26 de abril de 2014

Eonofobia, miedo a la eternidad


En la entrada anterior expresé mi horror ante la idea de ser inmortal, de vivir eternamente. Pero hay algo más: la idea misma, abstracta, de eternidad, me produce un cierto desasosiego, cuando trato de imaginarla; seguramente por lo que tiene de inasible, de inentendible. Es un concepto que está más allá de lo que el cerebro humano maneja con soltura y serenidad. Esa inquietud mental la intenté plasmar en un neologismo que me pareció apropiado: eonofobia, temor a la eternidad.

No soy yo el único con ese sentimiento. La misma idea negativa y angustiosa de la eternidad está presente en la descripción del infierno que hace el novelista James Joyce, en su Retrato del artista adolescente, de 1916: La última tortura, la que sirve de remate a todas las otras del infierno, es su eternidad. ¡Eternidad! ¡Oh, tremenda y espantosa palabra! ¿Qué mente humana podrá comprenderla? Y tened presente que se trata de una eternidad de sufrimiento.

Reconocen los autores cristianos que la eternidad es el modo de ser de Dios, pero no el del hombre, que vive inmerso en el tiempo. Sin embargo, esta distinción deja paso al optimismo, porque la redención de Cristo revela el deseo de Dios de comunicar su eternidad al hombre. La condenación para el incrédulo se traduciría en la total privación de esa perfección del ser divino, de esa prerrogativa de la eternidad.

Mucha de la repulsa frente a la idea de eternidad quizá proceda de su asociación a vivencias o expectativas muy negativas. Ya vimos que Joyce habla de una “eternidad de sufrimiento”. En la inabarcable mitología griega, los casos de Prometeo y Sísifo, son típicos de ese sentido negativo de lo eterno: Prometeo condenado a que un águila (por muy hija de Tifón y Equidna que fuera) le comiera eternamente el hígado, que se regeneraba sin cesar. Y Sísifo, sometido a la frustrante tarea de subir una enorme piedra hasta la cima de una montaña, para verla luego rodar hacia la base y tener que recomenzar eternamente el mismo trabajo.

Sin necesidad de recurrir a distantes mitologías, en nuestra vida de cada día, hay leyendas que unen esa idea de castigo con la de eternidad. Todos conocen la historia de aquel jesuita que, hablando del castigo eterno para los pecadores no arrepentidos, y para que sus alumnos pudieran captar la idea de eternidad, llenó una gran pizarra con un uno seguido de ceros. Para terminar diciendo: Veis ese larguísimo número, inexpresable. Imaginad que son años; mejor, imaginad que son siglos; mejor, imaginad que son miles de siglos. Pues bien, todo ese tiempo es nada comparado con la eternidad. La eternidad ni siquiera habría comenzado.

La historia habla de un jesuita, no sé si con justicia. Tienen cierta fama de ser los más convincentes, los más astutos, de los religiosos. En un diario gallego, La Voz de Galicia, al día siguiente de la muerte de Valle-Inclán, apareció esta última voluntad, atribuida al escritor moribundo: “No quiero en mi entierro ni cura discreto, ni fraile humilde, ni jesuita sabihondo”.

Sin embargo, regresando a asuntos más a ras de tierra, el preso número nueve, según cuenta pormenorizadamente Joan Baez, el mismo día en que lo iban a ajusticiar, fue muy capaz de decirle a su confesor: “Padre no me arrepiento, ni me da miedo la eternidad”. Para que se vea que esa eonofobia mía, ese miedo a la eternidad, no tiene por qué ser universal y hay gentes que lo padecen, que lo padecemos, y otras no. Es que el mundo es muy complicado.

25 de abril de 2014

Poniatowska, Kahlo y eonofobia


Escribí hace poco en este blog que, para mí, nada hay más aterrador que la idea de ser inmortal. Era un apotegma abstracto, sin referencia a ninguna realidad concreta. Un poco más tarde circunstancié algo más mi pensamiento y, dirigiéndome a un lector imaginario, le decía: Imagínate viviendo cien, doscientos años…, eternamente; con esta vida de aquí, con la que conocemos.

En su sencillo y bello discurso, Elena Poniatowska, en la entrega del Premio Cervantes, cita a su compatriota la pintora Frida Kahlo, que dijo alguna vez: “Espero alegre la salida y espero no volver jamás”, refiriéndose a este mundo nuestro. Frida fue una hermosa y elegante mujer que tuvo una existencia difícil, asediada sin tregua por problemas de salud y que murió joven. Quizá no le dio tiempo a amar apasionadamente la vida, sentimiento que demanda una clase de conformidad que se adquiere sólo en la vejez, cuando uno empieza a pensar, de verdad, que se acaba.

