El viejo político al que me referí reconoció
que Rajoy fue el más votado, aunque añadió con gracejo que también el más
‘vetado’. Ingenioso, ¿verdad? Sería un error quedarse sólo con el juego de
palabras y desaprovechar la profunda sabiduría que esconde el díctum. Tan sutil distinción podría revolucionar
el sistema electoral: habría un día para votar y otro para vetar; todos los ciudadanos
votarían y vetarían. Un algoritmo matemático combinaría los dos resultados en
un parámetro único y definitivo, evitando así que los que votan sean unos y los
que veten otros. Hay que desvahar nuestra democracia, según lo descubierto por
el avezado político: a Rajoy lo votaron unos ocho millones de españoles y lo
vetan sólo unas cuantas cabezas pensantes en el Congreso, que nunca podrán ser
más de trescientas cincuenta, obviamente. Desequilibrado, ¿no?
A continuación hablaré de líderes, pero de
tres cifraré sus nombres, para que sea totalmente imposible identificarlos: el Empecinado, el Incorruptible y el Mozo.
Empecinado es un apelativo que ha tenido algún otro personaje
histórico español, pero no tan justificadamente como el líder que oculto. No se
ha dado cuenta todavía de que perdió las elecciones, las últimas y las
anteriores, e intenta maniobras cada vez más retorcidas e ininteligibles. Con
gran solercia se autodesignó y se erigió en candidato umbrático, convocando
una rueda de consultas con todos los partidos políticos. Eso también mejora la
democracia, introduciendo la ‘pluricandidatura’ con ‘pluriconsulta’. El mecanismo
está abierto al resto de los líderes. De forma que, en su estado de máxima
perfección, si hay n líderes, habrá n*(n-1)/2 encuentros distintos. Si son
diez, habrá cuarenta y cinco reuniones diferentes. Por muy reducido que sea un
partido, es justo que su líder tenga derecho al juego. La diputada de CC, por
ejemplo, que está sola, ¿por qué no ha de poder andar enredando con esas ruedas,
con lo divertido que es? Este Empecinado
me parece demasiado agresivo y esto no es bueno nunca. Llevo meses viéndole muy
dispuesto a gritar “Muera yo con los
filisteos”.
Incorruptible es apelativo que también figura en la historia, pero a
nadie conviene tan merecidamente como al líder que oculto. Está contra la
corrupción. Pero no como tú o yo, lector, sino de forma visceral, irrenunciable
e inenarrable, lo que le faculta a nombrar los candidatos de los otros
partidos. Es otro mecanismo perfectivo de la democracia: se corrige así la
voluntad del pueblo que no sabe lo que quiere, que no sabe elegir, y que, como
ya apuntó agudamente Mónica Oltra, la de otrora eterna sonrisa, gusta de votar
a delincuentes. Si los ciudadanos eligen a un partido, pero este escondido líder
designa luego al candidato del mismo, se mejora mucho el funcionamiento de la
cosa pública. También reclama la absoluta centralidad y pacta con unos o con
otros, según convenga. Todo eso, ironías aparte, no es lo peor que se ha visto,
sinceramente. Pero me parece mal que dé por terminados los pactos con tanta
brevedad y premura y pueda hacerlos durar sólo unos días. Sus peroratas son
ejemplos de buenismo y me recuerdan las de los proclamados ‘príncipes’ en los
colegios de Jesuitas.
Mozo es apelativo muy corriente en nuestra historia, pero nadie
pueda ostentarlo —sobre todo en campaña, según confesó a la Grisso— como otro
líder nuestro. Citaré al pintor y arquitecto Francisco de Herrera el Mozo, al
también arquitecto Juan Gil de Hontañón el Mozo, al conquistador Francisco de
Montejo el Mozo... Colocaré aparte al enamoradizo Álvar Fáñez el Mozo, cuyo
homónimo, que vivió un siglo antes, se menciona tantas veces en el Cantar de mio Cid. Fue en mi pueblo
donde este mozo inventó lo de ‘por los cerros de Úbeda’. El líder que oculto,
también enamoradizo, suele adoptar actitudes seráficas, que no le impiden atacar
muy duramente cuando le peta. Se golpea la cara en las sesiones para indicar la
cara dura de algún orador; es puro lenguaje corporal. Su erudición es quizá infinita,
pero prefiere moverse en la insipiencia, citando a Hermano Lobo, los teleñecos o la serie Juego de tronos; lo hace sólo para no tediar. Confunde, como sus
adláteres, el Congreso con aquella Puerta del Sol llena de tiendas de campaña.
Hay muchos otros congresistas que me llaman
la atención. De Alberto Garzón me admiró un día su coraje y valentía, inauditos,
cuando dijo sin estremecerse aquello de “el ciudadano Felipe de Borbón”, para
referirse al rey. Lástima que naciera muerto ya Franco, porque este hubiera
sido capaz de llamarle en su cara Paco Medallas o sabe Dios qué. Esta gente
audaz nos llegó tarde por desgracia. También me fijé en Gabriel Rufián, con su cara
de niño bueno, que la hoscosa barba no logra agriar y que tiene algún remoto vínculo con mi
tierra andaluza. Inocente como paloma, parece persona sensible, se emociona fácilmente
con la épica nacionalista y enhebra discursos destrabados, ingenuos y soñadores.
Muy diferente de su vecino de escaño Tardà, eternamente enojado con el mundo.
Al final, la verdad es que todo es tolerable
en nuestro Congreso. No como en el Senado —en el Senado romano quiero decir— donde
Marcus Tullius Cicero, clamaba frente a Catilina: ¿Cuántas veces intentaste matarme siendo
cónsul electo y siéndolo en ejercicio? ¿Cuántos golpes, al parecer imposibles de
evitar, has dirigido contra mí y yo esquivé ladeándome o, como suele decirse,
hurtando el cuerpo? Nada parecido entre nosotros. Aquí son buena gente y no se
mata a nadie. Algo torpes al dialogar, eso sí. ¡Que Dios los ilumine y a
nosotros nos proteja!