En la entrada anterior expresé
mi horror ante la idea de ser inmortal, de vivir eternamente. Pero hay algo
más: la idea misma, abstracta, de eternidad, me produce un cierto desasosiego, cuando
trato de imaginarla; seguramente por lo que tiene de inasible, de inentendible.
Es un concepto que está más allá de lo que el cerebro humano maneja con soltura
y serenidad. Esa inquietud mental la intenté plasmar en un neologismo que me
pareció apropiado: eonofobia, temor a
la eternidad.
No soy yo el único con ese
sentimiento. La misma idea negativa y angustiosa de la eternidad está presente
en la descripción del infierno que hace el novelista James Joyce, en su Retrato del artista adolescente, de
1916: La última tortura, la que
sirve de remate a todas las otras del infierno, es su eternidad. ¡Eternidad!
¡Oh, tremenda y espantosa palabra! ¿Qué mente humana podrá comprenderla? Y
tened presente que se trata de una eternidad de sufrimiento.
Reconocen los
autores cristianos que la eternidad es el modo de ser de Dios, pero no el del
hombre, que vive inmerso en el tiempo. Sin embargo, esta distinción deja paso
al optimismo, porque la redención de Cristo revela el deseo de Dios de
comunicar su eternidad al hombre. La condenación para el incrédulo se
traduciría en la total privación de esa perfección del ser divino, de esa
prerrogativa de la eternidad.
Mucha de la
repulsa frente a la idea de eternidad quizá proceda de su asociación a
vivencias o expectativas muy negativas. Ya vimos que Joyce habla de una “eternidad de sufrimiento”.
En la inabarcable mitología griega, los casos de Prometeo y Sísifo, son típicos
de ese sentido negativo de lo eterno: Prometeo condenado a que un águila (por
muy hija de Tifón y Equidna que fuera) le comiera eternamente el hígado, que se
regeneraba sin cesar. Y Sísifo, sometido a la frustrante tarea de subir una
enorme piedra hasta la cima de una montaña, para verla luego rodar hacia la base y
tener que recomenzar eternamente el mismo trabajo.
Sin necesidad
de recurrir a distantes mitologías, en nuestra vida de cada día, hay leyendas
que unen esa idea de castigo con la de eternidad. Todos conocen la historia de
aquel jesuita que, hablando del castigo eterno para los pecadores no
arrepentidos, y para que sus alumnos pudieran captar la idea de eternidad,
llenó una gran pizarra con un uno seguido de ceros. Para terminar diciendo:
Veis ese larguísimo número, inexpresable. Imaginad que son años; mejor,
imaginad que son siglos; mejor, imaginad que son miles de siglos. Pues bien,
todo ese tiempo es nada comparado con la eternidad. La eternidad ni siquiera
habría comenzado.
La historia
habla de un jesuita, no sé si con justicia. Tienen cierta fama de ser los más
convincentes, los más astutos, de los religiosos. En un diario gallego, La Voz de Galicia, al día siguiente de
la muerte de Valle-Inclán, apareció esta última voluntad, atribuida al escritor
moribundo: “No quiero en
mi entierro ni cura discreto, ni fraile humilde, ni jesuita sabihondo”.
Sin embargo, regresando a
asuntos más a ras de tierra, el preso número nueve, según cuenta
pormenorizadamente Joan Baez, el mismo día en que lo iban a ajusticiar, fue muy
capaz de decirle a su confesor: “Padre no me arrepiento, ni me da miedo la
eternidad”. Para que se vea que esa eonofobia
mía, ese miedo a la eternidad, no tiene por qué ser universal y hay gentes que
lo padecen, que lo padecemos, y otras no. Es que el mundo es muy complicado.