En cambio, porque los seres humanos somos así de diversos, nuestra escritora dijo: “Yo espero volver, volver, volver y ese es el sentido que he querido darle a mis ochenta y dos años. Pretendo subir al cielo y regresar con Cervantes de la mano para ayudarlo a repartir, como un escudero femenino”.

Pues por allí nos veremos, Doña Elena, porque yo escogí el mismo destino y lo hice constar en mis Apuntes de Literatura, refiriéndome a don Quijote: “Cuanto hubiera dado por servirle, por ponerme a sus órdenes, por cuidarlo, por intentar protegerle. Con el buen Sancho, hermanado humildemente al sencillo escudero, los tres juntos. Ese podría ser mi paraíso o uno de mis paraísos. Aunque también pienso que, en cuanto a confortarle, poco podría añadir a lo tan sabiamente expresado por Sancho, animando a vivir a su amo, en el último capítulo del libro inmortal: No se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía”.

Es triste escuchar una confesión tan desgarrada como la de Frida Kahlo. Pero yo te hago una pregunta, lector. Si algún enviado del Alto Cielo, con los debidos poderes y autorizaciones, te propusiera vivir otra vez en este mundo, ¿aceptarías, sin preguntar en dónde y cómo y algún pertinente detalle más? Y si no te diera esa utilísima información, ¿dirías que sí o que no? Yo es que lo tengo muy claro.

Confieso que he pensado algo sobre todo esto. Y hasta se me ha ocurrido un neologismo que lo traigo aquí: eoniofobia o eonofobia, horror a lo eterno —de αιώνιος, eterno en griego, y φοβία, fobia, temor, horror—. Podría ser hasta eonotetafobia, más largo, horror o temor a la eternidad, αιωνιότητα. Mis conocimientos de griego son muy reducidos y estoy dispuesto a modificar el nombre, en cuanto me lo aconseje algún experto. Escojo de manera provisional eonofobia, más corto, más pronunciable. Eón también era un dios de la mitología fenicia, Señor de la eternidad. Se asociaba dicha divinidad a la imagen de una serpiente que esconde su cola con su cuerpo, formando un círculo. No idéntica a la del ouroboros, en la que la serpiente no esconde su cola, sino que se la muerde.

Hablando de cosas más mundanas y agradables —llenas de esa felicidad esquiva y rara, que elude implacable a tantos—, fue una delicia oír y ver a Elena Poniatowsca, todavía no en su punto de belleza y gracia, que le vendrá con los años, pero ya próxima a él. Con su dicción dulce, graciosa y acariciante, su sencillez altiva, su vistoso vestido, típico de alguna región de Méjico, tejido por admiradoras.

Citó también la autora a Octavio Paz, un cortísimo diálogo de su obra El laberinto de la soledad, y esto me recordó otro escrito mío, que contaré en una próxima entrada. Hasta entonces.

22 de abril de 2014

Mi entrada número cien


Amigo lector, hoy no es un día cualquiera: escribo la entrada número cien de este blog, que empecé hace unos meses. Ya decía entonces: Comprendo que nada de esto tendría sentido sin dirigirme a unos pocos a quienes sienta próximos y hasta algo atentos. Otros quizá escriban urbi et orbi, pensando en grandes masas de lectores; no es mi caso. Y al que no comprenderé jamás es al que dice escribir sólo para sí mismo. Si se escribe es para que otros lean lo que uno va pergeñando.

Decía, en fin, que no habría creado el blog sin la ilusión de compartir mis opiniones y mis sentires con amigos que ya tengo y otros que podría hacer. Gentes sin prisa, que traten de desmenuzar el sentido último de lo que leen. Eso es lo que busco y no es nada fácil. Lectores así son verdaderos copartícipes en la escritura. El que escribe es entonces un catalizador, un inductor. Y terminaba afirmando que todo tenía que ser como un juego, suave y alígero, usando de vez en cuando alguna palabrilla un poco menos corriente, para recordársela al lector. Se trata también, claro, de enseñar… lo poco que uno pueda enseñar.

Hoy puedo decir que se han cumplido casi todas mis expectativas. Son ya miles los que se asomaron a estas páginas y, según la estadística del propio blog, de muy diversas partes del mundo. Tengo, por ejemplo, unos cincuenta lectores en China. Es verdad que quedan todavía algunos chinos que no me leen, pero, aun así, no deja de maravillarme este portentoso invento de Internet, que ha derribado verdaderamente las fronteras. Todavía se pueden levantar algunas, pero los que lo hacen saben muy bien que tienen la batalla perdida. También hay socaliñeros que opinan que crear nuevas fronteras físicas no debería importar mucho, dado que están condenadas a ser permeables e inexistentes; sería como un reconocimiento inocente de singularidades. Pero surge entonces la pregunta: ¿para qué alzarlas? ¿Para qué alterar estructuras de siglos, que son perfectamente soportables?

