Estimado señor Redondo: Por lo que leo en la
prensa, parece que fuera usted una especie de Deus ex machina, capaz de transmutar una situación, una realidad,
en un periquete, como ocurría en las antiguas representaciones teatrales de
griegos y romanos. En nuestras circunstancias actuales, cuando ninguno de los diecisiete
ministros (y ministras, no se olvide) juró su cargo, evitando así obsoletas y
periclitadas fórmulas de lealtad o perseverancia, entiendo que la calificación
de arriba, que alude a un Dios, resulte extremadamente inadecuada. Por ello
podría llamarle más bien Magister falsae
veritatis, o Magister posterae
veritatis, o Magister post veritatis,
aunque tampoco sé si estos latinajos son pertinentes en nuestro mundo moderno.
Los dos últimos, además, son un intento no
justificado de traducir literalmente al latín el término de posverdad, en un
sentido que no es correcto, ni refrendado por nuestra Academia, porque la
posverdad no tiene nada que ver con una verdad posterior o más reciente —lo que
podría sugerir la idea de más moderna, más actual…, quizá más ajustada o más
verdadera—. Todo viene de una confusión debida a la transliteración de post-truth, término que, en inglés, no
implica secuencia temporal o espacial. En efecto, aunque el prefijo post en
inglés puede remitir a una noción temporal o de orden en otros casos, este
matiz semántico no existe en el término concreto que nos ocupa. Por tanto, la
versión al castellano de tal expresión debería explicitar y enfatizar esa idea
de falsedad, de mentira, traduciéndola por falsa verdad o pseudoverdad (ψευδής
αλήθεια).
Porque la posverdad es, sobre todo y principalmente,
una mentira o, si se quiere, una cierta manera de mentir, una distorsión
deliberada de la realidad, una manipulación de creencias y emociones
para influir en la opinión pública, como la define con
acierto la RAE. En el fondo, nada nuevo, se mire como se mire: desde que el
hombre inventó la palabra —o la palabra creó, hizo hombre al hombre—, este supo
emplearla para ocultar su pensamiento, para suplantarlo, para mentir. Hace ya
dos mil quinientos años había griegos, los sofistas, que, según Protágoras,
podían convertir en sólidos y fuertes los argumentos más débiles y eran capaces
de envenenar y embelesar con las palabras, como afirmaba también el filósofo Gorgias
de Leontinos. Nihil novum sub sole.
Esta perorata tiene una finalidad, señor Redondo,
aparte de la de felicitarle por su habilidad para contribuir eficazmente a
modelar o embaucar la opinión pública. Sin regatearle elogios —usted tiene, lo
digo ya, un apellido que lleva casi inevitablemente a la inteligencia, a la
brillantez, y lo afirmo con conocimiento de causa—, también me propongo
apuntarle que es muy difícil engañar a las masas. Quiero decir que las masas,
se engañan ellas solas muy ricamente, sin necesidad de inductores, y sólo se
dejan seducir por los que les cuentan aquello que quieren oír; o sea que, en el
fondo, aquí no se sabe quién seduce a quién. Por citar a alguien, le recuerdo
que hace casi un siglo se escribió La
rebelión de las masas, que debería ser ahora texto de obligada lectura.
Su autor, Ortega y Gasset, era también en ocasiones un gran embaucador, pero
operaba sobre sedicentes intelectuales y engañar a estos ha sido siempre mucho
más fácil.
Un banco de arenques no es más inteligente
que un arenque solitario. De hecho, algún sólido pensador ha sostenido que la
inteligencia de una masa es siempre igual a la del más necio de sus
integrantes. Cuando en el seno de la misma surge alguien que grita o compone
pareados, este cómputo hay que dividirlo forzosamente por el número p (3,1415926...). No se conocen las razones de este
cálculo, pero es exactamente así, como atestiguan los psicólogos, sociólogos y
matemáticos de todos los tiempos. Hay que confiar en la matemática, que como se
sabe desde Kepler y Galileo rige el veloz movimiento de los astros, la forma y
configuración de sus estelas y singladuras.
Puedo confundirle, señor Redondo. Le estoy
escribiendo una carta y me pierdo hablando de dioses, latines, griegos,
apellidos y masas. Me corrijo enseguida. Usted es, también lo leo en alguna
parte, spin doctor; yo soy, por decirlo
también en inglés, medical doctor,
doctor en Medicina. Esto último todo el mundo sabe lo que es y no requiere más
explicaciones. Otra cosa es lo de spin doctor, que es someone whose
job is to make ideas, events, etc. seem better than they really are, especially
in politics (alguien cuyo trabajo
consiste en fabricar ideas, acontecimientos, etc., que parezcan mejores de lo
que son realmente, especialmente en política). Reconocerá que estos doctores
son legión. El tabernero que abre un bar en el antiguo Madrid y proclama que
hace las mejores croquetas de España, es también, en mi entender, un spin
doctor.
No se me entienda mal. No es lo mismo abrir
un bar de tapas que ganar una moción de censura y derribar un gobierno. Lo que
yo me pregunto en este asunto, y no deja de inquietarme profundamente, es el
valor de todo esto, de estas estrategias, en la persecución de la verdad
‘verdadera’, o la justicia, la igualdad, la fraternidad universal, las utopías
diversas, que han acariciado los hombres desde siempre. Con otras palabras, la
última utilidad, moralidad y racionalidad de estos empeños.
