedo ver o valorar otra cosa. Sé muy bien que por ello no comentaré aquí jamás ciertas obras que quizá son valiosas, que tienen éxito, que son emocionantes, intrigantes, divertidas, pero ya digo que soy víctima de esa fatal perversión. No sólo en la literatura, también en otras artes y en el cine. Hablaré hoy de una película y mostraré unos textos literarios, como corolario de lo que cuento. Todo habría que matizarlo, circunscribirlo debidamente, pero no es ahora el momento.

Respecto al cine, copio de mis Apuntes sobre literatura. Yo llegué a estudiar a Madrid en otoño de 1954, con quince años, y venía de una antigua y bella ciudad, pobre y triste, como tantas de entonces. Al poco tiempo, no recuerdo cuándo, vi una película, Cuentos de Hoffmann, de 1951, adaptación de la ópera del mismo nombre de Jacques Offenbach. La banda sonora fue grabada por la Royal Philarmonic Orchestra, dirigida por Sir Thomas Beecham. Me sumergí por unas horas en un mundo de ensueño, inesperado e imprevisto, preñado de una belleza que era casi imposible soportar.

Todavía recuerdo las secuencias del cuento segundo, cuando Hoffmann está en Venecia y es seducido por la espléndida Ludmilla Tchérina, en el papel de la cortesana Giuletta. El satánico Dapertutto, coleccionista de almas, se vale de ella para robar el reflejo, el alma, del joven poeta. Aquel viaje en góndola, en un paisaje deliberadamente irreal, mientras se oye la deliciosa barcarolle, se grabó en mi memoria para siempre y no creo que ninguna disfunción o aturdimiento de mi cerebro pueda arrancarlo de ahí. Y pienso, sinceramente, que mis ideas o sentimientos respecto a la belleza en la literatura, o a la belleza en general, vienen influenciados muy poderosamente por esa y otras vivencias parecidas, que se fueron prendiendo poco a poco en mi corazón.

La Tchérina, nacida en Francia y de la nobleza circasiana, fue luego en su vida pintora, escultora y hasta escribió dos novelas. Todo eso vino después, nada de eso contaba entonces, o sabía yo entonces, cuando la contemplaba, embelesado, en la pantalla. Yo sólo la veía con un pañuelo verde en la cabeza, envuelta en los rebrillos del agua en los canales venecianos, con sus labios perfectos, moviéndolos lentamente para cantar una muy bella y triste melodía. Me engolfaba en su rostro distante y altivo, de mujer o diosa inalcanzable y tal vez terrible, surcando un falso mar, mucho más bello que cualquier otro mar auténtico, en una navegación oscura, imposible o secreta. Iba de pie, sobre una góndola adornada con telas y sedas de fantasía, con un fanal de proa que se desliza encendido en la noche, cruzando pettini inconcretos, esbozados, de proas de otras góndolas, en un ambiente onírico, feérico.

Vestida con una ajustada malla negra, desciende de la embarcación, siempre acompañada de la bellísima música, despreciando la mano de Schlemil, un amante ya antiguo y condenado al olvido, que intenta inútilmente ayudarla a bajar, cuando ella abandona la nave, tras un giro lento y solemne de escorzos cambiantes de la góndola, y ni siquiera alcanza a tocar la larga cola de su vestido. Nunca olvidaré los hermosos y malvados ojos de Dapertutto, su elegante vestimenta, sus mínimos gestos a Giuletta, que revelan la perfecta compenetración de ambos para perpetrar el mal. Y su discreta orden para que la cortesana consiga el alma de Hoffmann y la intensa mirada de animal felino de ella. Ahora, cuando rememoro esta escena, también me vienen las rotundas y tristes palabras del libreto de Jules Barbier: le temps fuit et sans retour emporte nos tendresses (el tiempo huye y sin retorno se lleva nuestras ternezas).

Lector, te dejo el vínculo (http://youtu.be/t6zcAzZGUjQ) para que veas esas escenas. Si te emocionas intensamente, si te marea su belleza, tal vez nos podamos entender. Dejo los textos literarios para una próxima entrada.

26 de agosto de 2014

Sobre la palabra inglesa wobble


En una entrada anterior mencioné la palabra inglesa wobble y ya anuncié que diría algo al respecto. Será una aclaración breve, para señalar un posible error de sesgo que puede darse en el aprendizaje de idiomas. Prescindiré de términos de significado no inmediato para algún lector, como sema, semema, morfema, etc.

Manejar con absoluta corrección una lengua extranjera no es fácil. Con los objetos materiales no suele haber ambigüedades. Con términos abstractos, el vocablo aprendido puede tener un contenido semántico distinto al de la palabra que imperfectamente traduce. El adjetivo ridículo es menos peyorativo en inglés que en español, por ejemplo, y admito que esto pueda ser debatible.