Muy pocas decepciones con esto del blog. Si acaso, el hecho de que tengo amigos que me leen y me llaman o envían mensajes comentando alguno de los temas, pero no logro que lo hagan utilizando los medios propios del blog. Se niegan con resistencia numantina; les asusta la complicación del procedimiento, que es nula.

La reducida extensión de las entradas es otro problema. Se ha de ser breve aun a costa de la precisión; no se pueden alargar o complicar los argumentos. Quedan siempre cosas por decir o matizar y a veces hay que tirar por el camino de en medio, dejando para el lector inteligente la tarea de moderar lo escrito. En el mismo sentido, me parecen injustas las críticas a Wikipedia, a su presunta inexactitud. No seguiría yo un tratamiento médico basado sólo en lo encontrado allí. Pero para la gran mayoría de las necesidades de sus usuarios, la información ofrecida es suficientemente rigurosa y abre vías para buscar datos más precisos o fiables.    

Amable lector, por si eres nuevo, déjame escribir los títulos de algunas de mis últimas entradas, por si te sugieren algo o estimulan en algún sentido: 1) Belleza, arte, Schoenberg y triskaidekafobia. 2) Gabriel García Márquez, la muerte, la inmortalidad. 3) Merrill M. Flood y el problema catalán. 4) De las diversas tristezas. 5) De los amores ardientes. 6)  De los breves amores que fueron. 7) Juan II el Bueno y la bella condesa de Salisbury. 8) Cantar de la mora Zaida. / De guerras y héroes…

Y eso es todo. Mi agradecimiento a todos los lectores, especialmente a los desconocidos, a los que me han encontrado en la red por puro azar.

21 de abril de 2014

Belleza, arte, Schoenberg y triskaidekafobia


Me acerco a las cien entradas del blog y el azar me lleva a insistir sobre una de sus ideas centrales. Leo una anécdota de Arnold Schoenberg, cuando un magnate de la industria de Hollywood trató de halagarle, diciendo que su música era deliciosa —es la traducción que escojo aquí para lovely—. Schoenberg le replicó inmediatamente: “mi música no es deliciosa”. La historia viene en Art and the arts, de Theodor W. Adorno.

No soy un experto en música, pero doy decididamente la razón al célebre músico en cuanto a su obra, a la reducida parte de su obra que he podido conocer. Schoenberg, también un apreciable pintor, propuso y defendió cambios en la estructura tonal de la composición musical, desarrolló la técnica dodecafónica y fue extraordinariamente influyente en la cultura musical del siglo XX. Su original estilo no fue entendido por todos. Maurice Ravel, según cuenta Alma Mahler en su libro Mein Leben (Mi vida), afirmó: Non, ce n'est pas de la musique... c'est du laboratoire (No, esto no es música, esto es cosa de laboratorio).

Traigo aquí a Schoenberg como paradigma de una cierta manera de entender la creación artística. Para él lo importante en una obra de arte es la pura aportación del artista y el placer del espectador no debe ser un objetivo en ningún caso. Lo que cuenta es la perfección de la obra en sí, su harmonía interna, la propia satisfacción del creador. Richard Taruskin, un musicólogo americano nacido en Nueva York en 1945, califica esta idea como una pura ‘falacia poyética’.

En mi modesta opinión, lo que resulta obligatorio es la creación de belleza, una belleza que pueda ser percibida y gozada por el espectador. Naturalmente, habrá casos en que se requiera una especial formación de este y admito que no todas las obras son para todos los públicos. Lo que me resulta inadmisible, en una obra de arte, es que esté orientada a la mera y simple distracción del público, a hacerle pasar el rato. Eso puede existir, no está prohibido, pero no es arte.

Schoenberg es uno de los casos más conocidos de triskaidekafobia. Con ese nombre tan raro —tan sencillo también: es el número trece en griego y el término fobia. O sea, temor al trece— se designa una extendida superstición, presente en muchas culturas, que considera nefasto dicho número. En el caso de nuestro músico, la fobia era extrema. Se piensa que hasta pudo tener algo que ver con su muerte real.

Tenía pavor a los años múltiplos de 13. Ya en 1939 —en realidad, 1939 no es múltiplo de 13, aunque 39 sí lo sea, pero los supersticiosos no suelen ser muy científicos— estaba tan preocupado que para tranquilizarse encargó un horóscopo, en el que el astrólogo le certificó que sería un mal año, pero no fatal. Para esa predicción no hace falta ser astrólogo, ¿verdad?