Usted, señor Redondo, hace su labor lo mejor
que puede y parece que la hace con notorios éxitos para quien le contrata. El
abogado defensor de un asesino en serie, cumple igualmente con su misión ante
la ley. Usted ha trabajado para personas de derechas, de izquierdas y gentes ni
de acá ni allá. Pero un instrumento tan potente como ese del que le es dado
disponer, forzosamente ha de regirse por ciertas normas, por alguna clase de
código. No se me vaya a inquietar por esto: usted puede argüir, con razón, que no
es culpable de nada, porque todos los políticos son iguales. No lo digo en un
sentido maligno; quiero decir, simplemente, que todos tienen la ilusión, el
deseo ferviente, de acertar, de mejorar la suerte de sus conciudadanos, aunque
luego opere la realidad y haya también pillines que busquen solamente su medro
personal.
Así que mi crítica no va dirigida a usted,
sino a este mundo moderno ramplón y vacuo, en el que se ha universalizado la
estupidez. Shakespeare, en el acto V, escena ii, de Henry V, hace decir al rey, hablando a la reina: We are the makers of manners, Kate
(Somos los forjadores de modales, Kate). Hoy este papel de definidores del buen
gusto, de las buenas maneras, queda a menudo en manos de ignaros payasos y
albardanes.
Lo que sí quiero resaltar es cuán distinto es
su trabajo del de otros, intelectuales o sencillos obreros. Un médico, un
albañil, no tratan casi nunca de camuflar o embellecer engañosamente la
realidad, sino que buscan mejorarla con sus actuaciones. A veces con rigor y
entusiasmo excepcionales, batallando contra la dificultad, la adversidad. Le
copio unas palabras de un traumatólogo amigo: “Estás allí, en el quirófano,
tratando de que la fractura quede bien reducida y ves que es muy difícil, que
no puedes. Sin embargo, te dices que eso tiene que quedar bien e insistes y te
rompes el alma hasta que logras que el desaguisado se componga y la función
quede garantizada”.
Hace poco un albañil vino a mi casa para
colocar una loseta del baño que el fontanero había roto antes para reparar una
avería. Fue admirable su cuidado en recoger y quitar los trozos rotos que
quedaban, antes de colocar el nuevo elemento. No era fácil, porque algunos
pedacitos quedaban ocultos, escondidos, bajo la mampara. Yo mismo le dije que ya
estaba bien, que apenas se notaba. No me contestó, pero estoy seguro de que
pensaba como mi amigo traumatólogo: “esto tiene que quedar bien”. Y siguió
trabajando, esforzándose, hasta que todo quedó perfecto.
Esa tarea de embellecer la realidad, de
mejorarla —no de describirla sesgada y falazmente, como hace la posverdad—,
¡cuánta belleza y pasión encierra! Es el amor por la Obra Bien Hecha, que
algunos persiguen con tesón y furia. De esto hablábamos los jóvenes de mi
época, cuando la posverdad existía, como siempre, pero no estaba entronizada
como hoy. El maestro Eugenio d’Ors, en una conferencia pronunciada en la
Residencia de Estudiantes de Madrid, en el año 1915, que publicó luego en un
opúsculo, Aprendizaje y Heroísmo,
dejó unas palabras, que muchos de nosotros, décadas más tarde, considerábamos
sagradas: Todo
pasa. Pasan pompas y vanidades. Pasa la nombradía como la oscuridad. Nada
quedará a fin de cuentas, de lo que hoy es la dulzura o el dolor de tus horas,
su fatiga o su satisfacción. Una sola cosa, Aprendiz, Estudiante, hijo mío, una
sola cosa te será contada, y es tu Obra Bien Hecha.
Una sola cosa cuenta, la única por la que
deberíamos esforzarnos: la lucha por la Verdad, no por las mil posverdades.
Quiero asociar estas líneas con un cuadro de gusto muy académico del pintor
francés, Édouard Debat-Ponsan (1847-1913), de título Nec mergitur (¡que
no salga!), o también La Vérité sortant du puits (la Verdad
saliendo del pozo). Una mujer joven, exaltada, de mirada soñadora y perdida, valiente,
de belleza sólida, antigua, la Verdad, pugna por emerger de un pozo, mientras
un noble con antifaz y un clérigo tratan de impedirlo. Lleva un espejo en su
mano, símbolo de muy diversas cosas en la historia, entre ellas, la verdad, la
iluminación, etc.; la vanidad también.
El pintor, antiguo combatiente en la guerra
franco-prusiana de 1870, tomó partido a favor del capitán Dreyfus y expuso el
cuadro, alusivo al célebre asunto, en el Salon des Champs Elysées, en 1898. Le
fue luego ofrecido por suscripción a Émile Zola, autor del famoso artículo Yo acuso (J'accuse), del mismo año. Eran tiempos antiguos, tiempos de la
Verdad; no se conocía entonces la posverdad (me refiero, claro, a la palabra).
De momento, dejo aquí mis reflexiones. Las
seguiré otro día, contando cómo la historia ha sido también, en la filosofía,
en la ciencia, una lucha heroica por buscar y alcanzar la Verdad, la verdad con
mayúsculas. Empeño al que dedicaron toda su vida, entre tentaciones y peligros
de toda índole, visionarios de todas las épocas, que trataban de lograr un
mundo mejor, más justo, más cercano a la pura Verdad. Hablaré, sobre todo, de
lo que la posverdad no puede ni podrá conseguir jamás, de lo que está fuera de su efímero reino.