A veces creemos que una palabra, en otro idioma, es más precisa, más ajustada, que otra del nuestro y puede no ser verdad. Aprendí la palabra wobble leyendo algo sobre la caída de un trompo y pensé que se utilizaba sólo con ese sentido. Naturalmente, me pareció más apropiada que las palabras españolas tambalearse, bambolearse, menos específicas. Luego entendí que wobble se aplicaba en otras situaciones y ese juicio se matizó.

En un diccionario inglés-español, veo la traducción de wobble: tambalearse, cojear (un mueble), temblar (las piernas). En otro monolingüe se describe: moverse, o mover, con un balanceo o moción lateral (side-to-side). En fin, la palabra tiene la misma polisemia —los varios significados— que en español y análoga precisión. Mi error de apreciación inicial puede ocurrir con otros vocablos y dar una idea sesgada de su justeza descriptiva.

25 de agosto de 2014

¿Se mueve realmente la Tierra?


Escribí en mi entrada anterior que la Tierra giraba como un trompo que estuviera parándose. No era el momento de andar con disquisiciones y admití sin más lo del movimiento de nuestro planeta. Ahora, lector, te confiaré mis dudas, que ya expresé al empezar este blog. Copiaré lo que decía en la segunda entrada del mismo: “Te contaré mis fundadas razones para defender la inmovilidad de la Tierra, frente a tantas suposiciones erróneas”. Pues ha llegado el momento.

Las gentes son muy crédulas y se dejan llevar por la corriente, sin ocuparse ni poco ni mucho en pensar. Si les dicen que los niños vienen de París o les cuentan maravillas sobre los Reyes Magos, se lo creen a pies juntillas y no se les ocurre disentir durante años. Alguna cambió de opinión sólo al notar que estaba embarazada.

La Tierra se mueve, dicen todos. Y te pregunto yo, lector, ¿notas tú que se mueva? ¡Anda que no se nota cuando se mueve una cosa! Recuerda cualquier viaje en coche, en tren, en barco… ¿Sientes tú algo parecido, fuera o dentro de casa? Y, según afirman, la Tierra no para ni un momento, aunque estés tranquilamente en tu cama. ¿Tiene eso sentido, se puede sostener que estemos tan en continuo movimiento?

Algo de números, que ya sabes que me gustan. En una latitud de 40º, el paralelo tiene una longitud de unos 30.640 km (40.000 km, que es la circunferencia ecuatorial, por 0,766, que es el coseno de 40º). Cualquiera en esa latitud, y sólo por la rotación de la Tierra, se movería ya a una velocidad de casi 1.300 km/h. Eso no es nada, hay aviones que van más rápidos. Pero, por el movimiento de nuestro planeta alrededor del Sol y asumiendo una órbita elíptica no muy excéntrica, hay que sumar a esta velocidad otra de unos 107.000 km/h. Eso ya es bastante más. Además, resulta que nuestro sistema solar entero gira alrededor del centro de nuestra galaxia, que está a unos 28.000 años luz en la dirección de Sagitario, tardando unos 240 millones en una vuelta (hemos dado ya unas veinte desde el nacimiento del Sol). Haced las cuentas de este último movimiento o consultad una enciclopedia: la Britannica señala una velocidad de 792.000 km/h. En total, unos 900.000 km/h.

La Tierra tiene otros movimientos, pero añaden muy poco a los cálculos anteriores: el de precesión de los equinoccios, el de nutación y el conocido como bamboleo de Chandler, de los que no diré nada más. Hay que contar, ese sí, el debido a la expansión general del Universo, mucho más difícil de cuantificar. En resumen, sin considerar el último, nos desplazamos todos a una velocidad próxima al millón de km/h. Lector amigo, ¿te lo crees tú?

El astrónomo Ismaël Boilliau, autor de la Astronomia Philolaïca, en 1645, la obra más importante entre Kepler y Newton, aún defendía el movimiento de la Tierra, porque no era creído por mucha gente, incluso astrónomos. Esto, un siglo después de la publicación de De revolutionibus orbium coelestium (Sobre las revoluciones de las esferas celestes), de Copérnico, cuyas ideas circularon antes en su opúsculo De hypothesibus motuum coelestium a se constitutis commentariolus, no editado hasta 1877. En mi ya citado relato De la Fortuna y el Tiempo, sugiero con fundamento que Carlos V tenía ese manuscrito en Yuste y se lo regaló a Juanelo Turriano al morir.

Hasta los astrónomos de mediados del siglo XVII desconfiaban. Como sigue ocurriendo ahora, entre las gentes con sentido común, que cada vez somos menos. La Tierra se mueve... ¿Por qué, desde cuándo? Yo no la veo moverse y tampoco noto ningún movimiento. Pues, entonces. Si eso se le había ocurrido ya a un griego, un tal Aristarco de Samos (310 – 230 a. C.), según contó Arquímedes, y nadie le hizo caso en aquellos tiempos dorados. Los pitagóricos parece que sí lo creían, pero eran tipos bastante extraños, que no comían carne ni habas, ni usaban prendas de lana, etc. Pasaron luego unos dos mil años y nadie se acordaba de todo eso, porque las gentes de entonces tenían más sesera y no creían las cosas tan fácilmente como ahora, que parecemos bobos y nos tienen como atontados con la televisión, que es la que tiene la culpa de todo.