En 1950 Schoenberg tenía 76 años y un amigo —para eso están los amigos— le avisó de que sería un año crítico, porque 7 + 6 = 13. Lógico, ¿no? El músico no había pensado en ello, pero ya sí lo hizo. De forma que el día 13 de julio de 1951, con setenta y seis años, y viernes —ya sabe todo el mundo que en USA el día nefasto es trece y viernes, no martes— estuvo todo el día en cama, angustiado y deprimido. Eran las 23.45, su pobre esposa Gertrud se decía que ya casi había pasado lo peor, cuando Schoenberg, tras un ruido extraño en su garganta, murió de repente. Todo muy triste, como en cualquier muerte. Pero aquí más dramático y hasta turbador.

Arnold Schoenberg había nacido un día trece y murió también un día trece. Pero nacer no es nada aciago. Y en muchas ocasiones, morirse, seguramente tampoco.

20 de abril de 2014

Gabriel García Márquez, la muerte, la inmortalidad


En mi anterior entrada citaba unas palabras de Gabriel García Márquez, “la muerte es una trampa, es una traición, que le sueltan a uno sin ponerle condición”, y prometí comentarlas. Mario Benedetti dijo algo parecido, “la muerte es una traición de Dios”, y no sabría yo ahora resolver la importantísima cuestión de quién habló de esto primero, si Márquez o Benedetti.

Pudiera ser que ninguno de los dos, excelsos como eran, meditaran con rigor sobre las alternativas a la muerte. Incluso las personas más dotadas no pueden razonar continuamente sobre todos los temas posibles y, como el resto de los mortales, hablan a veces alegremente. Si lo que insinúan es que estaría bien que la vida fuera más larga, muchos seres humanos, no todos, estarían de acuerdo. Si lo que se plantean es la pura inmortalidad, eso es completamente distinto.

Porque, y entro en la materia, para mí, nada más aterrador que la idea de ser inmortal. De un relato mío, El reino de Ta, copio las cogitaciones de Roberto, su protagonista: “Se había preguntado alguna vez, en abstracto, si sería tolerable cualquier tipo de eternidad. Estaba convencido de que los seres humanos hemos sido diseñados para morir, no se trata de algo surgido por azar. Cualquiera que conozca los procesos de envejecimiento celular lo comprenderá perfectamente. La caducidad está inscrita en nuestras vidas, inserta en el mismo núcleo de nuestra existencia.

De hecho, pensaba que nada sería tan insoportable como la inmortalidad. Había escrito una vez algo sobre el tema y sus palabras habían sido: Hay que ser indulgentes con el dios o los dioses, que permiten tantos desarreglos en el Universo, porque se comportan así aloquecidos por su inmortalidad, por la imposibilidad del olvido, por la eterna repetición de los aconteceres, por la insistente presencia de todo lo creado, por la imposibilidad de imaginar un futuro desconocido o distinto. Roberto se identificaba más con los que postulan que tras la muerte sólo hay el olvido y la nada”.

Lector, medita un poco sobre lo que te cuento. Imagínate viviendo cien, doscientos años… eternamente; con esta vida de aquí, con la que conocemos. Ni el más malvado de los dioses querría tal suplicio para sus criaturas. Otra cosa es, ya digo, pretender que la vida no fuera tan escandalosamente breve. A eso muchos humanos, entre los que afortunadamente me cuento, sí nos apuntaríamos.

En mi obra de teatro, Don Juan de Bergerac —y perdón por tanta autocita—, se habla también algo de todo esto. Transcribo, abreviadamente:

Don Juan — Platón, en un pasaje de su Político, recoge un antiguo mito griego y habla de una época en que el universo giró en sentido inverso y todos los seres mortales cesaron de envejecer y se hicieron cada día más jóvenes, hasta llegar a recién nacidos, tanto en el cuerpo como en el alma; tras de lo cual continuaban consumiéndose y se aniquilaban totalmente. En un mundo así, el destino del hombre sería infinitamente más amable, porque marcharíamos hacia la juventud, hacia la belleza, hacia la inocencia. Al final, también desapareceríamos en la nada, pero sin la angustia del envejecimiento y de la muerte. Inés, si yo pudiera vivir así ahora y hacerme más joven contigo.

Inés — (Bromeando) O sea, tú cada vez más joven y yo cada vez más vieja. Pues sí que estamos bien. Tú me cuidarías cuando yo fuera mucho mayor que tú.

         Don Juan —Quizá lo mejor sería que la vida fuera un camino de ida y vuelta: madurar, sin llegar a una vejez extrema e incómoda, y luego rejuvenecer. Sin repetirse las cosas, claro, “lo bailado, bailado”. O repitiendo lo que uno quisiera. En fin, todo podría ser, todo podría haber sido, de otra manera. Los gnósticos pensaron que la creación fue un error, la obra de una divinidad inferior que se creyó Dios.

Inés — Para mí, Don Juan, ya estás viviendo así, hacia atrás. Quisiera verte cada día más optimista, más feliz, más joven. También es hermoso entregarse de lleno a recoger lo que la vida ofrece todavía. Fin de la cita y de la entrada.