24 de agosto de 2014

De los cielos de estío


Seguimos en agosto y urge publicar esta entrada, antes de que cambie demasiado el cielo nocturno. Paso parte del verano en la sierra madrileña y algunos días, en la sonochada, hay en la plaza del pueblo actos culturales a los que suelo asistir. Son ya muchos años que vengo haciéndolo y era aquí donde me encontraba, como he contado, con mi querido amigo, el poeta ubetense Antonio Parra y su esposa. Esta costumbre mía es una especie de rito que se fue insertando en mi vida, como tantos otros. Durante el espectáculo, cuando miro al cielo, veo a Vega sobre mi cabeza. Como siempre, como estará hasta el final de mis noches, como estará para otros cuando yo me haya ido.

Vega es la estrella más brillante de Lira y la segunda en brillantez de todo el hemisferio norte celeste, después de Arturo, en la constelación del Boyero. Es una estrella cercana, está ahí mismo, a sólo veinticinco años luz de la Tierra. Forma parte de lo que se ha llamado el Triángulo del Verano —se le nombró así a mediados del XIX—, con dos estrellas más: Deneb, de Cisne y Altair de Águila. Se ve en el hemisferio norte, en latitudes medias. En primavera, el triángulo también se ve, pero hacia el Este, en la madrugada, y en otoño al Oeste, en la sonochada (repito la palabra). En verano, en agosto, Vega está literalmente encima de nuestras cabezas. Como entonces solemos ser más nocherniegos, estas tres estrellas son de las más conocidas.

Vega fue la estrella polar, la situada aproximadamente en la prolongación del eje terrestre, hacia el año 12000 a. C., y volverá a serlo hacia el año 13700 de nuestra era. Yo ya soy mayor y no lo veré, pero si tú, lector, eres joven, puede que la veas. Depende de cuántos yogures de esos que bajan indefectiblemente el colesterol te tomes. Esos alimentos tan sabiamente elaborados pueden llevar a la vida eterna. He hecho algunos cálculos y, si tomas unos doscientos yogures de cierta marca al día, podrás ver cómo la estrella Vega ocupa el lugar que tiene ahora la estrella polar.

Porque tienes que saber que los cielos cambian y se alteran. Nada es estable en el Universo y Shakespeare tuvo que escribir esto alguna vez, porque es muy de su estilo, pero no sé ahora dónde. En un relato sobre la estancia del emperador Carlos en Yuste, De la Fortuna y el Tiempo, yo sentencié, hablando del Tiempo: “Incluso los astros, imperturbables y ajenos, aparentemente situados fuera de su dominio, se alteran con su transcurso. Porque Juanelo sabe muy bien que hasta los cielos se transforman y las constelaciones modifican sus constituciones”. Las estrellas no son fijas, todos los cuerpos celestes andan a la deriva, aloquecidos y errantes, en direcciones no idénticas, con el cosmos en perpetua expansión, al menos por ahora. El cambio de estrella polar es la consecuencia de la precesión de los equinoccios, que cuento enseguida.

La Tierra gira —sobre esto ya diré algo en una entrada próxima— como un trompo que estuviera a punto de pararse. Ya sabrás, si has tirado un trompo alguna vez y no naciste con el smartphone en la mano, que al final se desequilibra, se bambolea un poco —en inglés hay una muy buena palabra para designar esto, wobble, de la que diré algo también en su día—, su eje ya no está vertical y el extremo superior describe circunferencias cada vez mayores, hasta que el trompo cae. La Tierra no cae, su eje describe una circunferencia fija en unos 26.000 años y su extremo apunta a lugares distintos durante el ciclo. Por ello, la estrella que está en su prolongación imaginaria, la polar, no es siempre la misma.

Vega es una estrella joven, su edad es la décima parte de la del Sol, pero su esperanza de vida es la también la décima parte. Está ahora en la mitad y deberá morir en unos 450 millones de años. En el mas de agosto, en nuestras latitudes, está casi en el zenit celeste y ya dije que forma parte del triángulo del verano, que se identifica muy bien porque no hay otras estrellas tan brillantes cerca.

El cielo y sus estrellas están plagados de historias, muchas de origen griego, pero existen en todas las culturas. En la mitología china, por citar alguna, un hombre, Niu Lang (Altair) y sus dos hijas están separados de su esposa y madre, Zhi Nu (Vega) por un río, que es la Vía Láctea. Sólo una vez al año, el séptimo día del séptimo mes de calendario chino, las urracas construyen un puente y la familia pueda encontrarse por un breve tiempo.

He querido hablar de esto antes de que se pase el verano y sea ya demasiado tarde.